Breviario de podredumbre

 

                                           JUSTO SERNA

 

                         Levante-Emv, 1 de abril de 2006

 

                                                     Opinión

 

 

Hay alguna afinidad entre los casos de Marbella y de Orihuela? La justicia resolverá, pero mientras tanto quizá convendría aclarar qué es corrupción, bajo qué contexto se da y, sobre todo, qué relación hay entre esa práctica y la lógica del regalo? Ustedes me perdonarán tratar cosas que conocemos al dedillo, pero la actualidad de las presuntas granjerías nos obliga a reiterar lo archisabido. En el siglo XIX, por ejemplo, cuando el parlamentarismo aún no había impuesto sus normas, cuando el mundo liberal era tan reciente que las cosas y los delitos públicos carecían de nombre y la democracia continental estaba por implantarse, la redistribución de los recursos en la esfera local solía hacerse mediante el clientelismo, mediante una lealtad ganada con favores, mediante los conocimientos y las relaciones informales. Yo te doy para que me des: ésa era la fórmula de intercambio político, una fórmula en la que el voto sólo era una función anexa a la influencia y en la que el asentimiento se lograba a través de las amistades instrumentales. Frente a la incertidumbre del mercado o frente a la liza parlamentaria, este mecanismo prepolítico de donación, de regalo, o de prestación y de contraprestación, no era una mala cosa: sus beneficiarios intentaban crear un dominio que les fuera favorable, pero sobre todo trataban de erigir un ámbito público estable, justamente en un momento en que por Europa soplaban vientos revolucionarios y levantiscos.

¿Podemos llamar corrupción a aquellas granjerías? Para que exista corrupción no basta con que se incumplan ciertas normas. Para poder hablar de corrupción debemos operar en un marco en el que habiendo distinguido lo público de lo privado nos desenvolvamos con confusión y mixtura: por un lado, la esfera de la publicidad, ese lugar en el que los actos se emprenden a vista de todos; y, por otro, la reserva de lo privado, ese espacio en el que se dan el secreto, lo íntimo, pero también el acuerdo entre particulares, igualmente sometidos a reglas. El corrupto traslada hábitos privados a la esfera de lo público y sobre todo actúa con la lógica del regalo. En principio, donar presentes es gratuito: en el sentido de que regalamos porque se nos antoja. Más aún, quien recibe la dádiva no nos abona en metálico una suma con la que hacer frente a ese dispendio. ¿Pero es realmente gratuito el presente que se nos ofrece? Decía Marcel Mauss que el obsequio establece en realidad un servicio obligatorio. Cuando regalamos a alguien y éste consiente, entonces se forja entre nosotros una red invisible, pero real, de deberes, un sistema de obligaciones, de prestaciones y contraprestaciones, basado en la lógica de la devolución proporcionada. La Mafia reparte servicios como si de obsequios se tratara con el propósito de usurpar el papel del Estado, de suplirlo, atrapando a los agraciados en el favor criminal.

Si no restituyéramos el valor de aquel presente o si simplemente obsequiamos con algún bien de desigual importe a quien previamente nos retribuyó con derroche, entonces seríamos unos aprovechados o unos desagradecidos. Cometeríamos una descortesía roñosa, la tacañería del mezquino, o, más simplemente, decretaríamos una guerra personal, un hostigamiento. En fin, repito: el agraciado, el parroquiano, no recibe gratuitamente y, como indicara Mauss al hablar de los dones, queda enredado en un sistema de obligaciones que ha de corresponder o de devolver para así saldar la deuda contraída. Si esto se da en el ámbito de lo público, entonces el don corrompe y, justamente por eso, el político acaba cumpliendo las reglas que figuran en cualquier breviario de podredumbre.