En su lugar

                                                Una reflexión sobre la historia local y el microanálisis

 

Publicado en Frías, C. y Carnicer, M.A., (eds.), Nuevas tendencias historiográficas e historia local en España. Huesca, IEA-Universidad de Zaragoza, 2001, págs. 73-91.

 

Accesible también en la revista mexicana Contribuciones desde Coatepec, núm 004 (2003), vol. II, págs. 35-56.

 

Justo Serna  /  Anaclet Pons

  (Universitat de València)

 

                                               

"... El caso general, ese caso que sirve de medida a las formas y reglas jurídicas, y de base sobre la que se han escrito los libros, no existe en absoluto, por el mismo hecho de que toda causa, por ejemplo, todo crimen, en cuanto ocurre, se convierte en un caso por completo particular, a veces, en nada parecido a los anteriores"

 

                                      Fedor Dostoievski

 

 

1. En este texto nos proponemos reflexionar sobre el concepto y la práctica de historia local, abordando en particular algunas de las implicaciones que se derivan de su uso. Para ello, no encontramos mejor punto de partida que el de mostrarnos levemente escépticos, poniendo en discusión creencias compartidas, dudando de su evidencia incontrovertible. Y no porque nuestro objetivo sea iconoclasta, no porque nuestra meta sea desecharlas, sino para satisfacer de verdad un requisito deontológico, el de ser conscientes de los conceptos que utilizamos. De ese modo, podremos observar de principio a fin de qué manera aceptamos y empleamos las categorías y las nociones de que nos servimos.

 


En su lugar. ¿Por qué una reflexión historiográfica lleva por título un enunciado así? En primer término, porque tratamos de explicar los objetos de conocimiento "en su lugar", en el contexto local del que proceden los datos con que se construyeron. En segundo término, porque tratamos de evitar una racionalidad retrospectiva que violente a nuestros antepasados indefensos, que los ahorme. Para ello, pues, e invocando la empatía, intentamos ponernos "en su lugar", reconociendo la distancia que, más allá de semejanzas inmediatas y engañosas, nos separa irremediablemente, una distancia que nos obliga a aceptarlos como habitantes de un país extraño del que poco o nada sabemos. ¿Qué significa esto? Significa que nuestras preocupaciones no son las suyas, que su espacio no es el nuestro, incluso aunque veamos nombres, afinidades y filiaciones que nos identifiquen, y que, por tanto, sus respuestas fueron distintas, investidas por una lógica diversa.  Finalmente,  titulamos así estas páginas porque queremos hacer explícito el acto creador en el que nos involucramos al escribir: el texto histórico --y la historia local participa de estas características generales-- se hace con un pasado desaparecido; el texto histórico nos da la representación de un pasado cancelado del que no fuimos protagonistas ni testigos, un pasado del que sólo quedan huellas siempre escasas y que lo reemplazamos con palabras. Por eso, la escritura histórica también está "en su lugar", en el lugar del pasado mismo y que es ontológicamente irrestituible.

 


Historia local.  Tal y como reza el subtítulo es ésta, en efecto, una reflexión que toma lo local por objeto. ¿Es que lo local confiere alguna particularidad a la investigación histórica? De entrada, ese concepto parece tener un significado obvio, puesto que habitualmente lo identificamos con lo que llamamos nuestro entorno más cercano. ¿Es tan clara esa asociación? Es aceptable en términos neutros, en los términos del diccionario, porque en efecto por local los académicos entienden lo perteneciente al lugar, lo propio y lo cercano, lo relativo a un territorio. Ahora bien, aceptar sin más ese enunciado supondría desconocer todas las implicaciones que el concepto puede llegar a tener. Cuando hablamos de nuestro entorno más cercano nos hallamos ante un primer elemento de discusión. No hay nada en esas palabras que imponga en principio el sentido de límite. ¿A quién se refiere el término "nuestro"? Es decir, el observador delimita  ese entorno  a partir de una colectividad con la que se identificaría, pero que es variable puesto que las pertenencias no son naturales ni inmediatamente evidentes. Además, aquel que reconoce una pertenencia sabe que está en vecindad con otras que también le son propias, aunque no siempre sean coherentes entre sí. Más aún, esas filiaciones en las que nos reconocemos como sujetos históricos no tienen por qué coincidir con aquellas que se percibían en el pasado ni con aquellas otras a las que aluden los historiadores. Por otra parte, la idea misma de entorno, que parece imponerse de manera incontrovertible, ha sido definida por Abraham Moles como una realidad de índole psicológica, es decir, depende del observador que contempla el mundo exterior y, en ese caso, lo próximo o lo lejano son conceptos variables que, además, están sujetos a las condiciones y los medios de la comunicación. De este modo, en principio, entorno designa una apropiación individual de lo que es exterior, pero que sea individual no excluye por supuesto que esa apropiación se produzca a través de recursos o prótesis que son colectivos. Es decir, las percepciones del mundo son individuales pero están fundadas en restricciones colectivas.

 

Por tanto, podemos concluir que lo que nos rodea, lo que nos es próximo, no tiene fronteras espaciales determinadas. Como nos recordaba Norbert Elias, un espacio delimitado es aquel sobre el que hemos aplicado un criterio de orientación que nos permite identificar las cosas cercanas y las cosas alejadas, lo que es propio y lo que es ajeno. O, dicho en los términos de Moles, un espacio delimitado es el establecimiento de un punto Aquí  a partir del cual decrece la percepción del mundo y nuestra implicación emocional.  Este decrecimiento puede ser o no objeto de interrupción brusca, de discontinuidad perceptiva. Si no lo es, en ese caso sentimos que el espacio se nos aleja hasta volverse inaccesible y remoto, perdiendo así el dominio visual. Pero, más allá de la percepción de los sentidos,  hay otra forma humana de señalar física y redundantemente lo cercano y lo lejano y ésta es, como apostillaba Moles, la que se produce mediante la interrupción brusca de las propiedades perceptivas del espacio: es entonces cuando nos tropezamos con una frontera, pared, muro o separación física que demarca de forma clara y rotunda lo que está dentro y lo que está fuera.

 


Para evitar el problema principal que la noción de entorno entraña --que el espacio dependa de una percepción psicológica-- podríamos acogernos a otra solución, la de definirlo a partir de unas fronteras visibles y universales. En ese caso, lo local no estaría en función sólo de la delimitación perceptiva, sino que además subrayaríamos por redundancia esa discontinuidad gracias a una barrera evidente: las murallas de una ciudad, una cordillera, una simple montaña, un río, etcétera. Por lo común, podríamos convenir en que lo local como espacio bien delimitado, que representa algo propio, característico y distinto, se daría cuando existiera una frontera de este tipo. ¿Quiere eso decir que, bajo estas condiciones, está claro cuál es el contenido del continente? En general, deberíamos admitir al menos que lo exterior define siempre lo interior, que los nativos son conscientes de lo que hay más allá y de lo que (creen que)  les diferencia. Ahora bien, lo lógico es suponer que ni las ciudades amuralladas, ni los espacios rurales confinados entre montañas están completamente aislados.  La religión, la cultura, las ferias, las fiestas, los caminos  e incluso los libros pueden percibirse como formas de contaminación de lo exterior en lo interior. Deploraba Lévi-Strauss que la contemporaneidad hubiera vulnerado los rasgos propios de cada cultura hasta el punto de que ya no pudieran encontrarse tribus vírgenes ni nativos puros. Si el aislacionismo cultural conduce al agostamiento, la comunicación llevaría paradójica y lamentablemente a la homogeneidad. Esta es la conclusión pesimista del antropólogo francés al evaluar lo contemporáneo. Ahora bien, la tensión entre aislacionismo y comunicación no es un hecho reciente ni exclusivo de la sociedad urbana, sino que lo exterior penetra en lo interior desde fechas remotas y en las más variadas condiciones. Los ejemplos posibles que podrían aducirse son innumerables, pero para lo que ahora nos interesa aludiremos a dos muy conocidos, ambos referidos a la cultura campesina y que datan del siglo XVI.

