¿Qué nos enseña Harry Potter?

 

                                    (Publicado originalmente en Cuadernos de Pedagogía, nº 302, mayo 2001, págs 80-82.)

                                                                                                         Justo Serna

 

 "Hay esperanza: en estos momentos millones de adolescentes leen en el                         mundo  a Harry Potter, libros difíciles y gordos. Esos niños necesitan silencio y 

 les   dicen a sus padres que apaguen el televisor".  

                                                                                                     George Steiner

 

 

 

1. Hace unos años apareció en el mercado editorial un volumen cuyo título --Cuatro buenas razones para eliminar la televisión-- hizo fortuna. ¿Por qué razón? Porque presentaba uno tras otro los argumentos, los cuatro argumentos que, a juicio de su autor, justificaban el abandono razonable y necesario de este medio audiovisual. Si apagamos el tubo catódico, decía Jerry Mander, podremos evitar sus males previsibles, los efectos perversos que nos ocasiona. Según ese diagnóstico, la televisión sería una suerte de estupefaciente que provocaría adición, fantasía hipnótica y confusión entre realidad y ficción, entre otros males. En realidad, añadía Mander, no habría usos diferentes del medio, sino que la emisión llegaría por igual a su público y nos dañaría sin remedio, sin oposición, sin freno, como un tóxico.

 

En El País del día 7 de diciembre de 2000, en una sección apartada y recóndita leíamos una significativa noticia de agencia. Los niños de Rietheim –se decía--, una población enclavada en el sur de Alemania, tendrían prohibidos a partir de entonces los libros de Harry Potter, de J.K. Rowling. ¿Por qué razón? Porque el consejo de la comunidad evangélica había decretado por mayoría que las aventuras de Harry Potter eran perjudiciales para los más pequeños, ya que podían inducirles a creer en la magia y en los espíritus. "Considero que es un peligro para nuestros niños; a través de los trucos de la magia son conducidos al ocultismo y eso no puedo permitirlo como cristiano", aseguraba Christopher Schoell, uno de los miembros del Consejo, en declaraciones a Bild.

 

Hay una curiosa coincidencia, una sorprendente cierta vecindad, en los argumentos de Mander y Schoell, a pesar del tiempo transcurrido y de los asuntos diferentes de los que tratan. Según los diagnósticos respectivos, la televisión y Harry Potter serían un fármaco dañino, una vía de escape, un filtro que nos saca de nosotros mismos, un estupefaciente o una fantasía que nos dilata, que nos expande, que nos hace perder el control de lo real, que nos hace convivir con fantasmas, en un mundo de espectros. La verdad, esos escrutinios se nos antojan un pelín apocalípticos, pero, lejos de rechazarlos sin más, creo que hay que considerarlos porque aciertan en lo fundamental, aunque la valoración moral que eso nos provoca sea distinta. Creo que, en efecto, más allá de sus evidentes diferencias, la televisión y Harry Potter dan salida a una necesidad similar: nos hacen convivir con realidades espectrales, con fantasmas, unos fantasmas que son o forman parte de esa dimensión oculta que está en la realidad y que, sobre todo, está en nosotros, en la psique humana, en esa zona de sombra que también nos constituye. Lo oculto está en mí, las potencialidades están en mí, pero los espectros también, los ideales del yo que me sirven de referente y de expansión, de guía y de tutela, los modelos a los que me atengo y con los que me rehago. Entiendo, en efecto, que un clérigo –en este caso, alguien que vela por la salud de nuestra alma-- se sienta incómodo ante los poderes de Harry Potter: al fin y al cabo, son prodigiosos, capaces de las mayores hazañas, y sus logros no son inferiores a los de un buen milagro de la competencia. Pero hay una diferencia.

