Por qué los historiadores deberíamos leer novelas                                                                        

 

  

                                                                        UNA HISTORIA DE LA IMAGINACIÓN                 

 

(Publicado en Isabel Burdiel & Justo Serna, Literatura e historia cultural o Por qué los historiadores deberíamos leer novelas. Valencia, Eutopías, 1996, vol. 130)

 

                                                                                                                                                           

                                                                                                Justo Serna

                                         

             

 

 

Una reflexión sobre la mentira

        

"La poética de la libertad humana está indisolublemente unida a la mentira, esa mentira que nos permite vivir en sus formas más nobles, que son la ficción, el poema y la utopía (...). La mentira está presente en el evangelio, en el salmo, en la parábola, en la obra de Dante o en el poema de Celan, pero también en esa publicidad que invade nuestra vida, en la propaganda política, la pornografía. Su gama es tan extensa como la propia habla humana (...). Porque ser hombre es decir al otro lo que no es".

        

                                                                                                                                                George Steiner

        

        

                                                                                                                        "Si una cosa no puede usarse para mentir, en ese caso tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse para decir nada".

        

                                                                                                                                                Umberto Eco         

 

         La mentira es uno de los universales antropológicos más indiscutibles y la variedad de sus formas, como anotaba George Steiner (1994, 156), es prácticamente inagotable: desde lo más excelso a lo más bajo, desde lo bello hasta lo sublime, toda producción humana que consienta uso es susceptible de ser empleada para la invención y el embuste, según nos recordaba Eco (1985, 31). En este texto nos proponemos pensar en algunos de esos usos, en la demarcación institucional que, desde antiguo, hemos establecido para tolerar ciertas formas de mentira y, finalmente, en las características de una de sus variedades modernas: la novela. ¿Otra reflexión acerca de la novela? Un tema de esta índole ha sido objeto de innumerables reflexiones y parece que sólo proeza, engreimiento o ignorancia silvestres nos hacen creer que sea posible sostener algo realmente original sobre el particular: se han multiplicado hasta el vértigo el número de los libros que, desde la pericia técnica, desde la propia experiencia o desde la más simple fruición, nos hablan del relato novelesco.

        


         Hay, sin embargo, un cierta manera de hablar de esta  modalidad narrativa  que, sin ser tampoco original,  podemos admitirnos: la de tratar esa forma institucional de mentira, la novelería, si se me permite la expresión, desde una disciplina de verdad (la historia) y desde las relaciones que, como historiadores, nos consentimos y establecemos. Por lo menos, nos podemos esta forma de abordar el asunto tolerar por mero interés profesional y porque nos ayuda a reducir de manera muy considerable las dimensiones de la reflexión que aquí emprendemos. Eso es justamente lo que ha hecho con tino y con prudencia Isabel Burdiel en el texto que antecede a estas páginas y que lleva por título "Lo imaginado como materia interpretativa para la historia (A propósito del monstruo de Frankenstein)".         

 

         Su ensayo está formalmente dividido en tres partes, partes que se corresponden con los tres objetos de análisis sobre los cuales se desarrollan algunos argumentos: la ficción como mentira, la novela como género moderno de la invención, y Frankenstein como caso. En la primera de esas partes, en efecto, se plantea la relación que quepa establecer entre historia y literatura: la aceptada tradicionalmente por historiadores o críticos literarios, por un lado, y la que, por otro, convenga defender actualmente. En la segunda, la autora reduce su objeto para interrogarse acerca de las relaciones que haya entre historia y novela: más en concreto, se pregunta qué podemos entender por novela, a partir de lo dicho por sus teóricos, con el fin de observar el estatuto que debamos atribuir a la historia dentro del relato. En la última de las partes, que ocupa más de la mitad de su texto, Isabel Burdiel se extiende en el análisis aplicado, en el análisis de una novela, según los supuestos analíticos defendidos previamente: emprende "la lectura histórica de una obra literaria", que, en este caso, es el relato de Mary Wollstonecraft Shelley.

        

         El comentario que ahora propongo al lector es un ensayo sobre algunos de esos mismos argumentos, sobre su pertinencia, sobre la oportunidad del análisis que se  nos propone y, en fin, sobre algunos otros asuntos en los  que Isabel Burdiel no se detiene. Pero, antes de emprender esta valoración, permítaseme justificarme. Hablar de comentario y de ensayo es, al menos desde determinado punto de vista, una afirmación tautológica, redundante. En primer lugar, toda intervención de la que se predica su condición de comentario reúne dos rasgos aparentemente contradictorios, que son ‑‑y perdóneme el lector la fealdad de ambas voces‑‑ los de parasitario y subsidiario. Sin otorgarle una acepción peyorativa, parásito se aplica a los organismos que se alimentan con sustancias ya elaboradas por un  ser vivo, es decir, que se nutren a su costa. Por otro lado, en su acepción primitiva, lo subsidiario era la condición asignada a las tropas en reserva, en espera de intervenir, si la ocasión lo exigía, para robustecer así un flanco desprotegido o para complementar con refuerzos el cuerpo del ejército principal.

