En
su lugar
Una
reflexión sobre la historia local y el microanálisis
Publicado en Frías, C. y Carnicer, M.A., (eds.), Nuevas tendencias historiográficas e historia local en España. Huesca, IEA-Universidad de Zaragoza, 2001, págs. 73-91.
Justo Serna /
Anaclet Pons
(Universitat de València)
"... El
caso general, ese caso que sirve de medida a las formas y reglas jurídicas, y
de base sobre la que se han escrito los libros, no existe en absoluto, por el
mismo hecho de que toda causa, por ejemplo, todo crimen, en cuanto ocurre, se
convierte en un caso por completo particular, a veces, en nada parecido a los
anteriores"
Fedor
Dostoievski
1. En este texto nos proponemos reflexionar sobre el
concepto y la práctica de historia local, abordando en particular algunas de
las implicaciones que se derivan de su uso. Para ello, no encontramos mejor
punto de partida que el de mostrarnos levemente escépticos, poniendo en
discusión creencias compartidas, dudando de su evidencia incontrovertible. Y no
porque nuestro objetivo sea iconoclasta, no porque nuestra meta sea
desecharlas, sino para satisfacer de verdad un requisito deontológico, el de
ser conscientes de los conceptos que utilizamos. De ese modo, podremos observar
de principio a fin de qué manera aceptamos y empleamos las categorías y las
nociones de que nos servimos.
En su lugar. ¿Por qué una reflexión historiográfica lleva por
título un enunciado así? En primer término, porque tratamos de explicar los
objetos de conocimiento "en su lugar", en el contexto local del que
proceden los datos con que se construyeron. En segundo término, porque tratamos
de evitar una racionalidad retrospectiva que violente a nuestros antepasados
indefensos, que los ahorme. Para ello, pues, e invocando la empatía, intentamos
ponernos "en su lugar", reconociendo la distancia que, más allá de
semejanzas inmediatas y engañosas, nos separa irremediablemente, una distancia
que nos obliga a aceptarlos como habitantes de un país extraño del que poco o
nada sabemos. ¿Qué significa esto? Significa que nuestras preocupaciones no son
las suyas, que su espacio no es el nuestro, incluso aunque veamos nombres,
afinidades y filiaciones que nos identifiquen, y que, por tanto, sus respuestas
fueron distintas, investidas por una lógica diversa. Finalmente, titulamos así
estas páginas porque queremos hacer explícito el acto creador en el que nos
involucramos al escribir: el texto histórico --y la historia local participa de
estas características generales-- se hace con un pasado desaparecido; el texto
histórico nos da la representación de un pasado cancelado del que no fuimos
protagonistas ni testigos, un pasado del que sólo quedan huellas siempre
escasas y que lo reemplazamos con palabras. Por eso, la escritura histórica
también está "en su lugar", en el lugar del pasado mismo y que es
ontológicamente irrestituible.
Historia local. Tal y como reza el subtítulo es ésta, en efecto, una reflexión que
toma lo local por objeto. ¿Es que lo local confiere alguna particularidad a la
investigación histórica? De entrada, ese concepto parece tener un significado
obvio, puesto que habitualmente lo identificamos con lo que llamamos nuestro
entorno más cercano. ¿Es tan clara esa asociación? Es aceptable en términos
neutros, en los términos del diccionario, porque en efecto por local los
académicos entienden lo perteneciente al lugar, lo propio y lo cercano, lo
relativo a un territorio. Ahora bien, aceptar sin más ese enunciado supondría
desconocer todas las implicaciones que el concepto puede llegar a tener. Cuando
hablamos de nuestro entorno más cercano nos hallamos ante un primer elemento de
discusión. No hay nada en esas palabras que imponga en principio el sentido de
límite. ¿A quién se refiere el término "nuestro"? Es decir, el
observador delimita ese entorno a partir de una colectividad con la que se
identificaría, pero que es variable puesto que las pertenencias no son
naturales ni inmediatamente evidentes. Además, aquel que reconoce una
pertenencia sabe que está en vecindad con otras que también le son propias,
aunque no siempre sean coherentes entre sí. Más aún, esas filiaciones en las
que nos reconocemos como sujetos históricos no tienen por qué coincidir con
aquellas que se percibían en el pasado ni con aquellas otras a las que aluden
los historiadores. Por otra parte, la idea misma de entorno, que parece
imponerse de manera incontrovertible, ha sido definida por Abraham Moles como
una realidad de índole psicológica, es decir, depende del observador que
contempla el mundo exterior y, en ese caso, lo próximo o lo lejano son
conceptos variables que, además, están sujetos a las condiciones y los medios
de la comunicación. De este modo, en principio, entorno designa una apropiación
individual de lo que es exterior, pero que sea individual no excluye por supuesto
que esa apropiación se produzca a través de recursos o prótesis que son
colectivos. Es decir, las percepciones del mundo son individuales pero están
fundadas en restricciones colectivas.
Por tanto, podemos concluir que lo que nos
rodea, lo que nos es próximo, no tiene fronteras espaciales determinadas. Como
nos recordaba Norbert Elias, un espacio delimitado es aquel sobre el que hemos
aplicado un criterio de orientación que nos permite identificar las cosas
cercanas y las cosas alejadas, lo que es propio y lo que es ajeno. O, dicho en
los términos de Moles, un espacio delimitado es el establecimiento de un
punto Aquí a partir del cual
decrece la percepción del mundo y nuestra implicación emocional. Este decrecimiento puede ser o no objeto de
interrupción brusca, de discontinuidad perceptiva. Si no lo es, en ese caso
sentimos que el espacio se nos aleja hasta volverse inaccesible y remoto,
perdiendo así el dominio visual. Pero, más allá de la percepción de los
sentidos, hay otra forma humana de
señalar física y redundantemente lo cercano y lo lejano y ésta es, como
apostillaba Moles, la que se produce mediante la interrupción brusca de las
propiedades perceptivas del espacio: es entonces cuando nos tropezamos con una
frontera, pared, muro o separación física que demarca de forma clara y rotunda
lo que está dentro y lo que está fuera.
Para evitar el problema principal que la
noción de entorno entraña --que el espacio dependa de una percepción
psicológica-- podríamos acogernos a otra solución, la de definirlo a partir de
unas fronteras visibles y universales. En ese caso, lo local no estaría en
función sólo de la delimitación perceptiva, sino que además subrayaríamos por
redundancia esa discontinuidad gracias a una barrera evidente: las murallas de
una ciudad, una cordillera, una simple montaña, un río, etcétera. Por lo común,
podríamos convenir en que lo local como espacio bien delimitado, que representa
algo propio, característico y distinto, se daría cuando existiera una frontera
de este tipo. ¿Quiere eso decir que, bajo estas condiciones, está claro cuál es
el contenido del continente? En general, deberíamos admitir al menos que lo
exterior define siempre lo interior, que los nativos son conscientes de lo que
hay más allá y de lo que (creen que)
les diferencia. Ahora bien, lo lógico es suponer que ni las ciudades
amuralladas, ni los espacios rurales confinados entre montañas están
completamente aislados. La religión, la
cultura, las ferias, las fiestas, los caminos
e incluso los libros pueden percibirse como formas de contaminación de
lo exterior en lo interior. Deploraba Lévi-Strauss que la contemporaneidad
hubiera vulnerado los rasgos propios de cada cultura hasta el punto de que ya
no pudieran encontrarse tribus vírgenes ni nativos puros. Si el aislacionismo
cultural conduce al agostamiento, la comunicación llevaría paradójica y
lamentablemente a la homogeneidad. Esta es la conclusión pesimista del
antropólogo francés al evaluar lo contemporáneo. Ahora bien, la tensión entre
aislacionismo y comunicación no es un hecho reciente ni exclusivo de la
sociedad urbana, sino que lo exterior penetra en lo interior desde fechas
remotas y en las más variadas condiciones. Los ejemplos posibles que podrían
aducirse son innumerables, pero para lo que ahora nos interesa aludiremos a dos
muy conocidos, ambos referidos a la cultura campesina y que datan del siglo
XVI.
