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                                         Terrores londinenses

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

                                  

 

Levante-EMV, 6 de julio de 2007

 

 

            Fui a ver 28 semanas después, de Juan Carlos Fresnadillo, coincidiendo con los atentados frustrados de Londres. La película no tiene nada que ver con los hechos que podrían haberse producido allí o en Glasgow. Pero el film ambienta los acontecimientos ficticios en Gran Bretaña, en su capital invadida por un virus. Los infectados actúan con rabia animal, con una voracidad impropia y la verdad es que dan pánico. Aunque conserva su anatomía humana, el zombi de 28 semanas después es como un monstruo: tiene los ojos inyectados en sangre, la mirada aviesa, extraviada; tiene una fuerza sobrehumana; tiene, en fin,  gran fortaleza, la suficiente como para poder matar o contagiar con una simple mordedura.

 

            ¿A qué se parecen esos seres sanguinarios? Sin duda, tienen un andar torpe y desarbolado semejante al de Frankenstein o al de los muertos vivientes; buscan la oscuridad y los recodos, como  los hombres-lobo o los vampiros siempre sedientos. Fíjense: el hombre-lobo o el vampiro son figuras originariamente humanas, víctimas de alguna mutación que ha trastornado su biología, pero son, además, seres que infligen el mal porque se sienten desdichados, porque se sienten apartados, porque se sienten repudiados por la comunidad. Son aleaciones bestiales: con su condición desdibujada y sin identidad fija, estable, definida. Experimentan, pues, un aborrecimiento, un desdén, y a causa de él se rebelan. ¿Contra quién? Contra sus semejantes, a quienes pretenden exterminar o convertir en congéneres. La mordedura no nos extermina, sino que nos transforma: despierta una fiera interior que teníamos alojada y que obra con crueldad irreprimible, ajena a los dictados morales.

 

            El mal, el contagio, la enfermedad, los monstruos, la mordedura fatal, los híbridos…, cuando el género cinematográfico del terror trata estos asuntos y lo hace con maestría, con fuerza metafórica, las películas nos recrean el mundo en que habitamos, nos devuelven la angustia que nos atenaza y llenan el entorno con una demografía atroz y populosa. El rostro del mutante no es tan distinto del nuestro: de hecho, salvo esos ojos inyectados en sangre nada hay que lo distinga verdaderamente. Desde que el género de terror se impuso en la literatura, son el anonimato, lo indiferenciado y la impunidad las bases del miedo. Ya no basta con el tintineo de huesos o con el ulular del fantasma. En la gran ciudad del Ochocientos –en el Londres de fin de siglo, por ejemplo--  anida una perversidad material, un mal que amenaza con destruir a sus habitantes bajo la forma del delito común o del acto terrorista: son seres indistinguibles, vestidos a la burguesa, sin máscara o indumentaria que revelen su vileza moral. En El agente secreto, Joseph Conrad trató precisamente la intimidación de quien aprovecha el enredo urbano para ocultarse y para matar con la explosión de un simple detonador.

            Un siglo después, ahora, Londres vuelve a experimentar la inminencia de la destrucción. En la ficción cinematográfica es un virus que trastorna y altera lo propiamente humano hasta sumirnos en un Apocalipsis de pesadilla, con una ciudad alucinada, gris, húmeda, gaseosa; en el Londres real de hoy es el acto destructivo y humeante de las llamas suicidas, con esos aeropuertos bajo permanente amenaza, con ese presentimiento de catástrofe. Parecen cosas distintas, pero, bien miradas, son terriblemente parejas. Como sabemos, las armas de destrucción masiva no son sólo las bombas nucleares o químicas, sino también las biológicas.

            En la película de Fresnadillo, Londres es una ciudad en cuarentena que trata de impedir el avance de microorganismos infecciosos, una urbe custodiada por tiradores de la OTAN, la vanguardia de unas tropas multinacionales encabezadas por  Estados Unidos. Sin embargo, los ejércitos están absolutamente desbordados: los contagiados, muy peligrosos, se mezclan con la población sana y la única respuesta parece ser la del exterminio de todos ellos, sin salvedades. ¿Lo conseguirán? Resulta aleccionadora y metafórica la balacera inacabable, el tiro al blanco... La ciudad está invadida por nuestros enemigos, no podemos aislarlos, y ante esa inminencia sólo cabe la aniquilación. En esa circunstancia, tratar de impedir la masacre es un gesto humano que algunos aún se consienten, pero es también un riesgo: el de la supervivencia del microorganismo.

 

            Veo la película y regreso a casa con una desazón irremediable que alimentan los mass media: no distingo metáforas, ni conjeturas, ni fantasías. Perdonen mi pesimismo alarmista --sin duda, infundado--, pero yo sólo veo… este verano inminente.