Ofender para qué

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 19 de enero de 2007

 

 

Dicen Sergio Bufano y Jorge S. Perednik en su Diccionario de la injuria que hay que distinguir entre aquellos vocablos que son insulto y aquellos otros que son malas palabras. Las últimas –añaden-- pertenecen  al dominio público, a los usos corrientes que hay en una comunidad lingüística, usos que permiten evacuar los humores. En cambio, el insulto, que es privado y corresponde a la iniciativa individual, se elabora y se enuncia contra un destinatario particular al que se quiere deshonrar. ¿Qué hace quien vitupera? Escarnece a una persona valiéndose para ello de las malas palabras, voces que primero fueron injurias particulares y que --por su éxito, ocurrencia o chispa-- acabaron ingresando en el patrimonio de las ofensas colectivas.

Para que haya vituperio debe vivirse o experimentarse algún conflicto como una provocación, un fastidio frente al cual no habría posibilidad de enfrentarlo de otro modo. Una impotencia, pues. De ahí nace la violencia verbal. En segundo lugar, para que pueda hablarse de insulto propiamente, el vituperio ha de hacerse en determinado contexto, es decir, necesita un marco de significado que le dé sentido y que permita ser comprendido como tal. Abstraída de dicha circunstancia, esa mala palabra funciona en la comunidad lingüística como otra ofensa más. Ya lo decía Ludwig Wittgenstein: no me pregunten por el significado de las palabras; pregúnteme por su uso.  En tercer lugar, en el insulto, más que la palabra en sí, lo que de verdad agravia es esa intencionalidad particular, el deseo expreso de vituperar, el animus iniuriandi, pero ello se cumple no sólo en el designio de quien escarnece, sino también en la percepción de quien se siente ultrajado. En cuarto lugar, el insulto, que generalmente lo vemos como algo gravísimo, como una violencia verbal que daña a un tercero, es, sin embargo, un avance civilizado: puede ser motivo de agresiones físicas, puede provocar una colisión a trompadas, pero cuando sólo alcanza el estadio verbal es una sublimación de antagonismos o de agonismos guerreros. En ese caso, la violencia física a mamporros es sustituida por un enfrentamiento incruento que tiene algo de ordalía ritual, simbólica, en la que se descargan los malos humores.

Jorge Luis Borges recomendaba ciertas formas en el arte de injuriar. Si el vituperio es un avance frente a la pura violencia física, si es una sofisticación que nos aleja de la fuerza bruta, entonces puede haber una techné del insulto y un refinamiento de esa práctica. Techné y refinamiento permiten hablar de arte, del arte de injuriar y éste se logra, según explicaba Borges en su Historia de la eternidad, cuando nos valemos de una habilidad especial para denostar haciendo uso del humor, mostrando agudeza, atacando con una andanada ácida, irónica.

En el mundo político democrático, aquel en el que se ha impuesto la ofensa sin consecuencias, el ultraje no es tal: a lo sumo, esa mala palabra queda como agudeza de la que vengarse más adelante... Ahora bien, cuando Mariano Rajoy ofende a Rodríguez Zapatero diciendo que es tiempo de que para alcanzar la Presidencia del Gobierno se necesite ser algo más que español y mayor de edad, el agravio es otro. Habla con arrogancia intelectual, sin humor, sin refinamiento, renunciando a la sutileza, petardeando. En vez de exigir políticamente, parlamentariamente, Rajoy se abandona a la estridencia que tanto aplauso provoca entre sus seguidores más romos, se abandona sin preguntar lo fundamental,  aquello que Rodríguez Zapatero calló el día del debate parlamentario: ¿por qué hizo una declaración tan optimista del estado de las negociaciones si al día siguiente se dio el desmentido más brutal? ¿En qué se basaba?  Seguimos sin saberlo. Si la fantasía no le dejaba ver la realidad, el problema no era sólo del Presidente: era de sus informadores, de sus asesores áulicos, era del Estado. En ese caso, la responsabilidad es grave: pero tan grave como la de un político que se deja jalear por sus seguidores más obtusos  pavoneándose con estrépito  verbal, con mal humor. La encuesta de El Mundo, publicada el 17 de enero, lo revela. Mariano Rajoy sigue sin despertar entusiasmo. Qué le vamos a hacer.