APOLOGÍA DE LA HISTORIA METÓDICA

Anaclet Pons y Justo Serna

Publicado en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, núm. 16 (2005), págs. 128-136.

Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos, Introducción a los estudios históricos. Estudio introductorio y notas de Francisco Sevillano Calero; traducción de Jaime Lorenzo Miralles. Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2003, 325 páginas.

Creo que es mejor fijar desde ahora mi posición frente a un libro con razón notorio y al que el mío, escrito por lo demás con otro plan y mucho menos desarrollado en algunas de sus partes, no pretende reemplazar de ninguna manera. Fui discípulo de sus dos autores y especialmente de Seignobos. Me dieron, uno y otro, muestras de su aprecio. Mi educación primera debe mucho a sus enseñanzas y a sus obras. Pero ambos no nos enseñaron solamente que el historiador tiene como primer deber la sinceridad, sino que tampoco disimulaban que el progreso mismo de nuestros estudios está hecho de la contradicción necesaria entre generaciones de investigadores. Permaneceré, pues, fiel a sus lecciones, criticándoles allí donde lo juzgue útil, muy libremente, tal como deseo que un día me critique mis alumnos a su vez.

Marc Bloch, Apologie pour l’histoire

 

 

 

Hace unos meses se traducía al castellano un interesante volumen, Doce lecciones sobre la historia, aparecido originariamente en 1996. En aquella obra, Antoine Prost emprendía un repaso por la disciplina y desmenuzaba buena parte de los problemas sobre los que hoy reflexionan los historiadores. En el inicio del libro, cuando el autor debía justificar el género al que pertenece, Prost indicaba que ese texto era el resultado de las lecciones impartidas a lo largo de un curso académico. Se trata, pues, de una suerte de manual para aquellos que siguen las enseñanzas de historiografía o epistemología en los primeros años de la licenciatura. Cuando el autor tenía que identificar la tradición en la que se inserta el libro, no tenía reparos en admitir sus vínculos con Pierre Vilar, Georges Lefebvre, Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos, con quienes compartiría la voluntad de transmitir conocimientos y enseñanzas, pero sobre todo la decisión de plasmar el ejercicio didáctico cotidiano en un volumen que no ocultara su origen. Más aún, a su manera, Prost rendía homenaje a la obra que inaugura esa tradición docente. Mencionaba expresamente aquel curso de 1896-1897 que impartieran en la Sorbona Langlois y Seignobos, enseñanzas que se trasladarían a la imprenta al año siguiente con el título de Introduction aux études historiques.

¿Qué tiene de significativa esta alusión un siglo después? Que Prost, un experimentado y conocido historiador afín a la tradición de los Annales, cite a dos de los grandes maestros de la denominada escuela metódica puede parecer incongruente. Como es sabido y como nos ha recordado Philippe Carrard, la retórica común de los annalistas ha sido la de pensar la disciplina y concebir su programa de investigación en términos opuestos a los de Ernest Lavisse, Gabriel Monod, Charles-Victor Langlois o Charles Seignobos, entre otros. El ejemplo más evidente y citado de esta hostilidad es, sin duda, el de Lucien Febvre y sus Combates por la historia. La posición de este último es contundente y la expresa sin la menor reserva: "Por encima del libro lo que yo ataco no es a un historiador, sino a una cierta concepción de la historia; una concepción que durante años, a través de sus funciones, su influencia personal y sus escritos, el señor Seignobos ha defendido con potentes medios; una concepción que yo rechazo con todo mi ser y a la que considero responsable en parte de esa especie de descrédito, injusto y justificado a la vez, enque ha caído con mucha frecuencia la historia a los ojos de los laicos".

