Justo Serna
Publicado en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, núm. 5-6 (2001), págs. 145-151
“...pues en realidad la vejez de
un hombre comienza el día de la muerte de su madre”.
José Lezama Lima, Paradiso
“¿Se comprenderá alguna vez el drama
de un hombre que en ningún momento de su vida ha podido olvidar el Paraíso?”
E. M. Cioran, Cuadernos, 1957-1972
1. Emil Cioran fue un apátrida de origen rumano que se instaló en París en 1940, un apátrida que renunció a su naturaleza y que no buscó reemplazarla con una nueva nacionalidad, un escritor que abandonó su lengua materna por la francesa. Fue un estilista si por tal se entiende la expresión pasional, el retorcimiento elegante y el solecismo intencional que adrede inflige a un idioma prestado. Fue un prosista que predicó el tedio de vivir –como si de un volcán apagado se tratara, en imagen muy querida para sí mismo--; alguien que manifestó el dolor de haber nacido, la derrota irreparable que significa abandonar lo potencial, el error que entraña el alumbramiento, el vacío existencial, la nostalgia insaciable del Paraíso. No fue un existencialista con ansiedad esteticista a la manera de los que frecuentaron el París de posguerra; no predicó la náusea ni tampoco se abandonó a un lenguaje torrencial, nietzscheano u oscuro, al modo heideggeriano. Practicó un sedentarismo paradójico, viviendo en pensiones u hoteles durante mucho tiempo, celebró el goce de las pequeñas cosas de la vida sin revestirlas de trascendencia grave o esencial. No se tomó a sí mismo con excesivo énfasis y se contempló con ironía, con la ternura del que se reconoce sólo y desvalido.
En alguna de las entrevistas recogidas en sus Conversaciones, recomendaba, por
ejemplo, la visita frecuente al cementerio para atemperar los dolores humanos,
para aliviar el daño que lo ordinario nos inflige y, más aún –añadiría yo
parafraseándolo--, para rebajar la soberbia, para sacarse de encima la
arrogancia jactanciosa del éxito. A lo que cuentan, fue o quiso ser a un tiempo
estoico y místico, lleno de orgullo, tortuoso e inevitablemente vitalista, sólo porque sabía de la
posibilidad cierta del suicidio. Tuvo una juventud en la que hizo de la pasión
nietzscheana un peligro, una explosión esteticista, la altanería delirante, y
tuvo una vida adulta descreída, una madurez en la que se fue inclinando cada
vez más hacia el budismo, hacia la temperancia sabia que se distancia del yo
arrogante, enfático, ese maldito yo. Cuando se cierne sobre nosotros la amenaza
de la omnipotencia y de la muerte o cuando el dolor se nos vuelve irrestañable,
cuando el narcisismo nos desequilibra o cuando el pesimismo nos ciega, en una
palabra cuando los deseos regresivos de la infancia reaparecen para dañarnos,
podemos volver a Cioran.
En efecto, podríamos regresar a la obra de alguien
que nos obliga a reparar en nosotros mismos como transeúntes desposeídos, que
nos obliga a reconocer que no somos de aquí, que vivimos en un perpetuo exilio;
que nos obliga a recordar el Paraíso del que salimos, un Paraíso que
abandonamos con el pesar inconsolable del primer desterrado para caer en el
tiempo. Esa idea y esa vivencia, de
evidentes resonancias hebraicas, las expresa Cioran con dolor y sin reparación.
Si la Providencia y su regreso son la esperanza que los creyentes se dan para
remediar la pérdida del Paraíso, Cioran acepta un mismo punto de partida, pero
frente a ellos advierte que esa herida no se puede restañar y, como Freud, se
toma en serio el lenguaje bíblico y el lenguaje de los poetas para nombrarla.
