Publicado en Archipiélago, núm 47 (2002),  Carpeta: “Pensar, narrar, enseñar la Historia”,

 

 

EL OJO DEL EXTRANJERO

 

                                   Carlo Ginzburg

    (Traducción de Justo Serna y Anaclet Pons)

 

 

            Mi oficio es el de historiador, pero nunca me he dedicado a la historia americana1. Por eso, al hablar de mi itinerario intelectual, corro el riesgo de desviarme de lo que se me ha pedido. Creo, sin embargo, que interpreto bien la invitación de que he sido objeto si abordo el tema de las relaciones entre la historiografía italiana y la historiografía americana desde un punto de vista muy limitado, el de mi experiencia personal.

            Mi primer viaje a los Estados Unidos fue exactamente hace veinte años, en septiembre de 1973. Había sido invitado a pasar tres meses en el Davis Center for Historical Studies de Princeton, entonces dirigido por Lawrence Stone. Tenía treinta y cuatro años. Recuerdo aquellos meses como un período de muchísima receptividad, estimulada por la novedad de las personas, de los paisajes y de las ideas con los que me tropezaba. El seminario del Davis Center era muy distinto de aquellos otros en los que había participado en Italia. Me sorprendieron allí sobre todo dos cosas: la heterogeneidad del grupo de participantes y el estilo que adoptaban las discusiones. Comenzaré por esta segunda sorpresa. Las críticas eran frecuentemente ásperas, a veces incluso violentas, pero siempre estaban dirigidas a los argumentos, a las ideas, nunca a las personas. Ni antes ni después he encontrado nada semejante, ni siquiera remotamente semejante, en los ambientes académicos italianos o franceses, en donde (aunque de manera distinta) la franqueza de la discusión está velada o sofocada por las ceremonias, por las relaciones jerárquicas, etcétera. Sólo con el tiempo he comprendido que aquella aspereza casi deportiva y el agonismo desinteresado de las discusiones que tenían lugar en el Davis Center eran características más británicas que americanas y que, sobre todo, estaban ligadas a la personalidad del que fue su fundador y primer director, Lawrence Stone. Aunque hubiera permanecido en Inglaterra, lo cierto es que Stone habría escrito igualmente sus libros (quizá de forma un tanto distinta), pero fue en los Estados Unidos y no en su país natal en donde él ha podido llevar a cabo su pasión de organizador intelectual.

            El otro elemento que me había sorprendido del Davis Center (la heterogeneidad del grupo de participantes en el seminario) era fruto también de una elección deliberada por parte de Lawrence Stone. Como se sabe, el modo de funcionamiento del Davis Center prevé un seminario bianual dedicado a un tema muy amplio --en mi año de estancia fue la "popular religion"-- sin limitación cronológica ni geográfica. Dada la diversa formación de los participantes, las discusiones tenían un cariz necesariamente comparado, que en principio acogí con estupor, casi con sospecha. Para poder explicar los motivos de esta reacción, deberé decir algo de cómo era yo hace veinte años, de las lecturas, de las orientaciones y de los prejuicios con que afrontaba aquella primera experiencia americana.

           

            En una ocasión, el gran filólogo romanista vienés Leo Spitzer, que pasó la última parte de su vida enseñando en los Estados Unidos, en donde se había afincado huyendo del nazismo, sustituyó polémicamente la expresión aristotélico-escolástica individuum est ineffabile  ("de lo que es individual no se puede hablar") por la de solum individuum est effabile ("sólo se puede hablar de lo que es individual"). Esta idea es semejante a otra que expresara mi maestro, Delio Cantimori, quien mostraba su obstinada desconfianza hacia la sociología y la propia historia comparada. En todo ello reconozco las raíces idealistas de mi inicial perplejidad frente a la elección del Davis Center de Princeton en relación con la historia comparada.