En consecuencia, durante mucho tiempo ha sido lógico que pocos annalistas reclamaran expresamente la deuda que la disciplina hubiera podido contraer con aquellos metódicos. Así, desde que el citado volumen de Langlois y Seignobos apareciera en 1898 en la Librairie Hachette, y más allá de alguna reimpresión, hubo que esperar casi un siglo para ver publicada una nueva reedición. En efecto, fue en 1992 cuando Madeleine Rebérioux lo volvió a poner en el mercado, en este caso bajo el sello de las ediciones Kimé y con una presentación suya que contextualizaba el original y a sus autores. Dicha historiadora destacaba la condición de manual de este volumen, un texto de consejos prácticos. Pero además, subrayaba con Langlois y Seignobos que era también un ensayo sobre el método. Es decir, una reflexión sobre los procedimientos de la investigación, algo muy alejado de la filosofía de la historia, ese dominio especulativo propio, por ejemplo, de Hippolyte Taine, coetáneo de aquellos metódicos y que tantos reparos aún suscita entre los historiadores galos. Valga como ejemplo el rechazo explícito que Jacques Le Goff hacía en 1978 de esa tradición especulativa cuando debía fundamentar el origen de la nouvelle histoire francesa. Así, por ejemplo, observando el caso de Gran Bretaña, pero también de Alemania o de Italia, advertía de que la filosofía de la historia había sido en estos países una mala compañía, debido al pernicioso influjo de autores como Vico, Hegel, Carlyle, Croce, Spengler y Toynbee. Incluso Francia se habría visto afectada, aunque habría podido reponerse del contagio especulativo y esa sería la razón de la limitada influencia en la profesión histórica gala de Hippolyte Taine en el ochocientos y de Raymond Aron en la centuria siguiente. Uno y otro, pues, son presentados por Le Goff como filósofos de la historia y ajenos a la tradición que él reivindicaba, la heredera de los Annales.

Pero... ¿quiénes eran Langlois y Seignobos, esos dos metódicos que pudieron evitar la especulación filosófica? Rebérioux los presenta como dos "jóvenes" historiadores, nacidos respectivamente en 1863 y 1854, que habían seguido el mismo cursus honorum: agregación en historia, doctorado de letras en historia medieval y, finalmente, profesores en la Sorbona. Por lo que respecta a Langlois, será recordado como un inmenso erudito, un experto documentalista: al fin y al cabo, se había formado en la École des Chartes, en donde había sido instruido en la lectura crítica de los viejos textos del Medioevo. Su brillante trayectoria le permitiría acceder en 1913 a la dirección de los Archivos Nacionales franceses. En cuanto a Seignobos, que se había formado en la École Normale Supérieur, los juicios de los contemporáneos y los escrutinios retrospectivos estaban más polarizados y algunos le responsabilizarán de la rigidez de la escuela metódica. De hecho, las principales críticas que se dirigen contra esta Introduction están relacionadas con los reproches que se solían formular a Seignobos. ¿Quiénes son sus oponentes?

Madeleine Rebérioux destaca tres oleadas críticas. La primera sería la procedente de François Simiand y de Émile Durkheim; la segunda, la encarnaría el escritor Charles Péguy; y la tercera la iniciaría Lucien Febvre, siendo continuada después por una larga cohorte de historiadores annalistas. Es lógico, pues, que con tantos y tan renombrados adversarios, la obra de Langlois y Seignobos no tuviera buena prensa entre los renovadores de la disciplina. Y si esto ocurría en Francia, donde pasaron nueve décadas antes de su reedición, no debe extrañarnos que algo parecido sucediera en España. Como es sabido, fue en 1913 cuando el editor Daniel Jorro imprimió la Introducción a los estudios históricos, una obra de la que existieron otras dos presentaciones en castellano, una cubana de 1962 y otra argentina que Gregorio Schvartz incluyó en La Pléyade en 1972. Así pues, ha tenido que pasar un siglo para que un clásico de la historiografía vuelva al mercado, con un nuevo formato y una nueva introducción, muy documentada, algo que hemos de agradecer a Francisco Sevillano Calero. Además, esa tardanza se debe, como en el caso francés, a los reparos críticos que los historiadores españoles han tenido frente a aquel manual, reparos que seguían literalmente los cargos que sus colegas annalistas le imputaban. Todavía hoy se pueden leer de vez en cuando condenas expeditivas de Langlois y Seignobos, como si aquellos autores blandieran aún sus ideas incitándonos a seguir sus instrucciones o como si en el fondo su presunta ingenuidad metodológica no mereciera mayor atención. Pero el infortunio está en que algunos de quienes eso afirman no parecen haber consultado sus escritos, conformándose con lo que de ellos dijeran Simiand o Febvre. Sólo unos pocos lectores curiosos y atentos habrían acudido a la fuente, contraviniendo el descrédito que les acompañaba. Entre ellos, historiadores como Pedro Ruiz Torres o Gonzalo Pasamar, nos advirtieron a comienzos de los noventa del valor intrínseco de la escuela metódica. Aunque quizá haya sido Juan José Carreras, en un célebre artículo dedicado a esa corriente, "Ventura del positivismo" (1992), quien más haya insistido en defender a Langlois y Seignobos de los dicterios annalistas y, en particular, de los que les lanzara Lucien Febvre. Aquel texto, que ahora podemos leer en su libro Razón de historia, junto a otras reflexiones sobre las escuelas del ochocientos, nos muestra qué tenían de común y qué de diferente las dos grandes corrientes de aquel siglo: el historicismo y el positivismo.

