El regreso de Sartre

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 7 de julio de 2006

                                              Reseña   

   Jean-Paul Sartre, Defensa del intel·lectuals, PUV, València, 2006. Trad.: Albert Mestres. Int.: Mercè Rius.                                                                         

    ¿Quiénes son los intelectuales? ¿Aquellos que cultivan el intelecto, los que se valen de la reflexión, de la cognición? Si ésa fuera la respuesta, entonces todos los seres humanos, salvo grave avería, podrían definirse como tales. Los individuos no somos mera chiripa existencial: somos herederos de tradiciones milenarias que llegan hasta nosotros y que nos proporcionan los recursos de que servirnos para pensar y actuar, como intelectuales, como filósofos. Nos abismamos en nuestro propio yo y evaluamos lo que nos pasa o nos concierne empleando las referencias culturales que cada uno tiene. ¿Pero esa circunstancia nos convierte en pensadores? Todos los hombres son intelectuales, decía Antonio Gramsci, aunque no a todos los hombres les corresponda desempeñar en la sociedad dicha función.

Quienes la desempeñan son aquellas personas que, dotadas de alguna cualidad reconocible, intervienen, denuncian.  Son referentes para numerosos seguidores o rivales que aguardan sus pronunciamientos. Estos individuos reverenciados o detestados son creadores: han alcanzado una preeminencia pública por la virtud artística o científica con que están ungidos y, así, filman películas, publican novelas, poemas, estrenan obras dramáticas, investigan. Su conversión en intelectuales viene después, cuando valiéndose de la celebridad o del reconocimiento se atreven a hablar de cosas que no son de su competencia: hacen declaraciones, firman manifiestos, critican decisiones, enjuician a los gobiernos y difunden su palabra, su voz.

O, como dijera Jean-Paul Sartre, el intelectual es un entrometido, alguien que se inmiscuye donde no le llaman y que espera derrocar verdades recibidas y prejuicios heredados, atavismos y políticas que juzga retrógradas. O, más aún, el intelectual  es aquel que abusando de la notoriedad alcanzada sale de su ámbito (la ciencia, la literatura, el arte) para criticar a la sociedad, para reprender a los poderes establecidos. La celebridad: justamente cuando el creador aprovecha esta circunstancia para examinar el estado de la moral colectiva, cuando el científico se sirve de la fama para interpelar a sus destinatarios, cuando el poeta se erige en defensor de una causa, entonces estamos en presencia de intelectuales. Se exhiben ante sus compatriotas y ante el mundo coronados por el prestigio y protegidos gracias a su crédito.

De todo esto habla Jean-Paul Sartre en su Defensa dels intel·lectuals, un pequeño volumen que PUV ha tenido el acierto de incluir en la serie Breviaris (piezas de reducidas dimensiones y de rápida lectura, pero que invitan al pensamiento lento y profundo). El texto del filósofo francés está formado por tres conferencias impartidas en Japón en 1965, cuando ya se le había concedido el Premio Nobel (que él rechaza con gran aspaviento), cuando su acercamiento al izquierdismo ya era bien explícito, cuando el tercermundismo ya formaba parte de su penúltimo ideario. Se halla en su postrera fase, poco antes de que una nueva generación de filósofos e intelectuales (los estructuralistas) espere poder retirarlo del proscenio francés: él es el pensador del compromiso y de la subjetividad, pero ha sido también el compañero de viaje de los comunistas, alguien que naciendo burgués creyó hacerse por entero con el solo auxilio de su propia reelaboración, con la denuncia y con una palabra prolífica que remienda o reinventa las cosas. Contradictorio, testarudo, desaliñado incluso, Sartre cultivó todos los géneros con urgencia, como ese huérfano que por saberse arrojado al mundo iniciara una escritura inacabable para así tapar la soledad, el vacío, el no ser, la finitud, la muerte. Su entierro, en 1980, fue, sin embargo, multitudinario. De ese cortejo, de ese velatorio, aún formamos parte.

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