Historia y narración

Justo Serna

¿Quién es el mejor cronista? Las respuestas varían de acuerdo con lo que se le exija. Probablemente pueda decirse que el mejor es aquel que más respeta la realidad, aquel que no confunde su texto con una fabulación, con una novela, con un ensayo, con un diario, con unas memorias. Indudablemente es así, pero no basta. Al cronista voraz y vehemente siempre le resultará interesante frecuentar géneros ajenos, incluso ficciones, como también le tentarán géneros mestizos o híbridos o confusos: no para mezclarlo todo, no para enredar lo real con su fantasmagoría, o lo inventado con el mundo existente, cosa que sería punible, una dejación, un abandono, sino para averiguar mejor cuáles son los límites de una cosa y la otra y para saber cómo ver la realidad multiplicando sus referencias.

¿Y quiénes se empeñan en mirar ahí fuera, en este mismo momento? ¿Quiénes se esfuerzan en exhumar lo que hubo en el pasado? Los periodistas, los historiadores, desde luego, pero también los contemporáneos, que somos todos, obligados como estamos a orientarnos. ¿Y qué distinguimos? Lo que vemos no es lo real, así sin filtros, sin mediaciones, sino algo más embarullado que sólo se nos presenta a través de modelos. Lo que vemos no puede traducirse predicando sin más el realismo, la fidelidad que reproduciría eso que es externo y extraverbal, como a veces voluntariosa, empeñosamente se cree, pues eso que captamos depende de las rutinas, de las percepciones, aunque también de nuestra capacidad para dejarnos sorprender sin aplicar analogías tranquilizadoras y, a la postre, quiméricas.

Si todos supiéramos ver lo que lo que hay y expresarlo, así sin obstáculo alguno, ya habríamos resuelto nuestro principal problema sensible, verbal, aunque también moral. Pero no es así, nunca podrá ser así y ni siquiera es humanamente deseable que sea así: la variedad de lo que vemos o podemos ver y de lo que alcanzamos a expresar quiebra la homogeneidad visual, el encaje perfecto de nuestro universo verbal. No hay que lamentarse. ¿Por qué razón? Permítanme recordar cuatro cosas triviales, archisabidas. La pintura, por ejemplo, reproduce lo que las miradas han codificado como esquema perceptivo. Hoy en día, la pintura o el retrato queremos pensarlos como algo directo, natural, tal vez porque adivinamos que los óleos del pasado o los daguerrotipos del siglo XIX son impostados, artificiosos. A los modelos se les pide que eviten los ademanes forzados, las actitudes estereotipadas, la preparación excesiva, y todo ello para lograr la naturalidad a la que aspiramos, hábito de nuestro tiempo. De hecho, en el mundo de hoy concedemos un gran prestigio a esa naturalidad, confiando en que así y sólo así será posible tener una relación directa con la realidad y el medio que nos acoge. Pero ésta es una idea reciente y tiene que ver con la crítica contemporánea de las imposturas, de los corsés y de la artificiosidad burguesa del Ochocientos.

¿Escribimos lo que vemos o lo que sabemos? Qué disyuntiva. Contrariamente a lo que tantos se responden, yo creo que vemos lo que sabemos, aunque eso al buen cronista no le satisfaga. Permítanme citar a Umberto Eco. En su delicioso Kant y el ornitorrinco cuenta que el gran viajero que fue Marco Polo tuvo una vez que enfrentarse a un dato incómodo de la experiencia: en Java se tropezó con "rinocerontes", según la taxonomía de nuestros días. ¿Cómo nombrarlos, cómo hacerse una idea cabal de su condición? Jamás los había visto antes, pero eso no fue óbice para que con gran realismo, con gran empeño, con confusión deliciosamente humana, los definiera como "unicornios". En efecto, vio lo que sabía.

El mejor cronista es como un buen historiador, como el histor de la Grecia clásica: el que ve y el que investiga porque no sabe lo que ve, porque no se explica bien qué es lo que distingue, o porque lo que ve no es exactamente lo que creía saber. El mejor cronista es como un buen novelista que escribe lo que sabe pero eso que sabe lo ignoraba hasta el momento en que se desdobló en palabras. "O dicho de otra manera a la vez simple y enrevesada"; la labor del narrador "es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía. Acaso porque no podía expresarse", anotó Javier Marías en cierta ocasión. Los historiadores miran y ven en las fuentes inacabables, en los archivos polvorientos y confusos, lo que de algún modo ya sabían y aún no lo habían expresado, lo que ahora captan torpemente para después ponerlo en orden narrativo; los novelistas distinguen en su interior un mundo que ya estaba y que ahora erigen, un mundo interno caótico que se parece a la realidad externa, un mundo que se asemeja a un archivo revuelto, a un depósito enredado por la suma y por la yuxtaposición.

Cuenta Georges Duby en su Diálogo sobre la historia que en cierta ocasión comenzó a leer lo que sin duda parecía el libro de un colega. Era, añade Duby, un volumen elaborado según todos los requerimientos académicos: una obra con fuentes, con bibliografía, con notas a pie de página, un texto en el que el autor se expresaba en tercera persona cancelándose, con esa forma de enunciación neutra y transparente que hacen suya los historiadores. ¿Notas al pie? Como se sabe, la nota al pie es una convención, el reenvío que hacen el académico o el historiador cuando le presentan a su lector las pruebas que verifican (o que permiten la falsación, si somos popperianos). Así, los documentos albergados en los archivos o el testimonio oral que registra, que graba el reportero, por ejemplo, serían algo físico que el destinatario competente podría consultar por su cuenta. Hay muchos textos de periodistas cuyos relatos de investigación se asemejan a los de los historiadores, justamente porque sus reenvíos funcionan igual y permiten idénticas operaciones de control, que todo lector competente podría ejecutar.

