Periodismo sectario

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 29 de junio de 2006

                                    

                                                                          

    Hablando de escribir, de la determinación y de la deliberación a que obliga el oficio de escribir, de sus servidumbres y cargas, Josep Pla se lamentaba. Admitía la consecuencia inevitable de hacer públicas las opiniones, de enjuiciar a la vista de todos: “Tan pronto como uno se pone a escribir para el público, entra en la categoría de justiciable”. Es decir, se proscribe ante a una corte de hostiles. “Usted, este señor de aquí delante, yo, pasamos a ser justiciables. Me he dedicado toda la vida a escribir para los demás, y mi experiencia es un poco larga. Se pasa a ser justiciable de quienquiera que sea, tanto si esta persona conoce mejor que uno la materia del propio escrito como si no sabe ni papa. Es un oficio que comporta, como ningún otro, el embate de la gente”.

            Emitir juicios con suficiente arrojo puede llevarte a ser evaluado de manera inmisericorde por quienes discrepan de tus palabras. La opinión publicada te pone en el disparadero y, en momentos graves de sectarismo como los que vivimos desde hace años, te clasifica según posiciones predefinidas. El mal que aqueja al periodismo de opinión en España es el alistamiento, el prietas las filas, el estás conmigo o estás contra mí. Ciertos periodistas exaltados, murmuradores y lenguaraces, en el papel o en las ondas, tocan a rebato y reclutan a los afines, a los aliados, con el fin de oponerse a quienes juzgan como enemigos, como vendepatrias incomprensibles o estafadores, dispuestos sólo a enriquecerse frente a lo que es de ley que, oh casualidad, coincide con los intereses del bullicioso mayor, en este caso Federico Jiménez Losantos. El problema de dicho estilo, que lamentablemente se impone, es que incluso sin leer a quienes obran así ya sabes lo que van a decir: temen tanto ser justiciables, temen tanto provocar la ojeriza de quien administra el botafumeiro, que se muerden la lengua para no incomodar al opinante conocido y picajoso. Algunos, sin embargo, ya no se reprimen: han hecho suya la concepción del periodista irritable y simplemente ven el mundo con esas anteojeras. En Libertad digital, en Intereconomía, en Periodista digital, incluso. 

            Por eso, era una descripción exacta la que hacía unos meses atrás José María Pozuelo Yvancos en Abc al juzgar lo previsible de ciertas opiniones, eso sí contundentes, pero archisabidas. “En el articulismo contemporáneo español”, decía Pozuelo Yvancos, es muy raro encontrar autores que tengan discurso. Lo común es que quien escribe en los periódicos artículos de fondo se amolde a otra concepción de ‘discurso’ más extendida hoy y muy utilizada por los ensayistas franceses: la que lo concibe como ideología o punto de partida de quien habla, como posición que le define o a la que se amolda. Por desgracia la pobreza del articulismo español contemporáneo es que vamos del bla, bla, bla (...) al discurso concebido como porción de una ideología cerrada, y a menudo blindada de quien habla o escribe, que casi nunca parece hacerlo desde una posición intelectual sino ideológica, esto es, definida previamente al propio discurso y de la que todo el artículo depende”.

            En efecto, lo peor que le puede ocurrir a un articulista no es que escriba con desaliño o que maneje equivocadamente los adjetivos, como lamentara Josep Pla. No, lo peor que le puede ocurrir es que sea previsible, que sepamos de antemano lo que va a decir sobre ese tema que aborda, que responda a ese punto de partida que dicta todo lo que sigue. Esto, además, se agrava cuando entre ciertos colaboradores de radio y de prensa tienden a hacerse campechanías y familiaridades que refuerzan lo obvio de sus posiciones. Se saben pertenecientes a un club en el que se cobijan admitiendo que todos los que a él pertenecen se asemejan. Pero tanto y tanto se igualan que, al final, son indistinguibles los viejos socios y el recién llegado.

            Entiendo, sin embargo, estas perezas y estas colusiones. Es tan cómodo sentirse acompañado, paciendo con otros en un establo común, sintiendo el calor y el limo del establo. Los colectivismos se basan eso, pero también el sectarismo, que lo hay de izquierdas, de derechas e incluso sedicentemente liberal: me entiendo con los míos y sólo argumento con las razones de mis conmilitones, haciéndome portavoz de otros, hablando por otros. Vaya, se dirá el sectario, qué feliz es vivir en un espacio imaginario o físico o electrónico en donde todo encaja y todo se amolda, en donde no hay fisuras, en donde la homogeneidad postiza y deseada me impide ver a los raros, los diferentes, los extraños, que siempre, pero siempre, estarán ahí fuera y que, por supuesto, serán unos memos o felones.