El Metro y sus metáforas

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 3 de agosto de 2006

                                    

                                                                          

   

En un célebre folletín titulado Los misterios de París (1843), Eugène Sue proponía al lector visitar sus estratos más miserables, las cavas en donde los maleantes emprendían sus intrigas. Como el propio autor admitía, ese descenso a los bajos fondos era similar a un viaje, aquel que podría llevar a cabo quien quisiera averiguar cómo vivían los salvajes de otras geografías. Desde luego, tomaba esas profundidades de la metrópoli como una metáfora con la que ilustrar y condenar la dura existencia de las clases populares. Treinta años después, ese fondo intestinal de la vida parisina reaparecía en otra novela célebre, El vientre de París (1873), de Émile Zola, pero ahora el bajo fondo no era ya el figón, sino el mercado: el nuevo escenario en el que el naturalista pintaba las desigualdades, la opulencia y el hambre.

Siglo y pico después, yo también he viajado a los bajos fondos de París, allí en donde la aleación de razas y pigmentos es lo común y lo ordinario: ya no son la cantina o la pulpería, como tampoco el mercado, sino el metro. Durante días he descendido a los intestinos ferroviarios de la capital, al suburbano y a los trenes de cercanías (Rer). Pero no he visto lo que Sue o Zola vieron: un gentío de salvajes o pordioseros que sobrevivían entre bribonadas y delitos. He distinguido a trabajadores abnegados que vienen y van, que agotan sus horas transitando de una punta a otra de la capital, manteniéndose vivos a pesar del calor que sale del infierno, de esos monstruos metálicos que son las locomotoras. En general, se les ve pacíficos, aunque derribados. La mayor parte de esos trenes carece de aire acondicionado, por lo que las temperaturas sobrepasan límites asombrosos. Todos los viajeros tenemos la piel abrillantada por la transpiración, y el aire viciado y mefítico de los coches se mezcla con los chorros nauseabundos que expelen los túneles.

Ufanas, las autoridades francesas habían decidido que su país era septentrional y que, por tanto, no necesitaba el artificio del aire frío. Y, sin embargo, de repente, de tres años a esta parte, la canicule se ha apoderado de la superficie y de los bajos fondos de París como si de una nueva plaga se tratara, derribando a empleados y a obreros. Yo he visto tambalearse a viajeros después de salir del Rer 2; yo he visto a individuos tumbados en el suelo, retenidos o protegidos por un sinfín de guardias ferroviarios, con sueros de supervivencia... Durante esos días de temperaturas tórridas y excepcionales, sin aire acondicionado privado o público que aliviara, los parisinos y los transeúntes hemos estado sometidos a la amenaza cierta del calentamiento global, pero sobre todo al azote del recalentamiento local. ¿Qué hacer?

He hojeado las páginas de un libro que posee mi hijo y que es un simpático texto de primeros auxilios. Se titula Manual de supervivencia en situaciones extremas, de Joshua Piven y David Borgenicht. «Cómo defenderse de un caimán», «Cómo comportarse durante un tiroteo»..., son sólo algunos de los capítulos de un volumen muy serio y a la vez desternillante. He buscado en su índice por si entre los peligros que detalla había alguno referido al golpe de calor. Y sí, lo hay. Lo que proponen sus autores es de sentido común: buscar las sombras e hidratarse continuamente. Coinciden en ello con las propuestas de las autoridades francesas (plan canicule), aunque con una pequeña diferencia: mientras los parisinos del Rer han de sobrevivir entre vagones atestados, hediondos, las recomendaciones del manual de supervivencia están pensadas para el desierto, para quien se pierda en un desierto.

Es por eso por lo que los autores de dicho libro incitan a refugiarse en el fondo de las dunas, dado que es allí en donde la arena suele estar más fresquita. Exhortan al lector a que se humedezca cortando cactus de los que extraer tejido fibroso que alivie su sed. Por eso, bien mirado, el plan canicular francés va de lo evidente a lo grotesco: desde la simple invitación a hidratarse con botellines de precios astronómicos hasta la insólita recomendación de cobijarse en cines y supermercados, algunos de los pocos sitios que cuentan con aire acondicionado.

Las ventajas del atraso

Nosotros, los valencianos, nos vanagloriamos de nuestro aire fresquito, aquí y allá, en casa y en los centros públicos, en los trenes y en los túneles de un metro, generalmente limpio, bastante aseado. Disfrutamos de las ventajas del atraso, que decía Alexander Gerschenkron. De lo que no podemos enorgullecernos es de una eficacia como la del suburbano parisino, que tiene más de cien años: la mugre y las inmundicias que lo ensucian y que dañan la vida cotidiana de los trabajadores no empañan, sin embargo, la puntualidad de sus líneas, la racionalidad cartesiana de sus enlaces, la seguridad de su funcionamiento. A ver si aprendemos..., unos y otros.