            Creo que pertenezco a la última generación que en Italia sintió a la necesidad de acercarse a los estudios humanísticos (era entonces cuando se empezaba a hablar de "ciencias humanas") leyendo a Croce. Lo que a los dieciocho años había leído con entusiasmo y, a la vez, con irritación era sobre todo al Croce filósofo: al estudioso de la estética y de la metodología de la historiografía. Y, junto a Croce, Gramsci: más en concreto Croce leído a través de Gramsci. Después, los principales representantes de aquella forma de crítica literaria conocida como "crítica estilística": Leo Spitzer, al que ya he citado, Erich Auberbach, Gianfranco Contini. Era ésta un constelación de autores cuya relación creía haber construido por mi parte a finales de los años cincuenta. Sin embargo, como ya entonces advertí, la proponía a la vez un grupo de intelectuales reunidos en torno a la revista boloñesa Officina. Uno de ellos, Pier Paolo Passolini, sería después muy conocido en los Estados Unidos, sobre todo gracias a sus películas.

            Uno cree deberse exclusivamente a sí mismo y después descubre, con la distancia que le dan los años, que las elecciones que se hicimos estaban dictadas por la pertenencia a un ambiente social, a una comunidad lingüística, a una generación. Digo "dictadas", no que sean inevitables: siempre hay un margen para la elección o para el azar, o incluso para ambos a la vez. Entre las cosas que me apasionaban cuando ingresé en la universidad --la literatura, la pintura, el cine-- no se encontraba la historia. Los libros de historia que había leído me aburrían. Pero entonces se me ocurrió acudir a un seminario en el que Delio Cantimori leía y comentaba a lo largo de una semana las primeras quince lineas de las Consideraciones sobre la historia universal de Jakob Burckhardt. Allí descubrí a Arsenio Frugoni, que me reveló la existencia de Marc Bloch y de los Annales. Fue entonces cuando decidí estudiar los procesos de brujería y fue Cantimori quien me sugirió que fuera a consultar los documentos inquisitoriales conservados en el Archivio di Stato de Módena. Sin entrar a desentrañarla ahora, he de decir que se trata de una trama de azares y de elecciones, de condicionamientos próximos y remotos, una trama que me enredó y me llevó rápidamente al oficio que después he hecho propio. En ese camino hubo dos direcciones importantes. Por un lado, mi descubrimiento de los Annales a finales de los años cincuenta, otro hecho previsible para mi generación. Por otro, mi estancia durante todo el año de 1968 en Warburg Institute de Londres. Ahora bien, a pesar de ello, cuando llegué a Princeton por primera vez en 1973 todavía estaba fuertemente marcado por las lecturas que había hecho antes de entrar en la universidad. A aquella primera pátina debo una formación predominantemente literaria, a la que hay que añadir mucha historia del arte, un poco de filosofía, un poco de antropología y nada de sociología: en el fondo, una formación muy italiana. Y, sin embargo, durante mucho tiempo me he sentido un tanto desplazado entre los historiadores italianos (una sensación que, por otra parte, no es desagradable del todo). Me parecía que me ocupaba de cuestiones que poquísimos colegas estaban dispuestos a tomarse en serio.

            Entre estos pocos estaba Delio Cantimori. Es un gran pecado que el viejo proyecto de traducir al inglés Eretici italiani del Cinquecento, la obra más importante de este gran historiador, no se haya materializado, al menos hasta hoy. Para hacerse una idea de la riqueza de los libros y de los ensayos de Cantimori, así como de la complejidad quizá casi insondable de su autor, deberíamos extendernos ampliamente. Ahora, por el contrario, me limitaré a exponer en pocas palabras mi deuda con él, una deuda que es enorme. Fue precisamente Cantimori quien me transmitió la pasión por la investigación erudita;  fue él quien me encaminó hacia el estudio de la heterodoxia religiosa del siglo XVI, y fue él, en fin, quien me enseñó a leer y a releer un texto buscando entender cada palabra, cada matiz.