El historicismo o, mejor, la escuela histórica alemana, nos expone Carreras, es ante todo una metodología individualizadora. El concepto clave es el de individualidad, que puede expresarse de forma distinta según los autores a los que hagamos referencia. El primer eslabón es Leopold von Ranke, para quien el individuo histórico por excelencia será el Estado y quienes le sirven. Pero es Johann Gustav Droysen --con todas las diferencias que les separan-- quien establecerá con mayor claridad los principios que gobiernan el método historicista: el dato histórico no es algo previo, sino que lo construimos cuando preguntamos a las fuentes, y lo que nos permite escapar del chato positivismo de los hechos es la comprensión. A diferencia de las ciencias naturales, la comprensión es fruto de nuestra condición humana y ésta nos permite situarnos a ambos lados del proceso histórico: somos hombres, como lo son los sujetos que estudiamos en el pasado, y además éstos constituyen, en el presente, nuestro objeto como historiadores. La comprensión se basa, pues, en esta homogeneidad entre sujeto y objeto.

También los metódicos, nos advierte Carreras, nos han llegado deformados. Pese a lo que se ha sostenido con frecuencia, la fe positivista en la objetividad de la historia no les condujo a sus representantes a la pura y simple erudición, como así quiso ver sobre todo Lucien Febvre. Langlois y Seignobos, pero no sólo ellos, construyeron un programa mucho más abierto de lo que ese espejo deformante annalista nos ha hecho creer. En primer lugar, nunca pensaron que la historia fuese el resultado automático de la observación de los hechos. Precisamente, las limitaciones de la disciplina radican en la imposibilidad de observar de manera directa, pues por lo común sólo dispone de huellas, lo cual obliga a un ejercicio riguroso de critica (interna y externa) de las fuentes. En segundo término, tampoco los metódicos renunciaron a la teoría, aunque la expulsaran de aquella fase analítica y rechazaran las especulaciones de la historiografía romántica, en un sentido próximo al de Ranke, cuya aversión a la especulación hegeliana era proverbial. En tercer lugar, tampoco es de todo punto cierto que sus preocupaciones se agotaran en el marco de la historia política, puesto que alumbraron un temario más variado de lo que se suele creer. Finalmente, los positivistas no eran eruditos recluidos en sus gabinetes y distanciados del mundo. Al contrario, todos ellos concedieron decisiva importancia --incluso, una importancia de algún modo perversa-- al papel socializador de la historia y, en consecuencia, contribuyeron a desarrollarlo en sus textos, poniéndose al servicio de la construcción nacional, de la Tercera República, de la nacionalización de los ciudadanos a través de la lección de historia. Probablemente el caso de Ernest Lavisse sea el más significativo y conocido. Por todo ello, concluye Carreras, la escuela metódica muere en la medida en que estimula las nuevas corrientes que han de sucederla.