Como puso de relieve Mijail Bajtin en su
análisis de la obra de Rabelais, el carnaval ha sido tradicionalmente una
manifestación festiva a través de la cual se difundía una cultura popular
extralocal, es decir, que iba más allá de los municipios en los que se
celebraba. Pues bien, cualquier comunidad ha tenido sus ferias y sus fiestas o sus habitantes han acudido en
los días señalados a las celebraciones de las localidades más o menos
distantes. Un caso más extremo es el estudiado por Carlo Ginzburg. Como se
recordará, el molinero Menocchio vivía en una pequeña comunidad campesina del
norte de Italia y, sin embargo, estaba en contacto con fuentes culturales muy
distantes. Una de las particularidades de este personaje, y de otros de sus
vecinos, era la de la lectura. Menocchio leía y a través de esa práctica se
ponía en relación con un mundo exterior, también extralocal, que contaminaba su
forma de percibir la realidad. Así pues, tanto si lo local tiene una frontera espacial como si no tiene ese cierre físico, la comunicación, la contaminación
y la relación dentro/fuera es permanente.
¿Hay otras fronteras, no propiamente
físicas ni psicológicas, que nos permitan delimitar el espacio local? Aquí
tropezamos otra vez con una barrera infranqueable: cuando aludimos a fronteras
administrativas, lo local varía en función de si lo atribuimos al municipio, a
la provincia o a la región. En este
caso, puesto que no hay una sola, ni siquiera la barrera administrativa es un
criterio universal que permita designar de común acuerdo. Por eso mismo, los
historiadores podemos estar tentados de imponer categorías espaciales
contemporáneas a nuestros antepasados indefensos. En ese sentido, es necesario
ser conscientes de cómo se elabora un determinado referente espacial para
así ponerlo en relación con la
percepción que de ese mismo espacio tenían aquellos que son objeto de nuestro
estudio. Eso quiere decir, entre otras cosas, que hay y hubo fronteras en
conflicto, barreras que se superponen con significados distintos, límites que
hacen inevitablemente ambigua la noción de lo local cuando la hacemos depender
precisamente de la frontera. Hay, pues, confines que son evidentes para nosotros y que han sido
creados por la Administración o por la fuente de que disponemos pero que no lo eran tanto en el pasado. Así,
para un campesino español de mediados del siglo XIX quizá el concepto de
propiedad privada, aplicado por ejemplo a los bienes comunales y los usos a
ellos asociados, impusiera unos límites mucho más poderosos y violentos que los
que podría implicar cualquier decisión administrativa.
Por tanto, lo local es una categoría
flexible que puede hacer referencia a un barrio, una ciudad, una comunidad, una
comarca, etcétera, categoría en la que lo importante --al menos para nosotros--
es la consciencia de su artificialidad. Pero el concepto se aplica aquí no sólo
a un espacio físico, sino a una investigación específica a la que llamamos
historia local, como se expresa en el subtítulo, y ésta, según las cautelas
comunes que habitualmente se invocan, deberá evitar lo anecdótico para así ser
reflejo de procesos más amplios, los
propios de la historia general. ¿Por qué estas advertencias? Entre los
historiadores profesionales existe una relación ambivalente con las
investigaciones de historia local. Esto es así
porque, por un lado, nos remontarían a
la prehistoria del propio oficio, aquel momento en el que su cultivo
reflejaba un excesivo apego por la anécdota, por lo pintoresco, por lo
periférico o por lo erudito. Justamente por eso, tales cautelas nos advierten
del error en que podríamos incurrir, el del localismo. Ahora bien, hacer
depender la historia local de la historia general como si aquélla fuera, en
efecto, un reflejo de ésta no es un error menos grave que el anterior. El
primer peligro es subrayado habitualmente,
pero el segundo suele pasar
inadvertido.
¿Por qué evitar el primer riesgo? Porque
el localismo convierte los objetos en incomparables y los hace exclusivamente
interesantes para los nativos. Frente a esto, deberíamos concebir la historia
local como aquella investigación que interesara a quien, de entrada, no siente
atracción ni interés algunos por el espacio local que delimita el objeto. Esta
es, por otra parte, una lección que hemos aprendido de los antropólogos, puesto
que ellos han debido tomar consciencia de que el objeto reducido que tratan
debe ser estudiado de tal modo que pueda ser entendido por (y comparado con) otros. Clifford Geertz
decía, por ejemplo, en Conocimiento local que la antropología es un
ejercicio de traducción; mejor aún, añadiríamos nosotros siguiendo a Octavio
Paz, la cultura y la comunicación son sobre todo ejercicios de transposición,
de traslado de un objeto a diferentes lenguajes. Pues bien, el historiador
local debe adoptar un lenguaje y una perspectiva tales que la transposición del
objeto implique una verdadera traducción, una salida de ese lenguaje de los
nativos que sólo ellos entienden y que
sólo a ellos interesa. Por eso, siguiendo una vez más a los antropólogos, la meta no ha de ser sólo analizar la
localidad, sino sobre todo estudiar determinados problemas en la localidad.
Ahora bien, estudiar en no es sin
más confirmar procesos generales. De ahí que no aceptemos aquella afirmación
según la cual lo local es un reflejo de procesos más amplios. Como ya hemos
expuesto en otro lugar, en "El ojo de la aguja", si estudiamos este o
aquel objeto en esta o en aquella comunidad no es porque sea un pleonasmo, una
tautología o una prueba más repetida y archisabida de lo que ya se conoce, sino
porque tiene algo que lo hace irrepetible, que lo hace específico y que pone en
cuestión las evidencias defendidas desde la historia general. Deberemos evitar
aquello que, en la Interpretación de las culturas, Clifford Geertz llamaba Jonesville como
modelo "microscópico" de los Estados Unidos: no hay un reflejo a
escala, local, de un agregado superior sea éste el Estado o cualquier otra
entidad. Si nos interesa Jonesville es porque hay algo en esa población que la
hace peculiar frente a lo que sabemos de los Estados Unidos. Es decir, si
estudiamos una comunidad campesina no es para reiterar localmente lo que
cualquier investigación general ha sostenido ya. Quizá haya otro ejemplo que
ilustre mejor lo que queremos decir, quizá se observe con mayor claridad si
sustituimos el estudio de una comunidad por el de un individuo. ¿Qué es lo que
hace interesante a un personaje literario? ¿Los tópicos que lo identifican con
su colectividad o, por el contrario, una personalidad específica que lo
distingue? En este último caso, como señaló Lukács, podríamos ver a dicho individuo como una respuesta concreta e
irrepetible de un problema que es universal, de una cuestión que es
general.
