Lujos en la Valencia burguesa

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 16 de marzo de 2007

                

                   

 

 Concha Ridaura, Vida cotidiana y confort en la Valencia burguesa, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2006

 

                         

“Estamos acostumbrados a dedicar a nuestro cuerpo todas aquellas amabilidades  que somos capaces de procurarle. Pero, en realidad, eso mismo, el afecto por el propio cuerpo, es una actitud relativamente nueva en nuestra civilización”, decía Joan Fuster en 1964 en su Diccionari per a ociosos. “Tradicionalmente, la virtud se entendía bajo formas inconfortables”, añadía con un neologismo bien expresivo. La vida del hombre se resumía en “la austeridad y la ascesis, la abstención y la mortificación. La vida del hombre sobre la tierra era considerada como una exigencia de sacrificio”. “Ahora”, concluye en 1964, “todo el mundo piensa de distinta manera. Quizá por eso –estoy seguro de ello— comenzamos a disponer de sillas cómodas. Y de más cosas”.   

 

Esas otras cosas que forman nuestro entorno material y que dan confort a nuestra vida no son, efectivamente, muy antiguas: son logros de la civilización moderna. Más aún, muchas son ideaciones técnicas de la época burguesa, de aquel épico siglo XIX en que el progreso y el liberalismo se imponían en los lugares más destacados de Europa para la prosperidad y para el bienestar de quienes con mayores riquezas contaban. “El hombre occidental, tan rico en inventiva para ciertas cosas –mitología, metafísica, literatura, arte, guerra, opresión, etc.--, ha mostrado a lo largo de los siglos una singular falta de imaginación para todo aquello que hacía referencia a su confort más inmediato”, se lamentaba Fuster en otra de sus páginas. El confort es, en sí mismo, un concepto burgués que luego se generalizará conforme las clases medias se ensanchen y abarquen sectores amplios de la sociedad. Y el confort es comodidad y desahogo, una forma de hacer más llevadera la existencia corriente cuando los individuos esperan algo más que el bienestar espiritual de la vida ultraterrena.

 

A esta experiencia histórica la llamamos civilización (incluso civilización burguesa-occidental), y es un modo de superar nuestra propia naturaleza o limitaciones, esas las restricciones con las que debemos enfrentar la vida corriente. Como advirtiera Sigmund Freud, nuestros utensilios y muebles, desde la simple escoba hasta el más sofisticado electrodoméstico, son prótesis culturales que nos prolongan y que desempeñan funciones antes completamente reservadas a la mano humana. Son modos de alejarnos de lo natural, formas de socializarnos, pues: aparejos, adminículos, avances que nos dan comodidad y esmero. Son también herramientas materiales que activan la industria y el ingenio: ciertas manufacturas podrán aplicarse para fabricar esos utensilios. Pero son también formas de distinción: quien cuenta con ciertos propiedades o recursos materiales que le procuran bienestar visible se eleva por encima de lo ordinario haciéndose admirar o envidiar.
 

Las grandes metrópolis europeas de ese siglo XIX fueron centros de esplendor, de prosperidad; fueron lugares con agua corriente en las casas, con iluminación urbana, con carruajes veloces, con paseos concurridos, con jardines privados, con mansiones en las que tras sus fachadas severas se adivinaba la suntuosidad del capitalismo privado y familiar. Frente a lo que se cree comúnmente, también Valencia disfrutó de esos lujos burgueses, hoy tan repartidos, y que se basaban en la comodidad, en la contención y en el disfrute material de la vida. Esta capital no era una población atrapada en el tiempo: algo más que una ciudad levítica o provincial. Era una localidad en auge bien conectada con el espacio burgués europeo, incluso habitada por familias foráneas que aquí se asentaban y prosperaban con el tráfico comercial y con la fabricación. Era ésta, en fin, una urbe en la que hacían ostentación clases adineradas que esperaban disfrutar de los adelantos del siglo, de las mercaderías y de las mejoras materiales que traía la industria: atavíos y útiles que servían para la casa y la calle.

 

Concha Ridaura acaba de publicar un libro sobre esa Valencia del Ochocientos, un volumen editado por la Biblioteca Valenciana, con ilustraciones sensatamente escogidas que ayudan a familiarizarse con un mundo ya desaparecido. Es una obra bien escrita, documentada, entretenida y erudita, en cuyas páginas no pesan los academicismos, sino el lujo de la edición. Resume con olfato lo dicho por otros investigadores, pero es algo más que un compendio: añade numerosas informaciones sobre la vida privada en el siglo XIX; sobre el confort (esa voz tan francesa); sobre los modelos europeos de los que eran sabedores nuestros burgueses locales; sobre la distinción que las familias acaudaladas hacían valer con sus atavíos más refinados. Hay una metáfora implícita en esta obra, una metáfora que aparece de manera abierta aquí y allá, en algunas de sus mejores páginas. Vivir no es representar un papel en el escenario de la existencia, no: vivir es ejecutar distintos guiones en diferentes espacios públicos y privados de acuerdo con códigos y normas que los personajes aprenden conforme se incorporan al mundo de los sentimientos y de los negocios, de la familia o del juego. El burgués valenciano no desentona con sus levitas o con sus sedas y rasos,  ni olvida los papeles que ha de representar en el proscenio urbano: es un tipo conocedor de los adelantos materiales (los ensanches, las aguas potables, el alumbrado, el alcantarillado, etcétera); es un individuo sabedor de las comodidades privadas que adornan y mejoran las viviendas, de los servicios que aprovechan para el gobierno de la casa, de los ocios que alivian sus cavilaciones mercantiles. El libro de Concha Ridaura nos ayuda a sistematizar lo que ya conocíamos de manera dispersa, aunque también nos procura muchas cosas nuevas que ella documenta con variadas fuentes históricas, humeando incluso en la alcoba de aquellas familias adineradas que con recato y contención preservaban su intimidad más preciada: los Campo, Trénor, Dotres, Llano, Lassala, Nolla y tantos otros.

 

Decía Honoré de Balzac –a quien la autora cita para otros fines— que la novela es la vida privada de las naciones, ese relato que al reproducir lo que ocurre nos permite fisgonear en el secreto, en la reserva que el buen burgués opone a la curiosidad ajena. El libro de Concha Ridaura no es una ficción, desde luego, pero su minuciosa reconstrucción, hecha con mano firme, nos transporta a un mundo distante en el que reconocemos lejanos parentescos y hábitos comunes: utensilios y adelantos entonces sorprendentes, nuevos, y que ahora ya son nuestros en esta época democrática y plebeya.