Aunque no se dan coincidencias temporales ni afinidades culturales en el Freud
sistemático y en el Cioran fragmentario, hay en ellos, sin embargo, un
compendio de nuestros males civilizatorios y dos modos peculiares de afrontar
la pérdida del Paraíso. En efecto, las palabras de uno y otro no son un añagaza
para el consuelo humano, ni un antídoto; son, por el contrario, la verdad
dolorida y que no tiene alivio definitivo. La tragedia del ser humano, de mi yo
como ser humano, es saber que no hay Paraíso, que ya no puede haberlo y que los
intentos de hacerlo posible son delirios regresivos, individuales o colectivos
de dolorosísimas consecuencias. Inspirándose en voces e imágenes que evocan la
cultura hebraica, estos héroes de nuestro tiempo se tomaron en serio el dolor
de vivir, sin falsas esperanzas, sin trascendencia, sin una Providencia que nos
justifique.
Los relatos religiosos, en especial los de la
tradición judeocristiana, describen el principio de los tiempos a partir de dos
mitos. Veamos la interpretación que nos resumen Elina Wechsler y Daniel
Schoffer desde el psicoanálisis cultural, desde el legado freudiano y que tan
estrechamente evoca la vivencia expresada por Cioran. Según anotan estos
autores, esos relatos bíblicos recrean, por un lado, la fantasía originaria de la
unidad indiferenciada entre el hombre y la naturaleza (Dios) y, por otro,
aluden a un coincidencia primitiva, prebabélica, de las palabras y las cosas
(un solo significante como espejo del significado). La tierra prometida de los
hebreos, por ejemplo, puede tomarse como la restitución del objeto perdido, del
objeto más preciado, de esa unidad indiferenciada que la caída en el tiempo ha
fracturado, esa unidad indiferenciada que no es otra cosa que el reencuentro
deseado y fantasioso con el cuerpo materno prohibido. El ser aspira a volver a un origen en el que ese mismo ser se
ignoraba y sólo era potencial. Por tanto, de cumplirse esa fantasía de retorno,
el individuo regresaría al no ser perdiendo aquello que lo hace diferente, su
subjetividad. Como tal horizonte, la plenitud del paraíso es la pérdida del sí
mismo. Por el contrario, la subjetividad de cada uno se logra abandonando el
principio, la identidad originaria con la madre, la fusión originaria con la
naturaleza. La abandonamos para sobrevivir, para ingresar en la sociedad y en
la cultura, pero ese ser humano que tiene prohibido el retorno incestuoso al
útero, se conmueve aunque no lo sepa, aunque lo ignore, en la nostalgia de esa
fusión paradisíaca.
De eso, justamente, eran conscientes Freud y Cioran,
unos hombres que en ningún momento de su vida habían podido olvidar lo que suponía la fantasía
originaria del Paraíso y que, a la vez, lo sabían irrestituible, es decir, se
sabían arrojados y solos, como aquellos que se toman en serio y dolorosamente la
finitud del individuo irrepetible y limitado que se es por el simple acto de
nacer; como aquellos que se quieren más allá de las fantasías inevitables,
consoladoras y criminales de la omnipotencia y de la utopía. Freud emprendió la
tarea de creación del psicoanálisis para dar alivio a esa pérdida, para dar
salida a los terrores y deseos, a las pulsiones que dejaban huella dentro de
sí, para lograr una vida aceptable, adulta, madura con la que afrontar mejor
las pequeñas miserias ordinarias y la oscuridad que nos habita; Cioran, por su
parte, no tuvo ni siquiera el consuelo de las psicoterapias, porque para él
toda forma de remedio era un remiendo, una reconciliación ineficaz a la que él
mismo no aspiraba ni se resignaba. Sin embargo, la nostalgia del Paraíso no le
impidió combinar estoicismo y misticismo y darse alegrías cotidianas, no le
impidió vivir bien, sin razones y sin esperanza.