Tal vez, una manera adecuada de entender y
de intentar conjurar los riesgos que podemos correr en la historia local sea la
de planteárnoslos como análogos a los de la biografía. Desde ese punto de
vista, el primer peligro de una reconstrucción biográfica es convertir al
personaje en puramente extravagante, extraño a su tiempo, intraducible; el
segundo sería, por el contrario, hacerlo meramente dependiente de la época,
como si sus avatares reflejaran sin más --o fueran representativos de-- la
sociedad en la que vivió, como si sus actos no le distinguieran en nada de los
de sus vecinos. ¿Qué es lo que nos atrae de Emma Bovary? ¿El que sea una dama
característica de la burguesía rural francesa? Si sólo fuera por esto,
carecería de dimensión imperecedera y su elaboración sería escasamente
verosímil, poco convincente. Hay en su ejemplo, sin embargo, algo por lo que deja de ser ejemplo. ¿Qué es lo que nos atrae
también del Menocchio de Carlo Ginzburg
o del Martin Guerre de Natalie Zemon
Davis? Desde luego, no el hecho de que pertenecieran a determinadas comunidades
rurales o de que asumieran las manifestaciones propias de ellas, sino cómo lo
hacían, la forma en que interpretaban personal e irrepetiblemente ese mundo que
les rodeaba y aquello que les diferenciaba de sus contemporáneos. Cuando a un
sujeto o un objeto los tomamos como casos o ejemplos "representativos"
corremos el riesgo de desnaturalizarlos, de arrebatarles su especificidad y,
por tanto, de tomarlos en consideración sólo por lo que de más general
encierran. Indicaba Josep Pla que él no era un hijo de su tiempo, que era, por
el contrario, un opositor a su tiempo, alguien que se oponía a su época.
Decirnos hijos de nuestro tiempo es, en efecto, una trivialidad (¿quién no lo
es?); mejor sería, pues, contemplar la composición que, si no originales, al
menos nos hace distintos a otros que como nosotros son hijos de la misma época
y que a la postre también son distintos.
Desde ese punto de vista, la historia
local no es sin más una muestra, un ejemplo y, por tanto, el reproche que se
suele hacer a sus oficiantes --la pregunta acerca de la representatividad del
caso-- debe matizarse o, al menos, debe plantearse de otro modo. Desde hace
unas décadas, la historia registra una multiplicación de objetos que es, a su
vez, una multiplicación de centros de interés. La descolonización ha permitido
que irrumpieran antiguos países coloniales y su historia ya no ha podido
compendiarse a partir de la rígida sumisión a la lógica de las metrópolis. La
emancipación de las mujeres ha permitido igualmente que éstas empezaran a
ocupar la esfera pública como nunca antes había sucedido y su historia ya no ha
podido cancelarse en la mera domesticidad. Más aún, lo doméstico se ha
convertido también en territorio del historiador. En ese sentido, la emergencia
de lo local es un rasgo de época y tiene que ver también con los cambios experimentados
por la institución clásica del Estado-nación,
y su historia, la historia de las comunidades locales, ya no puede
subsumirse sin más en el itinerario prescrito de la vida colectiva. Por eso, la
historia local ha podido contribuir también a subvertir ciertas jerarquías de
la historia tradicional. Es decir, ha introducido lo periférico, lo marginal o
lo descentrado en el discurso histórico.
La constatación de este hecho ha llevado a
muchos historiadores a imputar de
irrelevancia a la historia local ¿Acaso es igualmente significativo lo
que ocurrió en una gran ciudad que lo que sucedió en una pequeña comunidad?
¿Acaso tuvieron los mismos efectos culturales y religiosos las ideas de Lutero
que las de Menocchio? En ese sentido, la pregunta por la representatividad es
la pregunta por los efectos, es decir, la demanda sobre las dimensiones
colectivas de los procesos y de los acontecimientos. Por ejemplo, cuando Edward
Hallet Carr se interrogaba a propósito de los hechos, la calificación de
históricos dependía de las repercusiones que tenían. Esta concepción era la que asumían tradicionalmente los
historiadores y ésta es precisamente una de las enseñanzas más perecederas de
la obra de Carr. Así como la noción de fuente se ha ensanchado, del mismo modo
se habría ampliado la noción de hecho histórico. Ahora bien, no sostenemos que
exista una equivalencia de todos los hechos, considerados desde los efectos que
provocan, sino que les atribuimos un valor cognoscitivo al margen de sus
repercusiones. Es decir, las ideas de Lutero tuvieron una influencia
incomparablemente mayor que las de, por ejemplo, Menocchio. Pero eso no
significa que analizar la vida y las concepciones de este último nos conduzca a
la irrelevancia. Del mismo modo, la historia del Biellese italiano, estudiada
por Franco Ramella, no es tan significativa para la historia europea, para la
comprensión de la industrialización, como la que pudiera hacerse sobre la
ciudad de Manchester. Y, sin embargo, los resultados que obtiene este
historiador son muy relevantes desde el punto de vista cognoscitivo. Esto es
algo muy parecido a lo que ocurre en la literatura o en el género biográfico,
es decir, cuando leemos una narración del yo, su valor cognoscitivo es profundísimo,
sin que de los avatares personales relatados pueda extraerse una teoría
general. Si lo que buscamos son explicaciones generales, y éstas dependen de la
despersonalización de cada caso particular, entonces la mayor parte de la
literatura sólo nos proporcionaría solaz, entretenimiento y no conocimiento.
Sin embargo, eso no es así, porque si volvemos a los clásicos observaremos que
su potencia explicativa, inagotable, proviene de personajes singulares que
encarnan en sí mismos un deseo, una fantasía o una tragedia humana. Ojalá que
las historias locales pudieran concebirse de tal modo, de suerte que lo
particular interesara a quien no tiene interés alguno, al menos de entrada, por
la historia que se le cuenta. Ojalá que las historias locales pudieran tratar
los hechos irrepetibles como condensación de las acciones humanas y de su
significado.
2. Si, como suele decirse, y para evitar la erudición
anecdótica, las investigaciones locales deben ponerse en relación con los
actuales caminos de la historia, cabe preguntarse cuál es el sentido que le
damos a esa expresión. Aceptar esta metáfora --la de los caminos-- es reconocer
la pluralidad de modos de investigación y de objetos de conocimiento, y la
descripción de esa variedad en términos de itinerarios nos obliga a plantearnos
dos cuestiones. En primer lugar, si ese diagnóstico claro sobre los caminos de la historia se refiere al conocimiento actualizado de
los avances de la disciplina; en segundo lugar, si en el conjunto de esos
itinerarios hay alguno que sea especialmente adecuado para abordar los objetos
característicos de la historia local. La primera posibilidad es un precepto, y
eso quiere decir que la damos por supuesta. Ahora bien, ese reconocimiento no
le ahorra a nadie la dificultad que conlleva, puesto que la multiplicación de
objetos, métodos y modos de discurso histórico hacen ardua esa tarea. No es
sólo que haya muchas novedades en el mercado editorial, sino que cada vez es
más complejo agrupar y ordenar esa variedad. Hubo un tiempo en que la historia
era pluriparadigmática y había formas diferentes de concebirla que estaban en conflicto; ahora, por el contrario, la
noción misma de paradigma parece estar en crisis y, por tanto, se hace difícil
la imposición de dogmas en el sentido de Kuhn.
