Derecha, Monarquía y República

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 18 de julio de 2006

                                    

                                                                          

    “Siquiera por un mínimo rigor historiográfico, el recorrido democrático de la España de los dos últimos siglos no puede efectuarse ignorando el peso de la Corona en nuestras experiencias constitucionales”, decía un editorial de Abc semanas atrás. Hostil a la legislación gubernamental sobre la Memoria Histórica, el editorialista trataba de exhumar lo que los socialistas ocultarían con su proyecto: el papel de la Monarquía. Lo primero que debemos admitir es que la disciplina histórica no es equivalente a la memoria: es más bien un correctivo de la remembranza, de las coherencias absolutas de la reminiscencia. La labor histórica no es la de atestiguar identidades firmes entre el presente y el pasado: es la de abrir un boquete entre los contemporáneos y los antepasados, mostrándonos la sima que nos distancia, los hechos posibles y descartados que la memoria justamente rescinde.

    Por eso, soy muy escéptico con la operación de rescate de la Memoria (así, con mayúsculas) que se propone el gobierno de Rodríguez Zapatero. Son los historiadores quienes acopian, evalúan y narran los hechos del pasado, circunstancia que poco tiene que ver con las necesidades perentorias de la política urgente. Si hoy son objeto de discusión las identidades personales, si su relato es dudoso por hacer congruente lo fragmentario e inestable, ¿qué podríamos decir de la identidad colectiva?

     Pero, a la vez, descreo profundamente del artificio monárquico de la derecha, esa que le lleva a fantasear sobre el peso de la Corona en el recorrido democrático de los dos últimos siglos. Si atendemos a lo que es ideario y lugar común de nuestros conservadores, la realeza española no sólo sería decisiva “por su esencial aportación a la Carta Magna de 1978”, cosa que nadie discute, “sino por otros hechos esenciales que el Gobierno parece querer borrar de manera deliberada”: la Constitución de 1876; “la patriótica petición de colaboración con la República efectuada por Don Alfonso XIII en mayo de 1931, a través de las páginas de Abc, o el Manifiesto de Lausana con el que Don Juan de Borbón solicitó en 1945 el establecimiento de un régimen democrático”. 

     Esos juicios son absolutamente parciales y dudosos, poco acordes con lo que los historiadores (que no los memorialistas) dicen de la historia contemporánea. Buena parte de los conflictos irresolubles del siglo XIX tienen que ver con el mal acomodo de la Corona en un régimen constitucional. No son los republicanos los que dificultan este ajuste: son los afines al carlismo o los adherentes a la causa de Isabel II quienes se enfrentan en un sinfín de violencias. Justamente por eso, el editorialista evita con gran cuidado referirse a la Monarquía anterior a Alfonso XII: es tan desastrosa su actuación, tan malogrado su encaje, que el publicista reconstruye una historia homogénea que, en el fondo, es un embeleco de la memoria monárquica.

    “El afán por situar en la República el origen legítimo de la democracia vigente salta, además, por encima de la realidad indiscutible de que el Rey no abdicó en 1931, sino que resignó poderes a favor del nuevo régimen sobrevenido de manera abrupta y no reglada a partir de unas elecciones locales derivadas en pronunciamiento popular”, añade el editorialista. Resulta artero y malicioso presentar así las cosas. ¿Por qué razón? Porque el advenimiento de la II República no es fruto de un pronunciamiento.  Esa palabra puede parecer inocente o descriptiva, pero está ladinamente empleada: los pronunciamientos no son  lo que la semántica de la voz parece enunciar (la expresión de una voluntad), sino una sedición, un alzamiento, una insurrección, justamente lo que no es obra de los ciudadanos, sino de ciertas facciones militares que se valen del poder de las armas para torcer un gobierno o un sistema.

    Esa renuncia forzada del soberano en 1931 “fue lo que permitió la restauración monárquica de 1975, dando paso a un proceso, el de la Transición, de restablecimiento de las libertades civiles y políticas”. Nuevamente nos encontramos con una verdad incontestable, la que corresponde al último enunciado de la frase y que hace a don Juan Carlos el responsable de una excelente gestión. Nada que objetar. Pero esa afirmación viene precedida por un error o por un culpable traspié. El regreso de los Borbones no tiene nada que ver con la renuncia de Alfonso XIII, de dudoso comportamiento democrático al apoyar a un dictador como Primo de Rivera, sino con la instauración de la Monarquía decretada por parte de Francisco Franco Bahamonde. Pero ésa... es otra historia.

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