Cuando Georges Duby concluyó el volumen que estaba leyendo descubrió para su sorpresa y pesadumbre que aquel presunto libro de historia era una ficción urdida con los recursos de la Academia, una broma novelesca que sólo se descubría al final, algo así como un guiño simpática y maliciosamente posmoderno, una exhibición metadiscursiva, al modo de las que idearon Borges o Nabokov, por ejemplo. Pero esta vez sin avisar en la cubierta, sin leyendas informativas que aclararan la índole del volumen. ¿Qué lecciones extrajo Duby? Más allá del divertimento, la consecuencia fue la de una desazón indefinible, inespecífica. La principal enseñanza fue la de que el crédito que dispensa el lector al historiador en parte se debe a la fiabilidad ganada, cierto, pero sobre todo a una serie de convenciones o marcas que funcionan a modo de señuelos, convenciones que no impiden la mentira, el ‘como si’, convenciones que no son suficientes para evitar la impostura o la ficción. Es decir, que la fe que depositamos en un investigador no se deben sólo a la confianza que suscite su persona y su adhesión a la verdad, sino sobre todo al efecto de realidad que provocan el manejo de dichas marcas y su apego al esquema perceptivo imperante. Si esto es así, entonces podríamos mentir largamente y con refinamiento sin que se apreciara de entrada el embuste. Esto es, Duby tuvo que admitir la débil línea que separa la invención de lo acaecido, la imaginación (o incluso la fantasía) de la realidad documentada, y sólo la voluntad de verdad es la última garantía que el periodista o el historiador pueden hacer valer. Los gremios respectivos disponen de medios de control frente a los embustes, pero el mal uso de las fuentes o el engaño han logrado burlar frecuentemente a los investigadores más experimentados, incapaces en ocasiones de descubrir las trampas y los embelecos de los profesionales más cínicos.

¿Cómo manejarnos con la verdad, por tanto? Casi debería pedir disculpas por decir algo tan sabido, pero en unos tiempos en los que crece el periodismo inescrupuloso, convendrá repetirlo. Señalaba Clifford Geertz que la verdad es un ideal regulativo en las ciencias sociales o en la historia. Imaginemos, añadía, a un médico de campaña que debiera intervenir quirúrgicamente. Apresurado, próximo a las bombas que caen y que amenazan con arruinarlo todo, no podrá exigir las mejores condiciones para operar, esas que son habituales en tiempos de paz, las que le permiten curar en un quirófano esterilizado. Al no contar con un ambiente neutro, ¿deberíamos concluir que le dará lo mismo donde lo haga, en una sala aseada o en un estercolero? Hemos de suponer que evitará el lodazal o el muladar; hemos de suponer que tratará de tenerlo todo lo más lustroso y fregado posible, aunque sólo sea para convencer al paciente de sus buenas intenciones. Esas cautelas serían como las marcas del historiador, las pruebas que atestiguan su respeto a las reglas de la profesión. Pero no bastan. El galeno deberá tener, además, la intención última de salvar al paciente: como el investigador deberá, en fin, salvar la verdad de su relato. Tal vez por eso, mientras vivió, Georges Duby siempre confió en la medicina cuando se hace como maña honesta, cuando se ejerce de la mejor manera posible en un quirófano que no siempre es estéril. Como también confió en la rectitud y en los escrúpulos del historiador, como igualmente confió en la buena práctica de la literatura, de la ficción, aquellas que expresan la verdad aunque de otro modo, esa verdad interior y revuelta...

De estas confusas mezclas, de la aleación entre historia y novela, se habla precisamente en este número de Pasajes: de lo que aproxima a narradores, historiadores, cronistas que relatan su yo o lo que ven o lo que exhuman; de lo que hacen los novelistas cuando toman el pasado o el presente como objeto de investigación, de recreación, de relato; de lo que hacen los historiadores cuando leen ficciones, cuando se deleitan con novelas de las que creen extraer una imagen sintética y remendada del mundo. Los colaboradores aquí reunidos proceden precisamente de esos distintos ramos y saberes, pues hemos reunido a historiadores, críticos literarios y novelistas, autores, en fin, a los que se les pide que analicen esa mezcla frecuente que se da entre realidad e invención, entre pasado y presente, entre géneros diversos. Se trata de Anna Caballé, profesora de la Universidad de Barcelona; se trata también de Dolores Sánchez Durá, catedrática de historia de EM; de Alfons Cervera, novelista; de Jordi Canal, profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, de París; de Justo Serna, profesor de historia contemporánea. Tratan de escritores decisivos y de sus incursiones en los géneros confusos de la escritura histórica y ficticia: de Witold Gombrowicz, de Ignacio Martínez de Pisón, de Manuel Vázquez Montalbán, de Josep Pla, de Javier Marías. Además, y como es costumbre, el dossier se cierra con una entrevista reveladora: la que un historiador le hace a un novelista, en este caso Antonio Muñoz Molina, un creador especialmente preocupado por la historia, por la conjetura de mundos posibles en el pasado que evoca en sus ficciones. Muñoz Molina se extendió amablemente sobre estas cuestiones que aquí abordamos centrando sus respuestas en su propia experiencia narrativa. El resultado es una carpeta abultada y significativa que tal vez nos ayude a ver mejor lo que ya sabíamos pero ignorábamos que sabíamos, un dossier que quizá nos auxilie en la tarea de distinguir la verdad y la historia en los distintos géneros de escritura.