2. De algunas de esas cosas, de los daños que nos
ocasiona la caída en el tiempo, de los males que nos inflige separarnos de la
madre nutricia, de las fantasías reparadoras que la sustituyen, del papel
censor, edificante y cultural del padre, se nos habla en un libro reciente, en Psicoanálisis y cultura. Estados de ánimo
contemporáneos. Es su autora Rosalind Minsky, del Department of
Arts and Letters, de la Anglia Polytechnic University. El título y su materia son ortodoxamente
freudianos, porque desarrollan literalmente una de las posibles vertientes que
están en el psicoanálisis original. En efecto, como nos recordaba Graziella
Magherini en Chi ucciderà la Psicoanalisi,
desde su creación, el freudismo “prosigue su camino con un ojo dirigido a la
cultura, al conocimiento del estado de ánimo humano, y con el otro dirigido hacia
la terapia, penetrando en el dominio de lo privado y de lo social”.
Es decir, el psicoanálisis fue concebido en
principio como una terapéutica del alma humana, como un alivio de sus dolores
ordinarios, como un lenitivo de sus malestares, las neurosis; y, a la vez, fue
pensado como una antropología general, como una inspección de la estructura
psíquica, de la tópica que la
compone, de las instancias que le dan forma, que la rigen. Si ha sido
influyente, si ha atravesado el siglo, y parece resistir bien los embates del
biologismo y de los psicofármacos, es gracias a que combina en dosis
equilibradas tratamiento y especulación, terapia y comprensión humana, ciencia
y narración. Esto es, el psicoanálisis invoca el estatuto científico, el avance
cognoscitivo sometido a prueba y error; y, a la vez, Freud supo expresar sus
hallazgos con una prosa que cautiva, con un repertorio eficaz de metáforas, con
relatos clínicos de fuerza literaria. Tanto es así que para muchos, como el
primer Wittgenstein, los predicados freudianos hablan de lo que no puede
hablarse y se basarían –para mayor grandeza-- en la convicción que repara, en
la seducción que persuade, en el efecto estético que provoca. Tanto es así, en
fin, que para Popper psicoanálisis y ciencia resultan antitéticos, siendo el
primero resultado de la fe, expresado con enunciados difícilmente falsables
aunque revestidos con el oropel de lo documentado y probado. Justamente por
eso, se han volcado sobre el freudismo cargos de todo tipo, peros más o menos
razonables, achaques que no parecen haber mermado, sin embargo, su influencia y
su difusión. Los cargos se han dirigido o bien al fundamento de la terapéutica
psicoanalítica o bien a los cimientos de su antropología general.
El libro de Rosalind Minsky se desentiende
inmediatamente de esos reparos atribuyéndolos a la hostilidad regular y mal
informada de sus adversarios. Es una primera avería del volumen. En efecto, la
autora no se detiene en discutir esos peros o cargos, achaques que, para su
críticos y debeladores, no son defectos de funcionamiento, sino de cimiento, la
base dudosa sobre la que se erigirían Freud y sus seguidores. Con ello, Minsky
se dirige a un lector que acepta el presupuesto del que arranca el
psicoanálisis y, por tanto, la autora ignora completamente el conductismo, el
cognitivismo u otras corrientes que se oponen a lo dicho y hecho por los
freudianos. Con ello, en fin, Minsky no
hace el esfuerzo de inteligibilidad a que nos obligan nuestros adversarios.
Decía Cioran, precisamente, que hay que cuidar a los enemigos porque, al
vigilarnos, impiden que nos abandonemos. “Al señalar, al divulgar el menor de
nuestros desfallecimientos”, el adversario “nos conduce en línea recta hacia
nuestra salvación, pone en juego todo para que no seamos indignos de la idea
que se ha hecho de nosotros”. Freud fue muy consciente de quiénes eran sus
enemigos y de manera implícita o explícita los tuvo siempre en cuenta para
poder argumentar mejor, para poder explicarse mejor, para poder estar a la
altura de esos peros. Cuando un hallazgo que provoca resistencias y oposiciones
se ha difundido suficientemente y ha logrado su público, sus defensores corren
el riesgo –permítasenos la voz-- del autismo expresivo, el riesgo de un
solipsismo autosuficiente que en nada favorece la causa. Pues bien, esto es en parte lo que le sucede
a Minsky: olvida a sus críticos, ignora a sus adversarios y, justamente por
eso, no se emplea con la suficiente agudeza en la defensa de sus tesis.
