TODAS
LAS ALMAS
Justo
Serna
Ante
el espejo nos miramos, nos escrutamos, adoptamos poses favorecedoras o
afectamos ademanes extraños, ajenos, impropios. Ante el espejo ensayamos gestos
y papeles que luego nos servirán en público o que mantendremos ocultos, con
toda reserva. Decía Jorge Semprún que una de las peores vejaciones que sufrió
en el campo de concentración de Buchenwald en el que estuvo retenido fue la de
carecer de un espejo: poco a poco, la imagen de uno mismo se desvanece, pierde
el perfil y el volumen, se deteriora la identidad al arrebatársenos la forma y
el medio del reconocimiento. Son los otros quienes al mirarnos nos conceden una
apariencia. Son los ojos de los demás los que nos recrean y nos identifican a
partir de ciertos vestigios externos de nuestro rostro, de nuestra
indumentaria. A mirar se aprende y al mirar nos servimos de la experiencia
perceptiva previa, unos recuerdos visuales propios o heredados que clasifican,
que tipifican según el aspecto. ¿Somo dueños de ese aspecto que ofrecemos? Ante
el espejo hacemos mohínes o nos sorprendemos de lo que vemos, pero sobre todo
ante el espejo ensayamos y atesoramos los gestos que después mostraremos frente
a los demás, frente a los contemporáneos. Creemos que el aspecto pregrona
efectivamente nuestra identidad, que la cara es el espejo del alma, que podemos
hacernos una imagen cabal de quien es su portador. Decía Marcel Proust que
cuando damos comienzo al día la principal tarea que cada cual afronta es la de
recobrar la identidad, la de reconocerse a sí mismo, recuperando a aquel que
fuimos y que el sueño nos hizo perder. Cuando despertamos y remontamos la
vigilia, cuando empezamos pisando la dudosa luz del día, hay unos segundos de
aturdimiento y de zozobra, momentos en que no sabemos quiénes somos, sin
asideros firmes, sin expectativas. Añadía Erving Goffman que la tarea
verdaderamente laboriosa viene después, al mostrarnos a los demás, temerosos de
los otros. Igual que la vida de vigilia se suspende por unas horas, también con
el sueño desaparecen las convenciones, las reglas que nos hemos dado. Por eso,
insistía Goffman, cada mañana deberíamos rehacer la paz social, las relaciones,
los códigos de convivencia. Felizmente, podemos economizar muchos de esos
esfuerzos gracias a la memoria de esas situaciones y gracias a la fidelidad que
guardamos a nuestro aspecto. Quienes nos ven, ven sobre todo al mismo que
vieron ayer, con una indumentaria semejante que indica estatus, función o
profesión, papel social. Por eso, proteger y ser dueños de nuestro aspecto es
un modo de sellar la paz ordinaria que los otros nos reclaman.
Hace
mucho, mucho tiempo, en un lejano siglo XIX, unos antepasados nuestros idearon
un medio muy eficaz para proteger su aspecto, para ser aquello que parecían
ser. Mediante la fotografía, ese ingenio algo diabólico, creyeron retener su
yo, creyeron adueñarse de sy udentidad y de sus almas. De lo que se trataba era
de mostrar la imagen estable que de sí mismos querían dar. De lo que se trataba
era de presentarse ante los demás adoptando sus poses más favorecedoras. Nos
referimos, claro, al retrato fotográfico (en daguerrotipos metálicos o en
papel) y, en particular, a uno de sus soportes más extendidos durante el
ochocientos: las cartes de visite,
esa prodigiosa multiplicación del yo, de los rostros. Eran, en efecto, cartulinas de pequeñas dimensiones en las que se
estampaba la imagen fotográfica, el retrato en papel, y como su propio nombre
indica eran una manera de presentación en sociedad, una manera de dar las
señas, las señas de una identidad. No eran fotografías instantáneas ni
retrataban la espontaneidad, sino que eran resultado de una laboriosa
composición, al modo de la tradición pictórica. Porque si se trataba de mostrar
la identidad de cada uno, lo instantáneo y lo espontáneo eran peligrosos y eran
psicológicamente inaceptables, como anotara Ernst Gombrich. De ahí que nuestros
antepasados acudieran a los estudios fotográficos con su indumentaria más
elegante, con sus atavíos más distinguidos, y era allí en el taller del
retratista, en donde se ensayaban las poses más estudiadas; y era allí, en
aquel escenario artificial, en donde por indicación de los fotógrafos o por
voluntad propia los fotografiados afectaban ademanes distinguidos que los
ennoblecían, modos y maneras de representarse en una dramaturgia sin final.
El
viernes 27 de septiembre se inaugura en el Muvim (Sala Parpalló) una exposición
titulada “Encantados de conocerse. Fotografía, retrato y distinción en el siglo
XIX”. Esta muestra recrea para nosotros aquel mundo que hemos perdido exhumando
para ello casi trescientas fotos que pertenecen al coleccionista valenciano
Juan José Díaz Prosper. Los comisarios de la exposición son Salvador Albiñana,
Isabel Burdiel, Encarna García Monerris y Justo Serna, y el responsable de su
diseño espacial es Antoni Domènech. Les invitamos a acudir a la Sala Parpalló.
Allí podrán contemplar a sus antepasados, la identidad que ellos mismos se
forjaban ante el objetivo con el auxilio del retratista. Allí podrán observar
todas las almas y apreciar la inquietante familiaridad que compartimos con
aquellos muertos elegantes, pero también podrán descubrir el abismo que nos
separa, la extrañeza que sus poses artificiosas o envaradas nos provocan. Sin
proponérselo expresamente harán ustedes etnología de sus bisabuelos y análisis
de sí mismos, escrutando el espejo de sus antepasados, esa zona de sombra, ese
otro lado en el que también acabarán
por fijarse la imagen y el estupor de todos nosotros.