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                                          ¿Un partido nuevo?

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 15 de junio de 2007

                                      

            Cuando llegan unas elecciones, es normal que cierto número de ciudadanos expresen su desaliento absteniéndose: como forma de oposición a los partidos, maquinarias de poder siempre decepcionantes. Tanto es así que periódicamente se habla de refundación de las organizaciones políticas, incluso de creación de otras que no repitan los vicios de las anteriores. ¿Es posible tal cosa? ¿Es posible crear un partido nuevo e incontaminado? Hay algo de ingenuidad o de altiva ferocidad en proponer cosas así, porque eso significa desconocer que en política lo nuevo suele repetir los vicios de lo viejo. Por ello, más que inventar organizaciones inauditas, tal vez sería preferible someter las ya existentes al control de la ciudadanía: con listas electorales no bloqueadas, por ejemplo. Ahora bien, aun en el caso de que esto llegara a suceder, dicho cambio no alteraría la naturaleza permanente de los partidos, que seguirían siendo organizaciones concebidas para hacerse con el poder y para conservarlo. Más aún, seguirían siendo estructuras en las que internamente hay un conflicto de intereses y una disputa por la autoridad…

 

            A comienzos del siglo XX, hacia 1911, un estudioso alemán, Robert Michels, dictaminó sobre estos males. Escribió una obra de sociología política que se ha convertido en un clásico, un clásico cuya agudeza quizá hoy pueda despertar entusiasmo entre algún lector precipitado. En sus páginas, el autor parecía saberlo todo de los partidos, de la política: ésta no es una disputa caballeresca, sino una forma más o menos sofisticada de canibalismo. Es más –podríamos añadir hoy--, quienes compiten por el poder lo hacen en un juego de suma cero en virtud del cual lo que tú ganas yo lo pierdo, lo que no sabes ambicionar es logro o beneficio mío.

 

            Desde luego, Michels quería retratar el funcionamiento real de los partidos, tomándose como un Maquiavelo del Novecientos. Pero lo interesante no es la descripción de la liza electoral o parlamentaria en la que se veían envueltas distintas organizaciones, sino la querella interna que el poder del partido provocaba y que él resumía. Un partido, insistía, es sobre todo un organismo en el que compiten distintos líderes que aspiran a hacerse con su control, valiéndose para ello de la oratoria, de la voluntad, de la cooptación o de la colusión: es decir, de aquellas capacidades o tretas de que unos dirigentes se sirven para imponerse a otros que son a la vez  correligionarios y rivales. La elocuencia de algunos ejerce una influencia sugestiva que subordina, así como las habilidades que se plasman en victorias y que tanto impresionan a quienes les rodean. Por eso, si las cosas van bien, los dirigidos no revocarán a sus dirigentes: les mostrarán todo su reconocimiento, pues sería ingratitud no reelegir a camaradas que han demostrado capacidad, generosidad. Pero Michels no se engañaba: tras el gesto de entrega, los líderes intentan perseverar para sí, para su propio interés. Por eso, añadía, el altruismo afectado de los dirigentes es una forma velada de hipocresía.

 

            La conclusión a la que Michels llegaba era muy descorazonadora y archiconocida: establecía en su formulación más concisa una ley sociológica fundamental, la ley de hierro de la oligarquía: “la organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores”, señalaba. “Quien dice organización, dice oligarquía”. Quien controla un partido tratará de aumentar su poder, de consolidar y aumentar su autoridad, de impedir o dificultar su revocación; intentará profesionalizarse, hacerse imprescindible, hacerse venerar. Michels hablaba de su experiencia: de lo vivido y lo visto entre los socialdemócratas alemanes, mostrando con ello la gran decepción que el partido le había provocado.

 

            Muchos años después, partes de ese diagnóstico parecen estar absolutamente vigentes: no sólo para los partidos socialdemócratas, sino también para los conservadores: para toda organización de masas en la que se abra un abismo entre militantes, simpatizantes y electores, de un lado, y dirigentes, líderes, mandatarios, de otro. ¿Punto final? No nos precipitemos. Michels abandonó chasqueado la socialdemocracia objetando incluso el sistema de partidos: sólo un conjunto de organismos miserablemente oligárquicos. Ahora bien, su  decepción le hizo abrazar el fascismo, el liderazgo carismático de Mussolini. Ése es un riesgo que debemos evitar hoy cuando algunos hablan de experimentos partidistas: que la constatación desalentada de lo que un partido es no nos lleve a desentendernos –facilitándole las cosas a la oligarquía enquistada-- o que el repudio de los partidos de masas no nos lleve a repetir viejas formas de fascismo.   Ustedes verán.