Los jarrones chinos

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 3 de noviembre de 2006

 

Cuando uno es presidente del Gobierno o tiene responsabilidades muy graves no se le piden sutilezas, demoras o complejidades. Lo que se le exige es que tome decisiones sensatas que no agraven el estado de las cosas, que no provoquen la enemistad irreductible de los adversarios institucionales, que no lleven el país a la ruina. Lo que se le demanda es eficacia, una capacidad para resolver problemas, no para crearlos. La valoración la darán las urnas: mientras tanto los escrutinios son públicos pero mediáticos, algunos pronunciados con la esperanza de derribar al mandatario que toma decisiones. Ese político debe guiarse por la lógica de la responsabilidad, del acuerdo, del ajustado cálculo de necesidades. Hay unas preferencias pero los recursos no son inagotables, razón por la cual debe jerarquizar.

Como nos recordaba Giovanni Sartori, los derechos jurídicos son absolutos: no son negociables y son prerrogativas que se reconocen a todos los ciudadanos por principio. Pero los derechos materiales son relativos: dependen del presupuesto. Precisamente por eso, el presidente no debe ser manirroto, no debe gastar a manos llenas ni emprender aventuras espoleado por grandes principios. En política debe haber principios, por supuesto, una guía de decencia, pero no pueden ser la base de la gestión ordinaria: de lo contrario, el gobernante avanza intoxicado por sus propias convicciones, hace del Gobierno la base de un proselitismo militante. Estas ideas no son mías, por supuesto. Son tesis que compartimos muchos después de haber leído a Max Weber: sobre todo su obra El político y el científico. Son ideas de lo que es el realismo prudente en política. Pero el propio Weber admitía los efectos movilizadores de las utopías. De éstas se han seguido algunos de los experimentos más nefastos del siglo XX, aunque del horizonte utópico, añadía Weber, viene el empeño menor de reemplazar las cosas que pueden ser cambiadas. Un equilibrio entre ese fondo idealista y la gestión prudente es, seguramente, la mejor estrategia del mandatario.

Cuando ese presidente del Gobierno deja la política, los electores esperan que se distancie, que deje de dar la murga, que cobre una buena pensión, que alcance mayor estatura humana y que ceda el quehacer y el combate ideológico para los que están en activo. Los votantes (en fin, yo mismo y otros como yo) esperan de un ex presidente ironía, algo de guasa y algo de ternura que administrarse a sí mismo para admitir la pequeñez de los tesones humanos. El estadista está más allá de la pendencia y, por tanto, ya no tiene necesidad de justificar cada día, de proclamar nada. Puede obrar con esa soltura que manifiesta quien ya no desea triunfar, pues ha conseguido algo muy notable. Es entonces cuando entre los antiguos mandatarios vemos aparecer  (o reaparecer) figuras inéditas, insólitas, insospechadas: gentes como ustedes y como yo, con dudas, con incertidumbres o incluso con una agudeza que no siempre supieron o pudieron aplicar cuando eran mandatarios. Unos se dedican a conferenciar o a dictar cursos: como José María Aznar, pues supone que tiene una experiencia aprovechable y comunicable, y otros consumen su tiempo con empeños de artesano, como Felipe González, que a lo que nos cuentan parece aquel personaje de García Márquez: el Coronel Aureliano Buendía elaborando pececitos de oro.

Se le atribuye precisamente a González una frase interesante, descriptiva. Según la metáfora que aventuró en cierta ocasión, los ex presidentes del Gobierno serían como los jarrones chinos en una casa pequeña: valiosos, pero incómodos. Esas piezas únicas estorban mucho en cualquier sitio que se colocan, cosa por la que todo el mundo  piensa en cómo deshacerse del jarrón chino sin que nadie quiera asumir la descortesía que ese retiro supone. González parece aceptar un discreto segundo plano, de florero: seguramente influyen los largos años de Gobierno. No es el caso de Aznar: su voluntaria y meritoria decisión de retirarse parece haberle dejado insatisfecho y, por proselitismo, se empeña en difundir un credo combatiente y quejumbroso. Crea fundaciones, inaugura editoriales, interfiere en política, incluso en su propio partido, y se pone dijes de pensador: tal vez porque la derecha a la que pertenece dice encarnar el liberalismo; tal vez porque se sabe intelectual orgánico y militante en guerra pedagógica contra todo lo que se le opone. Pero el problema, en su caso, no es el credo: la verdadera cuestión está en el desaliño ideológico con que lo expresa. ¿Para cuándo reserva Aznar la sutileza, la demora o la complejidad de su jarrón chino?