¿Tiene
algún sentido leer hoy a Sigmund Freud? Transcurridos ciento cincuenta
años de su nacimiento..., transformada, desaparecida la sociedad
victoriana que fue su cuna, ¿nos aportan algo su consulta o su lectura?
Si la psicología de rango universitario o la psiquiatría oficial no se
basan en los principios o en los fundamentos del psicoanálisis, ¿es
provechoso seguir invocando a Freud? Recordemos la imagen tan difundida
del psicoanálisis, aquella que arranca de la Viena de principios del
siglo XX y que, después, se extiende por todo el mundo gracias a su
éxito americano. La influencia ha sido decisiva y así, en el arte, en la
literatura, en la filosofía, se aprecian las huellas de este judío cuyo
ateísmo declarado, expreso, lo concibió como una rebelión humana,
humilde y dignísima contra la fantasía de un Dios omnipotente, contra el
delirio religioso. Pero, insisto, ¿es el descubrimiento del Dr.
Freud un fenómeno de otro tiempo?
Su paciente es una
persona neurótica, alguien que siente un fastidio más o menos doloroso
y antiguo, alguien que experimenta un malestar psíquico (compulsiones,
repeticiones), daños, en fin, en los que él mismo es víctima y
victimario. El enfermo de Freud es un tipo adinerado, con recursos
suficientes para pagarse un tratamiento inevitablemente largo, de varios
años, un tratamiento que suele obligarle a acudir tres o cuatro veces a
la consulta del terapeuta. El paciente de Freud es un sujeto
aceptablemente culto y activo, dueño de un significante expansivo, capaz
de elaborar un discurso que vuelca en sesiones de cincuenta minutos, un
discurso que, sin embargo, no suele ser lógico. Más aún, el parloteo del
analizado tiende a la dispersión, al desorden expositivo. Es allí, en
la consulta, en donde el neurótico se tumba en un diván tomando al
analista como interlocutor. El terapeuta es, sin embargo, alguien
silencioso, casi mudo, alejado del campo de visión del analizado,
alguien que anota, que sólo interviene excepcionalmente y del que, en
general, no se sabe gran cosa, una especie de esfinge invisible, una
suerte de depósito vacío al que el paciente transfiere sus horrores con
una cháchara inconexa.
¿Y para qué sirve esa
locuacidad dañada? ¿De qué habla el neurótico? Se expresa sin seguir un
método narrativo, aquel que establece un planteamiento, un nudo y un
desenlace; se expresa dejándose llevar por una asociación libre en la
que al dolor se añade la euforia, en la que a la melancolía se unen
rencores, incluso sentimientos homicidas, en la que a lo presente se
adhiere lo pasado, hasta lo remoto, lo infantil, lo más alejado. De lo
que se trata es de que el analizado verbalice sus compulsiones, sus
síntomas, sus sueños, sus miedos, sus fantasmas, un mundo interior que
pugna por salir y que, en estado de reposo, emerge casi sin censura, sin
represión. Aquello que aflora procede, en expresión de Freud, del
inconsciente, una especie de depósito interno, propio de la estructura
psíquica y en el que se albergarían las pulsiones de cada uno, neurótico
o no. En lenguaje psicoanalítico, las pulsiones son fuerzas
psicofísicas, la energía primaria que nos mueve, la principal de las
cuales sería la satisfacción de nuestros instintos más primitivos, el
placer, la pura delectación, la libido corporal.
Cuando nacimos, éramos
cuerpos en demanda de ser preservados y satisfechos, organismos
dependientes, individuos que tardan en distinguirse, en valerse,
infantes que se confunden con la progenitora, que se identifican con
esa fuente nutricia y protectora que es la madre. Crecer, dice Freud,
es alejarse de ese paraíso maternal, es distanciarse de ese confuso
magma infantil, tutelados, reprimidos básicamente por el padre,
representante de la sociedad, de la ley, un padre al que se vive como un
rival en las solicitaciones carnales de la madre. Crecer, insiste Freud,
es aprender a tolerar la frustración (ni el mundo ni la madre están sólo
a nuestro servicio). Socializarse, pues, entraña una represión de
aquellas pulsiones placenteras, dado que implica demorar la satisfacción
adoptando la conducta correcta y moralmente adecuada que el pudor
colectivo nos impone y que el padre, en lo fundamental, nos enseña.
