Se
jacta de sus palabras, arremete contra lo que juzga estulticia, vitupera. No
sé si emplea recursos de viejo agitador leninista o de ex militante maoísta.
Como nunca fui ni una cosa ni la otra, no puedo identificar fácilmente ese
estilo bravucón y lenguaraz que sirve para embestir contra todo lo que al
locutor le desmiente o le enoja o le contraría. No sé si obra como un
periodista encallecido que está de vuelta de todo, como ese publicista que
se arroga el derecho a pronunciarse de manera categórica, con sarcasmo y con
destemplanza, haciendo estropicio, valiéndose del insulto.
Un sermón mañanero sin aspavientos no llega bien, pero una reprimenda
ultrajante despierta a quien aún transita en duermevela: ustedes o yo. Eso
lo sabe este comunicador, ya que a sus oyentes tempranos los apremia y
despeja con escarnios orales. Ese estilo no sólo se da en las ondas, se da
también en las gacetillas de su periódico online con las que sotanea a sus
lectores. Federico responde..., así se llama el libro que recopila
parte de las charlas que mantiene en la red. Allí, entre sus páginas,
podemos apreciar no sólo a quien se cree dueño del secreto, sino también a
quien se sirve de la contundencia expresiva para abalanzarse sobre los que
le repudian o le ignoran. «El título de este libro -aclara su autor-, que
está entre la provocación y el Código de Comercio, abunda en esas
interrogaciones que suelen hacerme en los chats y me produce inevitablemente
cierto rubor, porque me instala en ese feo papel de oráculo manual o de
idolillo parlante. ¿Por qué lo he aceptado?»
Se ganó fama de antinacionalista en Barcelona, padeció un odioso, un vil
atentado hace años, se granjeó reconocimiento como oráculo o idolillo, se
afianzó como uno de los más atrevidos locutores de la derecha española. Pero
ahora, ensoberbecido, su modo de expresión se agrava y se agravia perdiendo
toda corrección y toda circunspección, valiéndose de una contundencia
destemplada, contusa. Salvo cuando el PP asiente, ninguno de sus rivales
parece ser capaz más que de simplezas, de patochadas y de pérfidas
intenciones. Él, por el contrario, adoptaría siempre la posición correcta,
liberal y razonable. Sus oponentes, como mucho, se dejarían llevar por
sentimientos equivocados, sentimientos que fustigaría para arrancarlos del
error, al modo de un inquisidor fiero y benevolente. Un inquisidor que
examinaría y vocearía partiendo de una clarividencia incontestable,
consciente de lo que hay que hacer frente a la conspiración de la maldad y
de la estulticia. Esta idea -la de una conspiración explícita o implícita-
está siempre presente en sus intervenciones. Lejos de lamentarla, celebra
(como el reaccionario que es) esa intriga o esa maquinación, pues ambas
serían la fiebre que cura o la erupción que revela la enfermedad.
En efecto, como todo reaccionario exaltado que se precie, también nuestro
comunicador hace del anatema y de la cólera sus procedimientos y, como todo
viejo apostólico, se vale de una vehemencia desenfrenada, insostenible. Es
tan resueltamente apocalíptico que hasta sus seguidores se preguntan por la
seriedad de sus imprecaciones, de sus excesos verbales, de sus apologías,
apologías que probablemente atemorizarán a quienes ensalza, a Rajoy o a
Zaplana, por ejemplo. Según su dictamen, cada día es el último del régimen
constitucional de España, cada día nuestro país es sólo Ex... paña, una
nación abandonada por maricomplejines, una patria apuñalada por felones. Y
éstas no son expresiones metafóricas, sino literales. Yo me tengo por oyente
ocasional de su programa radiofónico: sólo quiero averiguar cuál es el
tóxico que administra a tantos ciudadanos agraviados, a tantos oyentes
matutinos para quienes el mundo y la política son decididamente un asco.
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