Polución informativa

 

                                       JUSTO SERNA    

 

                      Levante-Emv, 19 de septiembre de 2006                            

                                                                                                                      

 
 
                                                                          

“Llega un momento”, decía Josep Pla, “en que casi todo el mundo habla. Todo el mundo es interrumpido. Nadie puede terminar de decir lo que le habría gustado decir, ni esperar una respuesta de lo que pretendía decir. Si en la reunión hay un espectador, (...) cuanto más se esfuerza por sacar algo en claro, más oscuro lo ve”. Pero el guirigay no acaba aquí y es por eso por lo que sigue el estruendo. En estas reuniones, concluye Josep Pla, siempre hay un  sabio o dos, siempre sabios pretenciosos, afectadamente cultos, teatrales, gritones, convencidos de que son muy inteligentes.

Retumban y, como dioses atronadores, amenazan con el ostracismo a quien les objeten algo. Son administradores de penitencias, gentes que sólo entienden la discusión como el reparto de severas admoniciones y reprimendas. Se dicen liberales, pero ay, amigos, qué iliberalismo el suyo, con ese verbo incendiario, ríspido, campanudo, con esa prosodia airada, con ese lenguaje pendenciero, incluso vejatorio, con ese tono temible de cruzada, de gran exclusiva y revelación. Creen hacer periodismo de trinchera y se creen investidos por alguna misión, un periodismo en el que quienes no convengan o sean flojos merecerán su condena más estridente o su rechifla o sus aceradas apostillas, esas frases que no se acaban, esos aspavientos.

Hablar y decir no es lo mismo, me recuerda sensatamente Julia Puig. aun cuando sean interdependientes. Hablar es actuar, un acto intransitivo; decir es hacer, que supone transitividad. En todo caso, actuar o hacer entrañan un propósito: el de expresarse con sentido o el de explicar o comprender lo que nos pasa. Sin embargo, cuando hablamos o decimos con desatino o con falsedad, adulteramos, contaminamos el significado de las cosas. En el uso corriente de la voz, en el registro del diccionario, por polución entendemos la contaminación intensa y dañina del agua o del aire, producida por los residuos de procesos industriales o biológicos. Con este término también aludimos a la efusión del semen. Finalmente, en un sentido moral, podemos aplicarlo a una circunstancia de corrupción, de profanación.

Ustedes me perdonarán, pero tengo la impresión de que una parte del bla-bla-bla informativo que algunos difunden en las ondas o en la prensa aumenta esa polución que corrompe la esfera pública. Son las suyas efusiones que contaminan un medio ya irrespirable en el que sobreviven los inmunes al contagio o los políticos que les son afines.  El bocazas o el charlista son gentes dotadas para la expresión palabrera, pero especialmente para el enredo que rellena o ensucia..., al soltar lastre. Es el suyo un verbalismo que confunde sin que le preocupen la verdad o la exactitud de sus enunciados. Es por eso por lo que sermonean con un discurso insistente, hueco, tramposo, un discurso en el que el parloteo o la jactancia son sus reglas.

Durante la Transición hubo numerosas ocasiones en que los protagonistas o los portavoces del cambio, enviscados por el determinismo, pudieron recaer en el destino más desventurado, en el peso de la fatalidad. Pero la sensatez y sobre todo ciertos efectos imprevistos limitaron las pretensiones de los actores o periodistas. Nadie tenía la llave que abría y cerraba el proceso, porque nadie dominaba todos los factores que intervenían, su orden y las consecuencias que podían traer. En los peores momentos, en las horas más bajas, había razones fundadas para sospechar del inmediato advenimiento del Apocalipsis y, sin embargo, el habla sensata, el decir mesurado y la negociación fueron paliativos de los daños y de las llagas que unos y otros podían mostrar. Quizá porque no hubo amnesia, sino miedo a recaer en los errores y horrores del pasado, es por lo que los reproches mutuos pudieron echarse al olvido, como señalaba Santos Juliá. Ahora, qué pena, algunos todo lo emporcan, todo lo encausan, pues para ellos perorar en una tertulia irresponsable es lo más parecido al Juicio Final. Cuando eso se da, dice Harry G. Frankfurt en un volumen sobre la charlatanería, “los participantes aventuran diversas ideas o actitudes para ver qué efecto produce oírse a sí mismos diciendo esas cosas y para descubrir cómo responden los demás, sin dar por supuesto que estén comprometidos con lo que dicen”, comprometidos con probar la verdad de lo que propalan. “Lo esencial”, añade Frankfurt, “es posibilitar un alto nivel de desenvoltura”. De caradura, diría yo.