En conexión con lo anterior, la segunda
posibilidad era la de interrogarse acerca de si existe un camino que sea
especialmente productivo para la historia local. Es en esa encrucijada en la
que hemos creído conveniente explorar las ventajas de la microhistoria,
tal y como reza también el subtítulo, en concreto para analizar las relaciones
de poder. Pues bien, de entrada sería en efecto razonable asociar esta
corriente a la historia local, justamente porque parece ocuparse de objetos
reducidos. Es ya clásico vincularla con la metáfora del microscopio, en la
medida en que la lente permite agrandar realidades que de otro modo son
invisibles o pasan desapercibidas y así su observación se hace más densa.
Planteado en esos términos, si el microscopio es la metáfora de un
procedimiento histórico, no parece en principio que sea discutible el
procedimiento en sí. Es decir, al igual que los científicos obtienen resultados
utilizando esa herramienta en un laboratorio, también los microhistoriadores podrían
obtenerlos. Sin embargo, la analogía tiene sus límites. Ante todo, porque
nosotros no realizamos experimentos ni tenemos laboratorio, pero además porque
los microhistoriadores emplean esa herramienta de modo diverso. ¿Quiere eso
decir que no hay una única concepción de la microhistoria? Si ésta es la
conclusión, entonces esos caminos se multiplican aún más y con ello la relación
entre microhistoria e historia local no es tan evidente como creíamos.
Hace unos años pudimos constatar que había
al menos dos modos distintos de entender la microhistoria. Uno de ellos, el más
temprano en cuanto a su formulación, era el que representaba Edoardo Grendi;
otro, el que se encarnaba sobre todo en la obra de Carlo Ginzburg. El primero
tenía por objeto el análisis de las relaciones sociales en agregados de
reducidas dimensiones; el segundo se proponía el estudio de las formas
culturales y su condensación en sujetos o grupos. Grendi subrayaba la
importancia del contexto, en este caso a la manera de Edward Palmer Thompson,
es decir, como las coordenadas espacio-temporales que delimitan un hecho y que
lo convierten en eslabón de una cadena de significados, un contexto cuyos
límites son los de esos agregados de reducidas dimensiones. En cambio, para
Ginzburg la noción de contexto tenía unos perfiles menos evidentes: invocando
la morfología y los parecidos de familia, un hecho o producto cultural podía
ponerse en relación con otro muy distanciado espacial o temporalmente. ¿Esa sucinta
evaluación continúa siendo válida? Cuando en 1994 estos mismos autores hacían
balance de los resultados de la microhistoria, de los objetos tratados y de los
procedimientos empleados, constataban dos cosas. La primera, que nunca hubo una
corriente microhistórica, si por tal se entiende un patrimonio común de
escuela; la segunda, que incluso aquella empresa que los reunió --la colección
"Microstorie" de Einaudi-- ha desaparecido sin que sus antiguos
responsables hayan mostrado interés alguno por mantener la vigencia de ese
rótulo. Más aún, siguiendo esos balances programáticos que Grendi y Ginzburg
publicaron, el lector podría llevarse la impresión de que tal corriente jamás
existió. En realidad, quizá esa confusión obedezca además a otras razones. Cuando
empezó a formularse la invocación microhistórica, la noción de paradigma en
historia ya estaba en crisis, como también empezaban a estar en discusión las
ortodoxias de escuela o, más todavía, la propia idea de escuela. Incluso, por
ejemplo, autores que en principio identificamos con los Annales se
distanciaban de esa antigua pertenencia. Si a todo ello añadimos que la
microhistoria careció de los recursos académicos e institucionales de que han
gozado los historiadores franceses, entenderemos esa posición incierta a la que
aludíamos. A lo sumo, pues, podríamos hablar de distintas prácticas
microhistóricas.
Tal vez pueda ser descorazonador que no
haya una definición unívoca, clara y distinta, de lo que debamos entender por
microhistoria. Sin embargo, por eso mismo, tal imprecisión nos puede
proporcionar la suficiente libertad intelectual como para aventurarnos en
trazar los perfiles que a nosotros nos interesen, es decir, aquellos que puedan
aplicarse a la historia local. De ese modo, nos aproximaremos a y nos
distanciaremos de lo dicho por los microhistoriadores, subrayando algunos de
sus referentes y proponiendo también otros distintos. En ese sentido, de
entre los rasgos que comparten los
trabajos de microhistoria, o de microanálisis histórico como diría Grendi, sin
duda el más sobresaliente es el la reducción de la perspectiva con la que
observan los objetos. Si antes decíamos que una de las metáforas habituales
asociadas a esta corriente es la del microscopio, otra no menos frecuente es la
de la escala. Este concepto, a pesar de lo que pueda parecer, es muy amplio
puesto que tiene que ver con cualquier forma de reproducción icónica en la que
se mantengan o se varíen las dimensiones del referente. Dado que las reproducciones del arte o de la
cartografía no pueden ser integrales --el territorio no cabe en toda su forma y
volumen--, entonces se convierten en representaciones siempre parciales,
compendios de rasgos a los que en virtud de algún criterio se les da relevancia
Como nos recordaba Roger Chartier, la
representación entraña una presencia y una ausencia, esto es, cuando se
representa algo, ese algo externo no está en la cosa representada y, por tanto,
esa imagen es a la vez una condensación de sus rasgos y una alteración de aquel
referente. Así, por ser ausencia, la representación es un proceso de creación
sígnica. Pero es también presencia, es decir, hay algo material, visible, con
lo que el observador tropieza y que tiene vida propia más allá del objeto
externo. Lo significativo de esas representaciones no es, sin embargo, que
puedan ser más o menos miméticas, sino que incluyan más o menos rasgos externos
en función de la escala que se adopte para captarlos. En principio, pues, una
escala mayor y otra menor son igualmente fieles, lo que las diferencia es la
cantidad y el tipo de información que permiten representar. Uno de los primeros
autores en pronunciarse sobre ese uso metafórico de la escala fue Giovanni
Levi, en un artículo de 1981 que de
alguna manera servía de pórtico teórico a la citada colección
"Microstorie". Allí, este historiador se interrogaba sobre el
tratamiento que debía darse al sistema social, por un lado, y a las acciones
individuales, por otro. En el primer caso, el estudio de objetos de grandes
dimensiones nos hace correr el riesgo de olvidar cómo resuelve la gente
corriente sus problemas cotidianos. En el segundo, el peligro es amputar la
descripción de las acciones individuales de un contexto más amplio, de una
realidad global de la que dependen. A su juicio, la perspectiva micro podría
resolver esa tensión al intentar abordar objetos mayores reduciendo la escala
de observación. Es decir, cuando emplea la voz escala lo hace en términos
metafóricos, lo cual le permite subrayar la noción de contexto. En ese sentido,
si estudiamos una vida individual o si tratamos un objeto local, esas dos
posibilidades obligan al investigador a ponerlas en relación con las
coordenadas más generales en las que se insertan.
