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                                            Qué jóvenes

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 8 de junio de 2007

 

 

            Días atrás, después de un agradable almuerzo dominical, pude disfrutar de una amable conversación con cinco personas: cinco jóvenes de edades comprendidas entre los 17 y los 24 años, jóvenes a quienes conozco y frecuento desde que eran muy chiquititos. ¿Cómo son estos muchachos? Tres de ellos están acabando sus respectivas carreras: uno, arquitectura; otro, ingeniería informática; el tercero, historia. ¿Qué estudian los restantes? Uno ha iniciado derecho para licenciarse en ciencias políticas; y el otro está en el bachiller de humanidades pensando dedicarse a algo que colme su inquietud creativa. ¿Las calificaciones que obtienen? Sobresalientes, buenas o, en horas bajas, simplemente aceptables.  

           Los cinco utilizan libros: no sólo sus manuales. Quiero decir, han leído diccionarios de cine, por ejemplo, o han disfrutado la saga entera de El señor de los anillos o el serial de Harry Potter o el ciclo de Alatriste o algunos de los volúmenes divertidos y alimenticios de Gomaespuma y de Andreu Buenafuente. De niños se regocijaron con los films de Disney, entre ellos El Rey León o La Bella y la Bestia. Pero pronto, muy pronto, se inclinaron por la ironía, por los guiños y por la inteligencia de Pixar: esto es, Toy Story y otras obras de semejante factura. Desde jovencitos, los cinco han sido muy conversadores, parlanchines a los que, sin embargo, les gusta escuchar: por supuesto, a veces se encastillan en posiciones de las que no saben apearse, pero por lo general son polemistas bien informados, temibles, bulliciosos.

            Recuerdo tardes inacabables de domingo jugando y parlamentando con ellos: buscando palabras extravagantes en enciclopedias comunes u organizando menesterosos concursos de saberes inútiles. “A ver --les decía-- gana veinticinco puntos quien primero diga tres tipos de yogur o cinco marcas de detergente o tres modelos de coche”. Etcétera. Desde luego, de lo que se trataba era de provocarlos con alguna rareza: “sólo valen –les advertía-- yogures desnatados con cereales; detergentes de los que hay que cantar el estribillo televisivo; o automóviles fabricados en Corea”. Insisto: de lo que se trataba era de arrancarlos de lo previsible, de lo evidente. Reciben caudales inmensos de información infecunda, pero ellos han sabido hacerla aprovechable: datos y más datos sobre los que pueden ironizar, sobre los que pueden hacerse una cultura aparentemente improductiva. Estos muchachos eran y siguen siendo espectadores habituados a la televisión, a series de culto y a comediantes sarcásticos. Por eso, desde pequeños son capaces de refinamiento crítico y de erudiciones prodigiosas.

            Son hinchas del Valencia CF y no piden disculpas. No extrañará, pues, que sean mañosos en el gimnasio, que luzcan incluso un torso recio. Desde niños les he visto dándole patadas al balón, encestando o patinando. Con soltura impenitente…, con la misma destreza, en fin, con que manejan el ratón: Internet es para ellos un mar en el que nadan sin mayor problema, braceando incluso entre blogs y fotologs. Pero no viven en el mundo virtual. Saben que hay que hallar un puesto de trabajo decoroso que compense sus esfuerzos y sus estudios --el patrimonio que reciben--, algo que han aprendido de sus padres o de esos abuelos a los que han podido escuchar con relatos de posguerra, con historias de penalidades y abnegaciones. Tal vez por eso no son radicales de salón.

            Acudieron a colegios públicos, esos que tan roñosamente sostiene la Generalitat: estudiaron o aún estudian en valenciano y se desenvuelven con envidiable pericia en este o en aquel idioma. De los cinco, cuatro tienen derecho al sufragio: los cuatro han votado, aunque ninguno al Partido Popular. Todos muestran una resuelta actitud de izquierdas. Vamos, que se reconocen simpatizantes de quienes han perdido las pasadas elecciones. Pero, a la vez, estos muchachos no callan su decepción ante la política informativa de esas organizaciones: su escaso mordiente o su débil empuje. Sin duda, los cinco podrían aconsejar a los asesores áulicos de los partidos.

            En La juventud domesticada, David Montesinos admite que los adultos solemos acusar a los muchachos “de utilizar un lenguaje de bárbaros”; admite también que solemos incriminarlos diciendo que son “zombis sometidos a las drogas de diseño y los juegos de ordenador”. En realidad, no son necesariamente así. “Aceptemos, siquiera por un momento, que todavía puedan sorprendernos”, apostilla sensatamente Montesinos.

            Desde luego. A mí aún me sorprenden..., los cinco.