Un taxi, por favor

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 2 de febrero de 2007

 

 

            Hace más de treinta años se estrenó Taxi Driver. Ustedes la recordarán. Estamos en los setenta y Travis Bickle, un jovencísimo Robert de Niro, transita por Nueva York conduciendo uno de esos vehículos amarillos que son emblema de sus calles. Es una especie de cowboy que hace la carrera sin apenas descansar, aquejado de insomnio, con la noche como espacio que recorrer y con la pesadumbre y el rencor como únicos combustibles. Ha de ganarse unos dólares y sus compañeros taxistas son rivales. Su pasado es una laceración: sabemos que es un ex marine que ha estado en Vietnam, alguien que resiste en la gran ciudad como un llanero solitario, como un misántropo crecientemente avenado y triste, sin ataduras. Vive solo, en efecto, tiene pocos tratos con sus colegas y se deja hipnotizar por la televisión banal. Quiere confiar en el amor y en la política, pero la candidata y el aspirante le decepcionan. El mundo simplemente le es hostil (o así lo siente), sin valores perdurables,  y, por eso, hay que pertrecharse.

Estamos en un verano canicular y las calles son abrasadoras y comprometidas, pero más riesgo entraña el asiento trasero del taxi. La ciudad hostiga sin descanso y el conductor --como un mohicano demente-- asiste a su propio derrumbe psíquico. Espera y desea redimir a los más débiles --a Iris, la prostituta preadolescente que encarna Jodie Foster--, pero nadie entiende su porfía ni tampoco le reconocen su empeño. Lo toman como un buen muchacho, esquivo, algo arisco y tronado. Todos ustedes recordarán el baño de sangre que Bickle provoca, un acto insensato que consuma una tensión creciente. Al protagonista le hemos visto armarse entre otras con una Magnum o con una Smith and Wesson... En efecto, no hay manera de olvidar un film que tiene más de treinta años y que todavía nos incomoda y angustia. Después de haber visto esa película, uno ya no sube igual a un taxi, en Nueva York o en Valencia.

Sabemos que tipos así no son corrientes, que los chóferes no son como Bickle; sabemos que son sensatos y que cumplen el servicio público con corrección. Pero yo he visto en algunas ciudades conductores con muchas horas de trabajo, con ojeras azuladas, aturdidos, girando todo su cuerpo conforme doblaban el volante, pestañeando o bostezando con extenuación. He visto taxistas hundidos en el desconsuelo o en el fastidio, en el encono incluso. En alguna capital americana he tenido la impresión del riesgo, la certeza del infortunio. No así en Valencia. En efecto, no he visto tipos chiflados: sólo profesionales que, como mucho, padecían decaimiento... o furia a veces alimentada por los tribunos radiofónicos que perforan sus oídos.

Pero no es eso lo que me sorprende. Lo que me irrita es su escasez. La Generalitat Valenciana me ha hecho llegar un folleto escrito en varios idiomas en el que celebra el servicio de taxis de nuestra comunidad. Según leo, hay unos cuatro mil seiscientos. Esos vehículos, identificados con la placa SP, desempeñan su tarea “de manera cómoda, segura, rápida, tranquila y responsable”. Cierto, cierto. Así es cuando logras detener un auto que circule con la luz verde o cuando te atienden al teléfono. Menos de cinco mil taxis para todo el territorio valenciano es algo insuficiente. Es una cifra escasísima si la comparamos, por ejemplo, con el servicio que se presta en el área metropolitana de Madrid, espacio en el que hay más de quince mil. Es decir, el triple de vehículos para una población que no triplica la valenciana.

La circunstancia se agrava en nuestra capital. En días corrientes, laborables, yo he caminado por su Avenida Blasco Ibáñez, a las 21:30 o a las 22, sin que pudiera hacerme con un taxi, cosa que es más escandalosa cuando la razón para estar allí, a esas horas tan intempestivas, era alguna visita hospitalaria, alguna urgencia. Yo he salido del Clínico o de la Quirón acompañando a mis señores padres sin encontrar un vehículo a la puerta de esos centros médicos o sin divisar la luz verde. Dice un amigo que esa escasez de autos se debe a que los taxistas valencianos son, como nosotros, clase media: que paran a reposar y a pernoctar, saliendo sólo cuando regresan los noctámbulos, momento de bajar bandera. Me felicito por ello. Prefiero, qué quieren, profesionales apacibles y acomodados a tipos trastornados como Travis Bickle. Pero, por Dios, amigo conductor, hágase cargo: cuando se retire a descansar le pido que piense no sólo en su valiosa licencia o en la bandera, sino también en los ancianos que precisan un taxi. Tal vez, un mayor número de licencias aliviaría la suerte de todos: la de los octogenarios y la de los bullangueros.