        

         En segundo lugar, todo texto al que se le atribuye un propósito ensayístico es aquel que reconoce su condición de deudor explícito. Decía Lukács y nos recuerda Adorno (1962, 11) que "el ensayo habla siempre de algo ya formado", de algo cuyo vigor le viene de fuera: "es pues de su esencia ‑‑prosigue‑‑  el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino limitarse a ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento fueron vivas". Lo propio del ensayo sería, por tanto, alimentarse de sustancias ya elaboradas, probar combinaciones nuevas de elementos ya conocidos con el fin de hallar parentesco, relaciones y significado moderadamente nuevos. Por otro lado, el ensayo, podríamos decir parafraseando a Theodor Adorno, es estratégico y se adapta a un presente del que recibe su estímulo: en ese sentido, es siempre un texto de circunstancias, perecedero, que está a la espera de intervenir para robustecer una idea, para completar un enfoque o para afirmar una defensa.

        


         ¿De qué sería parasitaria y subsidiaria mi intervención? ¿Sobre qué ensayaría? El pequeño ensayo que le propongo al lector toma sus nutrientes  del propio texto de Isabel Burdiel. En efecto, a partir de él escribo, y a él se ciñe para enfrentar un objeto de reflexión que compartimos: la relación que pueda darse entre la historia y la literatura, entre una disciplina de verdad y una de las formas dominantes de la mentira, de la ficción y del embuste narrativos. Es ésta una cuestión que a ambos nos preocupa, sobre la que, en lo esencial, compartimos similares opiniones y de la que hablamos desde una misma competencia (la disciplina histórica) y desde una misma pasión o inclinación (la novela). Que, en general, yo comparta algunos de sus argumentos, que  me apodere de algunos sus más felices análisis o que me obstine en subrayar los acuerdos y en celebrar sus reflexiones, no significa que la autora deba tenerse por corresponsable de mis palabras. Tal vez, ni ella misma se reconozca en algunas de las ideas inmoderadas que le atribuyo.

        

        

Lo imaginado y lo sucedido

        

        

                                                                                                                        "¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada únicamente de seres de carne y hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se mudan para romper las barreras que los limitan y los frustran".

 

                                                                                                                                    Mario Vargas Llosa 

        

 

         Lo primero que hay que celebrar de  dicho ensayo es el arrojo, el coraje de la autora. Isabel Burdiel se enfrenta a una cuestión ‑‑la de la relación entre historia y literatura‑‑ que ha sido objeto de desinterés, en un caso, o de numerosas controversias y, por ello mismo, causa de frecuentes malentendidos, en otro. Separar lo ficticio de lo que no lo es, esa mentira sublime o abyecta de lo que sea o de lo que tenemos por verdad, era y sigue siendo constitutivo: vale decir, ha sido y es una de las bases para la fundamentación del saber histórico como un conocimiento de la certeza. En efecto, la historia se forma, nos recuerda precisamente Isabel Burdiel, "a través de un complejo proceso de distinción respecto a la literatura": un proceso que permite afirmarla ‑‑insisto‑‑ como disciplina de verdad, un proceso que permite separarla de su primitiva condición de práctica literaria o, al menos, sólo literaria.

        


         Ahora bien, justamente por eso, por presentarse como un discurso de verdad,  los historiadores han tenido una relación incómoda o conflictiva con la literatura, el ámbito institucional y socialmente admitido para la ficción y para el embeleco. Como decíamos, la primera reacción dominante de los historiadores ante la institución literaria fue la del desinterés. Por ejemplo, al admitírsele a la novela la evidencia de su valor semántico, el de la ficcionalidad, la escritura del historiador podía declararse  ajena a un discurso que, efectivamente, no era el suyo: ni él cultiva la palabra intransitiva, ni él inventa el mundo por medio de esa misma palabra, ni los documentos en los que se basa cultivan una realidad meramente imaginada, sino que, por el contrario, se toman por ser testimonio referencial de algo externo. Esta posición tiene antigüedad y, como es común admitir, estaría avalada entre otros por Aristóteles. Desde la Poética (1987, 59‑60), sabríamos que hay principalmente dos géneros diferentes que, a su vez, serían resultado de un distinto trato con la verdad: "...no es obra de un poeta el decir lo que ha sucedido, sino qué podrá suceder, y lo que es posible según lo que es verosímil o necesario. Pues el historiador y el poeta no difieren por decir las cosas en verso o no (...), sino que difieren en que uno dice lo que ha ocurrido y el otro qué podría ocurrir".

        

         Desde esos supuestos, la historia se ha ido formando como la disciplina "de lo que pasó frente a la ilusión de lo que pudo suceder",  basada en una "voluntad de verdad" y en un "deseo de certidumbre frente al fingimiento", apostilla con razón Isabel Burdiel. Decía Stephen Spender que en el Oxford de su juventud los estudiantes se dividían en dos clases, la de los saludables y la de los estetas. Los primeros, un puntico brutos pero encantadores al fin, cultivaban el remo y la vida material. Los segundos, sublimes aunque algo torpes en sus relaciones humanas, se entregaban al malditismo y al narcótico de la belleza. Pues bien, anota Spender, o se estaba en un lado o se estaba en el otro. Podríamos decir que los historiadores son algo así como saludables oxonienses  apegados a lo efectivamente real, o, al menos, a lo que ellos creen como efectivamente real y material. Por tanto, y en principio, no podemos pedirles que sean competentes a la vez en lo sucedido y en lo imaginado, en la vida material y en la figuración o en su representación imaginaria; no podemos perdirles, en fin,  que se empleen como historiadores y como poetas, justamente porque esa doble dedicación estaría en abierta contradicción con lo que son los fundamentos de su saber y con las tradiciones en las que han convenido desde antiguo.