Si hemos de convenir, pues, que la de los metódicos fue una contribución de primer orden, entonces no podemos incurrir nuevamente en su condena o en la alusión desinformada. En consecuencia, su lectura nos puede aportar no sólo un conocimiento directo sobre lo que ellos dijeron, sino que también nos puede proporcionar noticia acerca de la profesión histórica entonces y ahora. Porque, en efecto, el asunto clave que se trata en la Introducción a los estudios históricos es el de la profesión, su formación, sus controles, la disciplina a que obliga, la materia con la que trabaja y los métodos de que se vale. Ya en 1876, los editorialistas y fundadores de la Revue Historique, Gabriel Monod y Gustave Fagniez, decretaron el fin del historiador literario y proclamaron que había llegado el tiempo de convertirlo en científico. ¿A qué se referían? ¿Acaso rechazaban el relato, la narración histórica? En realidad, Monod y Fagniez no aludían a la escritura de la historia, sino a los controles, a las normas, a las reglas, que una corporación de investigadores ha de seguir para incrementar el saber y comunicar los resultados. El viejo historiador literario, al modo de Jules Michelet, hacía depender su relato del genio personal, del estilo, de la capacidad evocadora, del dramatismo de las escenas narradas, buscando provocar un determinado efecto en el lector. En cambio, el nuevo historiador científico, que habrá de evitar expresamente las generalidades vagas y los desarrollos oratorios, se empeñará en una investigación que cualquier otro profesional podría realizar ateniéndose a las mismas reglas. Ya no habrá genios de la escritura histórica, pero a cambio tendremos abnegados profesionales, dedicados con esmero y humildad a su tarea. Como defendiera mucho tiempo después Roland Barthes, un Michelet es un escritor, pero un Seignobos sólo sería un escribiente. Es decir, el primero es un creador del lenguaje, mientras que el segundo se atiene al universo discursivo en el que se inserta, un universo ya creado y a cuyas reglas obedece. En efecto, el primero es un artista, mientras que el segundo es un artesano sabedor de su oficio y buen conocedor de todos los rincones de su taller. Si nos fijamos bien, esta dicotomía, que presentamos deliberadamente, no sólo describe la disyuntiva de finales del ochocientos, sino que evoca una imagen muy querida por los historiadores franceses del novecientos, desde Marc Bloch hasta Jacques Le Goff: métier, atelier, etcétera. Pues bien, les llamemos artesanos o profesionales, como defendieron los metódicos, lo cierto es que la disciplina concebida por Langlois y Seignobos sólo podía ser un conjunto de reglas para el buen conocimiento, análisis, erudición y síntesis de los historiadores.

Sin embargo, una presentación de este tenor no rinde suficiente justicia a la riqueza de su propuesta. De los contenidos perdurables de la Introducción a los estudios históricos hay una serie de aspectos a recordar que la lectura de dicha obra nos provoca. El primero de todos ellos hace referencia al objeto de la historia: los hechos. Para estos autores, y frente a la caricatura precipitada con la que se les denigra, no hay propiamente hechos históricos, al menos no de igual manera que hay, dicen, hechos químicos o físicos. ¿Por qué razón? Porque el hecho es o no histórico dependiendo de la manera cómo se le aborda, esto es, no hay más que técnicas con las que conocer el pasado. Eso significa, concluyen, que un hecho sólo se convertirá en histórico cuando se le incorpore a un relato. Y eso significa también que estos metódicos no fueron ingenuos recolectores de facta como si estos últimos estuvieran albergados en un depósito precisamente histórico.

Un segundo aspecto relevante a recordar es el trato que dispensan al documento, cómo lo conciben y qué creen extraer de él. En frase mil veces repetida, estos autores defendieron que la historia se hacía con documentos. ¿Significaba eso idolatrar la erudición? En realidad, defendían algo tan simple pero tan necesario como la contención del historiador, la obligación que se impone de documentar sus enunciados, evitando así el atajo de la fantasía. Por oposición a lo ocurrido en épocas anteriores, tan dadas a la recreación fantasiosa, o frente a las especulaciones a que tan inclinados eran los filósofos de la historia, el modesto historiador se ocupará ahora de lo concreto, de lo que pueda fundamentarse en el archivo, de lo que tenga respaldo en fuentes. De ahí que el volumen se abra precisamente con un capítulo en defensa de la heurística y de sus instrumentos (inventarios, catálogos, repertorios bibliográficos, etcétera). Ahora bien, no basta con recopilar rigurosamente, sino que para ellos la idea misma de documento es decisiva, pues define y distingue la operación histórica. Son sabedores de que el pasado no es el documento, de que el pasado está efectivamente muerto, ya sucedido, propiamente irrecuperable, y que de él sólo subsisten algunas huellas con las que el investigador accede al hecho que evocan.

Es decir, "los historiadores trabajan siempre con imágenes, la mayoría sin caer en la cuenta de ello, convencidos de estar observando realidades". Por eso, para evitar esa impresión instintiva, ese sentido común erróneo, el método exige una serie compleja de razonamientos que van más allá de la mera observación. Hay una técnica precisa del historiador, que es la de la crítica externa e interna, una crítica de índole filológica que aclara la entidad material del documento y el sentido del texto. De ese modo, cuando el historiador aprecia el vestigio que sobrevive lo examina como soporte físico que alguien produjo en un tiempo determinado. La erudición le permitirá aclarar la autoría, pero sobre todo fundamentar la autenticidad del documento. Sin embargo, no acaba aquí su empeño, pues la labor crítica se completa con la interpretación.