 


Como puso de relieve Mijail Bajtin en su análisis de la obra de Rabelais, el carnaval ha sido tradicionalmente una manifestación festiva a través de la cual se difundía una cultura popular extralocal, es decir, que iba más allá de los municipios en los que se celebraba. Pues bien, cualquier comunidad ha tenido sus ferias  y sus fiestas o sus habitantes han acudido en los días señalados a las celebraciones de las localidades más o menos distantes. Un caso más extremo es el estudiado por Carlo Ginzburg. Como se recordará, el molinero Menocchio vivía en una pequeña comunidad campesina del norte de Italia y, sin embargo, estaba en contacto con fuentes culturales muy distantes. Una de las particularidades de este personaje, y de otros de sus vecinos, era la de la lectura. Menocchio leía y a través de esa práctica se ponía en relación con un mundo exterior, también extralocal, que contaminaba su forma de percibir la realidad. Así pues, tanto si  lo local tiene una frontera espacial  como si no tiene ese cierre físico, la comunicación, la contaminación y la relación dentro/fuera es permanente.

 

¿Hay otras fronteras, no propiamente físicas ni psicológicas, que nos permitan delimitar el espacio local? Aquí tropezamos otra vez con una barrera infranqueable: cuando aludimos a fronteras administrativas, lo local varía en función de si lo atribuimos al municipio, a la provincia o a la región.  En este caso, puesto que no hay una sola, ni siquiera la barrera administrativa es un criterio universal que permita designar de común acuerdo. Por eso mismo, los historiadores podemos estar tentados de imponer categorías espaciales contemporáneas a nuestros antepasados indefensos. En ese sentido, es necesario ser conscientes de cómo se elabora un determinado referente espacial para así  ponerlo en relación con la percepción que de ese mismo espacio tenían aquellos que son objeto de nuestro estudio. Eso quiere decir, entre otras cosas, que hay y hubo fronteras en conflicto, barreras que se superponen con significados distintos, límites que hacen inevitablemente ambigua la noción de lo local cuando la hacemos depender precisamente de la frontera. Hay, pues, confines que son  evidentes para nosotros y que han sido creados por la Administración o por la fuente de que disponemos  pero que no lo eran tanto en el pasado. Así, para un campesino español de mediados del siglo XIX quizá el concepto de propiedad privada, aplicado por ejemplo a los bienes comunales y los usos a ellos asociados, impusiera unos límites mucho más poderosos y violentos que los que podría implicar cualquier decisión administrativa.

 


Por tanto, lo local es una categoría flexible que puede hacer referencia a un barrio, una ciudad, una comunidad, una comarca, etcétera, categoría en la que lo importante --al menos para nosotros-- es la consciencia de su artificialidad. Pero el concepto se aplica aquí no sólo a un espacio físico, sino a una investigación específica a la que llamamos historia local, como se expresa en el subtítulo, y ésta, según las cautelas comunes que habitualmente se invocan, deberá evitar lo anecdótico para así ser reflejo de  procesos más amplios, los propios de la historia general. ¿Por qué estas advertencias? Entre los historiadores profesionales existe una relación ambivalente con las investigaciones de historia local. Esto es así  porque, por un lado, nos remontarían a  la prehistoria del propio oficio, aquel momento en el que su cultivo reflejaba un excesivo apego por la anécdota, por lo pintoresco, por lo periférico o por lo erudito. Justamente por eso, tales cautelas nos advierten del error en que podríamos incurrir, el del localismo. Ahora bien, hacer depender la historia local de la historia general como si aquélla fuera, en efecto, un reflejo de ésta no es un error menos grave que el anterior. El primer peligro es subrayado habitualmente,  pero el segundo suele pasar  inadvertido.

 

¿Por qué evitar el primer riesgo? Porque el localismo convierte los objetos en incomparables y los hace exclusivamente interesantes para los nativos. Frente a esto, deberíamos concebir la historia local como aquella investigación que interesara a quien, de entrada, no siente atracción ni interés algunos por el espacio local que delimita el objeto. Esta es, por otra parte, una lección que hemos aprendido de los antropólogos, puesto que ellos han debido tomar consciencia de que el objeto reducido que tratan debe ser estudiado de tal modo que pueda ser entendido por  (y comparado con) otros. Clifford Geertz decía, por ejemplo, en Conocimiento local que la antropología es un ejercicio de traducción; mejor aún, añadiríamos nosotros siguiendo a Octavio Paz, la cultura y la comunicación son sobre todo ejercicios de transposición, de traslado de un objeto a diferentes lenguajes. Pues bien, el historiador local debe adoptar un lenguaje y una perspectiva tales que la transposición del objeto implique una verdadera traducción, una salida de ese lenguaje de los nativos que sólo  ellos entienden y que sólo a ellos interesa. Por eso, siguiendo una vez más a los antropólogos,  la meta no ha de ser sólo analizar la localidad, sino sobre todo estudiar determinados problemas en la localidad.

 


Ahora bien, estudiar en no es sin más confirmar procesos generales. De ahí que no aceptemos aquella afirmación según la cual lo local es un reflejo de procesos más amplios. Como ya hemos expuesto en otro lugar, en "El ojo de la aguja", si estudiamos este o aquel objeto en esta o en aquella comunidad no es porque sea un pleonasmo, una tautología o una prueba más repetida y archisabida de lo que ya se conoce, sino porque tiene algo que lo hace irrepetible, que lo hace específico y que pone en cuestión las evidencias defendidas desde la historia general. Deberemos evitar aquello que, en la Interpretación de las culturas,  Clifford Geertz llamaba Jonesville como modelo "microscópico" de los Estados Unidos: no hay un reflejo a escala, local, de un agregado superior sea éste el Estado o cualquier otra entidad. Si nos interesa Jonesville es porque hay algo en esa población que la hace peculiar frente a lo que sabemos de los Estados Unidos. Es decir, si estudiamos una comunidad campesina no es para reiterar localmente lo que cualquier investigación general ha sostenido ya. Quizá haya otro ejemplo que ilustre mejor lo que queremos decir, quizá se observe con mayor claridad si sustituimos el estudio de una comunidad por el de un individuo. ¿Qué es lo que hace interesante a un personaje literario? ¿Los tópicos que lo identifican con su colectividad o, por el contrario, una personalidad específica que lo distingue? En este último caso, como señaló Lukács, podríamos ver a dicho  individuo como una respuesta concreta e irrepetible de un problema que es universal, de una cuestión que es general. 

