Representación y relación de objeto

R. Horacio Etchegoyen

 

         Desde el comienzo de su investigación psicoanalítica, y aún antes, en su libro sobre las afasias (1891), Freud estuvo siempre preocupado por los procesos que van del cuerpo a la mente y de ésta al mundo exterior. Lo más distintivo de su obra es que hay fenómenos mentales ajenos a la conciencia, que la sexualidad ocupa un lugar principal en el funcionamiento psíquico y aparece desde el comienzo de la vida y que las relaciones entre las personas son más de lo que parecen. Tenemos así los tres pilares de la teoría psicoanalítica: inconciente, sexualidad infantil (y complejo de Edipo) y transferencia.

         En este sentido, se puede afirmar que la representación y el objeto están operando continuamente, del principio al fin, en la obra del creador. Sin embargo, cuando nos planteamos, con un sesgo algo dilemático, la alternativa de la representación y/o la relación de objeto nos estamos refiriendo principalmente al Freud de la metapsicología de 1915.

         Esos imperecederos escritos se ocupan, por una parte, de los instintos y las pulsiones y, por otra, del singular destino que el objeto tiene en la melancolía, donde el genio de Freud (1917 [1915]) comprende que los autorreproches están dirigidos, en realidad, a un objeto introyectado, con lo que sienta las bases de un mundo interno, donde pronto va a aparecer el superyó.

Es amplia y sutil la forma en que Freud va a entender estos procesos y prácticamente infinita la forma en que nosotros intentamos entender a Freud.

Como todos sabemos, en Pulsiones y destinos de pulsión, Freud (1915) define a la pulsión (Triebe) como "un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante [Repräsentant] psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma..." (A.E., 14, p. 117). ["a concept on the frontier between the mental and the somatic, as the psychical representative of the stimuli originating  from within the organism and reaching the mind...". (Standard Edition, 14, p. 121-122)].

         La pulsión fluye del cuerpo continuamente y no cesa hasta que logra su descarga, de acuerdo con el principio de placer. La pulsión es un estímulo constante, de naturaleza endógena, de la que el individuo no se puede apartar (como de los estímulos externos). Esta diferencia entre lo interno y lo externo queda a cargo de lo que Freud llama yo de realidad primitivo.

         Recordemos que en los trabajos metapsicológicos, Freud opera con su primer teoría de las pulsiones, pulsiones sexuales (libido) y pulsiones de autoconservación o yoicas (Freud, 1910), que le permiten explicar satisfactoriamente las neurosis de transferencia, pero no la psicosis, porque le faltan elementos - piensa - para comprender el funcionamiento del yo. A esta tarea se van a abocar, después, Tausk, Federn, Rickman, Melanie Klein, Lacan y más recientemente Winnicott, Hanna Segal, Herbert Rosenfeld, Bion, Ahumada, Green, Carlos Paz, Edith Jacobson, Kernberg, Pichon Rivière, Liberman, David Rosenfeld, Resnik y Grinberg, entre otros.

Freud define a la pulsión por su fuerza (Drang), su meta (Ziel), su objeto (Objekt) y su fuente (Quelle). La fuente de la pulsión es somática, la meta es psicológica. En el camino que va de la fuente a la meta se cumple el misterioso salto (como dijo Felix Deutsch, 1933) que une lo biológico a lo psicológico. De este tema se ocupa Freud (1891) penetrantemente en su libro sobre las afasias, donde distingue la representación sensorial simple, que llama más precisamente representación-objeto (Objektvorstellung) de otro tipo de representación que denota implícitamente la representación-palabra, con sus resonancias auditivas, motrices y kinéticas.

         Freud considera que la pulsión nunca puede llegar a la conciencia, sólo pueden hacerlo sus derivados (retoños) y aún que la pulsión no está en el inconciente sino sólo su representación (Vorstellung).

         En éste y los otros trabajos metapsicológicos de 1915, Freud se preocupa de la representación y del afecto que le va unido, y afirma que sólo la representación es reprimida, mientras que el afecto queda como un valor potencial. La forma en que Freud trata la representación y el afecto como dos entidades separadas es, me parece, uno de los puntos más débiles de su aparato teórico, aunque algunos estudiosos eminentes - de Francia, sobre todo-  piensan que el problema se resuelve considerando que la célebre y para mí enigmática Vorstellungsrepräsentantz da cuenta de la representación y el afecto. Así lo piensa Green en la La metapsicología revisitada (1995), una visión profunda y bien lograda de la metapsicología freudiana. En el capítulo III, "Reflexiones libres sobre la representación del afecto", Green afirma taxativamente que "es totalmente necesario distinguir el representante psíquico de la pulsión del representante-representación" (p. 124) y se remite a su teoría de los afectos en Le discours vivant  (1973), que marca su alejamiento de Lacan.