            Cantimori se ocupaba de textos muy variados: tratados teológicos, opúsculos propagandísticos, escritos polémicos, etcétera. Casi siempre se trataba de textos cultos. Hasta mi primer libro --I benandanti--, aparecido en 1966, y traducido muchos años después al inglés con el título de The Night Battles, había intentado leer lentamente los procesos de la Inquisición: documentos que llamaríamos de "literatura involuntaria", puesto que implicaban, además de a frailes expertos en derecho canónico y teología,  a hombres y mujeres posiblemente analfabetos, a menudo de origen campesino. En el texto que presenté al Davis Center aplicaba también a un material anómalo los instrumentos de la  hermenéutica literaria: dos procesos contra un desconocido molinero friulano, un tal Domenico Sacandella llamado Menocchio, llevado a presencia de la Inquisición en el año de 1600 por sus ideas heréticas, como consecuencia de un intervención directa del Papa Clemente VIII. Este texto, escrito en francés (puesto que mi inglés era entonces muy inseguro), se titulaba Le fromage et les vers: primera redacción del libro que en italiano se llamó Il formaggio e i vermi y en inglés The Cheese and the Worms2.

            Me había tropezado con los procesos contra el molinero Menocchio mucho antes, en 1963, pero hasta que decidí transcribirlos pasaron siete años. El trabajo de la investigación erudita (identificar, por ejemplo, los libros leídos por Menocchio) se mezcló muy pronto con dilemas de índole literaria. Desde que empecé a aprender este oficio comprendí (en parte porque mi madre era escritora3) que escribir historia quería decir también contar historias. Pero fue precisamente el año anterior a mi estancia en Princeton cuando logré ser más consciente que nunca de las implicaciones cognoscitivas de la literatura. Fue gracias a las largas discusiones que mantuve con  dos escritores, Italo Calvino y Gianni Celati, sobre un proyecto común que luego no llegaría a buen puerto: una revista que debería haber reunido la literatura, la filosofía, la antropología y la historia. Aquellas discusiones se mezclaban en mi mente con la investigación que había comenzado sobre el molinero friulano Menocchio. ¿Hasta qué punto --me preguntaba-- habría cambiado mi investigación si hubiera decidido contarla de un modo distinto? Era ésta una cuestión que estaba provocada por mi reciente lectura de los Exercices de Style de Raymond Quenau4, en los que un acontecimiento absolutamente banal se cuenta de noventa y nueve modos distintos, con efectos totalmente hilarantes. (Desde un punto de vista historiográfico, las implicaciones del libro de Queneau no pasaron desapercibidas, algunos años después, a un estudioso como Richard Cobb, aunque sus preocupaciones fueran muy distintas de las mías). Durante cierto tiempo me entretuve con la idea de dividir mi libro en muchos capitulillos, cada uno escrito de forma diferente: variando los tiempos, los estilos, introduciendo incluso algunas parodias historiográficas. Lo intenté pero me pareció un juego insustancial, sobre todo un juego irrespetuoso para con mi personaje, el molinero Menocchio, y para con su trágica vicisitud. El material me imponía sus leyes. Sin embargo, me parece que el volumen que finalmente escribí conserva todas las huellas de aquella voluntad de experimentación narrativa.

            Dedicar todo un libro, aunque fuera breve, a un molinero del siglo XVI --que casi todos los historiadores que conocía habrían ignorado tranquilamente o como mucho habrían confinado a una nota a pie de página-- era una decisión que se la podría calificar de cualquier manera excepto de incuestionable. Pero la transgresión de las etiquetas historiográficas en sí misma o por sí misma no me interesaba. Mientras transcribía los procesos contra Menocchio me atormentaba una duda: no sabía si debía alegrarme por el hecho de haber tropezado con un caso (y con un individuo) tan extraordinario, o, por el contrario, si debía lamentarlo. Una pregunta de este género, bastante absurda para un novelista, era inevitable para un historiador. Solum individuum est effabile, "sólo se puede hablar de lo que es individual", había dicho Leo Spitzer aludiendo a la individualidad concreta de la obra de arte. ¿Era lícito extender --me preguntaba-- la expresión de Spitzer a un individuo en sentido biológico, por ejemplo al molinero Menocchio? Y si éste era el caso, ¿la extrema singularidad del individuo en cuestión lo hacía más o menos relevante? La cosmogonía de Menocchio se basaba en la comparación entre el mundo y un queso putrefacto, lleno de gusanos "que eran los ángeles", ¿pero debíamos despacharla como si fuera una extravagancia irrelevante, sólo porque lo era desde un punto de vista estadístico? 