        

         Por eso mismo, y durante mucho tiempo, la historia no concibió la osadía de tomar la literatura como fuente, precisamente porque no era fiable, porque no narraba lo ocurrido. Por eso mismo, y durante mucho tiempo, la historia tuvo la cautela de aceptar o de no aceptar cierto tipo de pruebas: en principio, se admitían aquellas que eran fruto del testimonio visual contemporáneo y, posteriormente, aquellas otras que, a partir de algún criterio y sin reunir ya las características anteriores, se tomaban como dignas de crédito, según lo que nos recordaba Benveniste (1983, 340). Más adelante, la adopción de nuevas precauciones para servirse de cierto tipo de documentos como los propios de la información fidedigna llevó precisamente a desarrollar operaciones específicas de autentificación de esas mismas fuentes: sobre todo a partir de la investigación erudita que se desarrolla desde  Mabillon hasta Langlois y Seignobos. 

        


         Ahora bien, cuando la noción misma de documento se amplía, cuando con la revolución historiográfica del siglo XX, el concepto de fuente se ensancha, todo acaba concibiéndose así y, por tanto, todo deviene testimonio referencial de su propia sociedad. Paulatinamente, vestigios de diferentes clases se aceptan como documentos susceptibles de ser tratados como tales y de ser añadidos al conjunto aceptado. De esta ampliación son testigos y patrocinadores, por ejemplo, los propios historiadores de Annales, investigadores a los que se les reconoce su batalla en favor de una acepción laxa y compleja de las fuentes históricas, entre las que se incluirían registros seriales despreciados en el pasado o soportes documentales antes ignorados, entre éstos, la literatura. "Indudablemente ‑‑anotaba Lucien Febvre con cautela en un pasaje célebre de 1949‑‑ la historia se hace con documentos escritos. Pero también puede hacerse, debe hacerse, sin documentos escritos si éstos no existen. Con todo lo que el ingenio del historiador pueda permitirle utilizar ‑‑añadía jubiloso‑‑ para fabricar su miel, a falta de las flores usuales. Por tanto, con palabras. Con signos (...). En una palabra: con todo lo que siendo del hombre depende del hombre, sirve al hombre, expresa al hombre, significa la presencia, la actividad, los gustos y las formas de ser del hombre" (1975, 232).

        

         Sin embargo, multiplicar los documentos no garantiza la competencia de quien los apronta ni su justo tratamiento. ¿Por qué razón? Porque, más allá de la información referencial que puedan trasmitir, los documentos son sobre todo forma y soporte material, y la ignorancia de las reglas que presiden su elaboración arruina el uso de quien los emplea.  Dicho  en  otros términos, dado que el vestigio con el que nos informamos cumple con o se integra dentro de un proceso comunicativo, y, además, está adherido a una red de significados, el desconocimiento de su grámatica compositiva es una forma de indisciplina intelectual. ¿Qué ha pasado con la literatura tomada como otra forma más de documento? Según señala Isabel Burdiel, el uso dado a lo literario por parte de los historiadores ha sido de dos tipos: o se la adopta literalmente como fuente histórica o se la toma como aporte ornamental. Pues bien, en uno u otro caso, hay algo a deplorar, añade con razón.

        

         La pragmática de la literatura como ornamento la convierte en un elemento irrelevante, "redundante, o bien en (una imagen) meramente ''sugestiva''", apostilla. El uso primero, que es más serio, no ha tenido, sin embargo, mejores resultados. A juicio de Isabel Burdiel, lo literario tomado como fuente o como prueba directamente informativa o testimonial supone una amputación de  la cualidad en la que se funda su especificidad. En ese caso, lejos de explicarse internamente, la literatura se explicaría por un dato externo, extratextual del que haríamos depender ese  mismo atributo: la historia, la biografía o la sociedad. Dicho en otros términos, la clave de la novela, por ejemplo, estaría fuera de la propia novela, y a ese factor exterior habría que remitir la única o la primera evidencia con la que contamos: la obra literaria. Sería, pues, una paradoja cognoscitiva. Frente a ello, lo que Isabel Burdiel nos propone, pues, es ensanchar el texto, buscar en su interior la historia que hay y cómo se constituye internamente un mundo que, por principio, es autorreferencial aunque los materiales se transporten desde fuera.

        


         Aceptemos las críticas de Isabel Burdiel y analicemos esos argumentos y los hechos a los que se refieren con alguna extensión. Por lo general, cuando los historiadores han tomado la literatura como fuente histórica lo han hecho basándose en una concepción teórica rezagada. Han tendido, en efecto, a reducir lo literario a los supuestos de una sola de sus concepciones históricas, inmanentes: aquella que, predicando una suerte de realismo genético, en palabras de Darío Villanueva (1992, 31),e identificando lo mimético con copia e imitación, defendería una teoría del reflejo. ¿Qué hay de malo en ello?, se preguntará un lector esforzadamente realista.