Los historiadores no se ocupan de hechos abstractos, sino de acciones bien concretas emprendidas por sujetos de carne y hueso. Justamente por ello, descreen profundamente de las abstracciones propias de la sociología, del hecho social como condensación de una pluralidad. Como consecuencia de todo esto, el historiador no puede imaginarse más que actos individuales, porque él mismo es un individuo, aunque al ser llevados a cabo por varias personas, al ser emprendidos con un objetivo común, sean colectivos. Así, a pesar de que la tendencia espontánea sea representarse un grupo humano como un conjunto homogéneo, tal cosa no existe, pues en realidad, añaden, no hay más que individuos. Por tanto, si de actos humanos hablamos, si a pensamientos de otros tiempos nos referimos, el historiador se obliga además a captar el sentido que aquellos individuos le dieron textualmente a sus acciones. ¿Cómo interpreta, pues? Por un lado, si hablamos de las causas de los hechos generales, y puesto que no tenemos un acceso directo a lo que ocurrió en épocas pretéritas, Langlois y Seignobos nos indican que el especialista ha de recurrir a la analogía con el presente. Para estos autores, el historiador tiene que partir de la base de que un acontecimiento del pasado, observado por quien realizó el documento, es similar a otro hecho actual que el investigador ha presenciado y recuerda. Gracias, pues, a esa semejanza es por lo que Langlois y Seignobos creen posible la interpretación de actos pretéritos para los que no somos testigos directos. A la postre, incluso hay en ellos, en estos historiadores, una creencia firme en la naturaleza humana, de modo que "si los hombres de la antigüedad no hubiesen sido similares a los actuales, no comprenderíamos los documentos en absoluto".

No obstante, como admiten Langlois y Seignobos, esa operación analógica es arriesgadísima y se presta a todo tipo de confusiones y de errores, razón por la cual el trabajo del historiador debe ser un sofisticado examen de los textos con el fin de no dejarse atrapar por la acepción literal o aparente de las palabras. Ambos metódicos denuncian, por ejemplo, la tendencia espontánea que consiste en atribuir un sentido unívoco a un mismo término, aparezca en donde aparezca, como si la lengua fuese un sistema fijo de signos: "pero la lengua ordinaria, en la que están escritos los documentos, es una lengua inestable, donde cada término expresa una idea compleja y mal definida; tiene múltiples sentidos, relativos y variables, y significa varias cosas diferentes". En suma, pues, para Langlois y Seignobos una cosa es observar materialmente el documento y otra bien distinta conocer los hechos. Es el análisis del especialista el que ha de permitir esto último y en ese recorrido, añaden, tiene que ser consciente de que un texto, a diferencia de un monumento o de otro objeto, es la huella de un proceso mental. En consecuencia, es meramente simbólico: el documento escrito "no es el acontecimiento mismo, ni siquiera su huella inmediata en el espíritu de quien lo presenció; no es más que un signo convencional del efecto que el acontecimiento produjo en el ánimo del testigo".

Como resulta evidente, sobre estos historiadores pesaba un contexto de escasez documental y de ahí que insistieran en el rigor con que afrontar la visita al archivo. Eso no excluye, sin embargo, que una parte de esas aseveraciones dependieran de una concepción del objeto histórico y del documento que hoy nos resulta reduccionista: precisamente por privilegiar la institución política, aquella en la que los actos humanos tienen mayor repercusión colectiva, es por lo que tomaron la fuente escrita, sobre todo de índole diplomática, como documento histórico por antonomasia, dejando de lado otros no menos relevantes. Hoy sabemos que es ésta una concepción restrictiva del objeto y que los hechos históricos son tan variables y significativos como lo es el repertorio inagotable de los actos humanos y que la investigación no estudia sólo repercusiones, sino que también trata de captar modos de vida. Además, nosotros atribuimos al texto escrito un valor intrínseco, auténticamente monumental (como diría Michel Foucault) que ellos no le concedían, a la vez que le damos a un objeto material, a una escultura conmemorativa, ese valor psicológico que ellos le negaban. Ahora bien, más allá de estos cargos, a los que podríamos añadir otros igualmente evidentes para un historiador de nuestro tiempo, Langlois y Seignobos tenían un concepto del documento que no puede condenarse por ingenuo y que era claramente deudor de la heurística alemana.