 


Tal vez, una manera adecuada de entender y de intentar conjurar los riesgos que podemos correr en la historia local sea la de planteárnoslos como análogos a los de la biografía. Desde ese punto de vista, el primer peligro de una reconstrucción biográfica es convertir al personaje en puramente extravagante, extraño a su tiempo, intraducible; el segundo sería, por el contrario, hacerlo meramente dependiente de la época, como si sus avatares reflejaran sin más --o fueran representativos de-- la sociedad en la que vivió, como si sus actos no le distinguieran en nada de los de sus vecinos. ¿Qué es lo que nos atrae de Emma Bovary? ¿El que sea una dama característica de la burguesía rural francesa? Si sólo fuera por esto, carecería de dimensión imperecedera y su elaboración sería escasamente verosímil, poco convincente. Hay en su ejemplo, sin embargo, algo por lo que  deja de ser ejemplo. ¿Qué es lo que nos atrae también  del Menocchio de Carlo Ginzburg o del  Martin Guerre de Natalie Zemon Davis? Desde luego, no el hecho de que pertenecieran a determinadas comunidades rurales o de que asumieran las manifestaciones propias de ellas, sino cómo lo hacían, la forma en que interpretaban personal e irrepetiblemente ese mundo que les rodeaba y aquello que les diferenciaba de sus contemporáneos. Cuando a un sujeto o un objeto los tomamos como casos o ejemplos "representativos" corremos el riesgo de desnaturalizarlos, de arrebatarles su especificidad y, por tanto, de tomarlos en consideración sólo por lo que de más general encierran. Indicaba Josep Pla que él no era un hijo de su tiempo, que era, por el contrario, un opositor a su tiempo, alguien que se oponía a su época. Decirnos hijos de nuestro tiempo es, en efecto, una trivialidad (¿quién no lo es?); mejor sería, pues, contemplar la composición que, si no originales, al menos nos hace distintos a otros que como nosotros son hijos de la misma época y que a la postre también son distintos.

 

Desde ese punto de vista, la historia local no es sin más una muestra, un ejemplo y, por tanto, el reproche que se suele hacer a sus oficiantes --la pregunta acerca de la representatividad del caso-- debe matizarse o, al menos, debe plantearse de otro modo. Desde hace unas décadas, la historia registra una multiplicación de objetos que es, a su vez, una multiplicación de centros de interés. La descolonización ha permitido que irrumpieran antiguos países coloniales y su historia ya no ha podido compendiarse a partir de la rígida sumisión a la lógica de las metrópolis. La emancipación de las mujeres ha permitido igualmente que éstas empezaran a ocupar la esfera pública como nunca antes había sucedido y su historia ya no ha podido cancelarse en la mera domesticidad. Más aún, lo doméstico se ha convertido también en territorio del historiador. En ese sentido, la emergencia de lo local es un rasgo de época y tiene que ver también con los cambios experimentados por la institución clásica del Estado-nación,  y su historia, la historia de las comunidades locales, ya no puede subsumirse sin más en el itinerario prescrito de la vida colectiva. Por eso, la historia local ha podido contribuir también a subvertir ciertas jerarquías de la historia tradicional. Es decir, ha introducido lo periférico, lo marginal o lo descentrado en el discurso histórico.

 



La constatación de este hecho ha llevado a muchos historiadores a imputar de  irrelevancia a la historia local ¿Acaso es igualmente significativo lo que ocurrió en una gran ciudad que lo que sucedió en una pequeña comunidad? ¿Acaso tuvieron los mismos efectos culturales y religiosos las ideas de Lutero que las de Menocchio? En ese sentido, la pregunta por la representatividad es la pregunta por los efectos, es decir, la demanda sobre las dimensiones colectivas de los procesos y de los acontecimientos. Por ejemplo, cuando Edward Hallet Carr se interrogaba a propósito de los hechos, la calificación de históricos dependía de las repercusiones que tenían. Esta concepción  era la que asumían tradicionalmente los historiadores y ésta es precisamente una de las enseñanzas más perecederas de la obra de Carr. Así como la noción de fuente se ha ensanchado, del mismo modo se habría ampliado la noción de hecho histórico. Ahora bien, no sostenemos que exista una equivalencia de todos los hechos, considerados desde los efectos que provocan, sino que les atribuimos un valor cognoscitivo al margen de sus repercusiones. Es decir, las ideas de Lutero tuvieron una influencia incomparablemente mayor que las de, por ejemplo, Menocchio. Pero eso no significa que analizar la vida y las concepciones de este último nos conduzca a la irrelevancia. Del mismo modo, la historia del Biellese italiano, estudiada por Franco Ramella, no es tan significativa para la historia europea, para la comprensión de la industrialización, como la que pudiera hacerse sobre la ciudad de Manchester. Y, sin embargo, los resultados que obtiene este historiador son muy relevantes desde el punto de vista cognoscitivo. Esto es algo muy parecido a lo que ocurre en la literatura o en el género biográfico, es decir, cuando leemos una narración del yo, su valor cognoscitivo es profundísimo, sin que de los avatares personales relatados pueda extraerse una teoría general. Si lo que buscamos son explicaciones generales, y éstas dependen de la despersonalización de cada caso particular, entonces la mayor parte de la literatura sólo nos proporcionaría solaz, entretenimiento y no conocimiento. Sin embargo, eso no es así, porque si volvemos a los clásicos observaremos que su potencia explicativa, inagotable, proviene de personajes singulares que encarnan en sí mismos un deseo, una fantasía o una tragedia humana. Ojalá que las historias locales pudieran concebirse de tal modo, de suerte que lo particular interesara a quien no tiene interés alguno, al menos de entrada, por la historia que se le cuenta. Ojalá que las historias locales pudieran tratar los hechos irrepetibles como condensación de las acciones humanas y de su significado.

 

 

2. Si, como suele decirse, y para evitar la erudición anecdótica, las investigaciones locales deben ponerse en relación con los actuales caminos de la historia, cabe preguntarse cuál es el sentido que le damos a esa expresión. Aceptar esta metáfora --la de los caminos-- es reconocer la pluralidad de modos de investigación y de objetos de conocimiento, y la descripción de esa variedad en términos de itinerarios nos obliga a plantearnos dos cuestiones. En primer lugar, si ese diagnóstico claro sobre  los caminos de la historia  se refiere al conocimiento actualizado de los avances de la disciplina; en segundo lugar, si en el conjunto de esos itinerarios hay alguno que sea especialmente adecuado para abordar los objetos característicos de la historia local. La primera posibilidad es un precepto, y eso quiere decir que la damos por supuesta. Ahora bien, ese reconocimiento no le ahorra a nadie la dificultad que conlleva, puesto que la multiplicación de objetos, métodos y modos de discurso histórico hacen ardua esa tarea. No es sólo que haya muchas novedades en el mercado editorial, sino que cada vez es más complejo agrupar y ordenar esa variedad. Hubo un tiempo en que la historia era pluriparadigmática y había formas diferentes de concebirla que estaban  en conflicto; ahora, por el contrario, la noción misma de paradigma parece estar en crisis y, por tanto, se hace difícil la imposición de dogmas en el sentido de Kuhn. 

