"Route" Zaplana

 

                                         JUSTO SERNA

 

                              Levante-Emv, 29 de agosto de 2006

                                    

                                                                                                                      

      Entre la carretera de Alcoi-Benidorm y Finestrat hay un paraje insólito, de película: Terra Mitica. Yo estuve allí cuando el parque estaba comenzando, justamente cuando su principal atracción sólo era una montaña rusa de madera llamada Magnus Colossus. Recuerdo haber disfrutado con mis hijos, pero sobre todo recuerdo haberme aturdido yo mismo con la velocidad, con el vértigo de aquellas vagonetas expedicionarias que parecían sobrevolar. Han pasado varios años y he regresado, pero no al parque sino a esa carretera, la CV-767, atravesando las distintas rotondas, en las que dominan las fantasías líquidas. Son cruces a los que los munícipes han cristianado con rótulos paganos, como en un Peplum: glorieta del aire, de la tierra, del fuego, de la razón. ¡De la razón!

     Examino atentamente esa vía pasmándome con la espesura tropical que brota a lo largo de sus escasos cuatro kilómetros de follaje.  Ya lo sabemos: el agua, aunque falte, aunque sea depurada, hace portentos, y que un suelo seco, casi desértico, como en la Route 66, acabe tapizado de vegetación es un prodigio cinematográfico ya visto. A lo que nos cuentan, quienes idearon el parque quisieron darle un uso festivo a aquel espacio, ubicado en la Sierra Cortina, de Benidorm. Pero sobre todo esperaron que aquellas heredades depreciadas verdearan tras un incendio aparentemente casual. Pues bien,  transcurridos unos años, lo llamativo de ese espacio no es Terra Mitica, un Mac Guffin que desvía la atención de los espectadores;  tampoco Terra Natura, que, según me cuentan mis familiares, es como un Hatari! posmoderno; lo sorprendente es la construcción que sigue a los parques temáticos.

     En efecto, una vez dejo el emporio recreativo, avanzo por esa carretera en dirección a Finestrat y aquello que  encuentro es una imponente urbanización con solares edificados y otros ya programados: un complejo con ínfulas. Hay viviendas de colosales hechuras, con mármoles y granitos inalcanzables, y hay mansiones más humildes, adaptadas a la vocación presuntuosa o engreída de ciertas clases empingorotadas. De alguna residencia espero ver salir a Doris Day... Los responsables de la urbanización no se han contentado con darle horizontalidad a las casas de nueva planta que allí se levantan: quisieron adosarlas a las faldas de Sierra Cortina seccionando, para ello, lo que hiciera falta: los laterales de aquellos picachos, por ejemplo. Han fracturado los cerros creyendo restañar las heridas con un blanco cementado que le da al corte un aire inverosímil de cartón-piedra.

     En la última rotonda, decorada con figuritas metálicas de cabras que se asemejan al toro de Osborne en chiquitito doy la vuelta para regresar al principio de esta carretera. Rehago el camino, pues, y hacia el final me topo con la última sorpresa del recorrido: el campo de golf y un gran hotel. Es un establecimiento de mucho ringorrango que evita las verticalidades de Benidorm (tan vulgares, supongo, para los promotores de este complejo). Quienes lo idearon quisieron edificarlo como un poblado mediterráneo, con ese inconfundible caserío colorista que imita el cromatismo de La Vila. Los resultados son poco alentadores, sin embargo, pues la sucesión de inmuebles, entre morunos y latinos, me hace recordar el decorado de una película costumbrista. Pero no es el establecimiento lo que más me asombra; es, por el contrario,  el green menesteroso, marchito, del campo de golf: hondonadas y pequeñas lomas algo deslucidas a las que acuden gentes acostumbradas a lujos asiáticos. Quizá habría que repintar ese verde desleído, ya que el agua no ha hecho prodigios con el césped de aquellas praderas artificiales.

     Pero me voy. Acaba la road movie. La mirada ceñuda de los guardias de seguridad y el trato obsequioso de los botones vestidos como caddies me acucian. Salgo del gran hotel y me encamino hacia el último tramo de la CV-767. Sólo entonces me doy cuenta de que la suntuosa carretera carece de arcén en el que poder detenerse, como en una autopista de película. Aunque las placas prohíben circular a más de 40 kilómetros por hora, no hay nadie que respete la limitación: es grande el impulso de tomar aquello como un circuito, de pilotar ufanamente el automóvil. De repente, advertido por mi hijo, descubro el rótulo que da nombre a esa vía: es una placa de reducidas dimensiones que se repite en cada una de las glorietas. La CV-767 tiene un nombre propio, la retribución con la que el consistorio  homenajea a su magno coloso. Es su título de crédito: Avenida del Alcalde Eduardo Zaplana Hernández-Soro.  Fundido en negro. Regreso a la realidad.