En un célebre folletín titulado Los
misterios de París (1843), Eugène Sue proponía al lector visitar sus
estratos más miserables, las cavas en donde los maleantes emprendían sus
intrigas. Como el propio autor admitía, ese descenso a los bajos fondos era
similar a un viaje, aquel que podría llevar a cabo quien quisiera averiguar cómo
vivían los salvajes de otras geografías. Desde luego, tomaba esas profundidades
de la metrópoli como una metáfora con la que ilustrar y condenar la dura
existencia de las clases populares. Treinta años después, ese fondo intestinal
de la vida parisina reaparecía en otra novela célebre, El vientre de París
(1873), de Émile Zola, pero ahora el bajo fondo no era ya el figón, sino el
mercado: el nuevo escenario en el que el naturalista pintaba las desigualdades,
la opulencia y el hambre.
Siglo y pico después, yo también he viajado a los bajos fondos de París, allí en
donde la aleación de razas y pigmentos es lo común y lo ordinario: ya no son la
cantina o la pulpería, como tampoco el mercado, sino el metro. Durante días he
descendido a los intestinos ferroviarios de la capital, al suburbano y a los
trenes de cercanías (Rer). Pero no he visto lo que Sue o Zola vieron: un gentío
de salvajes o pordioseros que sobrevivían entre bribonadas y delitos. He
distinguido a trabajadores abnegados que vienen y van, que agotan sus horas
transitando de una punta a otra de la capital, manteniéndose vivos a pesar del
calor que sale del infierno, de esos monstruos metálicos que son las
locomotoras. En general, se les ve pacíficos, aunque derribados. La mayor parte
de esos trenes carece de aire acondicionado, por lo que las temperaturas
sobrepasan límites asombrosos. Todos los viajeros tenemos la piel abrillantada
por la transpiración, y el aire viciado y mefítico de los coches se mezcla con
los chorros nauseabundos que expelen los túneles.
Ufanas, las autoridades francesas habían decidido que su país era septentrional
y que, por tanto, no necesitaba el artificio del aire frío. Y, sin embargo, de
repente, de tres años a esta parte, la canicule se ha apoderado de la superficie
y de los bajos fondos de París como si de una nueva plaga se tratara, derribando
a empleados y a obreros. Yo he visto tambalearse a viajeros después de salir del
Rer 2; yo he visto a individuos tumbados en el suelo, retenidos o protegidos por
un sinfín de guardias ferroviarios, con sueros de supervivencia... Durante esos
días de temperaturas tórridas y excepcionales, sin aire acondicionado privado o
público que aliviara, los parisinos y los transeúntes hemos estado sometidos a
la amenaza cierta del calentamiento global, pero sobre todo al azote del
recalentamiento local. ¿Qué hacer?
He hojeado las páginas de un libro que posee mi hijo y que es un simpático texto
de primeros auxilios. Se titula Manual de supervivencia en situaciones
extremas, de Joshua Piven y David Borgenicht. «Cómo defenderse de un
caimán», «Cómo comportarse durante un tiroteo»..., son sólo algunos de los
capítulos de un volumen muy serio y a la vez desternillante. He buscado en su
índice por si entre los peligros que detalla había alguno referido al golpe de
calor. Y sí, lo hay. Lo que proponen sus autores es de sentido común: buscar las
sombras e hidratarse continuamente. Coinciden en ello con las propuestas de las
autoridades francesas (plan canicule), aunque con una pequeña diferencia:
mientras los parisinos del Rer han de sobrevivir entre vagones atestados,
hediondos, las recomendaciones del manual de supervivencia están pensadas para
el desierto, para quien se pierda en un desierto.
Es por eso por lo que los autores de dicho libro incitan a refugiarse en el
fondo de las dunas, dado que es allí en donde la arena suele estar más
fresquita. Exhortan al lector a que se humedezca cortando cactus de los que
extraer tejido fibroso que alivie su sed. Por eso, bien mirado, el plan
canicular francés va de lo evidente a lo grotesco: desde la simple invitación a
hidratarse con botellines de precios astronómicos hasta la insólita
recomendación de cobijarse en cines y supermercados, algunos de los pocos sitios
que cuentan con aire acondicionado.
Las ventajas del atraso
Nosotros, los valencianos, nos vanagloriamos de nuestro aire fresquito, aquí y
allá, en casa y en los centros públicos, en los trenes y en los túneles de un
metro, generalmente limpio, bastante aseado. Disfrutamos de las ventajas del
atraso, que decía Alexander Gerschenkron. De lo que no podemos enorgullecernos
es de una eficacia como la del suburbano parisino, que tiene más de cien años:
la mugre y las inmundicias que lo ensucian y que dañan la vida cotidiana de los
trabajadores no empañan, sin embargo, la puntualidad de sus líneas, la
racionalidad cartesiana de sus enlaces, la seguridad de su funcionamiento. A ver
si aprendemos..., unos y otros.
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