El
30 de mayo, en San Miguel de los Reyes, se presenta Nobleza valenciana.
Un paseo por la historia, un libro del que es autora María José Muñoz-Peirats.
Es un grueso volumen que sobrepasa las ochocientas páginas. A lo largo de
varios siglos, Muñoz-Peirats reconstruye dinastías y, como complemento,
entrevista a un buen número de los descendientes actuales de esos linajes.
Con dicho contrapunto, el lector puede apreciar unos cambios históricos
profundísimos: los que van de un tiempo y de un país originarios en los que
el privilegio era la norma de vida de la nobleza, a otra época en la
que los titulados viven como cualquiera de nosotros, como ciudadanos con los
mismos derechos que a todos nos asisten.
Los
nobles de hoy son hijos de dinastías más o menos linajudas, poseedoras de
títulos concedidos por el monarca, dinastías que en otro tiempo disfrutaron
de prerrogativas e inmunidades. En la España del siglo XIX, la revolución
liberal liquidó esos privilegios y las Constituciones convirtieron a todos
en miembros de una nación de ciudadanos sin dispensas ni franquicias. Ahora
bien, la Monarquía parlamentaria no acabó con los títulos. En efecto, los
distintos soberanos no abolieron esas distinciones aunque al final sólo
tuvieran un valor simbólico, honorífico, unas distinciones que honran al
portador (duque, marqués, conde, vizconde, barón...) y que, en algunos
casos, proceden de concesiones medievales.
En
pleno siglo XIX, en su Diccionario de ideas recibidas, Gustave
Flaubert decía de la nobleza: “despreciarla y envidiarla”. A pesar de lo
lacónico que fue, el gran novelista francés señalaba lo que era propio de su
tiempo y también del nuestro, de tantos ciudadanos: por un lado, repudiar
una condición heredada del pasado, una distinción propia del viejo
feudalismo que habría subsistido en la centuria de los burgueses; por otro,
apetecer dicho estado, ambicionar esa distinción que se remontaría a las
fases premodernas. En la Europa feudal, los monarcas, esencialmente
guerreros, aspiraban a conquistar espacio y bienes, a ensanchar los límites
de sus respectivos reinos. Eran tiempos de bravos combatientes. No había
fronteras, no había Estados, no había naciones: sólo un Continente sacudido
por crisis sucesivas, un lugar en parte por colonizar, un espacio en el que
las sociabilidades humanas se resolvían básicamente a mamporros y con
fiereza. Los nobles cristianos eran los mejores soldados, dueños de
ejércitos particulares, los secuaces más indomables que sobresalían en el
campo de batalla siendo premiados por su soberano con una distinción que
habrían de heredar los descendientes, un patrimonio en el que también se
incluían bienes materiales: por ejemplo, una parte de esas tierras
conquistadas para la Monarquía y para la Cristiandad frente a un Islam
expansivo.
Así
empezaron los nobles, pero con el curso de los siglos, los nuevos titulados
o los nuevos usuarios de los viejos títulos se convirtieron en guerreros sin
combates, sólo aristócratas con privilegios, con prerrogativas ambicionadas
por los vasallos, aristócratas dispuestos a rivalizar en la Corte a falta de
batallas en las que probar su arrojo. Norbert Elias supo analizar esta
transición y pudo mostrar cómo el declive del belicismo europeo fue en parte
obra de la civilización cortesana. Los capítulos que María José Muñoz-Peirats
dedica a radiografiar la vieja nobleza valenciana resaltan igualmente ese
tránsito: el paso de una sociedad guerrera a otra cortesana. Y las
entrevistas que hace a los propietarios actuales de esos títulos muestran el
último paso: la inserción de los nobles en el mundo liberal. Hay viejos
títulos y otros más recientes, concedidos, por ejemplo, por Alfonso XIII, en
un tiempo burgués e industrial. Hay personas de ideas avanzadas y otras de
ideas retrógradas, alguna incluso que parece añorar las añejas épocas
feudales de la cristiandad guerrera. Pero entre sus páginas hay también
nobles ciudadanos que han sabido compaginar el buen humor, la bonhomía y
esa distinción que van más allá del título heredado. Adivinen a quiénes me
refiero.
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