 


En conexión con lo anterior, la segunda posibilidad era la de interrogarse acerca de si existe un camino que sea especialmente productivo para la historia local. Es en esa encrucijada en la que hemos creído conveniente explorar las ventajas de la microhistoria, tal y como reza también el subtítulo, en concreto para analizar las relaciones de poder. Pues bien, de entrada sería en efecto razonable asociar esta corriente a la historia local, justamente porque parece ocuparse de objetos reducidos. Es ya clásico vincularla con la metáfora del microscopio, en la medida en que la lente permite agrandar realidades que de otro modo son invisibles o pasan desapercibidas y así su observación se hace más densa. Planteado en esos términos, si el microscopio es la metáfora de un procedimiento histórico, no parece en principio que sea discutible el procedimiento en sí. Es decir, al igual que los científicos obtienen resultados utilizando esa herramienta en un laboratorio, también los microhistoriadores podrían obtenerlos. Sin embargo, la analogía tiene sus límites. Ante todo, porque nosotros no realizamos experimentos ni tenemos laboratorio, pero además porque los microhistoriadores emplean esa herramienta de modo diverso. ¿Quiere eso decir que no hay una única concepción de la microhistoria? Si ésta es la conclusión, entonces esos caminos se multiplican aún más y con ello la relación entre microhistoria e historia local no es tan evidente como creíamos.

 


Hace unos años pudimos constatar que había al menos dos modos distintos de entender la microhistoria. Uno de ellos, el más temprano en cuanto a su formulación, era el que representaba Edoardo Grendi; otro, el que se encarnaba sobre todo en la obra de Carlo Ginzburg. El primero tenía por objeto el análisis de las relaciones sociales en agregados de reducidas dimensiones; el segundo se proponía el estudio de las formas culturales y su condensación en sujetos o grupos. Grendi subrayaba la importancia del contexto, en este caso a la manera de Edward Palmer Thompson, es decir, como las coordenadas espacio-temporales que delimitan un hecho y que lo convierten en eslabón de una cadena de significados, un contexto cuyos límites son los de esos agregados de reducidas dimensiones. En cambio, para Ginzburg la noción de contexto tenía unos perfiles menos evidentes: invocando la morfología y los parecidos de familia, un hecho o producto cultural podía ponerse en relación con otro muy distanciado espacial o temporalmente. ¿Esa sucinta evaluación continúa siendo válida? Cuando en 1994 estos mismos autores hacían balance de los resultados de la microhistoria, de los objetos tratados y de los procedimientos empleados, constataban dos cosas. La primera, que nunca hubo una corriente microhistórica, si por tal se entiende un patrimonio común de escuela; la segunda, que incluso aquella empresa que los reunió --la colección "Microstorie" de Einaudi-- ha desaparecido sin que sus antiguos responsables hayan mostrado interés alguno por mantener la vigencia de ese rótulo. Más aún, siguiendo esos balances programáticos que Grendi y Ginzburg publicaron, el lector podría llevarse la impresión de que tal corriente jamás existió. En realidad, quizá esa confusión obedezca además a otras razones. Cuando empezó a formularse la invocación microhistórica, la noción de paradigma en historia ya estaba en crisis, como también empezaban a estar en discusión las ortodoxias de escuela o, más todavía, la propia idea de escuela. Incluso, por ejemplo, autores que en principio identificamos con los Annales se distanciaban de esa antigua pertenencia. Si a todo ello añadimos que la microhistoria careció de los recursos académicos e institucionales de que han gozado los historiadores franceses, entenderemos esa posición incierta a la que aludíamos. A lo sumo, pues, podríamos hablar de distintas prácticas microhistóricas.

 

Tal vez pueda ser descorazonador que no haya una definición unívoca, clara y distinta, de lo que debamos entender por microhistoria. Sin embargo, por eso mismo, tal imprecisión nos puede proporcionar la suficiente libertad intelectual como para aventurarnos en trazar los perfiles que a nosotros nos interesen, es decir, aquellos que puedan aplicarse a la historia local. De ese modo, nos aproximaremos a y nos distanciaremos de lo dicho por los microhistoriadores, subrayando algunos de sus referentes y proponiendo también otros distintos. En ese sentido, de entre  los rasgos que comparten los trabajos de microhistoria, o de microanálisis histórico como diría Grendi, sin duda el más sobresaliente es el la reducción de la perspectiva con la que observan los objetos. Si antes decíamos que una de las metáforas habituales asociadas a esta corriente es la del microscopio, otra no menos frecuente es la de la escala. Este concepto, a pesar de lo que pueda parecer, es muy amplio puesto que tiene que ver con cualquier forma de reproducción icónica en la que se mantengan o se varíen las dimensiones del referente.  Dado que las reproducciones del arte o de la cartografía no pueden ser integrales --el territorio no cabe en toda su forma y volumen--, entonces se convierten en representaciones siempre parciales, compendios de rasgos a los que en virtud de algún criterio se les da relevancia

 


Como nos recordaba Roger Chartier, la representación entraña una presencia y una ausencia, esto es, cuando se representa algo, ese algo externo no está en la cosa representada y, por tanto, esa imagen es a la vez una condensación de sus rasgos y una alteración de aquel referente. Así, por ser ausencia, la representación es un proceso de creación sígnica. Pero es también presencia, es decir, hay algo material, visible, con lo que el observador tropieza y que tiene vida propia más allá del objeto externo. Lo significativo de esas representaciones no es, sin embargo, que puedan ser más o menos miméticas, sino que incluyan más o menos rasgos externos en función de la escala que se adopte para captarlos. En principio, pues, una escala mayor y otra menor son igualmente fieles, lo que las diferencia es la cantidad y el tipo de información que permiten representar. Uno de los primeros autores en pronunciarse sobre ese uso metafórico de la escala fue Giovanni Levi, en un artículo  de 1981 que de alguna manera servía de pórtico teórico a la citada colección "Microstorie". Allí, este historiador se interrogaba sobre el tratamiento que debía darse al sistema social, por un lado, y a las acciones individuales, por otro. En el primer caso, el estudio de objetos de grandes dimensiones nos hace correr el riesgo de olvidar cómo resuelve la gente corriente sus problemas cotidianos. En el segundo, el peligro es amputar la descripción de las acciones individuales de un contexto más amplio, de una realidad global de la que dependen. A su juicio, la perspectiva micro podría resolver esa tensión al intentar abordar objetos mayores reduciendo la escala de observación. Es decir, cuando emplea la voz escala lo hace en términos metafóricos, lo cual le permite subrayar la noción de contexto. En ese sentido, si estudiamos una vida individual o si tratamos un objeto local, esas dos posibilidades obligan al investigador a ponerlas en relación con las coordenadas más generales en las que se insertan.