            Fue con esta clase de preocupaciones con las que me presenté al seminario de Davis Center. Mi investigación sobre el molinero Menocchio surgía del ámbito cultural que he intentado describir: Gramsci (la historia de las clases subalternas); Cantimori (la historia de la heterodoxia religiosa en el siglo XVI); Spitzer, Auerbach, Contini (la hermenéutica aplicada a textos no literarios); y después citando sin orden de prelación Marc Bloch, Lucien Febvre, Walter Benjamin, Raymond Quenau, etcétera, etcétera. Excepto Bloch y Febvre, los otros eran nombres absolutamente extraños a la atmósfera intelectual que se respiraba en el seminario del Davis Center. De todos modos, mi investigación también podía ser catalogada, como la de los otros participantes, bajo la rúbrica de "historia social" (y cultural). ¿Pero con qué escala la había realizado?, ¿con qué instrumentos? La idea de someter el texto de un proceso inquisitorial contra un molinero a una hermenéutica de este tipo --que llega a dedicar dos páginas al análisis de un silencio del imputado, debidamente registrado por el escribano del Santo Oficio-- les debió de parecer bastante extravagante a muchos de los participantes, casi tanto como las ideas de Menocchio.

            La discusión sobre mi texto fue muy viva: era éste un testimonio de la libertad de investigación y de la apertura intelectual con que Lawrence Stone  había caracterizado el seminario del Davis Center. Como era previsible, se habló sobre todo de la cuestión de la relevancia: ¿por qué y de qué modo estudiar un caso como el de Menochio? Recuerdo vivamente que la forma en que repliqué a las objeciones que se me habían hecho me dejó descontento. La larga introducción que precede a Il formaggio e i vermi fue un intento, algunos años después, de dar una respuesta más adecuada a mí mismo y a mis interlocutores. Un ensayo de François Furet, aparecido en Annales, en el que sostenía que las clases subalternas de la sociedad de la Europa preindustrial sólo podían ser estudiadas desde una perspectiva cuantitativa, me aclaró la distinción entre relevancia estadística y relevancia histórica. Me planteé la hipótesis de que también un caso no generalizable, un caso anómalo y marginal (y quizá precisamente por serlo), podía ser considerado revelador: una idea sobre la que intenté profundizar en un ensayo posterior, Spie, traducido al inglés con el título de Clues. Finalmente me vi obligado a tener en cuenta el análisis comparativo: éste es uno de los temas sobre los que construí Storia notturna (en inglés Ecstasies), libro sobre el aquelarre de las brujas en el que trabajé durante más de quince años5.         

Sobre todo intenté reflexionar sobre la idea misma de "relevancia". No me parece que se haya advertido suficientemente la diferencia que hay entre un estudio histórico que aborda un tema cuya importancia precede al investigador (es decir, la Revolución francesa) y otro en el que deba ser demostrada, por así decir, sobre el terreno, sobre la base de los resultados alcanzados. En este segundo caso (del que la investigación sobre Menocchio sería un ejemplo), las técnicas de presentación, de argumentación y de autolegitimación son completamente distintas.

Las modas intelectuales cambian deprisa, los cánones historiográficos no tanto, pero también cambian. Hoy en día, un libro sobre un molinero del siglo XVI no habría precisado tantas justificaciones. Tampoco quiero exagerar la novedad de Il formaggio e i vermi. El libro encontró pronto su público y encontró también, como era de esperar, sus críticos. Citaré sólo uno, un historiador de gran valía, tempranamente desaparecido: Rosario Romeo. En un artículo sobre la llamada "historia desde abajo", aparecido el doce de octubre de 1978 en Il Giornale, Romeo escribía lo siguiente: "ciertamente, podemos encontrar a varios Carlo Ginzburg, producto de un pastiche populista-erudito que poco tiene que ver con la cultura". Las ideas políticas e historiográficas de Romeo no eran las mías. Su expresa repulsa de mi libro me alegró muchísimo, porque, entre otras cosas, jamás me impuse como objetivo contentar a todos. En cuanto al populismo y a la erudición, he de decir que no los considero en absoluto como tales insultos, y además los acepto ambos.