Este planteamiento es sugerente, pero no
nos muestra todavía las múltiples implicaciones que la idea escala introduce en
el conocimiento histórico y, en particular, su relevancia para abordar objetos
reducidos. Muchos años después, en 1996, un grupo de historiadores franceses e
italianos coordinados por Jacques Revel publicaban un volumen titulado Jeux
d'échelles. La micro-analyse à l'expérience. Dos eran las ideas clave de
las diversas contribuciones que recogía. La primera era la filiación italiana
de la microhistoria y su difusión a través de una vía francesa. En ese sentido,
se hacía una presentación historiográfica de la corriente y se buscaban sus
referentes teóricos. La segunda era, en este caso y nuevamente, el énfasis dado
a la noción de escala, un énfasis evidente por su propio título y una idea, en
fin, que reaparecía en cada uno de sus artículos. De todos ellos, aquel que
tomaba como elemento central el análisis de sus implicaciones metafóricas era
el de Bernard Lepetit. Este autor proponía tratar el problema de la escala desde
la perspectiva de la geografía y la arquitectura, distinguiendo el objeto que
se estudia de la representación que resulta. La escala del geógrafo asocia un
representante (el mapa) con un representado (el territorio) que es externo y
empíricamente real. En cambio, la escala del arquitecto, que en teoría opera
bajo los mismos criterios pero cuya complejidad es mayor, asocia un
representante (el plano) con un representado (el edificio proyectado) que
ontológicamente no existe y que empíricamente es invisible. ¿Se asemejan en
algo los trabajos de los historiadores a las tareas de representación de los
geógrafos o de los arquitectos?
Desde nuestro punto de vista, el discurso
histórico está constituido por una representación, es decir, es una construcción
verbal en prosa que representa algo que existió, algo desaparecido de lo que
sólo quedan vestigios indirectos en las fuentes conservadas. Como decía Bernard
Lepetit, cuando elegimos una escala lo que hacemos es seleccionar una
determinada cantidad y un determinado tipo de información que sean pertinentes
con la totalidad que aspiramos a representar. En ese sentido, dichos vestigios
documentales contienen una pequeña parte del conjunto de los hechos que hubo en
ese pasado ya irrecuperable, una pequeña parte traducida y convertida en datos.
Cuántos de esos datos se viertan en el proceso de representación documental es
azaroso y cuántos de esos datos se viertan en el proceso de representación
histórica dependerá, pues, de lo que aspiremos a representar. De este modo, los
objetos tratados por la historia local vendrían a ser como los representantes
de ese mundo externo, irrecuperable, que tomamos como representado, unos
objetos que tendrían la misma legitimidad que el pequeño territorio del geógrafo
o el edificio singular del arquitecto. Además, el trabajo del historiador está
a medio camino entre la tarea del arquitecto y la del geógrafo. Al igual que
este último, su referente es una realidad externa, un territorio concreto, bien
delimitado, con mayor o menor superficie de acuerdo con el criterio escogido.
En ese sentido, intenta restituir una realidad que contiene algo específico
pero que, a su vez, pertenece a un territorio más amplio. Ahora bien, el
historiador también comparte algo con el arquitecto. Al igual que éste, trata
de cosas que no existen ahora y ambos las construyen en función de unos
contextos que adoptan como marcos de referencia.
Aunque tal vez la mejor solución no sea
explicar una metáfora con otra, quizá las ideas en torno a la escala puedan
ejemplificarse también con la imagen de la red. Como ya sostuvimos en Un
negoci de famílies, si bien no se trata de la mejor metáfora posible, tiene
al menos la ventaja de ser muy habitual entre los historiadores. En algún
pasaje de su obra, el novelista Julian Barnes empleaba esta metáfora
extrayéndole toda su capacidad explicativa. Según opinión común, decía este
autor, la tarea del biógrafo --o la del historiador, añadiríamos-- es similar a
la de quien lanza un red con el objeto de pescar: la red se llena, arrastra
todo cuanto atrapa y sólo después el marinero selecciona, almacenando o
devolviendo al océano parte de lo que recogió. A lo que parece, pues, el
historiador sería aquel que discrimina haciendo uso de sus artes. ¿De verdad es
así? La imagen, señalaba el narrador, es informativamente insuficiente: la red
no arrastra todo cuanto atrapa, y todo cuanto atrapa no es todo lo que hay.
Piénsese, en efecto, en lo que se escapó. O, más aún, piénsese en todo aquello
que ni siquiera fue rozado por la red: siempre abunda más que lo otro,
concluía.
Ampliemos las
consecuencias de la metáfora y apliquémosla al objeto que nos ocupa. En ese
caso, si nos tomamos en serio lo anterior, si nos tomamos en serio aquello que
no sabemos, deberemos sostener que nuestra tarea se enfrenta a límites
semejantes a los del biógrafo o a los del marinero: no hay arte de pesca que
arrastre todo y, más aún, allá en donde
cae la red no se captura todo lo que existe. La operación del historiador es,
pues, efectivamente similar a la de la
pesca, una pesca metafórica, claro. El arrastre, la cantidad de lo que se
retiene o la clase de pescado que se atrapa, es infinitesimal, si lo comparamos
con lo que, efectivamente, no captura. Además, aquello que las artes nos
permiten obtener depende de la densidad y de las dimensiones de la malla:
variará según el tipo de pescado que queramos arrastrar, pero, en cualquiera de
los casos propuestos, la malla y el mar no coincidirán. Desde nuestro punto de
vista, lo que la historia local se propone ‑‑esa historia local
digna que aquí postulamos‑‑ es hacer uso de una red densa, muy
densa, hasta el punto de capturar todo aquello que la porosidad de la malla no
deje escapar en ese fragmento de mar.
Es
precisamente en este aspecto en el que la historia local se aproxima a una
perspectiva microanalítica. El microanálisis en historia se propone, como hemos
visto, la reducción de la escala de observación de los objetos con el fin de
revelar la densa red de relaciones que configuraron la acción humana. Para que
tal propósito sea practicable, para que, en efecto, podamos decir algo
sustantivo acerca de unos sujetos históricos concretos, el caudal de
informaciones debe concentrarse: no hay fuerza humana capaz de arrastrar una
red de grandes dimensiones, una enorme malla de pesca, si ésta es
extremadamente densa, si ésta retiene una buena parte de la materia orgánica e
inorgánica que atrapa. Reducir las medidas de la red no significa investigar
con menor número de informaciones, significa que todas ellas hagan referencia a
un mismo objeto. El espacio local puede ser, por tanto, el ámbito privilegiado
de un microanálisis histórico: la acción humana, lejos de ser concebida y
descrita sin referencia a personas, es nombrada, es designada a partir del
nombre, como señalaban Carlo Ginzburg y Carlo Poni; y el caudal de
informaciones que conseguimos reunir sobre los mismos individuos, sobre
aquellas personas cuyo principal vestigio es el nombre, nos permite proponer
explicaciones históricas concretas, unas explicaciones, en fin, que tratan de
dar cuenta de actos humanos, emprendidos con alguna intención y a los que sus
responsables o sus contemporáneos otorgan algún significado.
¿Y por qué
este tipo de explicación debería ser un objetivo cognoscitivo de la historia
local? Veamos. Después de controversias historiográficas inagotables, hemos
llegado a la convicción simple pero firme de que aquello que los historiadores
estudian es lo concreto a partir de lo empíricamente constatable: o, mejor,
aquello que hacen es dotar de sentido a hechos del pasado a partir de las
informaciones que consiguen reunir. En ese sentido, la primera evidencia con la
que nos enfrentamos es la acción humana, vale decir, los primeros datos, el
primer detalle, de los que no podemos prescindir sin más son los actos que unos
individuos concretos emprenden y de los que quedan pruebas, huellas, vestigios.
