Con frecuencia,
los partidos y las instituciones políticas organizan actos de celebración
que sirven para conmemorar el pasado. Con esos actos esperan sus
responsables exhumar el ejemplo de nuestros antecesores, espejo en el que
deberíamos mirarnos. En principio, todo agregado humano tiene derecho a
festejar lo que considera gestas principales de tiempos pretéritos, un
proceder que se fundamenta como memoria colectiva. Recuerda lo que hicieron
tus ascendientes, se nos indica. Recuerda sus proezas, no olvides aquello
que te une a ellos. Has de saber de dónde arrancas, has de conocer cuál es
la procedencia y cuál es tu sangre, has de mantener su patrimonio. En otros
casos, cuando el pasado es odioso, cuando de él emanan trastornos, cuando
ese tiempo pretérito sólo refleja sevicias y perversidades, entonces su
remembranza será edificante: quien desconoce lo que otros hicieron, quien
olvida lo que sus antecesores perdieron, está condenado a repetirlo, a
equivocarse otra vez, a ocasionar daños. En uno u otro caso, a la historia
se la concibe como un cemento o como un restaurador que daría coherencia a
lo que difícilmente la tiene o como una enseñanza que encauza y de la que se
desprenderían ejemplos a seguir o a evitar. Pero, además, al pasado se le
atribuirían valores comunitarios. Esto es, si volvemos sobre la historia, si
hacemos ejercicios de memoria, es porque su evocación nos hace conscientes
de nuestra herencia y de nuestra pertenencia, se nos dice. Así como el
recuerdo individual nos confirma la filiación, la memoria colectiva nos
ataría a una comunidad afirmando los lazos primarios, haciéndonos ver que no
somos individuos condenados al presente, sino sucesores que no se pertenecen
del todo.
Aunque podamos admitir que esa concepción de la historia tiene su virtud
cívica, me permitirán que discrepe, harto de tanta exaltación rememorativa.
Algunos historiadores tendemos a desconfiar de la celebración a que
estaríamos obligados y que fue faena frecuente entre numerosos colegas, tan
inclinados a facilitar provisiones patrióticas para la edificación de las
naciones. Concebida así, la historia ha servido y seguiría sirviendo para
rendir justicia y homenaje a nuestros muertos, pero sobre todo se emplearía
para confirmar identidades. Ese pasado (en realidad, el espejo de los
muertos) nos daría un retrato muy mejorado de nosotros mismos, amoldado a
los perfiles de nuestra progenie, reafirmándonos frente a los adversarios.
Algunos pensamos que la tarea pedagógica de la historia no puede confundirse
con la justicia ni fundarse en la reminiscencia que afirma una supuesta
continuidad, sino que, por el contrario, debería adentrarnos en lo extraño,
en lo que nos separa de aquellos antepasados, en lo que nos incomoda, en lo
que desestabiliza la identidad de hoy.
Estamos hechos de retales históricos, de trozos que no casan fácilmente:
también de actos espantosos cometidos por los antepasados y de hazañas
menores de antecesores humildes. No somos, en efecto, de una pieza y la
exhumación de los tiempos pretéritos no nos devuelve una imagen aseada. Si
hay dentro de mí algo aciago y sombrío, si dentro de mí anida también lo
siniestro de mis mayores, decía Freud, si yo no me conozco bien, entonces la
evocación de lo remoto no puede ser la mera y mendaz exaltación de la
continuidad, la fábula que me ratifica, la remembranza que me repara.
¿Cuándo dejará la historia de ser materia de reconocimiento patriótico o de
enfrentamiento colectivo?, se pregunta el lector inocente. ¿Cuándo será sólo
una disciplina de conocimiento humano y de apaciguamiento común, un saber
que no oculta la distancia que nos separa de los antecesores? Jamás... En
las celebraciones históricas del pasado fue habitual el brío guerrero, la
fiebre belicosa, ardor que llevó a la muerte generalizada con los horrores
de la movilización patriótica. Para nuestra desgracia, aún seguimos en ello.
«Tienen mucha suerte los caballos», leemos en el Viaje al fin de la noche
de Céline, «ya que si bien padecen la guerra como nosotros, no se les pide
que la suscriban, ni que tengan el aire de creer en ella». Nosotros tenemos
muertos a los que se les debe justicia, cosa nada objetable; pero también
tenemos creyentes que exaltan la épica de la guerra. No me pida que la
suscriba.
|