Hace casi 20 años, después de aquel 23 de febrero en el que muchos
volvimos a sentir rabia y repugnancia, miedo y coraje, un profesor vasco
tomó la pluma y nos tonificó con el mejor ejemplo de valentía, con el
recuerdo de un acto temerario, heroico. En 1672 -anotaba-, después de haber
confiado en la república holandesa, en la seguridad que prestaba a sus
miembros y en la libertad que les concedía, Baruch Spinoza intentó
distribuir un pasquín indignado, un manuscrito en el que proclamaba su ira.
Johan de Witt, el líder republicano de quien se había profesado amigo y
seguidor, era asesinado en La Haya. En efecto, a escasas manzanas de su
casa, una turba instigada por sus adversarios mataba y descuartizaba a De
Witt. Con toda la rabia de la que fue capaz, Spinoza lloró al amigo y
denunció ese acto cobarde y multitudinario. Ultimi barbarorum tituló
el pasquín, es decir, el colmo de la barbarie, el extremo de la crueldad. No
hay colmo para la barbarie, añadía aquel profesor vasco.Spinoza era un
marrano de la razón, un perseguido de origen hebreo, de pertenencias
inestables y de libertades personales tenazmente ganadas. En su Tratado
teológico-político, publicado en forma anónima dos años antes de la
muerte de De Witt, había defendido una sociedad regida por principios
democráticos, una sociedad en la que la superstición no fuera su base y en
la que no se pudiera "privar a los hombres de decir lo que piensan". Esta
libertad, lejos de provocar inestabilidad y guerra, debería concederse a
cada ciudadano. ¿Por qué razón? Porque -según concluía Spinoza- era el
auténtico fundamento de la tranquilidad del Estado, el mejor modo de
preservar la seguridad de todos. El ajusticiamiento bárbaro de De Witt le
volvió incómoda su patria y le devolvió al origen mismo de su linaje, de su
condición hebrea haciendo de él lo que siempre había sido: un desterrado.
Ese linchamiento sembraba de cizaña el espacio de acogida y la comunidad de
pertenencia y hacía de Amsterdam o de La Haya ciudades invivibles. La muerte
del amigo era la derrota de Spinoza, la derrota del librepensamiento, la
derrota del pensar y del decir.
Casi 20 años después de aquel 23 de
febrero, otro profesor vasco cobra un protagonismo heroico, tan heroico y
temerario como el que tuvo que adoptar Spinoza; y como el viejo
marrano es perseguido por racionalista y por traidor, por
atreverse a tomar la palabra. Y, como aquél también, debe emprender un
destierro en busca de anonimato, de seguridad, una seguridad que aquí tiene
amenazada por ejercer dos derechos predicados en el Tratado
teológico-político, "el derecho de pensar lo que quiere y de decir lo
que piensa". Ese profesor vasco que inicia su destierro particular se llama
José María Portillo, del departamento de Historia Contemporánea de la
Universidad del País Vasco, y es -si ustedes me permiten emplear una
expresión mil veces repetida- uno de los nuestros, un camarada, un
compañero que ve burlados, pisoteados y negados sus derechos, un historiador
al que se le amenaza con la muerte por el simple hecho de ejercer la
ciudadanía.
Por regla general, los profesores no somos gente de acción, no somos
emprendedores que acometan grandes iniciativas, no somos héroes de los que
hacer el relato de sus hazañas. Fíjense si no me creen: ¿cuántos cuentos
populares son protagonizados por profesores?, ¿cuántas gestas se atribuyen a
los enseñantes? Queda en la memoria popular, sin embargo, la figura egregia
del maestro, de aquel que abría el mundo a la imaginación infantil, de aquel
que era modelo de excelencia para párvulos porque era también algo más que
instructor, de aquel que además de adiestrar inspiraba ejemplo y persuasión
alimentando el espíritu de sus alumnos, aupándolos. Ahora bien, en general,
de los profesores universitarios no puede predicarse lo mismo. Cuando el
estudiante ya está crecidito, el aura del maestro se ha perdido y su figura,
lejos de dilatarse, se adapta a la talla común de los ciudadanos. Pues bien,
aceptando ese destino que nos nivela y que nos iguala, lo que no podemos
tolerar es que a los profesores y a nuestros conciudadanos se nos haga
descender por debajo de la línea de la ciudadanía.
Decía T. H. Marshall que la ciudadanía democrática, es decir, la
condición de miembro de una comunidad democrática, tiene tres fases: la
civil, la política y la social, correspondientes a tres épocas históricas de
ampliación y de universalización de derechos. La fase más temprana es la
civil, la que arranca del setecientos, y en la que la población consigue la
igualdad jurídica fundada en la libertad de la persona, de expresión, de
pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos
válidos y derecho a la justicia. Sin esos derechos mínimos retrocedemos a un
mundo propiamente precivil, a una condición primitiva que precede a la
discusión libre que ha de ser la esfera pública democrática, a un estadio
anterior al ideal que predicara Spinoza en su Tratado
teológico-político.
Los profesores del departamento de Historia Contemporánea de la
Universidad de Valencia no somos héroes, somos ciudadanos a quienes se nos
respeta en nuestros derechos, entre otros los "de pensar cada uno lo que
quiere y de decir lo que piensa". No es ésta una concesión, un don gratuito
o natural: es un logro civilizatorio, el fruto de una larga lucha por la que
nuestros antepasados se batieron bravamente. El profesor de la Universidad
del País Vasco José María Portillo -y otros como él-, es un héroe
simplemente por ejercer sus derechos civiles y su vida corre un serio
peligro. Si cualquiera de nosotros, de los veintitantos profesores del
departamento de Historia Contemporánea de Valencia, con sus opiniones
diferentes y con sus distintos valores, impartiéramos lecciones en la
Universidad de nuestro camarada, estaríamos igualmente amenazados sin
necesidad de sentirnos especialmente corajudos o valientes. Si reclamamos la
atención del lector no es, sin más, para solidarizarnos desde el altruismo y
la distancia, desde la confortable lejanía y la simpatía; si nos
manifestamos abiertamente es por puro egoísmo, por inmediata urgencia, por
nuestro propio interés: porque es uno de los nuestros el que está amenazado
y porque después vendrán a por los otros, a por nosotros, a por cada uno de
los ciudadanos que aspire a ejercer sus derechos, el derecho a "pensar lo
que cada uno quiere y de decir lo que piensa". El colmo de la barbarie,
Ultimi barbarorum.