Qué memoria histórica

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 10 de octubre de 2006

                                        

                               

En principio, la memoria es una facultad y es un depósito, pero una facultad y un depósito individuales, no colectivos. Cada uno recuerda u olvida cosas que le han pasado y que son relevantes, hechos dichosos o traumáticos. Por un lado, el recurso de la memoria es imprescindible; por otro, es un avío humano poco fiable. Es imprescindible porque nos da continuidad, nos da apariencia de orden y, en fin, nos hace creer en esa ficción tan necesaria que es la de pensarnos básicamente iguales, duraderos. Yo sospecho ser el mismo que fui y eso me salva, me hace coherente y me permite encajar cada hecho evocado en una autobiografía aceptable.  Pero a la vez esa rememoración de lo pasado es selectiva, escasa, orientada y narrativa, y así la facultan y la entorpecen recursos varios.

Por ejemplo, los olvidos de hechos traumáticos y que sólo tiempo después quizá puedan ser recordados con dolor y con duelo; por ejemplo, los recuerdos encubridores que tapan sucesos sobresalientes velándolos con reminiscencias hueras o triviales; o, por ejemplo también,  los recuerdos creadores, esas  remembranzas de cosas que jamás nos ocurrieron y que, sin embargo, juraríamos haber vivido o visto o conocido o experimentado. Más aún, podemos acordarnos de acontecimientos verdaderos y, sin embargo, exhumarlos ahora con un sentido bien distinto del que tuvieron. Es decir, creemos recordar exactamente lo que nos sobrevino y, muy frecuentemente, no es así: el significado que le atribuimos años después no es coincidente con el que le conferíamos cuando nos sucedía. Por tanto, la memoria suele alterar no sólo las remembranzas de hechos, sino también el valor que les damos, adaptando las cosas y su sentido a lo que hoy somos o pretextamos ser.

Si funciona así la memoria individual, ¿tiene justificación hablar de memoria colectiva o de memoria histórica? Si la memoria individual es necesaria pero tan poco fiable, ¿no serán igualmente dudosos los materiales de que se sirven las sociedades cuando recuerdan? La sociedades, por supuesto, no recuerdan, pues carecen de centro rector, de cerebro que unifique. Por tanto sólo podemos hablar de memoria colectiva o histórica como licencia del lenguaje según una analogía que toleramos. Pero esas mismas sociedades aspiran a organizar un relato consensuado de lo que han sido transmitiéndoles a los contemporáneos una filiación comunitaria, una continuidad con los antecesores y, sobre todo, un sentido que a todos mancomune. De ahí que se erijan monumentos, lápidas, inscripciones... Es un modo de convertir el pasado en paisaje, texto y lección, una argamasa que liga dando coherencia a lo que difícilmente la tiene. Hay gestas más o menos venturosas que se recuerdan. Pero hay también olvidos traumáticos padecidos por nuestros mayores o nuestros antepasados y que, sólo tiempo después, podrán resucitar gracias a un atormentado proceso de anamnesis. Lo aleccionador de ese pasado colectivo se vuelve presente y  el duelo por los traumas sufridos tiempo atrás se hacen actuales condicionando la vida de los contemporáneos.

¿Hay ventajas en esta tarea conmemorativa? Sí, pues por ejemplo sirve para dar la voz a las víctimas directas permitiendo formas institucionales de reparación. ¿Hay riesgos en estas operaciones de reminiscencia? Por supuesto, el abuso de la memoria ciega, determina y frena a los contemporáneos, pues quien es totalmente respetuoso con lo que sus antecesores remotos hicieron se extingue, anegado por el pasado, por las pertenencias patrimoniales de las que debería ser custodio: es la historia monumental de las fiestas patrióticas. Hay mucho movimiento conmemorativo institucional y hay mucho repudio por parte de quienes temen la exhumación de su pasado o el de sus familiares. Lo mejor que podemos hacer es no hablar de oídas y, en ese caso, yo les recomiendo vivamente la lectura del libro de Enzo Traverso titulado Els usos del passat (Puv, 2006). Sólo un analista tan perspicaz y tan documentado podía arrojar luz sobre las tinieblas de nuestra memoria, porque únicamente los historiadores de oficio pueden ser capaces de convertir la demanda de memoria en historia. Otros presuntos investigadores, en cambio, se proponen revisar el pasado cada dos por tres, como si el examen de lo pretérito pudiera hacerse sin técnicas, sólo con cuatro documentos traídos accidentalmente: como si bastaran un pocos testimonios para confirmar prejuicios, estereotipos. Pero los historiadores no corroboran sin más los recuerdos innumerables ni excitan sentimientos de los nuestros: tratan de mejorar las formas del discernimiento, que no es poco.