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Ultimi barbarorum

Justo Serna

EL PAÍS  -  C. Valenciana - 28-10-2000

Hace casi 20 años, después de aquel 23 de febrero en el que muchos volvimos a sentir rabia y repugnancia, miedo y coraje, un profesor vasco tomó la pluma y nos tonificó con el mejor ejemplo de valentía, con el recuerdo de un acto temerario, heroico. En 1672 -anotaba-, después de haber confiado en la república holandesa, en la seguridad que prestaba a sus miembros y en la libertad que les concedía, Baruch Spinoza intentó distribuir un pasquín indignado, un manuscrito en el que proclamaba su ira. Johan de Witt, el líder republicano de quien se había profesado amigo y seguidor, era asesinado en La Haya. En efecto, a escasas manzanas de su casa, una turba instigada por sus adversarios mataba y descuartizaba a De Witt. Con toda la rabia de la que fue capaz, Spinoza lloró al amigo y denunció ese acto cobarde y multitudinario. Ultimi barbarorum tituló el pasquín, es decir, el colmo de la barbarie, el extremo de la crueldad. No hay colmo para la barbarie, añadía aquel profesor vasco.Spinoza era un marrano de la razón, un perseguido de origen hebreo, de pertenencias inestables y de libertades personales tenazmente ganadas. En su Tratado teológico-político, publicado en forma anónima dos años antes de la muerte de De Witt, había defendido una sociedad regida por principios democráticos, una sociedad en la que la superstición no fuera su base y en la que no se pudiera "privar a los hombres de decir lo que piensan". Esta libertad, lejos de provocar inestabilidad y guerra, debería concederse a cada ciudadano. ¿Por qué razón? Porque -según concluía Spinoza- era el auténtico fundamento de la tranquilidad del Estado, el mejor modo de preservar la seguridad de todos. El ajusticiamiento bárbaro de De Witt le volvió incómoda su patria y le devolvió al origen mismo de su linaje, de su condición hebrea haciendo de él lo que siempre había sido: un desterrado. Ese linchamiento sembraba de cizaña el espacio de acogida y la comunidad de pertenencia y hacía de Amsterdam o de La Haya ciudades invivibles. La muerte del amigo era la derrota de Spinoza, la derrota del librepensamiento, la derrota del pensar y del decir.

Casi 20 años después de aquel 23 de febrero, otro profesor vasco cobra un protagonismo heroico, tan heroico y temerario como el que tuvo que adoptar Spinoza; y como el viejo marrano es perseguido por racionalista y por traidor, por atreverse a tomar la palabra. Y, como aquél también, debe emprender un destierro en busca de anonimato, de seguridad, una seguridad que aquí tiene amenazada por ejercer dos derechos predicados en el Tratado teológico-político, "el derecho de pensar lo que quiere y de decir lo que piensa". Ese profesor vasco que inicia su destierro particular se llama José María Portillo, del departamento de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco, y es -si ustedes me permiten emplear una expresión mil veces repetida- uno de los nuestros, un camarada, un compañero que ve burlados, pisoteados y negados sus derechos, un historiador al que se le amenaza con la muerte por el simple hecho de ejercer la ciudadanía.

Por regla general, los profesores no somos gente de acción, no somos emprendedores que acometan grandes iniciativas, no somos héroes de los que hacer el relato de sus hazañas. Fíjense si no me creen: ¿cuántos cuentos populares son protagonizados por profesores?, ¿cuántas gestas se atribuyen a los enseñantes? Queda en la memoria popular, sin embargo, la figura egregia del maestro, de aquel que abría el mundo a la imaginación infantil, de aquel que era modelo de excelencia para párvulos porque era también algo más que instructor, de aquel que además de adiestrar inspiraba ejemplo y persuasión alimentando el espíritu de sus alumnos, aupándolos. Ahora bien, en general, de los profesores universitarios no puede predicarse lo mismo. Cuando el estudiante ya está crecidito, el aura del maestro se ha perdido y su figura, lejos de dilatarse, se adapta a la talla común de los ciudadanos. Pues bien, aceptando ese destino que nos nivela y que nos iguala, lo que no podemos tolerar es que a los profesores y a nuestros conciudadanos se nos haga descender por debajo de la línea de la ciudadanía.

Decía T. H. Marshall que la ciudadanía democrática, es decir, la condición de miembro de una comunidad democrática, tiene tres fases: la civil, la política y la social, correspondientes a tres épocas históricas de ampliación y de universalización de derechos. La fase más temprana es la civil, la que arranca del setecientos, y en la que la población consigue la igualdad jurídica fundada en la libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y derecho a la justicia. Sin esos derechos mínimos retrocedemos a un mundo propiamente precivil, a una condición primitiva que precede a la discusión libre que ha de ser la esfera pública democrática, a un estadio anterior al ideal que predicara Spinoza en su Tratado teológico-político.

Los profesores del departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia no somos héroes, somos ciudadanos a quienes se nos respeta en nuestros derechos, entre otros los "de pensar cada uno lo que quiere y de decir lo que piensa". No es ésta una concesión, un don gratuito o natural: es un logro civilizatorio, el fruto de una larga lucha por la que nuestros antepasados se batieron bravamente. El profesor de la Universidad del País Vasco José María Portillo -y otros como él-, es un héroe simplemente por ejercer sus derechos civiles y su vida corre un serio peligro. Si cualquiera de nosotros, de los veintitantos profesores del departamento de Historia Contemporánea de Valencia, con sus opiniones diferentes y con sus distintos valores, impartiéramos lecciones en la Universidad de nuestro camarada, estaríamos igualmente amenazados sin necesidad de sentirnos especialmente corajudos o valientes. Si reclamamos la atención del lector no es, sin más, para solidarizarnos desde el altruismo y la distancia, desde la confortable lejanía y la simpatía; si nos manifestamos abiertamente es por puro egoísmo, por inmediata urgencia, por nuestro propio interés: porque es uno de los nuestros el que está amenazado y porque después vendrán a por los otros, a por nosotros, a por cada uno de los ciudadanos que aspire a ejercer sus derechos, el derecho a "pensar lo que cada uno quiere y de decir lo que piensa". El colmo de la barbarie, Ultimi barbarorum.





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