 


Este planteamiento es sugerente, pero no nos muestra todavía las múltiples implicaciones que la idea escala introduce en el conocimiento histórico y, en particular, su relevancia para abordar objetos reducidos. Muchos años después, en 1996, un grupo de historiadores franceses e italianos coordinados por Jacques Revel publicaban un volumen titulado Jeux d'échelles. La micro-analyse à l'expérience. Dos eran las ideas clave de las diversas contribuciones que recogía. La primera era la filiación italiana de la microhistoria y su difusión a través de una vía francesa. En ese sentido, se hacía una presentación historiográfica de la corriente y se buscaban sus referentes teóricos. La segunda era, en este caso y nuevamente, el énfasis dado a la noción de escala, un énfasis evidente por su propio título y una idea, en fin, que reaparecía en cada uno de sus artículos. De todos ellos, aquel que tomaba como elemento central el análisis de sus implicaciones metafóricas era el de Bernard Lepetit. Este autor proponía tratar el problema de la escala desde la perspectiva de la geografía y la arquitectura, distinguiendo el objeto que se estudia de la representación que resulta. La escala del geógrafo asocia un representante (el mapa) con un representado (el territorio) que es externo y empíricamente real. En cambio, la escala del arquitecto, que en teoría opera bajo los mismos criterios pero cuya complejidad es mayor, asocia un representante (el plano) con un representado (el edificio proyectado) que ontológicamente no existe y que empíricamente es invisible. ¿Se asemejan en algo los trabajos de los historiadores a las tareas de representación de los geógrafos o de los arquitectos?

 


Desde nuestro punto de vista, el discurso histórico está constituido por una representación, es decir, es una construcción verbal en prosa que representa algo que existió, algo desaparecido de lo que sólo quedan vestigios indirectos en las fuentes conservadas. Como decía Bernard Lepetit, cuando  elegimos  una escala lo que hacemos es seleccionar una determinada cantidad y un determinado tipo de información que sean pertinentes con la totalidad que aspiramos a representar. En ese sentido, dichos vestigios documentales contienen una pequeña parte del conjunto de los hechos que hubo en ese pasado ya irrecuperable, una pequeña parte traducida y convertida en datos. Cuántos de esos datos se viertan en el proceso de representación documental es azaroso y cuántos de esos datos se viertan en el proceso de representación histórica dependerá, pues, de lo que aspiremos a representar. De este modo, los objetos tratados por la historia local vendrían a ser como los representantes de ese mundo externo, irrecuperable, que tomamos como representado, unos objetos que tendrían la misma legitimidad que el pequeño territorio del geógrafo o el edificio singular del arquitecto. Además, el trabajo del historiador está a medio camino entre la tarea del arquitecto y la del geógrafo. Al igual que este último, su referente es una realidad externa, un territorio concreto, bien delimitado, con mayor o menor superficie de acuerdo con el criterio escogido. En ese sentido, intenta restituir una realidad que contiene algo específico pero que, a su vez, pertenece a un territorio más amplio. Ahora bien, el historiador también comparte algo con el arquitecto. Al igual que éste, trata de cosas que no existen ahora y ambos las construyen en función de unos contextos que adoptan como marcos de referencia.

 

Aunque tal vez la mejor solución no sea explicar una metáfora con otra, quizá las ideas en torno a la escala puedan ejemplificarse también con la imagen de la red. Como ya sostuvimos en Un negoci de famílies, si bien no se trata de la mejor metáfora posible, tiene al menos la ventaja de ser muy habitual entre los historiadores. En algún pasaje de su obra, el novelista Julian Barnes empleaba esta metáfora extrayéndole toda su capacidad explicativa. Según opinión común, decía este autor, la tarea del biógrafo --o la del historiador, añadiríamos-- es similar a la de quien lanza un red con el objeto de pescar: la red se llena, arrastra todo cuanto atrapa y sólo después el marinero selecciona, almacenando o devolviendo al océano parte de lo que recogió. A lo que parece, pues, el historiador sería aquel que discrimina haciendo uso de sus artes. ¿De verdad es así? La imagen, señalaba el narrador, es informativamente insuficiente: la red no arrastra todo cuanto atrapa, y todo cuanto atrapa no es todo lo que hay. Piénsese, en efecto, en lo que se escapó. O, más aún, piénsese en todo aquello que ni siquiera fue rozado por la red: siempre abunda más que lo otro, concluía.                                                    

 


Ampliemos las consecuencias de la metáfora y apliquémosla al objeto que nos ocupa. En ese caso, si nos tomamos en serio lo anterior, si nos tomamos en serio aquello que no sabemos, deberemos sostener que nuestra tarea se enfrenta a límites semejantes a los del biógrafo o a los del marinero: no hay arte de pesca que arrastre todo  y, más aún, allá en donde cae la red no se captura todo lo que existe. La operación del historiador es, pues,  efectivamente similar a la de la pesca, una pesca metafórica, claro. El arrastre, la cantidad de lo que se retiene o la clase de pescado que se atrapa, es infinitesimal, si lo comparamos con lo que, efectivamente, no captura. Además, aquello que las artes nos permiten obtener depende de la densidad y de las dimensiones de la malla: variará según el tipo de pescado que queramos arrastrar, pero, en cualquiera de los casos propuestos, la malla y el mar no coincidirán. Desde nuestro punto de vista, lo que la historia local se propone ‑‑esa historia local digna que aquí postulamos‑‑ es hacer uso de una red densa, muy densa, hasta el punto de capturar todo aquello que la porosidad de la malla no deje escapar en ese fragmento de mar.

 

Es precisamente en este aspecto en el que la historia local se aproxima a una perspectiva microanalítica. El microanálisis en historia se propone, como hemos visto, la reducción de la escala de observación de los objetos con el fin de revelar la densa red de relaciones que configuraron la acción humana. Para que tal propósito sea practicable, para que, en efecto, podamos decir algo sustantivo acerca de unos sujetos históricos concretos, el caudal de informaciones debe concentrarse: no hay fuerza humana capaz de arrastrar una red de grandes dimensiones, una enorme malla de pesca, si ésta es extremadamente densa, si ésta retiene una buena parte de la materia orgánica e inorgánica que atrapa. Reducir las medidas de la red no significa investigar con menor número de informaciones, significa que todas ellas hagan referencia a un mismo objeto. El espacio local puede ser, por tanto, el ámbito privilegiado de un microanálisis histórico: la acción humana, lejos de ser concebida y descrita sin referencia a personas, es nombrada, es designada a partir del nombre, como señalaban Carlo Ginzburg y Carlo Poni; y el caudal de informaciones que conseguimos reunir sobre los mismos individuos, sobre aquellas personas cuyo principal vestigio es el nombre, nos permite proponer explicaciones históricas concretas, unas explicaciones, en fin, que tratan de dar cuenta de actos humanos, emprendidos con alguna intención y a los que sus responsables o sus contemporáneos otorgan algún significado. 

