La actualidad del autor de El Aleph a los 20 años de su muerte

    Borges y nosotros

 

                                           JUSTO SERNA

 

                         Posdata Levante-Emv, 9 de junio de 2006

 

                                               

 

                                  

                           

Hace veinte años, un 14 de junio, fallecía Jorge Luis Borges. Desde entonces no nos hemos resignado a esa fatalidad y la sobrellevamos regresando a él, a sus obras. “Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas”, dice refiriéndose a sí mismo en tercera persona cuando se desdobla en Borges y yo, “pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y la tradición”. Y, en efecto, así es: Borges es ya del lenguaje y de la tradición y, por eso, su influencia y el aprecio que le dispensamos, lejos de haberse disipado, aumentan. Tal vez porque en su obra, vasta y concisa a la vez, se resumen algunas de las urgencias, de las paradojas y de las perplejidades de nuestro tiempo. Borges, que durante tantos años fue un lector ciego (“Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven”, se dice en El Aleph), tiene hoy la máxima visibilidad, pues  se le invoca, se le cita, se le reedita constantemente. De Borges, que tuvo una vida retirada y casi siempre sedentaria, se han publicado y se siguen  publicando incontables biografías que revelan su aventura intelectual, sus comedidas audacias: por ejemplo, la de convertir la lectura en un arte, en una creación. 

Borges no adoró los libros, sino la delicia que nos procuran, esa dicha de descubrir algo que se ignoraba. El narrador argentino nos mostró que leer es, en efecto, un acto tanto o más placentero que el de escribir, porque al leer con arresto, con paciencia, con entusiasmo, se creció –y nosotros con él-- experimentando lo que a otros sucedía. Pero esa vivencia no es sólo vicaria: si la lectura se consuma, entonces las experiencias de otros las hacemos propias y nos multiplican el yo. Borges celebró la seducción relatora o poética, la que consiguen los grandes creadores en alguna página válida, justo cuando se sirven de palabras para levantar un mundo inexistente en el que habitan personajes ordinarios y heroicos, personajes que sobreviven con determinación o con bajeza haciéndose  a sí mismos. Y estas celebraciones las conmemoró en las numerosas entrevistas que Borges concediera (entrevistas luego convertidas en libros), interlocuciones en las que exaltaba el placer del texto, de la frase, del verso, del adjetivo exacto, del verbo preciso.

     Pero esa dicha lectora la recreó escribiendo él mismo, pues su arte verbal es un tanteo, una mixtura de géneros, y un homenaje a los clásicos, a esos predecesores que nos anticipan. Decía Umberto Eco que los clásicos que leemos sobreviven entre la jam session y el destino fatal, entre la improvisación --que ejecutamos los lectores-- y la partitura, que es el texto literal, que establece unas particularidades y no otras. La lectura puede tratar los textos como si de auténticos hipertextos se tratara: con un sentido inestable, mudable, según las distintas generaciones de lectores que se van sucediendo y que regresan sobre los clásicos, esas palabras literales pueden acabar significando algo imprevisto para el autor o para sus primeros destinatarios. Pues bien, eso es lo que hizo Borges: desdoblarse en numerosos lectores para hallar significados insólitos en los clásicos y para expresar la imposibilidad de ignorarlos. Y Borges lo hizo escribiendo y adoptando distintos perfiles o personajes.

      Está el ensayista, que se vale de recursos filosóficos para abordar el universo y para abordarse a sí mismo. Está el narrador, capaz de relatar las paradojas de ese mismo universo y del yo que se despliega. Está el poeta, dueño de sus propias imágenes y valedor del soneto y de inacabables enumeraciones que tratan de sumar los dones que él disfruta, pero también está aquel otro versificador que hace de la contención verbal su objetivo y su catarsis. Está, otra vez,  el lector ahíto, el lector que se sabe epígono, lleno de referencias, el lector insaciable, intelectual y popular, admirador del ingenio anónimo y de la sutileza creativa. Está el autor que se sirve de la ironía como único recurso con el que regresar a un pasado ya infinito, pero está también el escritor que interpela directamente a un destinatario no menos formado y culto, a un destinatario al que respeta y con el que juega, un aliado de la palabra y de la inspiración. Está el vate invidente, aquel de reminiscencia clásica que, como el viejo Homero, canta las gestas de los hombres y las desdichas que los dioses les mandan. Está el humorista que se admite oficiante de un plagio inevitable, aquel conversador que se explica, que se repite y que se disipa en un habla también inacabable, el bromista que se recrea y que se distrae valiéndose de las paradojas de la lógica o asociando la teología y la metafísica a la fantasía. Está el Borges  que juega con el tiempo, siempre escaso, siempre cicatero, el Borges que lo amplía, que conjetura sobre él, que imagina sus duplicaciones y que multiplica las vidas y las simetrías, que se deleita o se angustia en una perpetua suma de azares, que sueña con los diversos porvenires que se bifurcan.

        “Si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de la humanidad en vías de desaparición”, indicaba E. M. Cioran, “y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado”. Extraterritorial, vario y fragmentado, degustador de distintas culturas y sin arraigo nacional que lo limitara: Borges fue un europeo americano y un americano interesado por Japón y por las literaturas más distantes. Hoy, cuando todos parecen querer el arraigo y el reconocimiento de una comunidad de iguales, su lectura es un antídoto contra la cultura de vuelo gallináceo, contra la autosatisfacción provinciana. Pero, además, esa aventura intelectual Borges la emprendió sin severidades campanudas, ya que, como indicó Cioran, supo “dotar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, de un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos”, dueño de “una sonrisa enciclopédica”. En efecto, todo en el narrador argentino carece de la severidad, del empaque de los fatuos. ¿Imitable Borges? Ha sido copiado, reproducido, calcado. Ha sido remedado su estilo. Sin duda, lo que mejor podría imitarse de él es su humor culto. “Podría convertirse”, admite finalmente Cioran, “en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas y, si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido”.

      Para el escritor argentino, el universo era como una biblioteca infinita, como la biblioteca inacabable en la que los anaqueles contienen la totalidad del saber grande o menudo y el conjunto de los hechos memorables que la escritura humana ha registrado. Y el universo, según lo describía en El Aleph, es una infinitud que nos daña, que nos lastima. “Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad...”, dice el narrador de El Aleph. Y, en efecto, aquí lo tenemos: aquí tenemos a un Borges que felizmente no cambia, habitando en su propia eternidad literaria de lector.