 

Este buen señor, el buen consejero alemán, no sabe leer, se toma literalmente los poderes de Potter y piensa que sus niños son incapaces de distinguir la ficción de la realidad, la fantasía del mundo empírico. Sorprende la inanidad de sus argumentos, pero sorprende más la incapacidad lectora o hermenéutica que manifiesta. Hasta el propio Harry, el niño naturalmente dotado de poderes, desconfía de la fantasía, de los fantasmas, de los magos y de los prodigios y sabe que no nos podemos fiar de las apariencias y de las soluciones milagreras. Nuestros jóvenes lectores, como Potter, no leen a pies juntillas, rectilíneamente, con falsilla, confundiendo los espectros con los seres auténticos, pues están investidos de una cualidad hermenéutica y crítica que les permite desconfiar de las ficciones, incluso de las ficciones de apariencia más realista. En efecto, lo que este buen consejero hace es reproducir los argumentos clásicos y seculares que se han formulado periódica y frecuentemente en contra de la ficción: que nos hace vivir vidas que no son las nuestras haciéndonos creer lo que no existe. Admitamos que lograr ese propósito sea la meta de la ficción: suspender el descreimiento de los destinatarios es el requisito básico a partir del cual el creador erige un mundo posible, empíricamente inexistente, pero que le toleramos porque nos hace proyectarnos más allá de la vida ordinaria y previsible que nos ha sido concedida. Pero sus efectos no son perdurables, simplemente porque, después del paraíso artificial, regresamos a la realidad, a la vida de vigilia.

 

Lo que este buen consejero parece ignorar es que los lectores oponemos nuestro escepticismo a lo que se nos cuenta y que a los niños no se les convence con cualquier cosa y saben –vaya si saben— distinguir instintivamente la verdad, lo engañosos, la fantasía y la verosimilitud. De ser cierto lo que el consejero dice habría que censurar y eliminar toda la literatura de ficción porque, a la postre, dañaría nuestro sentido de la realidad y nos llenaría la percepción sensorial de espectros inmateriales. De igual modo, lo que Mander no tiene en cuenta es que sus argumentos contra la televisión (que si es un tóxico, que si es un estupefaciente, etcétera), de ser ciertos no son nada originales porque ya se emplearon contra las novelas, contra las ficciones, contra la lectura privada, silenciosa e hipnótica en la que nos sumen las ficciones. Pero hay más. Así como no hay dos lectores iguales, no hay dos lectores que respondan al mismo estímulo con la misma respuesta condicionada, tampoco hay dos espectadores cuya fruición televisiva sea idéntica. Pues bien, lo que Jerry Mander pretende decirnos no es que haya dos telespectadores iguales: lo que pretende decirnos es que todos respondemos de la misma manera al mismo estímulo porque el medio provocaría idénticos efectos estupefacientes. Es como si el mensaje que se nos transmite nos llegara al modo de una bala mágica; es como si la emisión nos llegara por una infiltración de aguja hipodérmica. Si algo ha probado la historia cultural, la historia de los efectos de la lectura y de la descodificación de los productos culturales, la historia de la recepción, es justamente su variedad, la vastedad de respuestas, los modos diversos que tenemos de dar acogida y de emplear los mismos artefactos, los frenos que instintivamente oponemos a lo que nos desmiente o incluso a lo que nos gratifica.

 

 

2. Pero vayamos más allá y abandonemos ahora a Jerry Mander y su jeremiada apocalíptica. Imaginemos que efectivamente la capacidad disolvente que el consejero atribuye a Harry Potter fuera la que él declara y que sus libros les enseñasen a los niños los poderes de la magia y del ocultismo. Es decir, imaginemos que todos los niños recibieran igual esas historias. ¿Tan dañinas serían? Averigüemos sus efectos secundarios, los malos usos y las repercusiones nocivas que el consejero denuncia; averigüemos qué defensa de la magia es la que allí se hace. Para ello tomaremos el primero de los volúmenes, el más vendido y el que ha logrado elevarse en todo el mundo a los primeros puestos de los libros más vendidos desde hace un par de años. Me refiero a Harry Potter y la piedra filosofal. Lo tomaremos como ejemplo, como banco de pruebas y como vía de acceso.

