Coinciden tres libros sobre el escritor

                  Lovecraft,

    admirable reaccionario

 

                                                                   JUSTO SERNA

 

                                        Posdata Levante-Emv, 7 de abril de 2006

 

                                                                           Reseña

 

    

H.P. Lovecraft, Narrativa completa 1. Madrid, Valdemar, 2006.
 

Michael Houellebecq, H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida. Madrid, Siruela, 2006.

David Hernández de la Fuente, Lovecraft. Una mitología. Madrid, ELR ediciones, 2005.

  

Estamos tan indefensos, estamos tan inermes, que el miedo a ser agredidos es nuestra principal fuerza motriz. No son la sociabilidad o el amor los factores que gobiernan nuestros actos, nos dice el norteamericano Howard Phillips Lovecraft (Providence, 1890-1937). Es, por el contrario, el temor a ser agredidos, a ser aplastados, a ser dañados por lo desconocido, un ser extraño y omnipotente o los arcanos milenarios que la ciencia no siempre puede descifrar. Lovecraft fue  un gran cuentista, un narrador torrencial que trató precisamente ese miedo. En vida publicó en revistas pulp, pero tras su fallecimiento los amigos reunieron en diferentes volúmenes su considerable obra, antes dispersa en antologías. Ahora, muchos años después de su muerte, tras la justa elevación de Lovecraft al santuario de la literatura, la labor crítica española le ha sido respetuosa (a pesar de que el estilo literario y la prosa del narrador tendían a la hinchazón y al énfasis), sobre todo gracias a la versión que Rafael Llopis hiciera para Alianza a finales de los sesenta. Y, por eso, ya no sorprende que Juan Antonio Molina Foix emprenda ahora, en castellano, una ordenada y exhaustiva edición para Valdemar, por cuyo primer volumen ahora nos felicitamos.

Lovecraft profesó una gran admiración por Edgar Allan Poe, el Poe “macabro”, según Rafael Llopis; por Lord Dunsany, “la pura fantasía”, añadía Llopis; y por Arthur Machen, que, según concluía, “representa el momento de protesta y evasión, el dolor por la pérdida de una paz idealizada, el horror contradictorio hacia un pasado bárbaro y terrible que aún acecha”. Pero Lovecraft supo a la vez crear su propio estilo de terror ideando especialmente las más terribles pesadillas cósmicas. “En sus relatos”, decía Jorge Luis  Borges en la Introducción a la literatura norteamericana, “hay seres de remotos planetas y de épocas antiguas o futuras que moran en cuerpos humanos para estudiar el universo”, para adueñarse de él y para proscribir a la raza humana del poderío terrestre. Son monstruos o dioses primordiales que encarnan lo desconocido, lo extraño, lo amenazante y que se expresan en los híbridos que nacen de un apareamiento bestial..., entre hombres y fieras. Y en Lovecraft lo desconocido es lo invisible, lo informe, pero también lo que siendo conocido se olvidó después por vergüenza o por represión y ahora nos toca, nos desgarra.

Aunque no le dispensó simpatía alguna, tal vez Freud nos sea útil para entender a Lovecraft. Si atendemos a lo que aquél sostuvo, un tipo especial del horror es el provocado por lo siniestro: el que suscita lo que habiendo sido familiar en otro tiempo ha permanecido oculto, reservado, para finalmente regresar o desvelarse provocándonos pánico táctil... En ese sentido, un buen cuento de miedo debe contener algo más que asesinos despiadados, huesos tintineantes, mortajas ensangrentadas o fantasmas agitando sábanas o arrastrando con pena sus estridentes cadenas. “Debe contener”, decía Lovecraft, “cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, y el asomo expresado con una seriedad y una sensación de presagio --que se van convirtiendo en el motivo principal— de una idea terrible para el cerebro humano: la de una suspensión o trasgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios de los espacios insoldables”.

La Naturaleza no es acogedora, sino destructiva, y es en ella en la que se arraciman las fuerzas de lo desconocido que tantos mitos evocan y reelaboran para nuestra paz o nuestro horror. David Hernández de la Fuente ha sabido tratar este aspecto en su Lovecraft. Una mitología. Los mitos, en efecto, son recreaciones colectivas que sirven para dispensar sentido a lo que nos amenaza o no entendemos. Y una de las situaciones más amenazantes es la oscuridad, la oscuridad de los bosques (de esos bosques norteamericanos que aparecen en los relatos de Lovecraft): lo que nos deja inermes, en el desamparo. Justamente por eso, como indicaba Elias Canetti en otro contexto: “Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido”.

Todas las defensas que los individuos han ido creando en torno a ellos han surgido de este temor a ser tocados. Creamos, en efecto, un variado tipo de barreras frente al roce, frente al tacto áspero de lo ignoto, de lo frío, de lo estriado, frente al híbrido. “El miedo al allanador se configura como un temor no sólo a la rapiña sino también a ser apresado repentina e inesperadamente desde las tinieblas. La mano, convertida en garra, es utilizada una y otra vez como símbolo de este miedo”, añadía Canetti. Pero lo que hace a Lovecraft nuestro contemporáneo no es ese miedo ancestral que él supo reelaborar con el artificio de la literatura. Es, por el contrario, la revelación de la nada, la nada absoluta que es nuestro horizonte de sentido. Y eso es precisamente lo que con acierto señala Michel Houellebecq en su particular homenaje a Lovecraft. La realidad no es orden y carece de una imagen coherente o aceptable que pueda ser restituida. “El universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una figura de transición hacia el caos. Que terminará arrastrándolo consigo. La raza humana desaparecerá”, así, sin misterio, sin grandeza, sin trascendencia, dice Houellebecq. “Sólo existe el egoísmo”, insiste. “Frío, intenso y resplandeciente”, como es el universo lovecraftiano, como son sus cuentos, un relato del mundo basado en “convicciones materialistas y ateas”.

Lovecraft fue o se creyó un gentilhombre de provincias con un sistema de valores opuesto al nuestro, un caballero que soñaba con viajar a Europa. Fue un racista congénito, alguien hostil al presente y al progreso, pero quizá por eso mismo supo valerse de la clarividencia del reaccionario representando instintivamente el caos, una realidad de insoportable visión que habría nacido de la mezcla bestial. En El extraño, alguien que se expresaba en primera persona y que jamás había tenido espejo de repente descubría a un ser repulsivo, pero ese ser era él mismo reflejado justamente en un espejo. Era el horror alucinante de la propia visión, el horror que provoca la aleación monstruosa que está en uno mismo. ¡Admirable reaccionario!