Así pues, si el valor de estos autores es aún hoy relevante, la operación de reeditar el volumen que se convirtió en el estandarte de aquella escuela ha de aplaudirse y hay que agradecérsela al traductor, Jaime Lorenzo Millares, y al introductor, Francisco Sevillano Calero. En el primer caso, hay que señalar que la nueva versión que ahora podemos leer es fruto de un notable esfuerzo. Su traductor no se ha dejado llevar por la tentación que suponía disponer del texto que publicó Daniel Jorro a principios del siglo XX. De ese modo, podemos hacer una lectura totalmente renovada, en un castellano actual, de un clásico que había sido vertido en su momento con giros y expresiones que hoy resultarían desgastadas. Pero, en todo caso, más allá de la actualización, la traducción actual es mucho mejor que la que se realizó a comienzos del novecientos y, además, con un estilo elegante. Con ello, el traductor respeta el precepto de los autores a los que vierte. Langlois y Seignobos señalaron que no deseaban hacer obras de arte, que despreciaban la retórica y el oropel narrativo, pero que tales rechazos no excluían su gusto por el estilo. De hecho, concluían, un historiador "no tiene derecho a escribir mal. Siempre debe escribir bien, pero no empeñarse en hacer literatura".

Sin embargo, lo que le otorga un valor añadido al nuevo volumen que comentamos es el estudio introductorio que ha elaborado Francisco Sevillano. Entre todas las posibilidades que este profesor de la Universidad de Alicante tenía, ha escogido la más útil para aquel lector que ignore la época y la escuela metódica. Su análisis, pues, describe la emergencia de lo que denomina el paradigma positivista a finales del ochocientos y muestra la anatomía del método crítico cuyas reglas establecieron Langlois y Seignobos. Que Francisco Sevillano llame positivista a esta corriente no es extraño, puesto que suele ser común asociar a los metódicos con el legado remoto de Auguste Comte. Con ello sigue la exposición que hicieron Guy Bourdé y Hervé Martin en su célebre manual Las escuelas históricas. Ya hemos mencionado, por otra parte, como también el propio Juan José Carreras aludía a la "ventura del positivismo" cuando quería reivindicar a los metódicos frente a los dicterios de Lucien Febvre. A pesar de la frecuencia y de la comodidad de esta etiqueta con la que se rotula la obra de Langlois y Seignobos, hay que reparar en la confusión a la que puede llevarnos. De hecho, el propio Francisco Sevillano señala acertadamente que la escuela metódica es una amalgama entre cientifismo empirista, inspirado por el positivismo, y la crítica erudita del historicismo alemán. Por tanto, la identificación habría que hacerla con sumo cuidado.

En efecto, el positivismo, que es una corriente vasta y crecientemente influyente en la segunda mitad del siglo XIX, significa en realidad muchas cosas, después de quelo ideara Auguste Comte, aquel genio atribulado y algo demente. Fue éste quien sostuvo la legitimidad de la predicción, una tarea propia del científico, del especialista: Comte esperaba que la ciencia social le permitiera ver para prever; esperaba dar con las leyes de funcionamiento de la sociedad, como si del orden natural de la física se tratara, haciendo posible una previsión razonable. Para él, la predicción científica era parte de la tarea general del progreso, del dominio al que el positivismo nos sometería. La esperanza predictiva de Comte se fundaba en la idea mecanicista de ley, en la convicción de que el saber dará con las reglas de funcionamiento del orden, de un orden justamente mecánico y previsible. ¿Qué es lo que nos advierten los metódicos? Como señalan al inicio de la Introducción, desconfían de quienes han creído encontrar las constantes y las normas que regirían la historia, descreen de quienes suponen haber descubierto leyes que gobernarían el desarrollo de la humanidad. En suma, como indican literalmente, se oponen a quienes quieren elevar el estudio de la historia a la categoría de "ciencia positiva". La razón es que, para ellos, el método histórico es radicalmente distinto del que se aplica en las ciencias sociales, puesto que no se dispone de la observación directa, esa que defendió con porfía Auguste Comte. Por tanto, en el caso de seguir llamando positivistas a Langlois o a Seignobos, deberíamos advertir inmediatamente que ellos evitan identificarse como tales, aunque sólo sea por el reparo que les provocan la abstracción, la ley y la regularidad. O incluso: por el rechazo que les ocasionan la cifra y la estadística como presuntas explicaciones, pues sólo son una ilusión científica y no los hechos. Por eso, no extrañará que estos metódicos marcaran distancias respecto de Las reglas del método sociológico, de Émile Durkheim, y tampoco extrañará que François Simiand les reprochara su falta de cientifismo.