        

         Desde mi punto de vista, el fundamento epistemológico de la teoría del reflejo, al menos en su acepción común y literal, es completamente insatisfactorio por numerosas razones. Reparemos en alguna de ellas. Por un lado, porque si la principal cualidad de todos los documentos es la de ser reflejo de su propia sociedad o de su propia época, todo acabaría consintiendo un mismo uso informativo, o todo texto, por ejemplo, tendría una misma relación referencial con el mundo externo, afirmación completamente insostenible. Por otro, porque, aun admitiendo como principio general esa condición, una cualidad tan primaria diría poco de aquello que diferencia a cada una de las producciones de una época determinada, lo cual es efectivamente insuficiente para caracterizar la especificidad de la literatura frente a lo jurídico, por ejemplo, en tanto que ambos productos serían testimonio social.         

        

         Por contra, lo novelesco, dado el valor semántico de su ficcionalidad, no opera en los términos de una referencialidad necesariamente externa, y ni siquiera su existencia, en el caso de ser así, es un hecho relevante. Es decir, lo literario no es un buen medio para informarnos acerca de algo real o extratextual, porque, primero, al novelista no siempre le importa acomodar su signo a algo exterior, y, además, cuando lo hace, lo realiza de acuerdo con una operación que, por principio, es de invención,  de mixtificación, de embuste: novelar. Por oposición, un historiador no novela en este sentido, no se entrega a novelerías, sino que elabora su signo apelando a un ente que estaría fuera del propio texto que escribe el investigador: procura, además, como principio deontológico, que ningún dato o información que lo acompañe sea fruto de una imaginación copiosa, de un invención indisciplinada. Por eso decía Vargas Llosa (1990, 18) que identificar como novelescas las obras históricas "es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio, documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de una novela no depende de eso", concluía.   

        


         Ahora bien, esa distinción ideal, que es antigua, que es originaria y constitutiva del saber histórico y que, en fin, sigue siendo operativa, no  recoge otros matices.  De entre los posibles, que son muchos y que desbordan esta pequeña reflexión,  enumeraremos solamente dos. Hay novelas, por ejemplo, que, invocando alguna forma de realismo, dicen fundarse en una referencialidad que apela literalmente a un ente extratextual reconocible y constatable más allá del relato. Como advertía Hayden White a los historiadores con evidente provocación, "se pueda crear un discurso imaginario sobre acontecimientos reales que puede ser no menos ``verdadero'' por el hecho de ser imaginario" (1992, 51)). Por otro lado, que el historiador apele a la condición de discurso referencial para identificar su saber no agota el asunto propio de su disciplina. Hay, en efecto, un elemento en su operación cognoscitiva que es paradójico. Como decía Greimas (1980, 31), bajo la disciplina histórica se elaboran textos que pretenden la reconstrucción de un referente extralingüístico (la realidad histórica) mediante la información dada por un referente que es lingüístico (el documento): de ahí procedería lo que se ha denominado la ilusión referencial o, en palabras de Barthes, el efecto de realidad (1987).

        

         ¿Qué consecuencias cabe extraer, pues, de la distinción entre lo literario y lo histórico, así como de los matices últimos que la completan? En primer lugar, como decíamos antes, predicar desde la literatura  la existencia  de un ente externo acaba siendo irrelevante, porque toda la operación de designación está atravesada por ese valor semántico que es el propio de la ficción. Por tanto, es un error pensar que es posible establecer una jerarquía de novelas de acuerdo con el tipo de referencialidad en el que sus autores dicen basarlas: los materiales históricos, sociales y biográficos sufren un proceso de inevitable irrealización que se produce con el artificio mismo del hecho narrativo. Parafraseando a Borges podríamos decir que el mundo real, extratextual, parece obra de dioses subalternos, inescrupulosos y descuidados: olvidaron darle orden y su condición  se asemeja más a un sueño instantáneo y eterno que a una novela. Sólo después, cuando despertamos, le damos un orden sucesivo, le "damos ‑‑añade‑‑ forma narrativa a nuestro sueño, pero nuestro sueño ha sido múltiple y ha sido simultáneo": el relato es, pues, siempre e inevitablemente un artificio que impide la ejecución de la mímesis como copia y que la realiza en forma de representación.

                   Asimismo, y en segundo lugar, afirmar sin más que el problema de la realidad en la obra histórica es también un problema interno no liquida la idea de verdad y del respeto que le debemos de acuerdo con las condiciones en que la fundamos. Veamos. Quizá convenga desembarazarse de una idea de verdad histórica de filiación positivista en la que todavía siguen creyendo algunos de nuestros colegas. Quizá debamos admitir que ésta, la verdad, no puede ya entenderse como correspondencia con una realidad externa del pasado que, por definición, es inexistente. En efecto, lo único realmente existente son otros textos, los documentos, en cuya información nos basamos. Quizá debamos resignarnos a admitir con Greimas que esa verdad acabe dependiendo de un contrato enunciativo o de veridicción entre un enunciador y un enunciatario, y que ese contrato sea sobre todo una forma de comunicación, de retórica, de lo que se tiene por cierto, de lo que admitimos como verdades intersubjetivas.

