El populismo es esa
forma de
gobernar en la que el estadista apela al pueblo, a esa entidad colectiva que
no es la suma de individuos, sino su superación, incluso su avasallamiento.
Pero el populismo es también y sobre todo la conversión de cualquier
actividad o destreza en materia estadística. Los jueces, por ejemplo, no
están donde están por respaldo popular, sino por haber superado unas pruebas
que avalan su acreditación. El populista desconfía de estas garantías:
justamente por eso, cuando más acosado por la justicia se hallaba, Silvio
Berlusconi dijo que él se veía respaldado, elegido por el pueblo, y que, por
tanto, no se dejaría atrapar por alguien, un magistrado, que al fin y al
cabo estaba donde estaba no por designación popular, sino por
concurso-oposición. Si toda actividad profesional o institucional se
validara por elección popular, entonces --le reprochaba Umberto Eco al
primer ministro-- no deberíamos confiar nuestros hijos a los maestros ni
nuestras intervenciones quirúrgicas a los cirujanos. ¿Por qué razón? Porque
todos estos profesionales han sido habilitados para ejercer sus funciones no
por elección del pueblo, sino por concurso de méritos, tras un examen que
evalúa su destreza o conocimientos. Como es obvio, el pueblo, según
enunciado de una deliberación única, como expresión de sentimientos comunes,
no existe, añadía Eco. Es una herencia paradójica de la Ilustración, un
legado de aquella voluntad general que sirvió para justificar lo
bueno y lo malo, y que convirtió en quimera realmente existente la ley del
número.
Hoy, las cosas han cambiado. Al menos, ya no es tan fácil confundirnos con
estas certidumbres. Gracias al refinamiento de nuestras democracias
actuales, esa suma de los individuos no puede abatir a las minorías, y
ciertas opiniones, por muy mayoritarias que sean, no pueden imponerse sin
quebranto de unos derechos que a todos nos asisten: a los que profesan los
juicios comunes y a los que sostienen ideas minoritarias. Frente a esa
entidad evanescente, existen, por supuesto, los ciudadanos: plurales, con
sentimientos diversos, con juicios distintos, ciudadanos para los que hay
que gobernar. Pero el consenso no ha de invocarse para excluir, estigmatizar
o aniquilar a los que no comulgan con los valores mayoritarios. Además, la
opinión pública no se forma sólo con la aritmética parlamentaria. Existe lo
que en el Antiguo Régimen se llamaban los cuerpos intermedios:
corporaciones privadas e instituciones de la sociedad civil que son fruto
del acuerdo particular, de los pactos o convenios que distintos agregados
humanos rubrican para beneficio de sus miembros. Entre otras metas infames,
los totalitarismos esperaban acabar con esos cuerpos intermedios, un
estorbo, sin duda, para su cómoda y despótica ejecutoria. Esperaban, en
efecto, hacer coincidir el Estado con la sociedad y pretendían adueñarse de
esas instituciones civiles para así facilitar el triunfo de la voluntad...
general: esas oleadas de individuos que se pierden en la acogedora
uniformidad de la multitud, esas muchedumbres en las que las personas
renuncian a sí mismas, en las que dimiten fascinadas por la presencia de un
líder elevado hasta un lugar inalcanzable.
Por suerte, ese paladín que brama, que bracea y que encomia, que se entrega
al didactismo odioso, puede ser derribado por su pueblo y, a pesar de
nuestras democracias achacosas, aún podemos expulsar a nuestros populistas,
esos que retumban, ensordecen y soliviantan ante la cámara, ante el
auditorio.
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