 

Para empezar hay que admitir que, en efecto, Harry Potter es mago, se descubre con poderes, pero el hecho de serlo no le ahorra vivirse como humano, no le evita afrontar su propia infancia, llena de esperanzas, de esfuerzos, de logros y de obstáculos. Es un niño huérfano, un niño que perdió a sus padres en un lance oscuro, un niño que reside con unos tíos odiosos y cascarrabias, unos familiares de recambio que no le dispensan cariño alguno y que, a la postre, lo maltratan y lo ningunean. En esas páginas resuenan unos ecos dickensianos más que evidentes, los ecos de Oliver Twist, de David Copperfield o de Grandes esperanzas; y son las páginas en que se nos describe una infancia de esfuerzo y de arrojo, una infancia en la que el héroe está obligado a auparse solo, en la que está obligado a responsabilizarse de sí mismo en el colegio de magos en que finalmente estará internado. En pocas palabras, es la infancia como el momento del aprendizaje y la hechura del saber, con el descubrimiento de la identidad madura. Son las páginas en que nuestro protagonista da muestras abundantes de valor, hasta de temeridad, como tantos y tantos personajes de la literatura infantil a los que rindiera tributo Fernando Savater en un viejo volumen de grato recuerdo. Son las páginas en que se le revela el precio de la camaradería, la amistad con el ogro bueno, con el ayudante que describiera Vladímir Propp para los cuentos de hadas, con el adulto imperfecto, herido y dolido, pero entrañable, que está ahí para socorrernos y para ejercer de mentor, al modo de Long John Silver. Son las páginas en que Harry Potter debe evaluarse sin temor, sopesar el destino que enfrenta y que no es otro que el de hacer valer el nombre del padre (de los padres, en este caso), como hiciera Telémaco con Ulises. Pero son también páginas en que la obligación contraída con la memoria familiar no encadena o paraliza puesto que debe resolverla con gestas propias que le prueben la calidad noble de sí mismo: precisamente lo contrario de lo que predicara Fénelon, preceptor del duque de Borgoña. Por tanto, el "Telémaco" de Rowling es contrario al manso hijo de la tradición clásica, obligado sin más a atemperar las pasiones, a no dilapidar la fortuna familiar y a no arruinar el nombre del padre.

 

Como insistió Propp al subrayar el papel funcional del villano en los cuentos de hadas, hay también aquí un malo: alguien que quiere secuestrar a una princesa o que quiere arrebatar un tesoro, en este caso la piedra filosofal custodiada por un perro de tres cabezas. Es Lord Voldemort, un antiguo mago bueno que, como el primer demonio, como el ángel caído, eligió el lado oscuro, hundiéndose en un cenagal de perversidad, y contra el que Harry Potter reemprende el eterno combate del bien contra el mal, una liza para la que el villano cuenta con algún aliado, con algún felón que está dentro del propio colegio. El internado y sus alrededores son o forman un laberinto, como no podía ser de otro modo, ya que vida y colegio, bosque y hogar, son enigma y son el escenario en donde se prueba y se evalúa el héroe. Hay un bosque, el bosque como amenaza y como aprendizaje maduro e iniciático de la experiencia, el bosque como destierro y como juicio, un bosque poblado por animales fantásticos y en el que Harry debe pasar toda una noche; y hay también corredores secretos, auténticos desfiladeros del alma, en los que Potter ha de dar muestras de coraje, corredores por los que se adentra al superar acertijos, al descifrarlos y al descifrarse a sí mismo. Desde Edipo, ese recurso es constante y, desde Sófocles, es metáfora y emblema de la suerte humana, del destino que gallardamente hemos de asumir. Ese bosque y esos pasillos son --insisto-- el escenario de la lucha y de la restauración del statu quo anterior: como en todo cuento de hadas, esa restauración es la del rescate de la princesa o la de la devolución del tesoro: en pocas palabras, la de la rehabilitación del orden.