 


¿Y por qué este tipo de explicación debería ser un objetivo cognoscitivo de la historia local? Veamos. Después de controversias historiográficas inagotables, hemos llegado a la convicción simple pero firme de que aquello que los historiadores estudian es lo concreto a partir de lo empíricamente constatable: o, mejor, aquello que hacen es dotar de sentido a hechos del pasado a partir de las informaciones que consiguen reunir. En ese sentido, la primera evidencia con la que nos enfrentamos es la acción humana, vale decir, los primeros datos, el primer detalle, de los que no podemos prescindir sin más son los actos que unos individuos concretos emprenden y de los que quedan pruebas, huellas, vestigios. Este punto de partida nos obliga, pues, a referir la investigación histórica a la acción de personas con nombres y apellidos y de cuyo testimonio tenemos constancia documental. Desde esta perspectiva, la historia local es un ámbito óptimo para proponer explicaciones cabales de la acción humana. ¿Por qué razón? Porque todo enunciado deberá remitir a los microfundamentos de una acción real, emprendida por sujetos reales y no por las hipóstasis abstractas que constituyen los tipos medios de lo estadísticamente dominante.

 


¿Qué es, pues, lo que queremos transmitir con estas metáforas? Hay, como puede verse, varias cuestiones que conviene subrayar. En principio, quizá debamos partir de una constatación preliminar: todos los historiadores no adoptamos la misma dimensión de océano, puesto que  mientras unos intentan abordar una gran superficie, otros en cambio analizan una parte más pequeña de su extensión.  En ese sentido, en el proceso de construcción de la investigación y de elección de la información pertinente, optamos por una determinada escala porque creemos que ésta ofrecerá resultados más significativos, que su validez explicativa será mayor. Así pues, la adopción de una determinada perspectiva se presenta como una prerrogativa del investigador, prerrogativa que ha de estar en relación adecuada con el objeto de estudio. Ahora bien, ¿quiere eso decir que al utilizar distintas escalas tratamos cosas diferentes? En absoluto. Aunque la parte del océano que tratemos sea diversa, mayor o menor, todos estudiamos finalmente la misma realidad. Es decir, todos nos hacemos las mismas preguntas aunque lancemos redes diferentes para capturar su contenido. Por eso, ambas escalas son igualmente significativas, una y otra son igualmente fieles y ninguna de ellas agota la complejidad de lo real. De ese modo, podemos estudiar la estructura agraria, el funcionamiento del mercado o el comportamiento de un grupo social en, pongamos por caso, la España decimonónica apelando a escalas distintas, utilizando diversas redes. Es probable, eso sí, que los resultados no sean compatibles, pero la comparación ha de partir siempre de la constatación de la distinta perspectiva utilizada en la observación. En cualquier caso, además, en la medida en que la realidad a restituir o a representar es plural, una y otra son igualmente necesarias.

 


De todos modos, las metáforas de la red y de la escala no son exactamente coincidentes, porque las coincidencias epistemológicas de una y otra son distintas. Si proponíamos la imagen de la red era, entre otras razones, porque su uso ha sido común entre historiadores; si proponíamos la de la escala era por ser habitual entre los microhistoriadores. Ahora bien, la red del pescador remite a una idea del conocimiento estricta y llanamente realista, sin constructivismo, porque, de acuerdo con esa metáfora, el marinero captura objetos del mundo exterior, objetos que son arrastrados y trasladados a la cubierta de su nave. Tal vez por eso, esta idea nos da una descripción del trabajo histórico que no es muy fiel, porque  el historiador no captura, sino que representa. En cambio, una de las ventajas del concepto de escala es la de subrayar precisamente la artificialidad del conocimiento (histórico), es decir, el objeto no está dado de antemano, no se impone sobre el observador, sino que su conocimiento depende de la decisión epistemológica del investigador. En este sentido, depende además de los procedimientos que se da, de la lente con la que observa y de la información pertinente que quiere reunir. Ahora bien, aceptar que el conocimiento histórico sea convencional no lleva a los microhistoriadores a una deriva escéptica o relativista. Así se puede observar, por ejemplo, en los balances que hicieran Ginzburg y Grendi en 1994. En esos textos, ambos se oponían a que la idea de artificialidad del conocimiento  pudiera hacer  peligrar el realismo histórico que defendían. Desde su punto de vista, la realidad histórica no es una construcción del discurso, no tiene sólo una existencia lingüística --como, por el contrario, han podido defender, por ejemplo Roland Barthes o Hayden White-- , y la estructura verbal en prosa de los historiadores es el resultado final de una pesquisa hecha sobre huellas de una realidad histórica efectivamente existente. Una realidad histórica que, además, los microhistoriadores pretenden restituir apelando siempre al contexto, otro de los conceptos clave de esta corriente. Por nuestra parte, el contexto podemos entenderlo ahora como la reconstrucción cuidadosa del espacio local en el que se insertan las vidas de los sujetos que estudiamos. Y ¿por qué local? Porque la vida real siempre tiene un locus concreto dentro del cual los individuos emprenden sus acciones. Es por eso mismo por lo que, como indicara Clifford Geertz, nuestro conocimiento siempre es local, al menos en el sentido de que las informaciones que nos permiten explicar las acciones de los sujetos se obtienen localmente.

 

3. Hasta ahora nos hemos preguntado sobre los vínculos que puedan darse entre entre historia local y microhistoria. Queda, sin embargo, un último objeto por abordar, el de las relaciones de poder, un objeto frecuente, una objeto dominante que hoy en día es habitual entre historiadores y sobre el que convendrá pronunciarse. Como en los casos anteriores, el requisito previo es reflexionar sobre su significado. ¿Qué debemos entender por tal expresión? Podríamos decir que tampoco existe de antemano un significado unívoco, que no hay una única forma de entender y de abordar el análisis de las relaciones de poder. Aunque el término pueda asociarse a perspectivas ya clásicas dentro de las ciencias sociales, derivadas de Marx y de Weber, particularmente en lo que tiene que ver con la dominación, lo  cierto es que su uso y su éxito son mucho más recientes.  En efecto, hay algo en estas últimas décadas que ha permitido que los historiadores hayan adoptado este enunciado. En ese sentido, el referente obligado sería Foucault, un autor que manifestó su equidistancia con respecto a los dos clásicos mencionados. En la obra de este filósofo francés, y al menos en una cierta etapa de su producción, es frecuente el uso de la expresión relaciones de poder asociada a otras como la de, por ejemplo, estrategias de poder.

 


¿Qué hay de característico y de aprovechable para los historiadores en esa visión foucaultiana? Aunque el autor parte de una noción de poder asociada a la dominación, lo sustantivo es la corrección que hace a su acepción represiva. En el primer volumen de Historia de la sexualidad, por ejemplo, se manifestaba contrario a plantear la hipótesis represiva como argumento explicativo del poder o de la dominación en el ámbito de las relaciones personales. Desarrollaba, pues, aspectos que habían aparecido centralmente en Vigilar y castigar y en La verdad y las formas jurídicas. Otra cuestión de no menor importancia era su rechazo a concebir el poder en términos meramente políticos, institucionales o estatales. Más aún, censuraba una concepción que permitiera entenderlo en términos de propiedad, es decir, de recurso o instrumento del que se apropiarían los dominadores frente a los dominados. Como conclusión, añadía que aquello que fuera el poder se diseminaba  de forma microfísica, es decir, molecular o reticularmente, hasta el punto de que era incorporado por cada uno de los sujetos sociales cuya misma subjetividad estaba definida por ese poder interiorizado. De esas concepciones se dijo que ensanchaban el concepto, que complicaban el análisis del poder, pero se dijo también que  relativizaban el asunto mismo de la dominación, la subordinación, la explotación y, en definitiva, la condición de víctima.