        


         Ahora bien, a lo que no nos resignamos es a vulnerar ese mismo contrato identificando sin más la historia con otro género literario. Si esto se tolera sin mayor pormenor, deberemos aceptar igualmente que sean la imaginación, la ficción y el embuste los productos de nuestra operación, como loson en la narración. Es decir, la obra histórica debe fundar sus enunciados en unos materiales externos (documentales y, por tanto, textuales) que son uno de sus límites deontológicos, materiales a los que no se les puede violentar o de los que no se puede prescindir. Esto es, el novelista no está obligado a respetar ningún referente externo; el historiador, sí, aunque este mismo referente externo sólo sea un material tan poco fiable como el documento del que se sirve. Dicho en otros términos, y como anotó Carlo Ginzburg, la labor del historiador en este punto no es meramente retórica, como, por ejemplo, Hayden White suele defender. Es también ‑‑añade el historiador italiano‑‑ similar al ejercicio profesional de la medicina: no sólo hay que persuadir al paciente de que lo curamos, sino que, efectivamente, ha de experimentarse la sanación y la mejoría (1993).

 

        

Polifonía histórica e imaginación literaria        

                                                                                                                        "De donde concluyeron que los hechos exteriores no lo son todo. Es necesario completarlos con la psicología. Sin la imaginación la historia es imperfecta".

 

                                                                                                                                    Gustave Flaubert

 

 

         "No son los creadores de lo imposible los que padecerán por la marcha del tiempo (...). Los escritores a que puede herir el tiempo son esos escrupulosos realistas, observadores minuciosos de cada detalle de este mundo que pasa. Porque, con seguridad, nada es más frágil que un hecho; un hecho se lo lleva el viento más pronto que una ensoñación. Una fantasía puede durar tres mil años".

    

                                                                                                                                    G. K. Chesterton  

        

 

         Por todo ello, por las razones aducidas, y volviendo al caso de la novela, no tiene sentido discriminar entre las obras literarias en virtud del realismo genético y de  la referencialidad externa a los que dicen supeditarse. ¿Significa eso que no hay posibilidad real de conectar historia y literatura? Desde mi punto de vista, y coincidiendo en parte con algunos de los mejores argumentos de Isabel Burdiel, la conexión puede postularse desde diferentes planos. Por lo que ahora nos interesa, deberíamos admitir que hay, al menos, dos maneras de establecerla en relación a la novela, dos maneras que no son excluyentes. La primera es la que sostiene una cierta presencia de la historia en la obra literaria; la segunda sería inversa, en concreto aquella que permitiría defender una cierta presencia de la literatura en la historia. Veámoslas.

 

         Habiendo descartado el presupuesto de una teoría del reflejo y habiendo admitido a la vez que la historia tiene su presencia en los relatos literarios, convendría preguntarse de qué clase sería esta presencia y cuál su estatuto.  Para  abordar la cuestión, lo que inmediatamente subraya Isabel Burdiel es que quizá sea preciso analizar con mayor profundidad la férrea distinción entre lo pasado realmente y lo imaginado: lo primero tomado habitualmente como aquello de lo que habla la historia; y lo segundo expulsado y cancelado por ser el producto de la invención.

        


         Lo ocurrido efectivamente es pensable desde la historia no porque haya acontecido, sino porque ha dejado vestigio documental. ¿Podría llegar a suceder lo mismo con lo imaginado? Los materiales de la imaginación son con toda seguridad los productos más lábiles de la condición humana a pesar de ser, o precisamente por ser, fruto de una facultad común que nos ayuda a vivir. Decía Jean Starobinski que la principal cualidad del recurso de la imaginación es insinuarse en el ejercicio mismo de la percepción y mezclarse con las operaciones de la memoria abriendo con ello el horizonte de lo posible, de lo que nos atemoriza y de lo que gozosamente esperamos. Además, añade nuestro autor,  son dos las funciones que cabe atribuirle. Una de ellas, la más obvia, es la de anular o reemplazar nuestro horizonte perceptivo real: "al volver la espalda al universo evidente que el presente acumula en torno nuestro", la imaginación nos insta a tomar "distancias y (a) proyectar sus fabulaciones en una direccción en la que no tiene por qué tener en cuenta la posibilidad de una coincidencia con el acontecimiento". Es en este sentido en el que se habla comúnmente de "ficción, juego, o sueño, error más o menos voluntario, fascinación pura". Ahora bien, hay otra tarea que desempeña nuestra imaginación y que es la de la cooperación paradójica con lo que el propio Starobinski llama la "función de realidad": "la imaginación, como anticipa y previene, sirve a la acción, esboza ante nosotros la configuración de lo realizable, antes de que sea realizado" (1974, 137‑138).