Psicoanálisis y cultura se publicó
originariamente en la Rutgers University Press en 1998, en un catálogo en el que
compartió vecindad con otros volúmenes
de psicología y psiquiatría, y aparece ahora en castellano en Frónesis –que coeditan Cátedra y la Universidad
de Valencia--, en una colección, pues, de ensayo cultural, algo bien distinto
del original inglés. En efecto, su inserción en la Rutgers University Press en
una sección de esa índole no parece justificar paratextos explicativos, pues su destinatario natural es un lector
de tratados y manuales, un lector ya predispuesto, avezado en la disciplina, un
lector convencido, alguien que sabe los rudimentos de la materia o que, al
menos, tiene una inclinación profesional o intelectual hacia la misma. Sin
embargo, en una colección como Frónesis –no dedicada a las psicoterapias ni a
los manuales de autoayuda--, un libro de estas características se entiende, se
justifica lógicamente pero, a la vez,
tiene un acomodo difícil. ¿Por qué razón?
Frónesis es un concepto griego cuya actualidad
restaura y nos devuelve Heidegger y al que después Gadamer habría de regresar.
En el seminario que impartiera en 1923 sobre la Ética a Nicómaco, Heidegger
identifica la phrónesis, la virtud
práctica aristotélica, con la conciencia moral que nos invita a volver a
nosotros mismos. No es la antigua prudentia
que, como virtud, la Iglesia ha incorporado, sino la decisión de aquel cuyo ser
siempre se pone en juego, la razón práctica que ilumina parcialmente a un ser
que se halla en la oscuridad. Es decir, en una colección que lleva ese rótulo,
los volúmenes que se incluyen deben responder a esa doble aspiración. Son
fugaces iluminaciones, destellos siempre breves, que sirven para fines
prácticos, la luz intermitente que nos aclara en parte, que nos aclara prudente
y reflexivamente. El libro que mejor
podría encarnar esa Frónesis restaurada
es hoy un ensayo. Frente al lector
del tratado –que es un lector cautivo, en el sentido que le diera Fernando
Savater a esta expresión--, que recibe no una iluminación intermitente sino un
chorro de luz, los destinatarios del ensayo propiamente dicho participan de esa
tentativa y buscan al yo expresivo que hace propia y ejecuta su virtud
práctica.
Eso mismo indicaban quienes son los mayores autores
(Lukács, Musil o Adorno) que han abordado la cuestión. Los tratados o manuales
se caracterizan por la voluntad de ser exhaustivos y por estar aquejados de
caducidad, es decir, sus autores aspiran a darnos un mapa minucioso de las
cuestiones tratadas en una disciplina y lo hacen advirtiendo de su condición
temporal, sometidos como están al avance y al progreso de la ciencia, a los
saberes que se multiplican y que invalidan los hallazgos anteriores. En cambio,
quien hace ensayo expresa su yo y lo hace de manera tentativa, sabiendo que
arriesga, que explora, que indaga, que se aventura y que, además, no cuenta con
todos los medios a su alcance, que marcha, en fin, con pocos medios en un
terreno incierto y que el lector sólo se lo consentirá si en ese esfuerzo deja
huella de sí, expresión de sí mismo.
