El Papa y el papá

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 25de mayo de 2006

                                    

                                                                          

El sociólogo francés Gilles Lipovetsky ha sabido detallar algunos de los cambios fundamentales que se están dando en la constitución familiar, en lo que son sus fundamentos y legitimaciones. En El crepúsculo del deber, este autor nos hablaba de la ética indolora de nuestro tiempo, de cómo las sociedades occidentales, o por hedonismo o por tolerancia, habrían acabado por aceptar criterios morales más laxos..., para alivio general. Esa circunstancia es la culminación de un proceso de secularización que habría llevado hasta sus últimas consecuencias la idea de un individuo agente de sí mismo, un individuo cuya moral no parece venir dictada ya por una instancia superior o colectiva que exigiría de él la entrega sacrificial, el libramiento.

“Hace poco, la familia era objeto de acusaciones vehementes, una juventud ávida de libertad la asimilaba a una instancia alienante, una movilidad rebelde a una estructura reproductora de relaciones de propiedad y de dominación represiva. Giro de 180 grados”, añadía Lipovetsky en dicho libro. “En la actualidad”, decía el sociólogo, “en el hit-parade de los valores, la familia ha dejado de ser esa esfera de la que se buscaba escapar lo antes posible, los jóvenes cohabitan cada vez más tiempo con sus padres”. ¿Les suena? ¿Recuerdan aquella película francesa tan divertida, Tanguy, en la que un joven madurito, aprovechado y algo machucho que bordeaba la treintena seguía en casa de sus progenitores ocupando el espacio, invadiéndolo, siendo insoportablemente amable aunque ajeno a las responsabilidades domésticas?

Hoy, sin embargo, la rehabilitación de la familia no significa un retorno a los deberes tradicionales prescritos por el orden patriarcal y por la moral religiosa. ¿Por qué razón? Porque el prestigio actual de la familia ya no contiene aquellas severas prescripciones de antaño: la reputación del agregado familiar exige, por el contrario, tener en cuenta la realización y los derechos del individuo. “Casarse, permanecer unidos, traer hijos al mundo, todo esto está libre de cualquier idea de obligación imperiosa, el único matrimonio legítimo es el que dispensa felicidad”. Anteriormente, en cambio, el orden patriarcal del papá y la moral religiosa del Papa proclamaban la preponderancia de los derechos familiares sobre los individuales.

Así es: ya no nos atrae la familia en sí, sino la familia como espacio o agregado en el que se facilita la realización de las personas y, por eso, la institución antes obligatoria se ha convertido en institución emocional, más flexible. Por tanto, ya no se educa básicamente a los niños para que honren a sus padres, esos progenitores airados que, al modo de los antiguos dioses, exigían sacrificios bíblicos, “sino para que sean felices, para que se conviertan en individuos autónomos, dueños de su vida y de sus afectos”, añadía Lipovetsky. Ese hecho, que es gozoso, multiplica sin embargo el estremecimiento y la angustia de numerosos padres, pues cuanto más terreno gana lo individual, más se acrecientan el sentido del deber paternal y el sentimiento de responsabilidad hacia los hijos. Y ello no siempre con la debida corresponsabilidad de los vástagos.

Si estos cambios se están dando desde hace décadas, si esta metamorfosis de la sociedad abierta elimina valores, prescripciones, reglas y obligaciones de otra época, ¿entonces estaría justificado el temor de los sectores más conservadores ante lo que consideran un ataque a la familia, infligido por Rodríguez Zapatero o por sus descreídos contemporáneos? ¿Un divorcio rápido o un matrimonio gay ponen en peligro la institución? Para responder, Anthony Giddens señalaba la paradoja de cierto liberalismo sedicente: muchos que se proclaman liberales lo son, efectivamente, en el ámbito económico, pero este individualismo tiende a agrietar la cohesión social y, por eso, los mismos que defienden el librecambio y el antiestatalismo con celo de ácratas conversos pueden adoptar criterios tradicionalistas en la moral familiar. Pero esa defensa numantina de valores de antaño es un dique irrisorio para una corriente imparable. ¿Habrá alguien que se lo recuerde a Benedicto XVI cuando venga al Encuentro Mundial de las Familias? Me temo que no: será tanto el aturdimiento de los festejos --semejante, por cierto, a aquel que provocaban los regocijos públicos del Antiguo Régimen, con multitudes exaltadas a la espera de prodigios, dispuestas quizá a la entrega sacrificial-- que sólo cabrán la penitencia y la compunción. Yo, que soy papá, ya me estoy enmendando.