Este punto de partida nos obliga, pues, a referir la investigación histórica a
la acción de personas con nombres y apellidos y de cuyo testimonio tenemos
constancia documental. Desde esta perspectiva, la historia local es un ámbito
óptimo para proponer explicaciones cabales de la acción humana. ¿Por qué razón?
Porque todo enunciado deberá remitir a los microfundamentos de una acción real,
emprendida por sujetos reales y no por las hipóstasis abstractas que
constituyen los tipos medios de lo estadísticamente dominante.
¿Qué es, pues, lo que queremos transmitir
con estas metáforas? Hay, como puede verse, varias cuestiones que conviene
subrayar. En principio, quizá debamos partir de una constatación preliminar:
todos los historiadores no adoptamos la misma dimensión de océano, puesto
que mientras unos intentan abordar una
gran superficie, otros en cambio analizan una parte más pequeña de su
extensión. En ese sentido, en el
proceso de construcción de la investigación y de elección de la información
pertinente, optamos por una determinada escala porque creemos que ésta ofrecerá
resultados más significativos, que su validez explicativa será mayor. Así pues,
la adopción de una determinada perspectiva se presenta como una prerrogativa
del investigador, prerrogativa que ha de estar en relación adecuada con el
objeto de estudio. Ahora bien, ¿quiere eso decir que al utilizar distintas
escalas tratamos cosas diferentes? En absoluto. Aunque la parte del océano que
tratemos sea diversa, mayor o menor, todos estudiamos finalmente la misma realidad.
Es decir, todos nos hacemos las mismas preguntas aunque lancemos redes
diferentes para capturar su contenido. Por eso, ambas escalas son igualmente
significativas, una y otra son igualmente fieles y ninguna de ellas agota la
complejidad de lo real. De ese modo, podemos estudiar la estructura agraria, el
funcionamiento del mercado o el comportamiento de un grupo social en, pongamos
por caso, la España decimonónica apelando a escalas distintas, utilizando
diversas redes. Es probable, eso sí, que los resultados no sean compatibles,
pero la comparación ha de partir siempre de la constatación de la distinta
perspectiva utilizada en la observación. En cualquier caso, además, en la
medida en que la realidad a restituir o a representar es plural, una y otra son
igualmente necesarias.
De todos modos, las metáforas de la red y
de la escala no son exactamente coincidentes, porque las coincidencias
epistemológicas de una y otra son distintas. Si proponíamos la imagen de la red
era, entre otras razones, porque su uso ha sido común entre historiadores; si
proponíamos la de la escala era por ser habitual entre los microhistoriadores.
Ahora bien, la red del pescador remite a una idea del conocimiento estricta y
llanamente realista, sin constructivismo, porque, de acuerdo con esa metáfora,
el marinero captura objetos del mundo exterior, objetos que son arrastrados y
trasladados a la cubierta de su nave. Tal vez por eso, esta idea nos da una
descripción del trabajo histórico que no es muy fiel, porque el historiador no captura, sino que
representa. En cambio, una de las ventajas del concepto de escala es la de
subrayar precisamente la artificialidad del conocimiento (histórico), es decir,
el objeto no está dado de antemano, no se impone sobre el observador, sino que
su conocimiento depende de la decisión epistemológica del investigador. En este
sentido, depende además de los procedimientos que se da, de la lente con la que
observa y de la información pertinente que quiere reunir. Ahora bien, aceptar que
el conocimiento histórico sea convencional no lleva a los microhistoriadores a
una deriva escéptica o relativista. Así se puede observar, por ejemplo, en los
balances que hicieran Ginzburg y Grendi en 1994. En esos textos, ambos se
oponían a que la idea de artificialidad del conocimiento pudiera hacer peligrar el realismo histórico que defendían. Desde su punto de
vista, la realidad histórica no es una construcción del discurso, no tiene sólo
una existencia lingüística --como, por el contrario, han podido defender, por
ejemplo Roland Barthes o Hayden White-- , y la estructura verbal en prosa de
los historiadores es el resultado final de una pesquisa hecha sobre huellas de
una realidad histórica efectivamente existente. Una realidad histórica que, además,
los microhistoriadores pretenden restituir apelando siempre al contexto, otro
de los conceptos clave de esta corriente. Por nuestra parte, el contexto
podemos entenderlo ahora como la reconstrucción cuidadosa del espacio local en
el que se insertan las vidas de los sujetos que estudiamos. Y ¿por qué local?
Porque la vida real siempre tiene un locus concreto dentro del cual los
individuos emprenden sus acciones. Es por eso mismo por lo que, como indicara
Clifford Geertz, nuestro conocimiento siempre es local, al menos en el sentido
de que las informaciones que nos permiten explicar las acciones de los sujetos
se obtienen localmente.
3. Hasta ahora nos hemos preguntado sobre los vínculos
que puedan darse entre entre historia local y microhistoria. Queda, sin
embargo, un último objeto por abordar, el de las relaciones de poder, un
objeto frecuente, una objeto dominante que hoy en día es habitual entre
historiadores y sobre el que convendrá pronunciarse. Como en los casos
anteriores, el requisito previo es reflexionar sobre su significado. ¿Qué
debemos entender por tal expresión? Podríamos decir que tampoco existe de
antemano un significado unívoco, que no hay una única forma de entender y de
abordar el análisis de las relaciones de poder. Aunque el término pueda
asociarse a perspectivas ya clásicas dentro de las ciencias sociales, derivadas
de Marx y de Weber, particularmente en lo que tiene que ver con la dominación,
lo cierto es que su uso y su éxito son
mucho más recientes. En efecto, hay
algo en estas últimas décadas que ha permitido que los historiadores hayan
adoptado este enunciado. En ese sentido, el referente obligado sería Foucault,
un autor que manifestó su equidistancia con respecto a los dos clásicos
mencionados. En la obra de este filósofo francés, y al menos en una cierta
etapa de su producción, es frecuente el uso de la expresión relaciones de poder
asociada a otras como la de, por ejemplo, estrategias de poder.
¿Qué hay de característico y de
aprovechable para los historiadores en esa visión foucaultiana? Aunque el autor
parte de una noción de poder asociada a la dominación, lo sustantivo es la
corrección que hace a su acepción represiva. En el primer volumen de Historia
de la sexualidad, por ejemplo, se manifestaba contrario a plantear la
hipótesis represiva como argumento explicativo del poder o de la dominación en
el ámbito de las relaciones personales. Desarrollaba, pues, aspectos que habían
aparecido centralmente en Vigilar y castigar y en La verdad y las
formas jurídicas. Otra cuestión de no menor importancia era su rechazo a
concebir el poder en términos meramente políticos, institucionales o estatales.
Más aún, censuraba una concepción que permitiera entenderlo en términos de
propiedad, es decir, de recurso o instrumento del que se apropiarían los
dominadores frente a los dominados. Como conclusión, añadía que aquello que
fuera el poder se diseminaba de forma
microfísica, es decir, molecular o reticularmente, hasta el punto de que era
incorporado por cada uno de los sujetos sociales cuya misma subjetividad estaba
definida por ese poder interiorizado. De esas concepciones se dijo que
ensanchaban el concepto, que complicaban el análisis del poder, pero se dijo
también que relativizaban el asunto
mismo de la dominación, la subordinación, la explotación y, en definitiva, la
condición de víctima.