El libro de Minsky está entre el tratado o el manual
y el ensayo, y de ahí viene su segunda gran avería. ¿Por qué razón? Porque la
autora da por sabidas muchas cosas, da por aceptadas otras, da por justificadas otras más y, a la vez,
se extiende en pormenores de manual. Es decir, se dirige a un lector que es
conocedor de otros textos que abrevian el saber de la disciplina (el
psicoanálisis) y nos ahorra indebidamente el contexto histórico de sus
pensadores y precursores, como si de un tratado sistemático se tratara. Por
otro lado, toma a ese mismo lector como un ignorante de los autores en los que
se basa y los detalla hasta el exceso. Se dirige, pues, a un destinatario de
manuales. En efecto, en este caso, el lector tiene la impresión de estar ante
un libro de texto de uso académico, ante una introducción escolar a las
tradiciones mayores de la teoría psicoanalítica. Finalmente, la autora le
promete a su destinatario un volumen centrado en la reflexión tentativa sobre
el fenómeno cultural, es decir, lo que empezó siendo un tratado o un manual
acaba teniendo un objetivo más próximo al ensayo, una obra que no requeriría la
ordenada exégesis de esta o de aquella teoría psicoanalítica.
En efecto, más de un tercio del volumen se dedica a
resumir y compendiar los avances de los tres dominios más influyentes del
psicoanálisis (los que proceden de Freud, de Melanie Klein y de Jacques Lacan).
Y en las siguientes partes, cuando el libro parece adoptar el formato del
ensayo para averiguar cuáles sean nuestros estados de ánimo culturales --la
cultura y sus manifestaciones--, la obra sigue sin darse mayor libertad
expresiva, sigue guardando un excesivo respeto a las tradiciones que evoca
constantemente y se impide empresas de mayor fuste especulativo. En efecto,
Minsky vuelve una y otra vez a explicar de manera ordenada –como si de un
manual se tratara-- lo que cada unos de esos u otros autores dicen sobre el
género, sobre las mujeres, sobre los varones, sobre la violencia, sobre el
consumismo.
Y no es que lo que nos dice no sea atinado,
interesante o incluso muy interesante y juicioso; no es que el destinatario no
pueda llegar a compartir sus tesis, sino que el respeto doctrinal o la
fidelidad filológicas de la autora son obstáculos que debe salvar el lector de
ensayos para llegar a esas partes intermitentes en las que la luz de la pronesis nos da indicios y saber para el
ejercicio de razón práctica. Y, en el caso que nos ocupa, ese reparo es más
grave justamente porque la tesis repetida del libro es la utilidad de una
visión ecléctica del psicoanálisis
para enfrentar el estudio de los problemas modernos. Mientras que en la
práctica terapéutica es muy común o al menos hay un creciente ecumenismo
psicoanalítico, un eclecticismo difícilmente logrado entre esas corrientes, en
el dominio universitario anglosajón se suelen aceptar las barreras doctrinales
que separan a Freud, a Klein o a Lacan. Más aún, nos dice Minsky, es este
último su máximo gurú, autor como es de una teoría “fragante” y seductora que permite la irreflexión del
académico sobre sí mismo, sobre su cuerpo, sobre su experiencia, sobre su mundo
interno. Pues bien, Minsky nada nos dice sobre sí misma, es decir, calla sobre
lo que les reprocha a sus colegas, se muestra excesivamente respetuosa con las
barreras doctrinales que distancian a esas teorías, nos presenta con pormenor
de manual sus distingos y sus fundamentos, ahondando, pues, su lejanía, y no se concede una mayor libertad analítica
y expositiva para emprender su radiografía o su aproximación sin la tutela o la
fidelidad erudita. ¿Y cuál es esa radiografía o aproximación que Minsky nos da?
El lector me permitirá hacer esa reconstrucción sin estar atado, con el menor
número de deudas de manual; me permitirá una reconstrucción breve, incluso muy
breve, aunque más libre, sin atender a la exégesis filológica de Freud, de
Klein y de Lacan. Espero, sin embargo,
ser fiel a las ideas juiciosas de Minsky y de los téoricos del
psicoanálisis que ella cita, una reconstrucción, en fin, en la que el objeto se
impondrá sobre los modos de tratamiento, sobre los autores que nos
permiten su análisis.
