Elogio del turista

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 18 de agosto de 2006

                                    

                                                                                                            

      Ya lo sabemos: leer es viajar. Cuando frecuentamos los libros somos como peregrinos que transitan por tierras ajenas, como nómadas que atraviesan bancales que no han roturado. Hacemos acopio de bienes de los que nos servimos para nuestro propio beneficio. Es una metáfora archiconocida con la que se ilustra la aventura de saber y el proceso de averiguación. Ahora bien, ni todos los viajeros emprenden aventuras, ni todos los lectores abandonan su molicie: hay viajeros que no ven lo nuevo, al igual que hay lectores inconmovibles, lectores que no se mueven, que se empeñan en lo propio, que toman lo extraño para confirmar las rutinas.  Pero…, no seamos inmisericordes.

Viajar es un acto generalmente incómodo: nos obliga a aceptar la diversidad de las costumbres y maneras, un acto que nos fuerza a conducirnos según los modos de cada país, a apreciar la diversidad y la unidad fundamentales del género humano. Eso lo aprendimos de Montaigne y eso lo constatamos como excursionistas animosos.  Cada verano, cuando emprendemos viajes y periplos, confirmamos lo semejantes y lo distintos que somos, la rareza de este o de aquel país. Lo mismo sucede con los libros: cada novela leída o cada volumen devorado nos fuerza también a salir de nosotros mismos, a examinarnos para contrastar lo que juzgamos evidente.

El turista tiene muy mala prensa entre la gente fina y elegante, que suele despreciar a las muchedumbres que trasladan su casa allá donde van, muchedumbres que repiten y reproducen sin más la usanza de invierno. Tal vez, ese desprestigio se deba a los apremios de las masas plebeyas y estacionales que transitan apresuradamente valiéndose de guías, de souvenirs: siempre dispuestas a añadir instantáneas, siempre reconociendo lo que previamente se  ha visto en una tarjeta postal. O tal vez ese descrédito se deba a que sobre el viaje hay una superstición muy novelesca que consiste en creer que la aventura es distante, que el trance que nos madura o nos templa se da en parajes infranqueables y distintos de los cotidianos.  Y, sin embargo, hoy todos somos turistas, a veces o de continuo, obrando como dignos herederos de los transeúntes de antaño: descendientes de aquellos nobles distinguidos que hicieron el Grand Tour, de aquellos burgueses que se encaminaron hacia el mediodía en busca del sol meridional, del arte secular, de la espontaneidad, dispuestos a correr aventuras moderadas.  

Leía estos días las Cartas de viaje, de Sigmund Freud, una obra muy apropiada para las fechas estivales. En ese volumen se recogen las misivas que el creador del psicoanálisis remitía a su familia cuando el doctor emprendía periplos mediterráneos. Suiza, Grecia, pero sobre todo Italia fueron sus destinos habituales en aquellos veranos de hace un siglo.  Leyendo sobre el país, valiéndose de guías (las célebres Baedeker), Freud obró como un turista: adquiría fotografías, antigüedades e innumerables  souvenirs; remitía tarjetas postales con anotaciones fútiles, tarjetas en cuyo frontis aparecían los monumentos más notables, más célebres; se dejaba arrebatar por el arte clásico más previsible, por los vestigios milenarios de Roma, verificando museos, palacios y ruinas. Pero sobre todo Freud sublimó el viaje, el hecho mismo de viajar, pues cuando pudo hacerlo, cuando ya pudo costearse aquellos desplazamientos, se sintió como un señor, como un gran señor que había logrado sobreponerse a las estrecheces de la vida, como un individuo distinguido que finalmente había conseguido sus objetos de deseo. De ese tiempo burgués procede nuestro turismo de hoy: no nos apresuremos a denostarlo. La democratización del viaje, real o fantaseado, verificado o leído en novelas o en guías,  nos permite experimentar sentimientos muy parecidos a los de Freud: el anhelo de desplazarnos es para nosotros el deseo de escapar de las presiones ordinarias; es también el afán de conocer (“Las muchas cosas bellas que se ven acaban por traer, no se sabe cómo, algún fruto”); y es la constatación de que nuestros destinos turísticos están anticipados en los libros, la prueba de que, en fin, ver es reconocer. Feliz retorno…