        

         ¿En qué medida la literatura debe concebirse como práctica de la imaginación? Según admite Starobinski, "es posible aducir la literatura como ejemplo de la actividad imaginaria". Pero imaginaria en ambos sentidos, convendría añadir. La novela, por ejemplo, podemos concebirla como una huida de la realidad, como una impugnación de lo efectivamente acaecido, como una eficaz o letal narcótico que nos permite desentendernos de lo que nos compete, a la manera de Alonso Quijano o de Emma Bovary. Basándose en esta concepción de lo literario, han conspirado contra la novela, por ejemplo, quienes han visto en ella una rival perceptivo que favorece una  entrega irresponsable. Esta posición sobre la percepción la supo expresar con tino y con paradoja enunciativa aquel que era un héroe de ficción y opiómano practicante: Sherlock Holmes. Él, le confesaba a Watson en Estudio en escarlata, debía desinteresarse de lo inútil porque el cerebro humano, su cerebro concretamente, sería algo así como un pequeño ático vacío en el que habría que meter el mobiliario: las gentes necias ‑‑continuaba el detective‑‑  amontonan sin criterio, dejando poco lugar para los enseres necesarios o anulando el espacio mismo, convertido de ese modo en un ámbito impracticable o inhabitable. Expresada en estos términos, la percepción de la realidad sería, pues, algo así como un juego de suma cero. La novela y, por tanto, la imaginación de lo inútil vendrían a ocupar inmoderadamente el espacio reservado a lo real.

        


         No estoy seguro, sin embargo, de que la mente funcione como nuestro héroe pensaba. La imaginación desempeña, como decíamos, una tarea expansiva y no meramente sustitutiva: la adaptación al mundo real nos exige ensanchar nuestra práctica perceptiva, rebasar los datos del instante presente y, en fin, construir mundos posibles y escenarios alternativos. A esta tarea se han entregado los novelistas desde antiguo y a ese tipo de fruición expansiva se han dedicado los mejores lectores que, si no ando equivocado, suelen ser los mismos que se toman la literatura y la imaginación como ese estimulante necesario, como ese narcótico de uso tónico y moderadamente euforizante. Esa función de la imaginación ha sido subrayada por el psicoanálisis e, incluso, también por alguno de sus rivales más feroces (el cognitivismo), así como, en fin, por otras corrientes de la propia teoría literaria. Antes de ser sostenido eso mismo, fue, sin embargo, Robert Louis Stevenson quien mejor lo supo expresar. Según señalaba en un pasaje de su obra, tomaba por los libros más decisivos aquellos que son literalmente fruto de la imaginación.  Más en concreto, frente a gruesos tratados doctrinales, etcétera,  las novelas no nos atarían a dogmas que después debiéramos reemplazar o abatir. Por el contrario, anotaba nuestro autor, nos dan significados accesibles acerca de la trama de la experiencia, experiencia que es vivida y, a la vez, imaginada. O nos proponen, añadiríamos por nuestra parte, escenarios hipotéticos que podamos tomar como falsilla o anticipo de una experiencia que aún está por vivir.

        

         Por ello, por todo ello, es muy ajustada la referencia que Isabel Burdiel evoca citando a Raymond Williams: "pensar e imaginar (...) son desde el principio procesos sociales inseparables de todos los procesos sociales: producir, vivir, comer y luchar. Pensamos, vivimos, luchamos e imaginamos a la vez", apostilla. Si nos hemos acostumbrado a verlas como actividades separadas y sucesivas es porque la concepción de lo simultáneo se nos resiste, según nos recordaba Herbert Simon (1989). Más aún, la división cartesiana del mundo, que, como decía Lévi‑Strauss (1985), es la forma común de pensar que tenemos los occidentales se opone a la idea de simultaneidad y de totalidad que los obstinados salvajes se empeñan en admitir. La fragmentación disciplinaria y la división de los objetos de conocimiento, que son una forma de dar orden racional, cartesiano, para enfrentar los problemas concretos de la vida, nos han hecho olvidar esa condición primaria, integral, inescindible y continua que propiamente la define.

        

         Pues bien, la literatura es una de las manifestaciones más evidentes de la imaginación. Asimismo, la vida material y la vida cotidiana son objeto mismo de representación imaginaria. En fin, una parte de nuestro actos rutinarios son tolerables gracias a que nos los imaginamos,  y, a la vez,  se han incorporado como materia de la disciplina histórica. En consecuencia, no veo por qué no podría suceder eso con aquellos productos que identificamos como novelas. Son productos, en efecto, de la imaginación de un autor y de las decisiones explícitas, voluntarias y conscientes que adopta en la construcción de ese universo narrativo. Pero son también condensación e intersección de los deseos, de las expectativas, de las frustraciones, de las voces que tienen cabida y que resuenan en su interior, sea o no consciente ese mismo autor. Las novelas son un narcótico susceptible de usos tóxicos y son también un ensachamiento perceptivo para quien las escribe. Pero asimismo lo son para quien, al leerlas, las rescribe figuradamente, pues advierte en su interior los atributos en los que se reconoce o la historia personal a la que se adhiere y de la que se siente interlocutor o contemporáneo.

        


         Por eso, pues, debería ser importante lo imaginado para un historiador. Porque es en ese territorio en donde se libra la batalla histórica ‑‑o, al menos, es uno de sus frentes principales‑‑ de la autopercepción, de la percepción y de la representación erróneas o no de los sujetos históricos: imaginando, su representación del mundo y el concepto que de sí mismos se hacen los oponen a otras elaboraciones contemporáneas o heredadas con las que están en conflicto o las armonizan con otros significados de cuya lógica participan. Es por eso por lo que Isabel Burdiel habla de significados inestables, de fracturas entre ser social y conciencia y, en fin, "del carácter dialógico de las experiencias sociales". Es por eso por lo que Isabel Burdiel subraya la teorización de Mijaíl Bajtin sobre la polifonía y la novela como espacio privilegiado del dialogismo. De eso justamente se ocupa la autora en la otra parte de su intervención.