 

¿Y para qué querría el villano apropiarse de la piedra filosofal, esa llave mñagica de una tradición que se remonta al Medievo? Para alcanzar la inmortalidad corpórea, para rebasar la triste condición y límite que le aqueja. El mago malo, Lord Voldemort, es eterno pero carece de cuerpo y, por eso, transita de uno a otro para seguir infligiendo daño y cometiendo toda clase de ruindades, de daños. El valor demostrado por Harry Potter frustra las pretensiones del villano al impedir que logre su propósito. Ahora bien, como en todo cuento de hadas, como en la vida misma, sospechamos que la restauración y la rehabilitación del orden no son definitivas, sabemos que no hay una extirpación completa del mal. Si sucediera lo contrario, si lo hubiéramos eliminado de una vez para siempre, nos amputaríamos, nos cercenaríamos, y ya no podríamos elegir propiamente, ya no podríamos probarnos, ya no podríamos verificar el temple moral del héroe, de ese héroe accesible y humano que es de quien aprendemos las enseñanzas principales, el modelo de excelencia que nos sirve. Pese a lo que siempre se ha repetido, el mal y la culpa --como nos recordaba recientemente Paolo Flores d'Arcais-- no son fruto de la arrogancia humana, no son la creación jactanciosa del hombre aupado hasta Dios, sino que son resultado del discernimiento maduro de la norma: cuando aceptamos la existencia del mal y de la culpa, empezamos a tomarnos en serio como seres humanos y es justamente cuando comenzamos a elegir como tales, como individuos morales. Por tanto, lo que el lector intuye es que el Lord Voldemort no ha desaparecido porque aún tiene un papel que desempeñar, una función que cumplir: la de probar el temple del héroe, la de obligarle a elegir. El villano regresará para que Harry Potter continúe, en las sucesivas entregas de la serie, reemprendiendo de nuevo el eterno combate contra el mal y confirmando que también para él, para ese jovencito que disfruta embelesado con las aventuras del protagonista, vivir es sobrevivir bravamente.

 

Si después de lo anterior, aún seguimos pensando que el ejemplo de niño mago es tóxico, hipnótico e inicuo, que es un mal ejemplo moral, que confunde o que perturba la mente de nuestros hijos con ocultismo o con fantasías dañinas, que sólo provoca confusión entre realidad y ficción, que les llena sus cabezas de fantasmas, entonces tendremos cuatro, cinco, seis.., mil buenas razones para eliminar a Harry Potter, para cerrar sus libros, para apagar la televisión --esa encarnación contemporánea del mal-- y para compartir el paraíso con Jerry Mander y con Christopher Schoell. Al Stephen Dedalus del Retrato del artista adolescente no le apetecía la promesa del porvenir católico, del paraíso clerical: ¿qué me prometen por el lado del bien, del bien eterno?, se preguntaba. ¿Una eternidad en el cielo en compañía del señor decano? ¿Qué nos prometen Jerry Mander y Christopher Schoell?, podríamos preguntarnos nosotros. ¿Una eternidad de cincuenta, sesenta o noventa años por vivir sin riesgo y sin espectros? Creo que deberemos pecar, que deberemos leer a Harry Potter y que deberemos encender la televisión; pero creo también que no deberíamos precipitarnos ni empacharnos, que no deberíamos hacerlo todo a la vez: hay tiempo suficiente, una eternidad.

 

 

                                    Referencias bibliográficas

           

 

            Flores d'Arcais, P., El individuo libertario. Barcelona, Seix Barral, 2001.

 

            Mander, J., Cuatro buenas razones para eliminar la televisión. México, Gedisa, 1978.

           

            Propp. V., Morfología del cuento. Madrid, Fundamentos, 1972.

 

            Rowling, J.K., Harry Potter y la piedra filosofal. Madrid, Salamandra, 2000.

 

            Savater, F., La infancia recuperada. Madrid, Taurus, 1976.

 

            Serna, J., -"Freud: el arte de leer ficciones", Lateral, núm.  67,julio-agosto de 2000.