Empieza el curso escolar y regresan las
mismas inquietudes, voluntades y carencias. Por ejemplo, es cada vez más
frecuente que maestros y profesores se declaren partidarios de emplear las
nuevas tecnologías en el aula: los jovencitos están habituados sobre todo a la
imagen y, precisamente por ello, esperan motivarlos con reclamos audiovisuales.
Tiempo atrás, esos mismos educadores fueron los primeros que saludaron con
entusiasmo el uso del cine en el aula. Proyectar películas que sirvieran de
complemento a las explicaciones o lecciones del profesor podía ser una idea
sensatísima, aprovechable, para suscitar así la atención y para relacionar esas
imágenes con la palabra. Antes incluso de que los pioneros emplearan el cine-fórum,
los profesores se valían de otros arbitrios no menos ingeniosos: los mapas, las
transparencias, las diapositivas. Las palabras del maestro eran el discurso
lógico, y las estampas proyectadas sobre un lienzo blanco eran su complemento o
ilustración, unas estampas entrevistas en aulas en las que algunos aprovechaban
la oscuridad y el zumbido del proyector para dormitar, vencidos por el sueño.
Ahora ya no hace falta la semipenumbra de una sala de cine para mostrar las
imágenes. Una poderosísima herramienta de la era digital lo facilita: el
PowerPoint. Pero... tanto entusiasmo tecnológico me deja frío. Quiero seguir
confiando en el profesor y en su recurso verbal, la seducción por la palabra, la
transmisión de significados que es o puede ser comunicación eficaz y belleza
expresiva. Así lo defendía también George Steiner en Lecciones de los
maestros: la voz que muestra ostensiblemente es el principal artefacto del
docente. Son, quizá, palabras algo pomposas, las de Steiner, pero manifiestan
con entusiasmo el apego hacia el maestro. Frente a esa figura, la imagen
mostrada en el aula será siempre un recurso menesteroso: será, además, un medio
pobretón si la comparamos con las que fuera de la escuela podrán contemplar los
estudiantes. En clase verán unas pocas estampas mediante el proyector, pero
fuera los jóvenes serán bombardeados por miles de fotogramas: por millones de
páginas web, por ejemplo, que suministran información gráfica o textual, pero no
criterios de selección o conocimiento. Por eso, nada es comparable a la imagen
mental que provoca la habilidad del maestro, ese modo de representar con
palabras la realidad actual o pasada; y la revolución tecnológica, que desde
luego modifica nuestros modos de percepción, no creo que deba o pueda alterar lo
que es el objetivo básico del profesor, la transmisión de significado. Las
imágenes infinitas son el desorden en el que vivimos; en cambio, las palabras
del buen profesor nos hacen recrear lo visto dándole un sentido.
Acabo, y acabo con una utopía bienintencionada, con una quimera. Decía Nicolas
Sarkozy, el probable candidato de la derecha francesa, que había que terminar
con el espíritu irreverente heredado del 68 y para ello nada mejor que volver a
poner en pie a los alumnos cuando el maestro entre en clase. No concedo tanta
importancia a este gesto simbólico de autoridad nostálgica. Concedo mayor
relevancia a algo más simple: que ese maestro que entra en clase y que se sabe
transmisor e inductor -según Steiner-, entre de verdad en un aula; que ingrese
en un espacio consagrado al logos, y no en un barracón, en un contenedor
metálico, como sucede aquí con tanta frecuencia. Que ingrese en un recinto de
ladrillo y techumbre, bien dotado, con recursos, con cañón proyector, con
PowerPoint, con biblioteca, por qué no. Allí, los estudiantes podrán
recobrar el trato de donación e intercambio con un maestro grande, formado,
inquieto, con un maestro que no se acobarda ante las directrices de las
autoridades, que no se rinde ante las inversiones roñosas de la Conselleria.
Pero... será mejor que olvide este desvarío: miles y miles de euros seguirán
destinándose a abonar el arrendamiento de esas cajas metálicas que los cargos
autonómicos llaman aulas.
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