Televisión basura

 

                                         JUSTO SERNA

 

                       Levante-Emv, 1 de junio de 2006

 

               La Nueva España, 2 de junio de 2006 

    

¿Qué es la inmundicia televisiva? En Telebasura y democracia, Gustavo Bueno decía que había que distinguir entre la inmundicia fabricada y la desvelada. Si se fijan, convendrán conmigo en que el desvelamiento es la cualidad auténtica de la televisión: el tubo nos proporciona lo que no veíamos, lo que estaba oculto o semioculto. Más que darnos lo que su etimología apunta (“ver de lejos”), la televisión nos revela lo que siendo cercano o familiar no apreciábamos, no distinguíamos. Al desvelar lo que estaba opaco –esa intimidad que nos muestra Supervivientes, por ejemplo--, la emisión es obscena y nos ofrece directa o indirectamente la realidad monstruosa, deforme, plural y vulgar que, de otro modo, quedaría fuera de lo visible, al menos para quienes no frecuentamos ciertos ambientes.

“Por eso”, decía Bueno, “la obscenidad no se reduce a la simple inmundicia, a la simple basura (...). Pues «in-mundicia» es lo que se arroja con la pretensión de ser puesto fuera del mundo, como basura integral. Pero obsceno, en cambio, es lo que quiere ser presentado al mundo realmente existente”. O, en otros términos, la televisión sería una especie de gran tramoya o tablado en el que se mostrarían deformidades reales para la etnografía cotidiana.

Los occidentales bien instalados vivimos cada vez más en un ambiente que queremos neutro y protegido, un entorno del que expulsamos las anomalías, lo patológico, la extravagancia demente, lo monstruoso. La televisión, desde esta perspectiva, es una ventana abierta a la deformidad, una exhibición malsana de lo que nos desmiente. Por eso, la feria de los monstruos nos devuelve un rostro de nosotros mismos que creíamos maquillado. Así, lo obsceno es lo que debiendo permanecer reservado se muestra, lo que siendo íntimo se revela, lo que debiendo ser protegido se exhibe. Insisto: lo obsceno es esto, la ostentación de la deformidad, la presentación de lo que por alguna razón resulta feo y quisiéramos velado o emperifollado.

Fijémonos, en efecto, en el caso literal de los monstruos: en lo que hace a un monstruo, en su calidad constitutiva. ¿Por qué nos provoca inconsciente repulsa? Porque... ¿es perverso? Produce repulsión porque es el fruto insólito de un bocado o de una cópula bestial, porque es un híbrido antinatural, un compuesto informe; pero sobre todo porque su apariencia extraña, inaudita, parece revelar la villanía de su alma dañada, sin oyente, sin espectador. ¿A qué se debería su crueldad, esa crueldad que, por ser individuo, es maldad? La simple observación del híbrido produce consternación, justamente porque nos muestra una personalidad indefinida, flotante, una naturaleza confusa, un ser impreciso. Una parte fundamental de los recelos humanos son de esta naturaleza y algunos de los mejores escritores han sabido expresar dicha congoja.

Esa confusión entre pedazos incompatibles se vive lastimosamente por los monstruos, y el menoscabo que los lastima es mayor cuando no hay palabras que suturen o cautericen su consternación. Se viven como monstruosos no sólo por su semblante arisco y terrorífico o por su personalidad troceada. Se sienten como tales por faltarles auditorio, por no contar con alguien benevolente a quien revelarse. Pero no sólo ellos: también nosotros buscamos el horror. Por eso, la televisión es un barracón de monstruos calamitosos que nuestro deseo de procacidad y cotilleo necesita. Pero, atención, una plétora de obscenidad acaba cansando. Yo ya me he quitado. O eso creo...