Ahora bien, esa maduración es incompleta si aquellos instintos primarios
son sofocados siempre o permanentemente, si aquellas pulsiones o
urgencias son asfixiadas. En realidad, no desaparecen: se manifiestan
desde el inconsciente de manera torcida, patológica, como burbujas que
anuncian una ebullición sin válvula de escape, una ebullición que puede
acabar explotando. Encontrar un equilibrio entre lo libidinal y lo
social, lo instintivo y lo cultural, es la penosa, la esforzada tarea a
que debe aplicarse el individuo maduro.
Al final, concluida la sesión, después del semirreposo,
después de la ensoñación en la que ha aprendido del terapeuta a analizar
sus propios síntomas, el paciente regresa a la vida de vigilia, a la
existencia cotidiana en la que las pequeñas y grandes miserias
continúan. Allí procurará evitar las repeticiones dolorosas, las
compulsiones neuróticas, y allí tratará de conducirse de una manera
adulta, sin el daño suplementario que él mismo se inflige por error, por
confusión, por unas elevadas autoexigencias. El paciente que sale a la
calle se siente aliviado, incluso más ligero, sin ese fardo de
malestares que de ordinario acarrea.
Este tratamiento y sus fundamentos han sido objeto de aceptación y
controversia, de fidelidad y repudio. Freud creyó hacer ciencia, pero la
ciencia de hoy no se apoya en los supuestos deterministas de los que él
partió o no se vale de las pruebas tal como él las estableció. Desde el
principio, el psicoanálisis vienés de Freud recibió severos varapalos de
los filósofos y de los epistemólogos más reputados, algunos de ellos
paisanos suyos, como fueron Ludwig Wittgenstein o Karl Popper. El
primero, por ejemplo, le reprochó pasar como conocimiento científico lo
que sólo o sobre todo era fantasía, poesía; el segundo le negó la mayor:
los enunciados del psicoanálisis no podrían falsarse, o, en otras
palabras, era tal la falta de pruebas en la teoría freudiana (y por
tanto inaceptables para quienes no suscribían sus fundamentos, simple
arcano) que las ideas Freud, sus hallazgos, no admitirían evidencias
alternativas. Pseudociencia, pues: como el marxismo, añadía Popper. Los
freudianos han respondido a estos reproches refinando sus pruebas,
mejorando sus procedimientos, depurando sus teorías, verificando en la
clínica lo que la experiencia les dictaba, tarea que no siempre han
compartido todos los psicoanalistas y labor que, al final, no logra la
anuencia de los rivales.
En todo caso, para el individuo actual, lo que queda de la herencia
freudiana es una antropología de la condición humana extraordinariamente
elaborada, brava, a veces convincente, una antropología guiada por un
noble fin: aliviar el dolor humano. Pero más que esto, para los lectores
de hoy, queda una obra de expresión verdaderamente admirable, un
repertorio de estudios osados y muy bien escritos. Las historias
clínicas, por ejemplo, son auténticos relatos que pueden tomarse como
apólogos de esa condición humana averiada. O los ensayos filosóficos,
aquellos en los que Freud aventuró diagnósticos sobre la sociedad, sobre
la religión o sobre la cultura, pueden leerse como especulaciones
audaces. Hay dudas acerca de sus concepciones; hay reproches antiguos
acerca de los enunciados científicos en los que dice fundarse; y, en
fin, hay reparos serios acerca de la eficacia de su terapéutica. Aquello
en lo que hay consenso, sin embargo, es en reconocerle su genio de
escritor. Sus obras tienen la morosidad y el cuidado del miniaturista,
del docto, del virtuoso que rehace el mundo con la palabra. Es por eso
por lo que hasta sus críticos más duros, puestos a enjuiciarlo, acaban
admitiéndole al menos valor literario, la elegancia de su discurso, su
virtud narrativa o estética, el goce que nos procuran sus relatos
clínicos o el placer que nos proporcionan sus ensayos cuidados,
cultísimos y metafóricos. No es tan fácil, pues, enterrar a un tipo que
ya sobrepasa los ciento cincuenta años y cuyo lenguaje es, en parte, el
nuestro. Tanto es así, que ya no es posible leerlo: sólo releerlo. Ésa
es condición del clásico, decía Borges: estamos tan embebidos de sus
logros verbales, hablamos tanto su propio lenguaje que cuando creemos
acceder por primera vez, en realidad regresamos. |