3. El ser humano crece, madura y envejece en un
estado de carencia originario y, muy frecuentemente, lo sabe, lo intuye, lo
percibe y lo data en este o en aquel tiempo; un estado por el que se duele, se
duele de esa consciencia que agrava el pesar y el vivir, como supo expresarlo
Cioran, por ejemplo. Ese estado de carencia es justamente la pérdida del
Paraíso, ese momento triste que se corresponde con la pérdida del objeto de
deseo, ese momento triste en que el mundo exterior y el interior dejan de
coincidir, apostilla Minsky; ese momento triste en que deja de haber la unidad
indiferenciada entre el hombre y la naturaleza, como nos indicaran los relatos
bíblicos evocados por Freud o parafraseados por Cioran; ese momento triste,
añadiría yo mismo, en que José Cemí confirma el cese de la felicidad primitiva
que fue su infancia, la infancia de Paradiso,
un paraíso en estado fusional del que ahora debe distanciarse, obligado
como está por la separación y la muerte, obligado a rehacerse con el auxilio de
Oppiano Licario y Ricardo Fronesis.
Hablamos de la caída en el tiempo, cuando nos
alumbran, cuando emprendemos la socialización, cuando nos destetan, cuando nos
arrancan de la madre o la madre misma nos abandona. Crecer es madurar, cierto,
pero es también aceptar la frustración dolorosa que nos revela falsedad de
nuestra omnipotencia o que nos descubre el cese de aquella fusión originaria.
Crecer es adoptar una identidad, pero, lejos de ser firme, estable y coherente,
esa identidad es precaria, sometida a “constructos” culturales que no son
nuestros, que no nos pertenecen, que están en el padre como representante de la
sociedad y de la vida en sociedad. La función que cumpliría la figura paterna,
depositaria de la cultura, de la restricción y del límite, es edificante y
censora, pues es quien nos impide mantener esa fusión originaria, quien nos
arranca del Paraíso.
La vida moderna, lejos de afirmar la identidad fija
del padre o de la madre, o en vez de asentar la solidez de los géneros
culturalmente instituidos, desestabiliza cada vez más esas barreras y con esa
desestabilización hay que aprender a crecer: ni el padre representa ya sólo la
razón, el poder y la fuerza, ni la madre es la única depositaria de la ternura,
de la intimidad y del amor. Más aún, seguramente, añade Minsky, lo mejor que
podría ocurrirnos es aceptar la incorporación de los valores tradicionalmente
femeninos entre los varones de fin de siglo, esos valores que son reminiscencia
del Paraíso y que están asociados a la capacidad reproductiva, a la
creatividad, a la sensatez de quien debe proteger a sus retoños, esos valores
que en terminología psicoanalítica han
provocado siempre entre los hombres una no reconocida “envidia de útero”. Igual
que la figura del padre, que debería reforzarse en la sociedad contemporánea,
justamente en una fase histórica en la que la autoridad patriarcal indiscutida
está en bendito retroceso y justamente
en un momento en que las adolescencias se prolongan, los progenitores viven
atareados abdicando de sus funciones y nuestros jóvenes se abandonan a la
irresponsabilidad sin culpa.
Es preciso que los varones incorporen valores de ternura
y de creatividad reproductiva sin mostrar envidia de útero, sin mostrar ojeriza
contra las mujeres, sin rebajarlas, sin
hacer uso de los estereotipos de género en los que les han educado. Es preciso
que esas mismas mujeres asuman el protagonismo y la centralidad social y
pública que les corresponde y para las que están dotadas sin por ello copiar
vicios ancestrales, masculinos. Si es preciso, en fin, que las madres y los
padres ejerzan como tales para transmitir ejemplos y refuerzos simbólicos, no menos
urgente es acometer el fin de la adolescencia perpetua, esa ficción que ahora
nos aqueja, una ficción que es un mal de las sociedades occidentales,
permisivas y desarrolladas, una adolescencia perpetua que es prolongación y
fantasía de aquella infancia irrestituible.