         Al estudiar los cuatro elementos con que define a la pulsión, Freud acentúa su Drang, que es inexcusable, mientras que el Objekt es siempre contingente, un punto en que van a divergir coincidentemente todos los autores que abrazan la doctrina de las relaciones de objeto. La naturaleza contingente del objeto de la pulsión es una consecuencia inevitable - me parece - de la teoría del narcisismo primario de Freud y su correlato, la noción de un aparato psíquico a la Fechner en busca de descarga. Green (1997) piensa que la teoría de la relación de objeto va en desmedro de la pulsión, pero yo no lo creo así: Fairbairn (1941) desestima, en efecto, la pulsión por completo y Winnicott (1945) la pone en cuestión para los primeros meses de la vida; pero no otros.

         La teoría de las pulsiones cambia en 1914 con la introducción del narcisismo y muta después, rotundamente, en Más allá del principio de placer (1920), cuando Freud propone su teoría final de las pulsiones,  que es de nuevo dualista, y contrapone eros (pulsión de vida) y tánatos (pulsión de muerte). En esta concepción no se aprecia, tal vez, la prístina diferencia de la anterior entre hambre y amor, que me parecen más pulsátiles; pero, de todos modos, es evidente que Freud asienta su nuevo dualismo entre la vida y la muerte, reconociéndole a ambas el valor de las fuerzas que dirigen toda la vida psíquica.

         Es notable el esfuerzo que hace Freud para poner al recién nacido instinto de muerte en un plano semejante al de la pulsión de vida, que tiene su sólido apoyo corporal en la libido.

         En el capítulo VI de Más allá del principio de placer, que Freud agregó en 1920, como lo demostró Ilse Grubrich-Simitis (1993), Freud se pregunta si la muerte es una contingencia o un fenómeno natural y necesario... pregunta clave si las hay. Freud se apoya en los célebres trabajos de Weismann, que dividía la sustancia viva en una parte mortal (el soma) y otra inmortal (el plasma germinativo) que tiene potencialmente la posibilidad de no morir cuando desarrolla un nuevo individuo, gracias a la reproducción. Freud señala la notable coincidencia entre la concepción de Weismann y la suya, que distingue dos clases de pulsiones: las que pretenden conducir la vida hacia la muerte y las que continuamente aspiran a la renovación de la vida como complejidad. De acuerdo a la concepción de Weismann, que Freud querría compartir, pero al final no puede, la muerte es un privilegio o una cruz de los organismos pluricelulares, pero no de los unicelulares, donde individuo y célula de la reproducción son una misma cosa. De esto se sigue que los organismos unicelulares son potencialmente inmortales. La muerte sería, entonces, un patrimonio de los organismos pluricelulares, los más complejos y desarrollados, que pueden morir de muerte natural; pero no asienta en una propiedad originaria de la materia viva. Así pues, los protozoos pueden ser inmortales.

         Si así fuera, dice entonces Freud, podría sostenerse la inmortalidad del plasma germinal, aunque lo que sucede realmente es que en los protozoos la muerte coincide, justamente, con la reproducción, aunque en ella parezca que toda la sustancia del ser original se traslada a sus descendientes, que ya no son - como diría Neruda - los mismos de antes. ("Nosotros, los de entonces, ya  no somos los mismos").

         Freud se inclina a pensar, luego de este arduo desarrollo conceptual, que también los protozoos mueren de muerte natural y nada impide suponer que en ellos existe el mismo impulso hacia la muerte que es visible en los seres más complejos. En contra de sus propias esperanzas, Freud debe concluir que nada habilita a pensar que el impulso hacia la muerte no esté presente desde el comienzo de la vida. De esta forma, encuentra que su hipótesis de la pulsión de muerte, que surge como inevitable contrapartida de la vida, se mantiene en pie. La distinción de Weismann entre un soma que muere y un plasma germinativo potencialmente inmortal no puede sostenerse en ningún argumento biológico.

         Me detuve un tanto - quizás demasiado - en el razonamiento del capítulo VI de Más allá del principio de placer para examinar una vez más el camino que recorre Freud hasta arribar a lo que considera la verdad científica de una pulsión de muerte, de una fuerza muda e inexorable que nos conduce hacia la muerte, no como un destino, sino como una pulsión, un anhelo inscripto en nuestra existencia en el momento en que la materia inerte cobra vida. Sobre este tema reflexiona Jacques-Alain Miller en su nuevo libro La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica (2003), donde expone, como en otros de sus textos recientes, lo que llama la biología lacaniana, según la cual "para la especie humana la repetición es fundamentalmente inadaptación" (p. 325), dado que "la repetición no es en absoluto de un registro biológico sino que sólo puede pensarse en el orden del lenguaje" (Ibidem, p. 325), un punto en que Ahumada (1999) y yo discrepamos darwinianamente. Como dice con claridad Ahumada en el libro recién citado, y en otros trabajos más recientes, la apoyatura epistemológica de Freud debe buscarse más en Darwin y en las ciencias biológicas que en la física de Galileo y Newton.

