Viva la historia |
|
JUSTO SERNA
|
Levante-Emv, 26 de mayo de 2006
|
Reseña |
José Enrique Ruiz-Domènec, El reto del historiador,Península, Barcelona, 2006
“Hablamos a veces del curso histórico diciendo que es «un desfile en marcha». La metáfora no es mala, siempre y cuando el historiador no caiga en la tentación de imaginarse águila espectadora desde una cumbre solitaria”, decía E. H. Carr en 1961. Cuarenta años después, John Lewis Gaddis se planteaba la misma cuestión, los desafíos a que se enfrenta el historiador. “Un hombre joven está de pie, sin sombrero y con un abrigo negro, sobre una roca alta, de espaldas a nosotros y se apoya en un bastón para resistir el viento que le agita y le enmaraña el pelo. Ante él se extiende un paisaje envuelto en niebla, en el que apenas se divisan parcialmente formas fantásticas de promontorios más lejanos”. Nada sabemos de ese individuo, porque, de hecho, lo vemos de espaldas y no podemos intuir qué expresa su rostro, ese rostro que es incógnita, cifra, misterio. Con esta imagen, Gaddis se valía de una pintura celebre, El caminante ante un mar de niebla (1818), de Caspar David Friedrich, elaborando con ella una metáfora. “Para mí”, añadía Gaddis, “la postura del caminante de Friedrich –esa impresionante imagen de una espalda frente al artista y a todos los que desde entonces han visto su obra—«se asemeja» a la de los historiadores. La mayoría de nosotros piensa que, después de todo, en eso precisamente consiste nuestro oficio, en dar la espalda al sitio hacia el cual vamos”. Y no es así, añadía Gaddis, pues lo que distingue a los mejores historiadores, lo que les diferencia y les eleva, es su implicación y la conciencia de estar insertos en el mundo. En vez de dar la espalda a lo que ahora, precisamente ahora, acontece, se comprometen, incluso equivocándose, haciendo inseparables lo pretérito y lo presente, valiéndose de los instrumentos que la sociedad les da para evaluar, para contar el pasado, pero también para enjuiciar su tiempo. En ellos, la vida y la disciplina que cultivan son inseparables; en ellos, el pasado que puede ser narrado y los lectores a los que persuaden y atraen son su motivación y su desafío. De eso, del desafío del historiador, es de lo que habla el último libro de José Enrique Ruiz-Domènec (El reto del historiador). Ruiz-Domènec es un académico que se ensucia las manos, un universitario que escribe en los periódicos con el fin de intervenir y con el propósito de acercar la mejor historia a los lectores, la de aquellos libros que han cambiado nuestro modo de observar el pasado. Alaba la narración, exalta la capacidad que ciertos colegas tienen para exhumar el pasado con el recurso del relato, con la retórica de la persuasión. ¿Con el fin de hacer bonito o de expresarse con una bella prosa? En realidad, Ruiz-Domènec concibe al historiador como educador, como alguien que reconstruye pasajes biográficos con el fin de instruir moralmente (como fue la antigua magistra vitae). Su libro es la expresión de un entusiasmo, y así el yo que habla, el del autor, revela un compromiso entre narcisista y necesario con la historia y contra el adocenamiento. Los nombres que cita son la muestra de una excelencia, los de aquellos historiadores que han cambiado nuestra forma de ver y contar las acciones de los antepasados. Ahora bien, el empeño en la narración no le deja espacio para subrayar otros aspectos de la vieja historia académica que, a mi juicio, son imprescindibles, complementos del relato. El de la verdad como ideal regulativo, por ejemplo; el de sus reglas. La historia no es sólo relato: es una disciplina, un sometimiento a ciertas normas. El historiador no escribe por el simple afán de comunicación. El historiador no busca las fuentes según le convengan, no selecciona lo que le confirma, no descarta lo que le incomoda. El historiador, aquel que es respetuoso con las técnicas depuradas de su oficio, somete sus ideas previas al contraste con los documentos y establece una especie de diálogo con los testimonios que le vienen del pasado. No se fía enteramente de cada uno de esos testigos, sabe que hay contradicciones y falsedades y racionalizaciones equivocadas. Por eso, la operación histórica exige el contraste entre las fuentes con el fin de apreciar la verdad y su forma de enunciarse en esos documentos. No se trata sólo de alcanzar el testimonio más fidedigno, sino también de examinar de qué modo fue expresado, con qué procedimientos retóricos, con qué recursos de exposición. La historia es, en efecto, una tarea complicada, una labor compleja que exige años de consulta documental y de aprendizaje de sus técnicas. Imaginemos a un médico de campaña que debiera intervenir quirúrgicamente, decía el antropólogo Clifford Geertz. Apresurado, próximo a las bombas que caen y que amenazan con arruinarlo todo, no podrá exigir las mejores condiciones para operar, esas que son habituales en tiempos de paz, las que le permiten curar en un quirófano esterilizado. Al no contar con un ambiente neutro, ¿deberíamos concluir que le dará lo mismo donde lo haga, en una sala aseada o en un estercolero? Hemos de suponer que evitará el lodazal o el muladar; hemos de suponer que tratará de tenerlo todo lo más lustroso y fregado posible, aunque sólo sea para convencer al paciente de sus buenas intenciones. Esas cautelas serían como las marcas del historiador, las pruebas que atestiguan su respeto a las reglas de la profesión. Pero no bastan. El galeno deberá tener, además, la intención última de salvar al paciente: como el investigador deberá, en fin, salvar la verdad de su relato. Desdeñoso con los malos historiadores, harto tal vez de tantos investigadores rutinarios aupados a sus picachos, quizá Ruiz-Domènec no ha puesto suficiente énfasis en estos controles. Pero su miniatura historiográfica, como la de un buen orfebre, descubre el esplendor de la joya con la que tendríamos que trabajar: la de una historia primorosamente escrita y viva. Así deberíamos hacerlo siempre, sin rutinas expresivas, sin perezas académicas. Si no nos imponemos esa disciplina, entonces el interés de los lectores lo despertarán charlatanes, revisionistas, falsificadores y otros vendedores de quincalla historiográfica. |