La cifra y la estadística fueron para Durkheim lo que le permitió tratar el fenómeno de El suicidio evitando precisamente a los individuos, a los suicidas, estableciendo leyes explicativas que no eran la acción ni eran los motivos de la acción. Ese crédito que Durkheim pero también todos los positivistas le concedieron al número y a la serie fue, en efecto, dominante en la Europa de aquellos tiempos. El caso quizá más extremo, más chocante, y que, por oposición a los metódicos, nos puede servir para ilustrarlo es el de la denominada antropología criminal. En 1875 aparecía en Italia un libro pionero, de gran audacia positivista. Su título: L'uomo delinquente; su autor: Cesare Lombroso. Gracias a dicho volumen, la ciencia europea emprendió un giro osado en su análisis de la "cuestión social", ese asunto que tanto preocupaba a nuestros antepasados. Según sospecharon Lombroso y sus seguidores, examinando la constitución anatómica de los delincuentes encarcelados, estudiando fémures y capacidades craneales de los presidarios, podría identificarse la coincidencia de determinados rasgos entre los criminales. ¿Coincidencia? Si una repetición es insistente no hay azar, sino circunstancia y fatalidad. Una averiguación estadística podrá, pues, certificar las características comunes de los delincuentes y servir de base predictiva: todos aquellos individuos libres con esos perfiles anatómicos tendrían, les gustase o no, lo supiesen o no, propensión al crimen. De esa manera, los positivistas creían haber dado con la etiología del delito, y así el crimen podría ser tratado de modo científico: eso sostuvieron muchos esforzados y empeñosos positivistas, herederos precisamente de Auguste Comte. ¿Se asemeja en algo este positivismo triunfante, que se extendió por todo el continente, a la profesión histórica que quisieron establecer Langlois y Seignobos?

Y, sin embargo, la voluntad de estos metódicos era la de fundamentar una historia científica. Sus reparos a que se les asociaran con los positivistas se fundaban en dos razones. Por un lado, la disciplina histórica combinaba el estudio de hechos generales con el de los sucesos particulares, algo que después les criticaría Simiand como una falta cometida contra la ciencia, tanto en la reseña aparecida en 1898 como en el comentario de 1903, comentario que significativamente reproduciría Annales en 1960. Por otro, los documentos expresaban imágenes subjetivas y, por tanto, los hechos que el historiador trata también son subjetivos. En última instancia, un documento expresa, según admiten los metódicos, un estado de ánimo mediante palabras, y éstas captan los hechos en términos metafóricos. De ahí, como concluyen Langlois y Seignobos, que se pueda hablar de la naturaleza ambigua de la historia, mitad ciencia, mitad relato novelesco.

Quizá al introductor, a Francisco Sevillano, quepa reprocharle que no haya explorado estos aspectos ambiguos del positivismo que nosotros sólo hemos esbozado. Pero tal vez el poco espacio del que disponía, la limitación que el editor suele imponer a este tipo de volúmenes, le haya impedido extenderse en este punto. Sin embargo, acaso sea menos excusable que nada se nos diga sobre la recepción española o francesa de la Introduction aux études historiques, de ese siglo que nos distancia del original. Sobre todo en una época, la nuestra, en la que la historia del libro y de la lectura se ha convertido en uno de los dominios más pujantes dando resultados muy reveladores. Así pues, para conocer parcialmente dicha circunstancia, el lector interesado habrá de acudir de nuevo a Juan José Carreras o a aquellos otros que, como Pedro Ruiz o Ignacio Peiró y Gonzalo Pasamar, nos han dado pistas de la recepción española de la Introduction. Y si lo que desea es conocer la suerte de dicha obra en su país original nada mejor que leer la citada introducción de Madeleine Rebérioux, la que publicara con motivo de la reedición francesa de 1992. Y cabe añadir, por eso mismo, que quizá hubiera sido una decisión afortunada completar el volumen español con la traducción de ese breve texto de dicha historiadora. En cualquier caso, como hemos dicho, ninguno de estos reparos es grave y sólo cabe felicitarse por contar de nuevo con un clásico de nuestro tiempo.

Referencias bibliográficas

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