El periódico
Los Angeles Times ha suspendido uno de sus blogs más
populares, el del periodista Michael Hiltzik, premio Pulitzer. Llegó a
utilizar pseudónimos para ocultar su identidad. De esa manera,
parapetado tras apodos y alias, Hiltzik simulaba distintas
personalidades para vituperar a sus adversarios. «Se trata de una
violación de la ética del periódico, que requiere que sus periodistas se
identifiquen ante el público», aseguran los responsables del diario. Ese
asunto, el de emboscarse tras el anonimato, es grave, como ustedes
comprenderán. Pero no tanto por el encubrimiento de la identidad, cuanto
por las malas artes del reportero. El periodismo tiene mucho de tarea
colectiva y anónima, sin firma. Eso, por ejemplo, ya lo supo ver Karl
Marx tiempo atrás. «El anonimato forma parte de la esencia de la prensa
periódica», decía en 1843, «por ser lo que convierte a un periódico, de
lugar de reunión de muchas opiniones individuales, en órgano de un
espíritu. El nombre separaría tan firmemente a un artículo del otro como
el cuerpo separa a las personas unas de otras, anularía, por tanto, su
destino de ser un todo complementario». Aunque el futuro no confirmó
enteramente el diagnóstico de Marx, lo cierto es que en un diario hay
siempre algo de expresión colectiva.
Ahora bien, lo que el caso de Los Angeles Times revela es otra
cosa. Es valerse del camuflaje para ultrajar haciéndolo, además, en un
espacio electrónico personal: el blog. Frente al dietario íntimo,
escribir una bitácora es exteriorizarse. Al actualizarla, el autor se
muestra poniéndose al servicio de los lectores. Frente al diario en
papel, los usuarios de las bitácoras periodísticas pueden establecer
entre sí una especie de conversación. Los visitantes dejan sus propios
comentarios, palabras volanderas que tienen que ver con lo que el
responsable del blog ha puesto o con lo que el asunto tratado le
provoca. Así, los comentaristas que opinan sobre las ideas del
blogger pueden escribir sin identificarse, amparados en un nick.
¿Cuál es el resultado? Al adoptar alias, las palabras corren
anónimamente y eso permite una gran libertad de opinión. Pero las
palabras emboscadas facilitan también la irresponsabilidad.
Como en los viejos pasquines de aquella novela de Gabriel García
Márquez, La mala hora, el anonimato puede ser una forma de
violencia y de intimidación. Todas las mañanas, las paredes del pueblo
aparecían empapeladas con carteles sin firma en los que se revelaban
detalles escabrosos de sus habitantes. Un día, a primera hora, justo
cuando el padre Ángel se disponía a oficiar la misa, se oyó un disparo.
¿Qué había pasado? Un comerciante había sido informado con un pasquín
pegado a la entrada de su domicilio de la infidelidad de su esposa. Su
respuesta fue inmediata: matar al supuesto amante de ésta. Ese papel era
uno más de la plaga de pasquines anónimos que se clavaban en las puertas
de las casas de aquel pueblo. No eran exactamente panfletos políticos:
eran cotilleos infamantes o atribuciones infundadas o denuncias
ignominiosas sobre la vida de los ciudadanos.
Cuando no hay razones justificadas de temor a represalias (en un régimen
dictatorial, por ejemplo), el uso del anonimato para ofender es una
forma de cobardía, pues ese camuflaje nos libera de la responsabilidad.
En Internet, los nicks también permiten a los internautas más
insolentes el escarnio en un intercambio verbal que es a ciegas, una
presunta conversación en la que de momento salimos físicamente indemnes.
Entre algunos, eso parece ser licencia para difundir embustes o noticias
falsas de ciertas personas creando un rumor violento, un ruido que
atenta contra la verdad. No vale pensar que todo tiene su posible
respuesta. Una vez propaladas dichas especies, el efecto se consuma. Es
así cómo los más agresivos podrán emitir expresiones injuriosas sin
grave riesgo, sin padecer reprobación. En Internet no hay compromisos
que duren y los nicks multiplican las máscaras hasta hacer de la
identidad algo múltiple, fluido, eventual: máscaras de un mismo
individuo, por ejemplo, que conversan entre sí y que se interpelan
creando la ficción de un diálogo. Eso es lo que hemos visto en ciertos
blogs de periodistas enrabietados. En España tenemos casos muy
sonados de bitácoras multitudinarias que están pobladas por nicks
tras los que presumimos a algún reportero conocido y bilioso que se
desdobla. En España, pues, también disponemos de nuestros Michaels
Hiltzik, periodistas iracundos que tienen a su servicio a una corte de
insultadores coléricos. No, definitivamente no es un logro democrático
camuflarse para vituperar. |