 

          Además de lo anterior, la segunda manera de vincular la historia y la literatura era, según decíamos, la de postular una relación inversa:  aquella que permitiría sostener una cierta presencia de la literatura en la historia.  Cuando indicamos esto nos referimos a un efecto difusor y perceptivo que la novela, por ejemplo, puede tener en las representaciones del mundo que la suceden, que ya no son contemporáneas de aquélla pero de la que no pueden distanciarse. No me refiero a la suspensión temporal de la incredulidad, al encantamiento al que nos sometemos gozosamente como lectores de este o de aquel relato. Me refiero, por contra, a la huella indeleble que algunos de esos mismos relatos dejan en nosotros, a la condición imperecedera de la alucinación de la que hemos sido víctimas, alucinación, en fin, que no acaba de tener fecha de caducidad.

         

         En su celebrado libro Presencias reales, alude George Steiner a algunos de estos textos y a los autores a quienes se los adeudamos: Tolstoi, Flaubert, etcétera. En ese volumen y en otro en el que se ve obligado a detallar más concisamente el argumento, Steiner parte de Wittgenstein quien, en su conocido dictum, sostenía la naturaleza lingüística de los límites del mundo. Aplicando esa idea a un caso concreto, Steiner se interrogaba sobre las influencias que cabe atribuir a Shakespeare y al mundo por él inventado. "Cada provincia ‑‑admite con el auténtico estupor de una devoción‑‑ pertenece al mundo de Shakespeare, cada continente, cada océano, ¡es un verdadero mapamundi! (...) Creó Verona y Venecia cuando ya existían", a pesar de o justamente por no haber estado allí. "Creó lo que existía", rivalizando con la percepción realista y evidente de sus contemporáneos o de sus antepasados, y hostigando con su imaginación a quienes pudieran oponerle el dato real. Asimismo, "Shakespeare forzó la historia inglesa. Nuestros reyes son los de Shakespeare, nuestras batallas son las de Shakespeare. El no vio esos archivos" de los que se valen los investigadores y en los que se reúnen las informaciones de las que se sirven. "Ni siquiera sabía qué era un profesor de Historia", añade. Sin embargo, somos nosotros quienes nos hemos formado en la imagen que a él le debemos. "Nuestros celos son los de Otelo, nuestras senilidades las de Lear, nuestras ambiciones las de Macbeth. Vivimos en la jactancia de su visión. Entramos en el molde de sus previsiones. La ficción ‑‑esta ficción‑‑  ofrece posibilidades de identificación con la vida". Tanto es así, tal es la fuerza de esa imagen, que lo común es que identifiquemos "nuestra situación más por la ficción que por el documento" (1994, 178‑179).         

 


         Eso ha ocurrido con Shakespeare, pero también con otros autores a quienes cabe atribuir algunas de las narraciones más vigentes e influyentes: las narraciones y las imágenes mismas que forman parte de nuestra percepción, de nuestro recuerdo, de nuestra evocación y a partir de las cuales nos definimos y definimos el mundo. Son el mapa en el que el territorio de nuestras emociones aparece roturado. Son o forman parte de la descripción cartográfica con la que nos orientamos percibiendo lo que es posible o lo que no lo es, con los signos convencionales que nos indican y con las señales que nos advierten. Son, en fin, los relatos que derrotan a los historiadores, que nos derrotan, los relatos a los que no hay que oponer el dato fiel, realista, sino a los que cabe interrogar para advertir cuáles son las causas de la fascinación que provocan y cuáles las relaciones que mantienen con la historia, con su tiempo y con el nuestro.

        

         Porque, en efecto, esas relaciones no están dadas de una vez para siempre y es al lector a quien compete principalmente activarlas y renovarlas. Tanto es así que, como admitía Umberto Eco al principio de I limiti dell'interpretazione, dando apostilla a sus propias investigaciones de años atrás, "el fantasma del lector se ha introducido en el centro de las diversas teorías" literarias (1992, 23). Así, el lector habría cobrado un protagonismo inaudito ‑‑a cuyo descubrimiento habrían contribuido, por otra parte, la hermenéutica, la teoría de la recepción y la semiótica‑‑ y su papel se habría vuelto explícito hasta el punto de compartir el gobierno de la obra literaria con la voz autorial. Al final, cabría admitir nuestra mutua y universal condición de lectores, nuestra común capacidad para percibir y recrear el mundo y los productos culturales de los que nosotros seríamos sus felices destinatarios. De ese modo, por ejemplo, el autor o el lector que es contemporáneo de la obra literaria podrían ver o creerían ver datos o materiales narrativos que, tal vez, fueron un traslado referencial. O, por el contrario, podrían apreciar la distancia que se dio entre la ficción y sus personajes, por un lado, y el referente externo en el que parecían fundarse. En cambio, la fruición posterior puede muy bien ver otras cosas e invertir las relaciones que se postularon entre obra e historia.         

