En el siglo XIX, cuando el
parlamentarismo aún no había impuesto sus normas, cuando el mundo liberal
era tan reciente que las cosas y los delitos públicos carecían de nombre y
la democracia continental estaba por implantarse, la redistribución de los
recursos en la esfera local solía hacerse mediante el clientelismo, mediante
una lealtad ganada con favores, mediante los conocimientos y las relaciones
informales. Yo te doy para que me des, ésa era la fórmula del intercambio
político, una fórmula en la que el voto sólo era una función anexa a la
influencia y en la que el asentimiento se lograba a través de las amistades
instrumentales. Frente a la incertidumbre del mercado o frente a la
auténtica liza parlamentaria, este mecanismo prepolítico o, si se
quiere, predemocrático no era una mala cosa: sus beneficiarios
intentaban crear un dominio que les fuera favorable, pero sobre todo
pugnaban por hacerse con un ámbito público estable, justamente en un momento
en que por Europa soplaban vientos revolucionarios y levantiscos.
¿Podríamos llamar corrupción a esas
granjerías? Para que exista corrupción no basta con que se incumplan ciertas
normas. Para que podamos hablar de corrupción debemos operar en un marco en
el que, habiendo separado lo público de lo privado, se den la confusión y la
mixtura: por un lado, la esfera de la publicidad, ese lugar en el que los
actos se emprenden a vista de todos; y, por otro, la reserva de lo privado,
ese espacio en el que se protegen el secreto y lo íntimo, pero también el
acuerdo entre particulares, igualmente sometidos a reglas. El corrupto
traslada hábitos privados a la esfera de lo público y basa su actuación en
el favor, en el amparo.
Así, cuando en la esfera pública decimos de un individuo que es alguien que
concede u obtiene favores nos referimos a aquel que presta o logra ayudas,
protecciones, supuestamente gratuitas..., protecciones y ayudas que
comprometen: gracias que se realizan en apariencia sin esperar pago o
recompensa. En realidad, esas concesiones se basan en la capacidad de
influencia, en ese ascendiente que alguien tiene sobre personas que toman
decisiones o que gozan de autoridad. Ya lo sabemos: una persona influyente
es alguien bien situado, ubicación de la que se aprovecha para producir o
remover obstáculos. Conviene observar que al hablar de la influencia no me
refiero al individuo que desempeña su tarea prevista, institucional o
reglamentaria: no aludo a quien se atiene a las normas según las
atribuciones que le están asignadas de antemano y públicamente. Antes bien,
me refiero a aquel que hace valer su predominio más allá de la ordenanza, a
aquel que se vale de su persona, de su habilidad o de sus conocimientos para
conceder auxilios particulares. Decía Max Weber que la política y la
burocracia contemporáneas progresan al eliminar ese factor personal,
justamente porque convierten la labor desempeñada en una tarea sometida a
visibilidad y fiscalización: lo importante no es el individuo que la
ejecuta, que sólo es alguien solvente pero sustituible. Lo decisivo es el
correcto cometido que ustedes o yo podríamos hacer si estuviéramos
preparados para dicha función. En el sistema pensado por Max Weber, un
empleo público o un cargo en la Administración o un puesto político no son
recursos patrimoniales que sirvan para otorgar favores o despachar
presentes, sino una ocupación reglamentaria que se ejecuta para beneficio de
la sociedad.
¿Y cuál es la base
de esa actuación que implica a distintas personas? La confianza.
Confiar es esperar
que el otro cumpla con la obligación o con la expectativa. Cuando esto no se
verifica, cuando no hay un sistema eficaz de sanciones para quien incumple
sus funciones, cuando se burla la ley de manera ostentosa y achulapada,
entonces la confianza se deteriora, la irresponsabilidad se premia y el
crédito público se malogra.
Hasta aquí la reflexión o la prosa pesadamente sociológicas de las que me
sirvo. Ustedes, sin embargo, me pedirán nombres en negrita: tienen la
sospecha de que hay, de que ha habido (¿de que seguirá habiendo?) casos de
favores, de regalos, de granjerías entre políticos en ejercicio, casos
llamativos, desvergonzados, de enriquecimientos súbitos o de alardes
lujosos, de ventajistas que se valen de promociones edilicias y de obras
asiáticas. ¿Quieren que les diga en quiénes pienso? Pues no lo diré. Me
estoy mordiendo la lengua para no dar nombres y para evitar las negritas. Me
perdonarán, pero entre ustedes y yo no hay tanta confianza, digo...
confidencia. |