 


Para los historiadores, lo atractivo de esa reformulación era que con ella el poder dejaba de ser sólo una cuestión de aparatos de Estado, de instituciones formales y, por tanto, incorporaba otras informales en las que, más allá de lo político, había algún ejercicio de dominación. Esta lección era muy congruente con el clima intelectual y cultural de los años sesenta y setenta, una época en la que las nuevas reivindicaciones sociales impugnaban la evidencia de las cosas, la naturalidad del mundo o el silencio al que habían estado condenados sujetos invisibles o sin discurso. En este sentido, las revueltas estudiantiles del 68, aquellas que reivindicaban cambiar el modo de vida, subrayaban el límite de las revoluciones políticas: las auténticas revoluciones son las que socavan el poder que a todos se nos infiltra, que a todos nos contamina. Como consecuencia de todo ello,  los nuevos objetos de la historia (el género, la vida privada, la marginación, etcétera)  se abordaron en muchas ocasiones desde planteamientos sedicente, implícita o remotamente foucaultianos. Ahora bien, otro de los atractivos del trabajo de este filósofo francés era el de pasar de una noción de poder entendida como propiedad a otra definida como relación. En el primer supuesto, el poder es un recurso, algo que alguien puede atesorar, concentrar o arrebatar a un tercero. En el segundo, por el contrario, la víctima no está excluida completamente del poder  porque cada uno de los sujetos sociales hace uso de diferentes grados de capacidad para situarse en el espacio social. A la postre, añadiría Foucault, planteada en términos de relación, la cuestión del poder supone un combate permanente, una guerra de posiciones y de movimientos diseminados en ese espacio social. De ahí precisamente que la metáfora reticular o molecular se ajuste bien a la microfísica del poder de la que hablaba este autor.

 

Este concepto permite, pues, seccionar la realidad localmente, pudiendo establecer los nudos que son relevantes para el observador. De este modo, los sujetos sociales aparecen como una encrucijada, como puntos de intersección que se conectan con otros más o menos distantes. Desde esta perspectiva, las relaciones de poder pueden ser estudiadas en espacios diferentes (un gobierno, una empresa, una familia, etcétera) y siempre localmente. Ahora bien, a esta descripción foucaultiana se le ha reprochado el riesgo del relativismo. Pero no en un sentido epistemológico, que también, sino en el de eliminar las jerarquías en el análisis de la dominación. Por ejemplo, en su conocida obra Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall Berman se preguntaba si esta concepción no sería acaso consecuencia de una derrota histórica, consecuencia de una acomodación a una frustración política. Es decir, las revueltas de los sesenta probaron la solidez y la estabilidad del poder político del Estado, un poder que no se conmovió gravemente, que restañó sus heridas y que impuso el orden con facilidad.  Desde este punto de vista, decir que el poder no es sólo político, que está en cada uno de nosotros y que puede observarse localmente sería una consolación para quienes intentaron cambiar las cosas mientras el Estado resistía obstinadamente.  En efecto, tal vez el reproche de Berman esté justificado si el análisis del poder no tiene en cuenta, como ya anticipábamos,  los diferentes efectos que se siguen de los distintos espacios en los que se manifiesta.


 

Dado el planteamiento de Foucault y las cuestiones que introduce en torno al poder, cabría pensar en una cierta sintonía entre este filósofo y las propuestas microhistóricas. Sin embargo, esto no es así. Foucault es sobre todo un referente de época y, en ese sentido, es un adversario con el que polemizan amistosamente, pero no es un fundamento teórico para sus obras. Desde las consecuencias relativistas que se derivan de su pensamiento hasta el desinterés por los sujetos, son varias las razones por las que los microhistoriadores se distancian de las ideas de aquél. No obstante, sí que existen elementos compartidos entre uno y otros y tienen que ver, como se habrá podido observar, con ese concepto de microfísica que, aun siendo ambiguo,  guarda cierto parecido con la reducción de la escala de observación. Si el poder puede ser tratado localmente, si así todos los poderes son locales, porque a la vez forman parte de una red universal, el investigador tiene la facultad de acometer su estudio seccionando una parte y ubicándola en un territorio delimitado. Además, esa microfísica implica un análisis relacional --un análisis que no se reduce a las relaciones de poder-- y, por tanto, acentúa las interacciones dadas en el seno de los agregados. Sin embargo, más allá del valor que uno y otros otorgan al concepto de relación, lo cierto es que sus acepciones varían notablemente.

 

¿De dónde toman, pues, los microhistoriadores sus ideas sobre las relaciones sociales? Además de los clásicos más o menos evidentes, entre ellos Marx, su referente más próximo es el de la antropología. Hay que señalar que en este caso tampoco hay coincidencia en las tradiciones etnológicas en las que se reconocen, por ejemplo, Grendi o Ginzburg. Sin embargo, lo que nos interesa no es documentar las filiaciones a las que se adscriben  ni  observar en qué medida la antropología puede ofrecernos instrumentos analíticos que sean relevantes para el estudio de esas relaciones de poder. Nos interesa más mostrar empíricamente las ventajas de algunas de sus enseñanzas.

 


Tanto en las sociedades  agrarias como en las urbanas, los individuos forman parte de diversos agregados que definen a su vez distintos espacios de actividad. Esos agregados no siempre son coincidentes, no siempre son coherentes entre sí y sus diferentes reglas dictan a esos individuos los comportamientos adecuados desde el punto de vista normativo. Así, esas conductas son evidentes cuando los espacios sociales en los que deben desenvolverse también lo son, cuando hay códigos claros para ese campo de actividad, pero con frecuencia se dan situaciones de indefinición y de ambigüedad que exigen de los individuos comportamientos reflexivos. Además, cada uno de esos sujetos tiene sus propias metas, su propio orden de preferencias, metas y preferencias que en parte ha podido escoger y en parte le han sido impuestas por el medio en el que se desenvuelve, metas y preferencias restringidas en función de la información de la que cada uno dispone para escoger un determinado curso de acción o para imponerlo a otros. Además, esos mismos individuos son portadores de tradiciones y de atavismos sobre los que en ocasiones se interrogan o sobre los que frecuentemente ni se preguntan, de modo que esos comportamientos heredados, esas costumbres, pueden reforzar o perturbar los objetivos intencionales de esos agentes. Finalmente, los sujetos son algo más que entes de razón, es decir, expresan sentimientos y afectos que también refuerzan o perturban sus acciones. Ahora bien, los individuos no están aislados, sino que forman parte de varias redes de relaciones de acuerdo con los agregados a los que pertenecen o con las actividades que emprenden. De ese modo, sus acciones se ven sometidas a una doble restricción: la que proviene de los otros individuos con los que establecen interacciones y la que se sigue del solapamiento de roles que ellos mismos desempeñan. Por otra parte, estas relaciones (y las restricciones subsiguientes) son más o menos numerosas y diferentes según estemos hablando de sociedades agrarias o urbanas, de sociedades reducidas o extensas. En el curso de esas interacciones, pues, los agentes emplean los medios de que disponen: utilizan los recursos materiales e inmateriales que les pueden servir para satisfacer sus metas o lograr una posición predominante en esos campos de actividad o de relación.

