La nueva novela de Mario Vargas Llosa
El folletín o la vida |
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JUSTO SERNA
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Posdata Levante-Emv, 31 de marzo de 2006 Reseña |
Una reseña más extensa y argumentada de esta obra la he publicado en |
Mario Vargas Llosa, Travesuras de la niña mala, Alfaguara, Madrid, 2006 En las Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, el protagonista que nos habla cuenta una historia ordenada, sin audaces licencias narrativas, tal vez por ser él mismo un narrador aplicado. Se trata de Ricardo Somocurcio, natural de Lima y huérfano temprano. Huérfano: como en otras ficciones de Vargas Llosa, también en ésta la figura del padre o está denostada o está eclipsada. En las Travesuras..., y durante los años cincuenta, Ricardo fue un joven acaudalado del barrio de Miraflores, alguien con ínfulas europeas, con ansia de llegar a París, de permanecer en la ciudad-luz. Así, con esa huachafería o cursilada, la llamará alguna vez. Dicha meta, modesta, la logra bien pronto y, desde los años sesenta, lo veremos instalado en la capital francesa ejerciendo una profesión intelectual, aunque poco creativa: la de intérprete de la Unesco. A lo largo de muchas páginas, Somocurcio hará viajes que le llevan a Londres o a Tokio y, al final, a Madrid, pero el eco de París estará siempre presente, el arraigo que para él es haber cumplido su fantasía de residir allí. Junto a ese modestísimo logro, Somocurcio también sueña con vivir entregado a la pasión que siente por quien fue su amor juvenil: una Niña Mala, una muchacha entre picarona e inconstante, ambiciosa, que se da y no se da, que se entrega y no se entrega, que se burla de las quimeras afectivas de Ricardo. Con una contextualización quizá demasiado puntillosa e informativa, veremos al protagonista reencontrándose con ella..., y lo que pudo ser un temprano amor, apasionado y conyugal, se demorará durante décadas por culpa de los afanes de quien sólo era una chica menesterosa, Otilita: una muchacha que siempre codició el bienestar de los ricos. Para lograrlo creyó posible reemplazar su identidad de peruanita desheredada por una efigie más burguesa, recreando una novela familiar presentable con un perfil más enigmático y cautivador, un perfil que irá adaptando a los gustos de cada década: revolucionaria, hippie, etcétera. Ambiciones compensatorias, encuentros fortuitos, disfraces de camaleón, mentiras..., todo es posible en la vida de la Niña Mala para satisfacer su avaricia social. Vive una ficción que daña a Ricardo Somocurcio, tan sencillo, tan bondadoso, una ficción cuyos ropajes renueva y que le llevan a habitar mundos sucesivos con la inconsciencia de la mujer que se sabe o se cree inmortal, por estar justamente instalada en la eternidad de la invención. Y, sin embargo, la vida irrumpe o, mejor, la enfermedad, la decrepitud y la amenaza de una muerte segura que a todos nos llega, unas plagas de las que no podemos zafarnos y para las que sólo hay una salvación: que nuestra vida sea objeto de relato, que nuestra existencia se perpetúe como “tema para una novela. ¿No, niño bueno?” Podemos creer en nuestros embustes personales, adoptar perfiles que nos mejoren o que suplanten lo que somos para hacernos creer lo que no somos, pero lo que no podemos es confundir lo novelesco con lo existencial. Eso es lo que ha hecho culpablemente esta Emma Bovary de nuestros días, una Bovary que quizá se asemeja más a Julien Sorel, a aquel trepa ambicioso de Stendhal que quiso elevarse en la sociedad valiéndose de sus mujeres, tan enamoradas ellas. Somocurcio se encaprichó “de una loca, de una aventurera, de una mujercita sin escrúpulos con la que ningún hombre, y yo menos que cualquier otro, podría mantener una relación estable, sin terminar pisoteado”, dice Ricardito. La Niña Mala no quiere a nadie (“Yo nunca estaré contenta con lo que tenga. Siempre querré más”), al menos hasta que la vida le dé una lección y la amenace, ahora sí, con pulverizar su identidad. Como decía anteriormente, la novela proporciona demasiados datos informativos sobre el contexto, como si el autor necesitara darle verosimilitud y profundidad a una historia simplemente folletinesca. Los personajes son de cada tiempo y, salvo Ricardito y Otilita, los caracteres redondos o planos que acompañan son evidentes según contexto, circunstanciales. Es como si el novelista hubiera querido darnos una lección histórica sobre los cambios que sirven de marco a lo que les sucede a los amantes. O, tal vez, esa información sociológica se la debamos a Ricardito, el narrador, poco fino en la radiografía, muy dado a la simplificación. Sin embargo, bien pensado, ese pero habría que hacérselo a Vargas Llosa: es él, el autor, quien ha trazado a esos personajes secundarios obvios y en ocasiones romos. Creo que es la parte menos valiosa de la obra, ese contexto de un sociologismo o de un historicismo enfáticos. En cambio, cuando la novela abandona la radiografía urgente para hacer explícitos los recursos del folletín, entonces gana: las identidades cambiantes, las máscaras de la pasión, el peso de los orígenes sociales, la gravedad del amor. Y los hace explícitos no sólo porque el autor los emplee, sino porque el narrador lo dice expresamente: lo peor que les ocurre a los personajes no son las cursilerías en que pueden llegar a vivir y a anhelarse, con unas palabras tan afectadas (“Ese puñal en el corazón que me va a acompañar hasta la tumba”). “Lo peor es que las siento”, dice Ricardito. “Tú me conviertes en un personaje de telenovela”, amante de la Niña Mala a la que siempre ha tratado como a una princesa (lo que no es). Lo peor, en fin, es “llamar historia de amor a esa payasada de treinta y pico de años”, añade. A la postre, sólo la amenaza de la muerte les redime: un desenlace ya anticipado por Dios o por su suplantador, ese folletinista, ese escribidor que, en el mejor de los casos, acabará narrando nuestras vidas, tan previsibles o tan hueras o tan pedestres.
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