«Best Seller»

 

                                           JUSTO SERNA

 

                         Posdata Levante-Emv, 21 de abril de 2006

 

                                                     Opinión

 

       La fórmula del best seller es un enigma. ¿En qué se basa? ¿En la superficialidad o en los guiños que el autor hace a diferentes públicos para así permitir distintas lecturas? Meses atrás leí Cabo Trafalgar. Si no estoy equivocado, esta novela de Arturo Pérez-Reverte no ha sido su triunfo más rotundo. Ha vendido, por supuesto, pero ni de lejos ha alcanzado las cotas de los éxitos sonados, indiscutibles, que antes logró. ¿Por qué razón? Cabo Trafalgar es un ejercicio de estilo en donde el autor exhibe de una manera copiosa, abundante, sus conocimientos marineros, con un deleite en la descripción y en el lenguaje que es un gran alarde verbal, aunque finalmente tedioso: al menos para mí, a pesar de ser un lector acostumbrado a la literatura de navíos. Semanas antes había leído Mares tenebrosos, editado por José María Nebreda para Valdemar, y me había seducido hasta el extremo de sustraerme del orden cotidiano. Justamente lo que debe hacer una buena ficción. En cambio, de la novela Pérez-Reverte sólo pude admirar su docta exposición léxica y poco más. Sus personajes eran planos, meros figurantes de la gran historia o tramoya que en cubierta se libra, sin misteriosas profundidades psíquicas ni oscuridades. ¡Y eso a pesar de declarar Pérez-Reverte que una de sus fuentes de inspiración había sido Joseph Conrad! En Conrad, los caracteres son redondos (en el sentido que le daba a esta expresión E. M. Forster), llenos de honduras irresueltas a las que jamás accederemos aunque las intuyamos.

He de admitir que me reí con los anacronismos deliberados de Pérez-Reverte: como la mención a Rocío Jurado, “esa niña joven de Chipiona que empieza a cantar” al inicio del siglo XIX. Pero estas bromas de autor al final no justifican una novela, como tampoco la pompa léxica. Por otra parte, el mensaje histórico que hay implícito, finalmente explícito, en el relato de Pérez-Reverte es una adulación del buen pueblo, del buen vasallo, muy poco sofisticada, muy poco explicativa, que sólo confirma estereotipos de la historia española: los políticos miserables que gobiernan una nación corajuda y engañada...

¿Y Dan Brown? El código Da Vinci es una novela extensa, adaptada a los largos periplos de Metro, de metropolitano, de la gran ciudad. Es una narración folletinesca: con golpes de efecto, con misterios y enigmas hinchados (la historia de María Magdalena), misterios artificiosamente prolongados, con cambios inesperados y con circunstancias previsibles. Pero sobre todo con tres ingredientes indispensables: capítulos cortos que no agoten la atención intermitente, infiel, discontinua, del lector; leves indicaciones cultas que satisfagan a un destinatario midcult; e identidades confusas de distintos personajes, el de María Magdalena en primer lugar, identidades finalmente reveladas, al modo de Los misterios de París, de Eugène Sue. En Los misterios de París, la heroína, otra María (Fleur de Marie), no era una joven menesterosa como ella creía y como los lectores admitíamos. Era, por el contrario, una princesa abandonada al nacer, caída después en desgracia, una princesa que desconocía su condición y que por culpa de las arpías se vio forzada a caer en todo tipo de depravaciones; era alguien procedente de la buena sociedad, una dama que lo ignoraba, alguien de familia distinguida. Justamente por eso, porque la vida es destino y cada cual recibe sólo una parte de lo que se merece, al final todo se sabe y todo se revela: a pesar de la muerte, una identidad dudosa o desconocida quedará asentada y estable para alivio de la verdad y consolación de sus numerosos seguidores.

Ése es el modo en que el relato popular compensa las injurias, los ultrajes de la existencia, el drama o, finalmente, la tragedia que es vivir, vivir bajo circunstancias espantosas. Podremos morir, puede incluso que la heroína, la que no merecería esa suerte, muera, pero su buen nombre se habrá restaurado y los destinatarios respirarán con alivio al advertir que la bondad de corazón, la buena cuna, las buenas cualidades siempre tienen su recompensa, que el misterio no dura eternamente. Hace tiempo que está inventado el modelo del folletín y la clave de su éxito, que ahora con hábil mano Dan Brown copia y reproduce. Lo que no sabemos es por qué algunos volúmenes triunfan y otros, concebidos igual, con idénticos materiales y ardides, son olvidados por el gran público, guillotinados inmediatamente y, en fin, desplazados por los nuevos folletines que anuncia la siguiente temporada literaria. Ése sí que es un misterio sin resolver.