 


Esta descripción, de evidentes resonancias antropológicas, puede hallarse aplicada en estudios microhistóricos diversos. De entre ellos, podemos tomar dos ejemplos célebres, ambos centrados en el estudio de sociedades agrarias. Uno y otro tienen la ventaja de que no son obra ni de Ginzburg ni de Grendi, aunque comparten con ellos ciertos rasgos. El primero es  La herencia inmaterial, de Giovanni Levi. Como se sabe, aquello que se estudia en este volumen es la actividad pública y privada de un exorcista piamontés del siglo XVII. A través de la vida y de los contemporáneos de Giovan Battista Chiesa, Levi reconstruye la sociedad campesina del Antiguo Régimen haciendo especial hincapié en las características de la comunidad rural. Aunque rinde tributo a los denominados Peasant Studies, centra su estudio en tres cuestiones clave: la racionalidad de las acciones humanas; el mercado y el fenómeno de la reciprocidad; y, finalmente, la definición del poder local, sus estrategias y sus cursos de actividad.

 


Cuando se interroga sobre la racionalidad, lo hace asumiendo en parte los presupuestos de Herbert Simon, es decir, toma a los individuos como agentes dotados de una racionalidad limitada: los escenarios en los que actúan no son "olímpicos" y están limitados por situaciones de incertidumbre, por los distintos órdenes preferenciales que incorporan y por sus reducidas capacidades de atención y de información. El segundo de los aspectos centrales es el que se refiere a la transferencia de bienes económicos y a los intercambios en las sociedades campesinas. El mercado de la tierra, tal y como él lo plantea, está incorporado a la sociedad, es dependiente de sus instituciones y de sus valores, de modo que, lejos de ser exclusivamente económico, depende de diversas formas de reciprocidad. El referente obvio es aquí Karl Polanyi. Finalmente, el otro asunto abordado es el que se refiere al poder. El punto de partida, el autor del que toma en préstamo sus conceptos, es Max Weber. La capacidad de alguien para obligar a hacer a otro lo que no desea deriva evidentemente de la posición que se ocupe en la estructura social; deriva también de los recursos personales y familiares, así como de las dependencias clientelares, que no están necesariamente en conexión con el poder feudal.  Lo interesante de este libro no son los referentes en los que se basa, sean o no coherentes, sino que su atractivo radica en cómo un caso particular nos informa de los modos de vida y de relación que los campesinos tenían. ¿Son esos campesinos piamonteses semejantes a los de otras comunidades locales? El principio rector que guía a Levi, y por extensión a Ginzburg, en la respuesta a esta pregunta es el que le proporciona Wittgenstein: como sostuviera Levi en la introducción al número de Quaderni Storici dedicado a los "Villagi", el parentesco de estos campesinos con otros, distantes geográfica  o temporalmente, es aquel que les viene de las semejanzas de familia. Dar con ellas es acercarse cada vez  más a comprender de qué modo lo universal se expresa en lo local.

 

El otro ejemplo que proponemos es el que nos da Franco Ramella en Terra e telai. Este autor se ocupa de relacionar el parentesco  y el sistema manufacturero del Biellese del ochocientos, y lo hace discutiendo las formas locales y la evidencia de la protoindustrialización. Lo interesante, entre otras cosas, es el estudio de las estructuras familiares, el análisis de las unidades domésticas y las formas de vida, de habitación y de relación de los campesinos. Es decir, nos habla de cómo fueron afectados por esos cambios en el sistema productivo y cómo hicieron coherente su parentesco y su trabajo. Sus referentes son semejantes a los ya citados para Levi, pero aquí la presencia de Polanyi es central, junto a Thompson y el marxismo británico. Como decíamos respecto del ejemplo anterior, tampoco ahora nos interesa resaltar sus referentes o si son coherentes con los modelos de la protoindustrialización de los que parte. Lo relevante es, por el contrario, cómo argumenta, cómo trata este caso particular convirtiéndolo en algo que lo diferencia de otros con los que pudiera relacionarse y justamente por eso nos ofrece un conocimiento específico y denso de individuos que tienen nombres y apellidos.

 


Al estudiar una comunidad y los individuos que la habitan, se hace evidente que Ramella se apoya en el análisis de las redes sociales (en el Network Analysis) y de ello va a dejar constancia, por ejemplo, en un texto posterior especialmente explícito: "Por un uso fuerte del concepto de red en los estudios migratorios". Si la comunidad local es una esfera ideal para  aplicar este tipo de análisis, lo que él se plantea es trasladarlo a un objeto (la emigración) donde los límites de la comunidad local se desdibujan y donde las redes son más difíciles de determinar, pero donde la información, el conocimiento y la solidaridad son fundamentales, puesto que se trata de individuos desarraigados. Eso hace que la integración básica, aquélla de tipo económico como encontrar trabajo o vivienda, esté fuertemente condicionada por la disposición de los recursos que esas redes de relaciones proporcionan. Ramella, siguiendo a Polanyi, subrayaba que esas actividades estaban socialmente incorporadas y mostraba gran simpatía por la vieja propuesta microanalítica que defendiera Grendi apoyándose también en Polanyi.

 

En definitiva, ambas investigaciones nos muestran algunas de las variantes posibles del análisis microhistórico. Un análisis que se centra en objetos reducidos, sobre todo en comunidades o grupos sociales, pero también en individuos, y que no pretende tomarlos solamente en cuanto tales sino como parte de un tejido de relaciones que a su vez se insertan en contextos más amplios. En ese sentido, pues, una de sus claves es el elemento relacional, aunque no primordialmente las relaciones de poder. Por eso, estas ultimas son sólo una parte más de las experiencias colectivas de esos grupos. En todo caso, siguiendo al  Edoardo Gredi de "Paradossi della storia contemporanea", las relaciones de poder podrían ser concebidas como un nexo complejo constituido por sentimientos de identidad colectiva, símbolos de prestigio, alianzas familiares y grupos formales e informales de gestión y control de los recursos de una comunidad. De esta manera, como hemos visto, tal concepción se asemeja más al modelo etnológico característico de la antropología de las sociedades complejas que al concepto literal que empleara Foucault.

 


Sea como fuere, los casos que representan los libros de Levi y Ramella son sólo dos ejemplos posibles, dos ejemplos discutibles y sugestivos: discutibles por objeto y por difícil congruencia, dado que sus referentes no siempre son inmediatamente coherentes ni tampoco son los únicos préstamos teóricos en los que podamos apoyarnos; pero, a la vez, son también dos ejemplos especialmente sugestivos, por estar bien resueltos, por el relato que les da vida, esto es, por el modo en que esos historiadores narran lo cotidiano y lo extraordinario de aquellas comunidades y, en fin, por los interrogantes que se plantean. En efecto, quizá lo más sobresaliente sea eso precisamente: formular preguntas generales a objetos reducidos y formularlas de tal modo que esos objetos menudos, lejanos y extraños cobren una dimensión universal, sin dejar de ser a la vez irrepetibles y locales. A la postre, lo que importa es esos autores han convertido en interesante algo que en principio no nos interesaba, algo que parecía totalmente ajeno a nuestros intereses.

 

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