Para los historiadores, lo atractivo de
esa reformulación era que con ella el poder dejaba de ser sólo una cuestión de
aparatos de Estado, de instituciones formales y, por tanto, incorporaba otras
informales en las que, más allá de lo político, había algún ejercicio de
dominación. Esta lección era muy congruente con el clima intelectual y cultural
de los años sesenta y setenta, una época en la que las nuevas reivindicaciones
sociales impugnaban la evidencia de las cosas, la naturalidad del mundo o el
silencio al que habían estado condenados sujetos invisibles o sin discurso. En
este sentido, las revueltas estudiantiles del 68, aquellas que reivindicaban
cambiar el modo de vida, subrayaban el límite de las revoluciones políticas:
las auténticas revoluciones son las que socavan el poder que a todos se nos
infiltra, que a todos nos contamina. Como consecuencia de todo ello, los nuevos objetos de la historia (el género,
la vida privada, la marginación, etcétera)
se abordaron en muchas ocasiones desde planteamientos sedicente,
implícita o remotamente foucaultianos. Ahora bien, otro de los atractivos del
trabajo de este filósofo francés era el de pasar de una noción de poder
entendida como propiedad a otra definida como relación. En el primer supuesto,
el poder es un recurso, algo que alguien puede atesorar, concentrar o arrebatar
a un tercero. En el segundo, por el contrario, la víctima no está excluida
completamente del poder porque cada uno
de los sujetos sociales hace uso de diferentes grados de capacidad para
situarse en el espacio social. A la postre, añadiría Foucault, planteada en
términos de relación, la cuestión del poder supone un combate permanente, una
guerra de posiciones y de movimientos diseminados en ese espacio social. De ahí
precisamente que la metáfora reticular o molecular se ajuste bien a la
microfísica del poder de la que hablaba este autor.
Este concepto permite, pues, seccionar la
realidad localmente, pudiendo establecer los nudos que son relevantes para el
observador. De este modo, los sujetos sociales aparecen como una encrucijada,
como puntos de intersección que se conectan con otros más o menos distantes.
Desde esta perspectiva, las relaciones de poder pueden ser estudiadas en
espacios diferentes (un gobierno, una empresa, una familia, etcétera) y siempre
localmente. Ahora bien, a esta descripción foucaultiana se le ha reprochado el
riesgo del relativismo. Pero no en un sentido epistemológico, que también, sino
en el de eliminar las jerarquías en el análisis de la dominación. Por ejemplo,
en su conocida obra Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall
Berman se preguntaba si esta concepción no sería acaso consecuencia de una
derrota histórica, consecuencia de una acomodación a una frustración política.
Es decir, las revueltas de los sesenta probaron la solidez y la estabilidad del
poder político del Estado, un poder que no se conmovió gravemente, que restañó
sus heridas y que impuso el orden con facilidad. Desde este punto de vista, decir que el poder no es sólo
político, que está en cada uno de nosotros y que puede observarse localmente
sería una consolación para quienes intentaron cambiar las cosas mientras el
Estado resistía obstinadamente. En
efecto, tal vez el reproche de Berman esté justificado si el análisis del poder
no tiene en cuenta, como ya anticipábamos,
los diferentes efectos que se siguen de los distintos espacios en los
que se manifiesta.
Dado el planteamiento de Foucault y las
cuestiones que introduce en torno al poder, cabría pensar en una cierta
sintonía entre este filósofo y las propuestas microhistóricas. Sin embargo,
esto no es así. Foucault es sobre todo un referente de época y, en ese sentido,
es un adversario con el que polemizan amistosamente, pero no es un fundamento
teórico para sus obras. Desde las consecuencias relativistas que se derivan de
su pensamiento hasta el desinterés por los sujetos, son varias las razones por
las que los microhistoriadores se distancian de las ideas de aquél. No
obstante, sí que existen elementos compartidos entre uno y otros y tienen que
ver, como se habrá podido observar, con ese concepto de microfísica que, aun
siendo ambiguo, guarda cierto parecido
con la reducción de la escala de observación. Si el poder puede ser tratado
localmente, si así todos los poderes son locales, porque a la vez forman parte
de una red universal, el investigador tiene la facultad de acometer su estudio
seccionando una parte y ubicándola en un territorio delimitado. Además, esa
microfísica implica un análisis relacional --un análisis que no se reduce a las
relaciones de poder-- y, por tanto, acentúa las interacciones dadas en el seno
de los agregados. Sin embargo, más allá del valor que uno y otros otorgan al
concepto de relación, lo cierto es que sus acepciones varían notablemente.
¿De dónde toman, pues, los
microhistoriadores sus ideas sobre las relaciones sociales? Además de los
clásicos más o menos evidentes, entre ellos Marx, su referente más próximo es
el de la antropología. Hay que señalar que en este caso tampoco hay
coincidencia en las tradiciones etnológicas en las que se reconocen, por
ejemplo, Grendi o Ginzburg. Sin embargo, lo que nos interesa no es documentar
las filiaciones a las que se adscriben
ni observar en qué medida la
antropología puede ofrecernos instrumentos analíticos que sean relevantes para
el estudio de esas relaciones de poder. Nos interesa más mostrar empíricamente
las ventajas de algunas de sus enseñanzas.
Tanto en las sociedades agrarias como en las urbanas, los individuos
forman parte de diversos agregados que definen a su vez distintos espacios de
actividad. Esos agregados no siempre son coincidentes, no siempre son
coherentes entre sí y sus diferentes reglas dictan a esos individuos los
comportamientos adecuados desde el punto de vista normativo. Así, esas
conductas son evidentes cuando los espacios sociales en los que deben
desenvolverse también lo son, cuando hay códigos claros para ese campo de
actividad, pero con frecuencia se dan situaciones de indefinición y de
ambigüedad que exigen de los individuos comportamientos reflexivos. Además,
cada uno de esos sujetos tiene sus propias metas, su propio orden de
preferencias, metas y preferencias que en parte ha podido escoger y en parte le
han sido impuestas por el medio en el que se desenvuelve, metas y preferencias
restringidas en función de la información de la que cada uno dispone para
escoger un determinado curso de acción o para imponerlo a otros. Además, esos
mismos individuos son portadores de tradiciones y de atavismos sobre los que en
ocasiones se interrogan o sobre los que frecuentemente ni se preguntan, de modo
que esos comportamientos heredados, esas costumbres, pueden reforzar o
perturbar los objetivos intencionales de esos agentes. Finalmente, los sujetos
son algo más que entes de razón, es decir, expresan sentimientos y afectos que
también refuerzan o perturban sus acciones. Ahora bien, los individuos no están
aislados, sino que forman parte de varias redes de relaciones de acuerdo con
los agregados a los que pertenecen o con las actividades que emprenden. De ese
modo, sus acciones se ven sometidas a una doble restricción: la que proviene de
los otros individuos con los que establecen interacciones y la que se sigue del
solapamiento de roles que ellos mismos desempeñan. Por otra parte, estas
relaciones (y las restricciones subsiguientes) son más o menos numerosas y
diferentes según estemos hablando de sociedades agrarias o urbanas, de
sociedades reducidas o extensas. En el curso de esas interacciones, pues, los
agentes emplean los medios de que disponen: utilizan los recursos materiales e
inmateriales que les pueden servir para satisfacer sus metas o lograr una
posición predominante en esos campos de actividad o de relación.