 

Ya he hablado de mi estancia en los Estados Unidos en 1973. Ahora, por el contrario, intentaré imaginarme como si fuera Rip van Winkle, el personaje Washington Irving6. Encanecido y desmemoriado, me veo paseando por el campus de UCLA. Han pasado veinte años, todo ha cambiado a mi alrededor, incluso el panorama historiográfico. Entre los numerosos muros que han caído desde entonces está aquel que --como pude constatar en Princeton en 1973-- separaba en los Estados Unidos la literatura de las ciencias sociales. Ahora tengo la impresión de que hemos pasado de un extremo al otro. Antropólogos, historiadores, filósofos (aunque con importantes excepciones) se han obsesionado con la dimensión textual de su investigación hasta el punto de rechazar la posibilidad de establecer alguna relación entre texto y realidad extratextual, como si postularla fuera pecar de ingenuidad culpable. La palabra mágica "narración", narrative, lo abarca todo: es ésta una noche en que todos los gastos son pardos, en que toda distinción entre ficción y realidad, fiction and reality, deviene indemostrable. Todo se ha convertido en self-referential. Los antropólogos se miran en el espejo, los filósofos escriben una historia de la historiografía sin historia, e incluso entre los historiadores la inmunda palabra "realidad" sólo puede ser pronunciada tras haber sido desinfectada, tras haberla puesto entre comillas.

Recuerdo haber profetizado que la moda del posmodernismo se habría agotado en un par de años. Me equivoqué clamorosamente. Desde entonces ha pasado más de una década. Y, sin embargo, a pesar de los signos de insatisfacción que se manifiestan por doquier, la situación no cambia, más bien empeora: la joven generación piensa que ha de convertirse al nuevo credo para no quedar excluida del mercado intelectual. Desde el punto de vista de la calidad del producto, los resultados son francamente desastrosos. ¿Cómo hemos llegado a este punto? Los motivos son quizá muchos, pero entre ellos probablemente ha tenido un gran peso la presencia de una tradición positivista seria, profundamente enraizada en la sociedad americana. Como el profesor Unrath de El ángel azul, la famosa película de Joseph von Sternberg, basada sobre una novela de Heinrich Mann, muchos positivistas han querido sentir el escalofrío transgresor de Lola-Lola. En cambio, en  Italia, el canto de las sirenas del posmodernismo no ha tenido hasta ahora mucho éxito. Creo que la razón es bien simple: el frágil positivismo italiano fue abatido desde principios de este siglo por la despiadada batalla intelectual que emprendieron Benedetto Croce y Giovanni Gentile. Parafraseando una expresión de Bertold Brecht referida a Walter Benjamin, podríamos decir que las cosas malas y viejas  nos han protegido en Italia de las cosas malas y nuevas7.

Y, sin embargo, como decía Brecht, es necesario empezar precisamente desde las cosas malas y nuevas. Por esta razón, aunque coincido plenamente con el sentido de la alarma que hizo sonar Lawrence Stone en Past and Present8 hace unos años, creo que deberíamos intentar identificar las preguntas a las que los seguidores del posmodernismo han dado respuestas tan insatisfactorias, por no decir fútiles. A su desafío escéptico no creo que se pueda contestar proponiendo de nuevo tales o cuales viejas certezas de los positivistas. Es necesario interrogarse otra vez sobre la relación que hay entre los documentos y la realidad a la que se refieren. El desafío posmoderno se puede comparar (dejando aparte el nivel de los protagonistas) con aquel que lanzara el pirronismo histórico entre los siglos XVII y XVIII, y que Arnaldo Momigliano reconstruyó en un artículo memorable. También en esta ocasión una respuesta adecuada a la ofensiva de los escépticos podría transformar en profundidad, reforzándolo, el oficio de historiador.     

