El Papa y el dolor |
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JUSTO SERNA
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Levante-Emv, 6 de julio de 2006
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“Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido. Deseamos ver qué intenta apresarnos; queremos identificarlo o, al menos, poder clasificarlo. En todas partes, el hombre elude el contacto con lo extraño”, dice Elias Canetti. “Todas las distancias que los hombres han ido creando a su alrededor han surgido de este temor a ser tocado”, añade. Creamos, en efecto, todo tipo de defensas frente al tacto áspero de lo ignoto, del frío metálico o de la rozadura caliente. “La manera de movernos en la calle, entre muchas personas, en restaurantes, en trenes y autobuses, está dictada por este miedo”, insistía Canetti. Miedo a ser tocados por otros o, como ha ocurrido en Valencia, por la fatalidad escandalosa de unos herrajes rotos, de la muerte. Ahora bien, hay una circunstancia en la que el contacto físico con lo desconocido no nos angustia. “Solamente inmerso en la masa puede el hombre liberarse de este temor a ser tocado. Es la única situación en la que este temor se convierte en su contrario. Para ello es necesaria la masa densa, en la que cada cuerpo se estrecha contra otro, densa también en su constitución psíquica pues dentro de ella no se presta atención a quién es el que se estrecha contra uno. En cuanto nos abandonamos a la masa, dejamos de temer su contacto. Llegados a esta situación ideal, todos somos iguales”, apostilla Canetti. Es entonces cuando vivimos enajenándonos en los otros, cuando lo desconocido no se manifiesta en lo oscuro y en lo remoto, sino cuando lo ignoto se expresa con la sudoración, con los alientos, con el calor. Todo pasa como si se diera dentro de un único cuerpo: formamos parte de una masa a la que procuramos apretarnos, pues ya no tememos ser tocados, ya no tememos estrecharnos... Los acontecimientos masivos, aquellos en los que la multitud se arracima en un espacio, son actos de descarga. La muchedumbre puede expresar sentimientos colectivos y cada individuo que la integra puede abandonarse hasta ver disiparse su propia individualidad. Y este acto, entre milagroso y comprometido, sucede no sólo cuando emprendemos un movimiento común (el avance de la tropa, la marcha de una manifestación), sino también cuando el gentío reunido está parado, como una imponente masa congregada en la que cada uno de sus miembros es parte pequeñísima, inapreciable. No es preciso estremecerse todos a la vez, no es necesario que voceemos con furia colectiva. Compartir densamente el lugar haciendo ostensible esa aglomeración nos cambia, nos transfigura de manera incluso sublime: como si de una eucaristía se tratara acabamos formando una comunidad que se nutre del mismo alimento. Sigmund Freud llamó sentimiento oceánico a esta experiencia colectiva y se asemeja a un delirio... De grado o por fuerza, el individuo deja que su yo se desvanezca, terrorífica o felizmente arrastrado por la unanimidad de la muchedumbre innumerable. Es ésa una vivencia que, en sus instantes de mayor ardor y placer, se iguala a la embriaguez o al mareo o a la lasitud, una especie de desvanecimiento transitorio que descarga. El individuo ya no está propiamente en estado de vigilia, sino en un estado de ensoñación, de fantasía, en la que se esfuman los confines de la propia identidad. Uno sólo es uno más y nada más... Tengo la sospecha de que nuestras autoridades políticas, aquejadas electoralismo y deseosas de administrar el sentimiento oceánico de las vastas multitudes que sí esperan al Papa, han organizado un proscenio para la excitación colectiva, para el estrépito común pero, sobre todo, para la televisión. El anterior Pontífice era un Papa catódico, pero éste, de mayor aliento intelectual, según dicen, no parece manejarse tan bien ante las cámaras. No importa: lo que nuestros munícipes y gobernantes esperan hacer visible es esa muchedumbre multicolor, el hecho mismo de la aglomeración, un lleno sobre el que volcar inversiones pasionales, una confraternización católica, pero finalmente catódica. Los creyentes tienen derecho a manifestar su contento tumultuoso. Pero lo que la Iglesia no puede olvidar es que su referencia moral no puede imponerse a toda la ciudadanía con cánticos, con estrépito, con actos de fuerza mediática; lo que nuestras autoridades no pueden ignorar es que hay una parte de la población que tiene un oído “religiosamente no musical” –que decía Max Weber— y que sólo espera, que sólo esperamos, silencio y piedad ante el dolor. |