 

         Aun siendo un producto materialmente acabado, ni la novela está cerrada con el sello intencional y manifiesto del autor, ni es ajena a las solicitaciones cambiantes de la propia sociedad. Mantiene, por el contrario, complicados tratos con un referente externo que, de existir o de haber existido, no es evidente y es modificado por la relación literaria misma  a lo largo del tiempo. Igualmente, tampoco el contexto de producción y de lectura de la obra es un dato inerte e inmodificable, pues lo que nuestros antepasados vieron como obvio nos resulta hoy poco claro de acuerdo con nuestra percepción o interpretación. Por eso la historia cultural de la novela  que aquí defendemos se basa en una operación de lectura que se sabe justamente histórica. Y es histórica porque ésa es nuestra evidente condición de autores‑lectores aquejados siempre de inmanencia, limitados a apreciar aquello que nos confirma o a advertir aquello que nos desmiente, ocupados en fin de incorporar y añadirle a las obras algo de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestras zozobras y de nuestras esperanzas.         

 


         Isabel Burdiel ha sabido ver esto y ha sabido captar la potencia mítica de algunos de esos relatos que ahorman nuestra percepción de algunos hechos o situaciones. Ha sabido que hay obras literarias en las que hay una fuerte presencia de la historia, una resonancia de voces cuya audición depende de quien escucha, unas narrativas en conflicto que son las propias de su tiempo y de las que el propio autor no tiene por qué ser consciente. Ha sabido, a la vez, que hay novelas sin fecha de caducidad, sin deterioro evidente, y cuya vigencia es tal que forman parte de nuestro sentido común, o, mejor, cuya duración es tal que nuestras preguntas continuas y básicas tienen cabida en sus páginas a pesar de distanciarnos décadas o, incluso, siglos.

        

         De entre los ejemplos posibles, ha optado por uno de los casos que más y mejor exige esfuerzo analítico, calidad reflexiva y solidez argumental. ¿Por qué razón? Porque se trata de "una obra considerada menor" y hasta hace poco maltratada o ignorada por una crítica canónica y desdeñosa; porque "cuenta una historia absolutamente improbable", careciendo, por tanto, "de intención alguna de ser una novela histórica"; y, en fin, porque se la debemos a una mujer, lo cual era, en origen, el elemento más problemático de un posible relato. Me refiero, claro, a Frankenstein, de Mary Wollstonecraft Shelley. De ese conjunto de dificultades, como el lector puede comprobar en la páginas que preceden, Isabel Burdiel extrae una serie de ventajas probatorias y consigue darnos un análisis muy convincente, sin pereza reflexiva y con respeto a un texto que es, ahora sí, literalmente histórico.

        

        

        

         REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS        

        

        

            ADORNO, T.W., Notas de literatura. Barcelona, Ariel.

        

            ALBALADEJO, T. (1992), Semántica de la narración: la ficción realista. Madrid, Taurus.

 

            ARISTOTELES/HORACIO (1987), Artes poéticas. Madrid, Taurus.

        

            BARTHES, R. (1987), El susurro del lenguaje. Barcelona, Paidós.

        

            BENVENISTE, E. (1983), Vocabulario de las instituciones indoeuropeas. Madrid, Taurus, 1983.

        

            BRUNER, J. (1988), Realidad mental y mundos posibles. Barcelona, Paidós.

 

BURDIEL, I. (1996), "Introducción", en Mary W. Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid, Cátedra, pp. 7‑113.

        

            ECO, U. (1985), Tratado de semiótica general. Barcelona, Lumen.

 

            ECO, U. (1992), Los límites de la interpretación. Barcelona, Lumen.

        

            FEBVRE, L. (1975), Combates por la historia. Barcelona, Ariel.

        

            GERGEN, K. (1993), El yo saturado. Barcelona, Paidós.

        


GINZBURG, C. (1993), El juez y el historiador. Madrid, Anaya & Mario Muchnik.

 

            GREIMAS, A.J. (1980), Semiótica y ciencias sociales. Madrid, Fragua.

 

             LEVI‑STRAUSS, C. (1985), El pensamiento salvaje. México, FCE.

 

             LOZANO, J. (1987), El discurso histórico. Madrid, Alianza.

 

             PARAISO, I. (1995), Literatura y psicología. Madrid, Síntesis.

 

SERNA, J. (1996), "Frankenstein en la Academia. Literatura e historia cultural", Claves de razón práctica

núm. 66 (1996), pp. 68-73.

        

            SIMON, H. (1989), Estructura y límites de la razón humana. México, FCE.

 

            STAROBINSKI, J. (1974), La relación crítica (Psicoanálisis y literatura). Madrid, Taurus.

 

            STEINER, G. (1991), Presencias reales. Barcelona, Destino.

 

            STEINER, G. (1994), George Steiner en diálogo con Ramin Jahanbegloo. Madrid, Anaya & Mario Muchnik.

        

            VARGAS LLOSA, M. (1990), La verdad de las mentiras. Ensayos sobre la novela moderna. Barcelona, Círculo de Lectores.

        

            VILLANUEVA, D. (1992), Teorías del realismo literario. Madrid, Espasa Calpe‑Instituto de España.

        

            WHITE, H. (1992), El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Barcelona, Paidós.