Leemos libros sobre el Holocausto,
sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, sobre el último conflicto
bélico español; leemos volúmenes varios que nos advierten acerca del
horror y de la inhumanidad de que fueron capaces nuestros antepasados y
los leemos con la sospecha de que también nosotros podríamos incurrir en
espantos semejantes a poco que el contexto facilitara la anestesia de
nuestra conciencia moral. Pero, a la vez, para salvarnos, para pensar
que somos mejores, nos tomamos esas informaciones que vienen del pasado
como hechos pretéritos de los que podríamos desprendernos: sólo el
detalle cruel de una inhumanidad distante, sintiéndonos así, al final,
felizmente ajenos a aquellos horrores, a sus prácticas. ¿Pero, de
verdad, es ésa la actitud que deberíamos adoptar ante el pasado y la
culpa? En principio, no hay culpa irrestricta por la que deban pagar los
descendientes de los genocidas, por la que deban pedir perdón los
herederos de unos antepasados crueles. Ahora bien, quisiera, sin
embargo, ir algo más allá.
Aunque no hayamos cometido horrores
ni hayamos provocado espantos y éstos sólo se deban a unos predecesores
sanguinarios, no estamos exentos, libres, de cualquier responsabilidad
por todo aquello que nuestros mayores hicieron en otro tiempo. ¿Por qué
razón? Por que somos individuos que nos reconocemos en linajes y
apellidos, en gentilicios y patrimonios: y, en ese caso, la herencia
voluntaria, la herencia voluntariamente aceptada, sí que nos obliga a
examinar lo pretérito, lo que aquéllos realizaron, y a cargar de algún
modo con las culpas del pasado. No es, pues, tan fácil sacudirnos los
delitos o los yerros ajenos, aunque nosotros no los hayamos cometido y
su simple mención nos produzca sana repulsión o justo rechazo.
En 1985, el
sociólogo judío-alemán Norbert Elias publicó un libro circunstancial. Se
titulaba Humana Conditio. Concebido como un análisis histórico
del fenómeno de la guerra, emprendía, además, una evaluación del siglo
XX. Se preguntaba si su país de origen, si la Alemania de aquel tiempo,
debía pedir perdón por los daños cometidos, por el horror infligido a la
humanidad varias décadas atrás. Elias descartaba esta petición por
juzgarla una solución obtusa: prefería averiguar “qué rasgos del
carácter nacional alemán hicieron posibles las inhumanidades del Tercer
Reich”. O, como añadiría en una obra posterior, Los alemanes,
“cómo influye el destino de un pueblo a lo largo de los siglos en el
carácter de los individuos que lo forman''. Los alemanes de hoy no deben
pedir disculpas por lo que hicieron sus antepasados, por los horrores
que otros cometieron. Pero, atención, cuando aceptas un linaje, cuando
te reconoces en un apellido, cuando reivindicas con orgullo un
patrimonio o un gentilicio (español, vasco, catalán, alemán, valenciano,
etcétera), no es tan fácil sacudirse el peso muerto de lo que otros
hicieron..., cuyos efectos llegan hasta ahora y hasta ti, esos efectos
de lo siniestro, el regreso, en fin, de lo que habiendo sido familiar
retorna ahora para sacudir nuestras certezas.
Llama la atención
que la alcaldesa de Valencia se desentienda de la deshonra que supone
edificar nuevos enterramientos profanando una fosa común en la que hay
fusilados: republicanos, judíos y masones. Si esto fuera una ficción,
estaríamos ante un remake de Poltergeist, con un
entrechocar o tintineo de huesos de nativos. Pero no, no es una
novelería: es un dolor inextinguible de tantos fallecidos, es una
vergüenza. Por eso, en esta hora de ignominia, comparto de principio a
fin las impresionantes, las justísimas palabras pronunciadas por el
anterior canciller alemán, Gerhard Schröder, ante los supervivientes de
Auschwitz. "El recuerdo del nacionalsocialismo y de sus crímenes es una
obligación moral. No sólo se lo debemos a las víctimas, a los
supervivientes y a sus familiares, sino también a nosotros mismos", dijo
el canciller. "Siento vergüenza ante los asesinados y ante ustedes, que
sobrevivieron al infierno de los campos de concentración. Llevamos esta
carga con dolor, pero también con responsabilidad. La mayoría de las
personas que viven en Alemania no tienen ninguna culpa del Holocausto.
Pero arrastran una responsabilidad especial", advirtió el canciller. “El
recuerdo de las víctimas del nazismo”, prosiguió, "forma parte de la
identidad nacional" alemana. Yo, si me permiten, también siento
vergüenza y pido recuerdo.
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