De lo contrario, aquello que
acaece son estados patológicos de graves efectos colectivos y que en nuestra
cultura parecen multiplicarse. Por un lado, a la tradicional violencia
masculina, al pillaje que los varones han infligido a naturaleza o a las
mujeres, tomándolas como tierra conquistada, se añade ahora la práctica
narcisista, averiada y dolida de la destrucción temeraria, irresponsable, anómica, por decirlo con expresión
durkheimiana; esa destrucción que se ejerce en el delirio, en la alucinación,
sin miedo, sin freno, sin reparación. Por otro, al paraíso perdido –carencia transhistórica que se remonta al
origen mismo del tiempo-- se lo sustituye con el consumismo, añade Minsky; se
lo reemplaza con el consumismo compulsivo y triste de nuestros días, aquel en
el que individuos con un mundo interior derruido o sin edificar, buscan de
manera obsesiva objetos con que amueblarlo externamente, “objetos
transicionales” para adultos, por decirlo con Winnicott.
Las páginas que Minsky dedica a estos asuntos son,
en general, muy juiciosas y sugerentes si nos ahorramos los pormenores
exhaustivos de su fidelidad filológica. Hay algún exceso, desde luego, como es
el intento fallido de analizar la política internacional o corporativa apelando
a categorías psicoanalíticas e identificando, en este caso, a los directivos de
esas empresas o gobiernos como bebés omnipotentes que consumen codiciosamente
los recursos de la tierra. Y hay generalizaciones e hipérboles innecesarias,
como es la suposición de que el consumo material (o shopping) suele ser en “muchas personas” (¿cuántas?) el relleno de
un oquedad. El problema no es que no haya directivos voraces que ejerzan el
pillaje con codicia o con omnipotencia, ni tampoco es que no haya consumidores
que compensen sus heridas narcisistas con objetos materiales. El problema, por
el contrario, son las consecuencias extremas que se pueden extraer de esos
argumentos tomados como evidencias o como consecuencias probadas. Son hipótesis
interesantes, sugerentes, conjeturas razonables cuya capacidad explicativa no
depende de su enunciado sino de su correcta aplicación, de la base empírica que
les sirve de soporte y de la cautela con que se plantean.
El problema de Minsky acaba siendo, pues, el mismo que planteábamos como punto de partida. Hay que averiguar, cierto, cuáles sean las consecuencias de la pérdida del paraíso personal. ¿Quién va a negar que lo más parecido al paraíso es la infancia inocente, sin horma, sin cultura, sin socialización? O, incluso, ¿quién va a negar que lo más próximo al nirvana, a la placidez sin culpa es la vida fetal? Hay que averiguar lo que perdimos cuando nos arrebataron ese paraíso al nacer, es decir, al convertirnos ya en un personaje en acto, un personaje previsible, como lamentaba Cioran; hay que averiguar qué fue de nosotros cuando perdimos esa felicidad adánica, oral, preedípica que se desvaneció con el destete; o hay que averiguar, en fin, qué estado fusional con la madre se nos prohibió, hallazgo freudiano que se materializa con la intervención del padre. Pero hay que hacer esas averiguaciones sin dar por supuesta y aceptada la premisa analítica y sin atarse a una u otra tradición teórica. Hay que hacerlo con auténtico eclecticismo, no el que pretexta Minsky –eclecticismo psicoanalítico pero excesivamente académico, al fin--; sino aquel que viene de la creación y del ensayo, aquel que precisamos en tiempos de confusión y de crisis, el mismo que supiera desplegar con libertad y con audacia Sigmund Freud. Hablamos, en efecto, de una libertad creativa que ha de seducir al lector, a un lector que no tiene por qué saber gran cosa de psicoanálisis, a un lector que, en principio, no tiene por qué estar interesado en esa corriente; pero hablamos de y a un lector cuyos problemas y zozobras –la pérdida del paraíso-- son la materia misma de la que se ocuparon Freud, Klein o Lacan.
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA ANALIZADA
Minsky, Rosalind, Psicoanálisis y cultura. Estados de ánimo contemporáneos. Madrid,
Cátedra-Universitat de València, Frónesis, 2000.