Esta descripción, de evidentes resonancias
antropológicas, puede hallarse aplicada en estudios microhistóricos diversos.
De entre ellos, podemos tomar dos ejemplos célebres, ambos centrados en el
estudio de sociedades agrarias. Uno y otro tienen la ventaja de que no son obra
ni de Ginzburg ni de Grendi, aunque comparten con ellos ciertos rasgos. El
primero es La herencia inmaterial,
de Giovanni Levi. Como se sabe, aquello que se estudia en este volumen es la
actividad pública y privada de un exorcista piamontés del siglo XVII. A través
de la vida y de los contemporáneos de Giovan Battista Chiesa, Levi reconstruye
la sociedad campesina del Antiguo Régimen haciendo especial hincapié en las
características de la comunidad rural. Aunque rinde tributo a los denominados Peasant
Studies, centra su estudio en tres cuestiones clave: la racionalidad de las
acciones humanas; el mercado y el fenómeno de la reciprocidad; y, finalmente,
la definición del poder local, sus estrategias y sus cursos de actividad.
Cuando se interroga sobre la racionalidad,
lo hace asumiendo en parte los presupuestos de Herbert Simon, es decir, toma a
los individuos como agentes dotados de una racionalidad limitada: los
escenarios en los que actúan no son "olímpicos" y están limitados por
situaciones de incertidumbre, por los distintos órdenes preferenciales que
incorporan y por sus reducidas capacidades de atención y de información. El
segundo de los aspectos centrales es el que se refiere a la transferencia de
bienes económicos y a los intercambios en las sociedades campesinas. El mercado
de la tierra, tal y como él lo plantea, está incorporado a la sociedad, es
dependiente de sus instituciones y de sus valores, de modo que, lejos de ser
exclusivamente económico, depende de diversas formas de reciprocidad. El
referente obvio es aquí Karl Polanyi. Finalmente, el otro asunto abordado es el
que se refiere al poder. El punto de partida, el autor del que toma en préstamo
sus conceptos, es Max Weber. La capacidad de alguien para obligar a hacer a
otro lo que no desea deriva evidentemente de la posición que se ocupe en la
estructura social; deriva también de los recursos personales y familiares, así
como de las dependencias clientelares, que no están necesariamente en conexión
con el poder feudal. Lo interesante de
este libro no son los referentes en los que se basa, sean o no coherentes, sino
que su atractivo radica en cómo un caso particular nos informa de los modos de
vida y de relación que los campesinos tenían. ¿Son esos campesinos piamonteses
semejantes a los de otras comunidades locales? El principio rector que guía a
Levi, y por extensión a Ginzburg, en la respuesta a esta pregunta es el que le
proporciona Wittgenstein: como sostuviera Levi en la introducción al número de Quaderni
Storici dedicado a los "Villagi", el parentesco de estos
campesinos con otros, distantes geográfica
o temporalmente, es aquel que les viene de las semejanzas de familia.
Dar con ellas es acercarse cada vez más
a comprender de qué modo lo universal se expresa en lo local.
El otro ejemplo que proponemos es el que
nos da Franco Ramella en Terra e telai. Este autor se ocupa de
relacionar el parentesco y el sistema
manufacturero del Biellese del ochocientos, y lo hace discutiendo las formas
locales y la evidencia de la protoindustrialización. Lo interesante, entre
otras cosas, es el estudio de las estructuras familiares, el análisis de las
unidades domésticas y las formas de vida, de habitación y de relación de los
campesinos. Es decir, nos habla de cómo fueron afectados por esos cambios en el
sistema productivo y cómo hicieron coherente su parentesco y su trabajo. Sus
referentes son semejantes a los ya citados para Levi, pero aquí la presencia de
Polanyi es central, junto a Thompson y el marxismo británico. Como decíamos
respecto del ejemplo anterior, tampoco ahora nos interesa resaltar sus
referentes o si son coherentes con los modelos de la protoindustrialización de
los que parte. Lo relevante es, por el contrario, cómo argumenta, cómo trata
este caso particular convirtiéndolo en algo que lo diferencia de otros con los
que pudiera relacionarse y justamente por eso nos ofrece un conocimiento
específico y denso de individuos que tienen nombres y apellidos.
Al estudiar una comunidad y los individuos
que la habitan, se hace evidente que Ramella se apoya en el análisis de las
redes sociales (en el Network Analysis) y de ello va a dejar constancia,
por ejemplo, en un texto posterior especialmente explícito: "Por un uso
fuerte del concepto de red en los estudios migratorios". Si la comunidad
local es una esfera ideal para aplicar
este tipo de análisis, lo que él se plantea es trasladarlo a un objeto (la
emigración) donde los límites de la comunidad local se desdibujan y donde las
redes son más difíciles de determinar, pero donde la información, el
conocimiento y la solidaridad son fundamentales, puesto que se trata de
individuos desarraigados. Eso hace que la integración básica, aquélla de tipo
económico como encontrar trabajo o vivienda, esté fuertemente condicionada por
la disposición de los recursos que esas redes de relaciones proporcionan.
Ramella, siguiendo a Polanyi, subrayaba que esas actividades estaban
socialmente incorporadas y mostraba gran simpatía por la vieja propuesta
microanalítica que defendiera Grendi apoyándose también en Polanyi.
En definitiva, ambas investigaciones nos
muestran algunas de las variantes posibles del análisis microhistórico. Un
análisis que se centra en objetos reducidos, sobre todo en comunidades o grupos
sociales, pero también en individuos, y que no pretende tomarlos solamente en
cuanto tales sino como parte de un tejido de relaciones que a su vez se insertan
en contextos más amplios. En ese sentido, pues, una de sus claves es el
elemento relacional, aunque no primordialmente las relaciones de poder. Por
eso, estas ultimas son sólo una parte más de las experiencias colectivas de
esos grupos. En todo caso, siguiendo al
Edoardo Gredi de "Paradossi della storia contemporanea", las
relaciones de poder podrían ser concebidas como un nexo complejo constituido
por sentimientos de identidad colectiva, símbolos de prestigio, alianzas
familiares y grupos formales e informales de gestión y control de los recursos
de una comunidad. De esta manera, como hemos visto, tal concepción se asemeja
más al modelo etnológico característico de la antropología de las sociedades
complejas que al concepto literal que empleara Foucault.
Sea como fuere, los casos que representan
los libros de Levi y Ramella son sólo dos ejemplos posibles, dos ejemplos
discutibles y sugestivos: discutibles por objeto y por difícil congruencia,
dado que sus referentes no siempre son inmediatamente coherentes ni tampoco son
los únicos préstamos teóricos en los que podamos apoyarnos; pero, a la vez, son
también dos ejemplos especialmente sugestivos, por estar bien resueltos, por el
relato que les da vida, esto es, por el modo en que esos historiadores narran
lo cotidiano y lo extraordinario de aquellas comunidades y, en fin, por los
interrogantes que se plantean. En efecto, quizá lo más sobresaliente sea eso
precisamente: formular preguntas generales a objetos reducidos y formularlas de
tal modo que esos objetos menudos, lejanos y extraños cobren una dimensión
universal, sin dejar de ser a la vez irrepetibles y locales. A la postre, lo
que importa es esos autores han convertido en interesante algo que en principio
no nos interesaba, algo que parecía totalmente ajeno a nuestros intereses.
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