Quiénes son los héroes

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 13 de julio de 2006

                                    

                                                                          

      Un episodio, un solo episodio, puede cambiarnos la vida. Con esa decisión, con ese acto, podemos oponernos al devenir inexorable de la historia personal, a sus automatismos. Esa resolución audaz, sin embargo, no nos procura necesariamente una vida mejor, no nos libra del infortunio. Aún más: es probable que dicha decisión malogre lo que parecía un futuro templado y cómodo. Es por eso por lo que tendemos a la rutina y evitamos el riesgo abandonándonos a la pereza y a la fatalidad. Pero un acto, un acto insignificante y valeroso a la vez, puede alterar el curso de nuestro pequeño mundo, ese que creíamos fijado para siempre.

       Ahora que se aproxima el fatídico dieciocho de julio –una jornada de bochorno y ahogo, seguro— podríamos pensar en esos actos menores y dignísimos que salvan a un individuo y con él a la humanidad. ¿Para qué? ¿Para reprocharnos mutuamente la responsabilidad de la carnicería que empezó setenta años atrás? Desde hace tiempo, la historiografía académica ha certificado  la autoría de aquel pronunciamiento militar y las responsabilidades de aquella guerra. Ha sido una labor larga, concienzuda, por encima de voceadores revisionistas que ahora confunden entre el estrépito y el encono de la política actual. Pío Moa tiene como principal labor propagandística la de inculpar a los perdedores para hacer inmediatamente analogías con los socialistas de hoy: si las víctimas fueron victimarios y estos revisionistas ven ahora semejanzas casi completas con hechos del pasado, entonces la acusación recae sobre los políticos actuales. Qué manipulación, qué ficción.

         Pero hay otras ficciones que nos mejoran. Como ustedes saben, Javier Cercas escribió Soldados de Salamina para evocar un acto de piedad en plena Guerra Civil española: la decisión simple pero dignísima tomada por un soldado republicano de no delatar a un enemigo falangista, un enemigo que luego resulto ser importante (Rafael Sánchez Mazas). Gracias a esa conducta benevolente, el falangista pudo evitar su captura y su segura muerte. Toda la narración gira en torno a este acto y hay en la novela una lección moral. No hay iniciativa que emprendamos que nos resulte irrelevante, no hay faena que realicemos que sea verdaderamente menor: en cada acción nos la jugamos. ¿Por qué razón? Porque al elegir definimos un modelo de vida: por ejemplo, no incrementar los males que nos rodean. Determinamos qué tipo de individuo esperamos ser y evaluamos directa o indirectamente lo que hay que hacer.

      Puede que seamos personajes calamitosos, torpes e incluso cobardes, aunque quizá haya un momento en nuestras vidas en que no queramos cometer esa villanía (otra más). Perpetrarla no nos llevará al desastre, pero nos armamos de valor y deseamos no agrandar el mal gratuito. El acto que nos salva o que nos hunde, que nos condena o que nos redime, es una decisión de la que somos capaces nosotros mismos y que poco tiene que ver con el acogimiento colectivo, con el colectivismo bajo el que cobijarse. Algunos aún se preguntan acerca del inmenso éxito de Soldados de Salamina. Creo que expresa, desde luego, una sensibilidad que encaja muy bien con los requerimientos morales de nuestro tiempo, con nuestra experiencia histórica.

       La auténtica perversidad moral de la violencia no se resume en el enfrentamiento del bien y del mal, la de un bando frente a otro, como ciertos esquematismos o simetrías nos hacen creer, sino en la muerte masiva practicada sin escrúpulos morales. Claro que el nazismo fue un mortífero, un espantoso mecanismo de aniquilación. Claro que el primer franquismo tuvo sobre todo una vocación cruel y vengativa. Pero los estudios históricos más significativos, esos que nos ayudan a entender mejor la complejidad de las actuaciones, son precisamente los que nos informan sobre las decisiones del individuo en un contexto en donde todo parecía invitar al escapismo o a la indiferencia morales. De igual modo, las narraciones que nos dan sentido no confirman lo que ya sabemos: que la destrucción sistemática, que el instinto de muerte, que la sinrazón se localizan en una parte de la contienda, sino aquellas otras que nos obligan a evaluar la posición siempre incierta que tenemos cuando elegimos. Que estés en el bando legítimo, o que creas estar en el lado de los buenos, no te alivia del coste de las decisiones, de la elección de no emponzoñar la vida.