Comencé a trabajar sobre este tema hace una década. Es un desafío que procede del ambiente intelectual americano: incluso tratándose de un desafío distinto, por no decir opuesto, a aquel con el que me tropecé hace veinte años.

Si alguien me preguntara qué es lo más importante que he aprendido  en mis estancias --ahora ya más largas y estables-- en los Estados Unidos, le respondería: he aprendido a discutir una serie de jerarquías de relevancia que estaba habituado a to take for granted, es decir, a dar por descontadas. El hecho de haber enseñado en los últimos cinco años a estudiantes como los de la UCLA, cultural y étnicamente heterogéneos entre sí y con una formación muy lejana a la mía, me ha obligado a mirar de una manera distinta los temas de investigación que me eran más familiares9 Entendámonos: no tengo ninguna duda sobre la relevancia del humanismo italiano del siglo XV para un estudiante de Taiwan trasplantado a Los Ángeles. Pero pienso que esa relevancia no puede ser taken for granted. Por eso, me gustaría poder mirar siempre los objetos que me son familiares (incluidos los objetos de investigación) con un ojo que los desfamiliarizara: el del antropólogo o simplemente el del extranjero. 



1  Publicado originariamente en la revista italiana Passato e presente, núm. 33 (1994), vol. 12, pp. 97-103 y dentro de una "carpeta" dedicada a los "Itinerarios de historiadores entre Europa y América" en donde varios de ellos eran convocados a pronunciarse sobre el particular. La publicación en castellano se hace con la autorización expresa de Carlo Ginzburg. La traducción es de Anaclet Pons y Justo Serna. Las notas que siguen --que completan, aclaran o añaden información al texto-- son de los traductores. Las tareas de traducción y edición forman parte del proyecto GV 99-130-1-09, del que ambos participan.

 

2  La versión castellana de este volumen apareció inicialmente en 1981: El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI. Barcelona, Muchnik. Veáse sobre este particular Justo Serna y Anaclet Pons, Cómo se escribe la microhistoria. Ensayo sobre Carlo Ginzburg. Madrid, Cátedra-Universitat de València, 2000. Remitimos al lector a este último texto para cualquier ampliación sobre el itinerario y los motivos intelectuales de Carlo Ginzburg. Las notas que siguen, pues, son escuetas y sólo documentan datos imprescindibles.

 

3  Como se sabe, Carlo Ginzburg es hijo de Leone y Natalia Ginzburg (antes Levi). Esta última es la célebre novelista y autora, entre otros, de Léxico familiar.

 

4  Hay traducción castellana de esta célebre obra, con el título de Ejercicios de estilo. Madrid, Cátedra, 1991.

 

5  Los dos textos a los que se refiere Ginzburg son "Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales", en Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia. Barcelona, Gedisa, 1989, pp. 138-175. E Historia nocturna. Barcelona, Muchnik, 1991.

 

6  Esta obra cuenta en castellano con varias ediciones. Por ejemplo: Rip van Winkle. Palma de Mallorca, Olañeta, 1987. Como se sabe, relata la historia de un individuo que se durmió una tarde en las montañas de Catskill y  que despertó veinte años después en un mundo que había cambiado, en un mundo en donde ya nada era familiar, en un mundo en donde todo le resultaba extraño, poco conocido.

 

7  Esta misma idea le había servido  a Ginzburg para dar título a uno de sus textos, en este caso para responder a las críticas que le había dirigido Perry Anderson en una larga reseña después recopilada en un libro. Véanse: Carlo Ginzburg, "Buone vecchie cose o cattive cose nuove", MicroMega, núm. 3 (1991), pp. 225-229; y Perry Anderson, Campos de batalla. Barcelona, Anagrama, 1998.

 

8  Se refiere a la crítica que lanzara Lawrence Stone en "History and Post-Modernism",  Past and Present, núm. 131 (1991), pp. 217-218, y que originó una polémica en las páginas de esta revista durante varios números.

 

9  Estas palabras e idénticos motivos son los que le sirven a Carlo Ginzburg para empezar Ojazos de madera. Nueve reflexiones sobre la distancia. Barcelona, Península, 2000.