Federico Jiménez Losantos

 

                                           JUSTO SERNA

 

                         Levante-Emv, 6 de abril de 2006

 

                                                     Opinión

 

 

Se jacta de sus palabras, arremete contra lo que juzga estulticia, vitupera. No sé si emplea recursos de viejo agitador leninista o de ex militante maoísta. Como nunca fui ni una cosa ni la otra, no puedo identificar fácilmente ese estilo bravucón y lenguaraz que sirve para embestir contra todo lo que al locutor le desmiente o le enoja o le contraría. No sé si obra como un periodista encallecido que está de vuelta de todo, como ese publicista que se arroga el derecho a pronunciarse de manera categórica, con sarcasmo y con destemplanza, haciendo estropicio, valiéndose del insulto.

Un sermón mañanero sin aspavientos no llega bien, pero una reprimenda ultrajante despierta a quien aún transita en duermevela: ustedes o yo. Eso lo sabe este comunicador, ya que a sus oyentes tempranos los apremia y despeja con escarnios orales. Ese estilo no sólo se da en las ondas, se da también en las gacetillas de su periódico online con las que sotanea a sus lectores. Federico responde..., así se llama el libro que recopila parte de las charlas que mantiene en la red. Allí, entre sus páginas, podemos apreciar no sólo a quien se cree dueño del secreto, sino también a quien se sirve de la contundencia expresiva para abalanzarse sobre los que le repudian o le ignoran. «El título de este libro -aclara su autor-, que está entre la provocación y el Código de Comercio, abunda en esas interrogaciones que suelen hacerme en los chats y me produce inevitablemente cierto rubor, porque me instala en ese feo papel de oráculo manual o de idolillo parlante. ¿Por qué lo he aceptado?»

Se ganó fama de antinacionalista en Barcelona, padeció un odioso, un vil atentado hace años, se granjeó reconocimiento como oráculo o idolillo, se afianzó como uno de los más atrevidos locutores de la derecha española. Pero ahora, ensoberbecido, su modo de expresión se agrava y se agravia perdiendo toda corrección y toda circunspección, valiéndose de una contundencia destemplada, contusa. Salvo cuando el PP asiente, ninguno de sus rivales parece ser capaz más que de simplezas, de patochadas y de pérfidas intenciones. Él, por el contrario, adoptaría siempre la posición correcta, liberal y razonable. Sus oponentes, como mucho, se dejarían llevar por sentimientos equivocados, sentimientos que fustigaría para arrancarlos del error, al modo de un inquisidor fiero y benevolente. Un inquisidor que examinaría y vocearía partiendo de una clarividencia incontestable, consciente de lo que hay que hacer frente a la conspiración de la maldad y de la estulticia. Esta idea -la de una conspiración explícita o implícita- está siempre presente en sus intervenciones. Lejos de lamentarla, celebra (como el reaccionario que es) esa intriga o esa maquinación, pues ambas serían la fiebre que cura o la erupción que revela la enfermedad.

En efecto, como todo reaccionario exaltado que se precie, también nuestro comunicador hace del anatema y de la cólera sus procedimientos y, como todo viejo apostólico, se vale de una vehemencia desenfrenada, insostenible. Es tan resueltamente apocalíptico que hasta sus seguidores se preguntan por la seriedad de sus imprecaciones, de sus excesos verbales, de sus apologías, apologías que probablemente atemorizarán a quienes ensalza, a Rajoy o a Zaplana, por ejemplo. Según su dictamen, cada día es el último del régimen constitucional de España, cada día nuestro país es sólo Ex... paña, una nación abandonada por maricomplejines, una patria apuñalada por felones. Y éstas no son expresiones metafóricas, sino literales. Yo me tengo por oyente ocasional de su programa radiofónico: sólo quiero averiguar cuál es el tóxico que administra a tantos ciudadanos agraviados, a tantos oyentes matutinos para quienes el mundo y la política son decididamente un asco.