         Todos sabemos - y Freud antes que nadie - que la teoría de la pulsión de muerte tropieza con grandes resistencias. De hecho no fue aceptada por la mayoría de sus discípulos. Ni Ferenczi, ni Abraham, ni Jones la acataron. Anna Freud, Hartmann y los psicólogos del yo prefirieron hablar de agresión. En su riguroso ensayo  de Marsella de 1984 André Green habla de narcisismo de vida y narcisismo de muerte, que coloca en la perspectiva de la función desobjetalizante y la psicosis blanca. La función desobjetivizante se parece mucho, a mi juicio, a la envidia, como lo expone Herbert Rosenfeld (1971) al estudiar los aspectos agresivos del narcisismo; pero Green no lo piensa así. Klein aceptó rápidamente, hacia 1932, la teoría de las pulsiones de vida y de muerte, y en ese sentido pudo presentarse - con cierto énfasis - como la verdadera continuadora de Freud. Es cierto, sin embargo, que el instinto de muerte de Klein no es mudo como el de Freud, esto es, que no tiene inscripción en el inconciente, ya que se inscribe en el momento mismo en que empieza la vida como una amenaza que desde el ello se dirige al yo y pone en marcha los mecanismos de proyección e introyección que son, para ella, la clave de la vida psíquica. Digamos de paso, y con todo respeto, que la gran defensora de la relación de objeto desde el comienzo de la vida piensa que la pulsión de muerte es narcisista, ya que va originariamente del ello al yo, y sólo en un segundo momento se hace objetal. Freud le llamó a esto deflexión del instinto de muerte, algo que hace el organismo, mientras Klein piensa que lo hace el yo.

         Agreguemos para terminar esta rápida, incompleta y desmañada recorrida por la obra monumental de Freud, que el punto básico de la teoría de la relación de objeto, que anuncia Abraham en 1924 inspirado en Duelo y melancolía y desarrolla Melanie Klein en la década siguiente, sostiene y se sostiene en que el objeto está de entrada, desde el primer minuto de la vida. Esto equivale a decir que no existe el narcisismo primario, que Abraham había restringido a la primera etapa oral (de succión).  El yo y el objeto están desde el comienzo y desde el comienzo interactúan a partir de los mecanismos de introyección y proyección, supremos arquitectos del mundo psíquico, como dijo Paula Heimann en su famoso trabajo Some aspects of the role of introjection and projection in early development, muy kleiniano, demasiado kleiniano para ella, que lo leyó en las Controversias en junio de 1943 (The Freud-Klein Controversies, 1941-1945, editadas por Pearl King y Riccardo Steiner, 1991): pero no lo incluyó después en sus "collected papers", On children and children-no-longer (1989), la obra póstuma de esta gran pensadora.

         La teoría del narcisismo primario, que Freud formaliza en Introducción del narcisismo en 1914, sostiene que las pulsiones están de entrada, es decir que pertenecen - digámoslo así - a la naturaleza humana, mientras que el yo ha de constituirse "por una nueva acción psíquica" (A. E., 14, p. 74) ["a new psychological action", S. E., 14, p. 77], cuando las heteróclitas pulsiones parciales de la sexualidad infantil convergen en un punto, que es el yo. Las pulsiones parciales son inicialmente autoeróticas y configuran el placer de órgano, donde fuente y objeto son lo mismo. Los destinos de pulsión que estudia Freud en su célebre ensayo de 1915 "dependen de la organización narcisista del yo" " (A. E., 14, p. 127 ["... are dependent on the narcissistic organizaton of the ego...", S. E., 14, p. 132]. Incluso los dos pares de pulsiones que necesitan de hecho un objeto (sadismo y masoquismo; exhibicionismo y vouyerismo) son en realidad autoeróticas, aunque necesiten de un objeto para satisfacerse. Es por esto que el yo de realidad primitivo (que discrimina estímulos externos de estímulos internos o pulsiones) y el yo de placer puro, que pone adentro todo lo placentero y deja (o manda) afuera lo que causa displacer o dolor, son sin objeto para Freud, o, en todo caso, el objeto existe para las pulsiones yoicas y no para las sexuales.

         En Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico (1911) Freud aplica consecuentemente su primera teoría pulsional y señala que el yo se conecta con el objeto a partir del instinto (pulsión) de conservación, mientras que los instintos sexuales (pulsiones eróticas) pueden satisfacerse a sí mismas y permanecen en el reino de la fantasía. Para superar esta impasse teórica, Freud va a recurrir en 1914 al Anlehnung (apoyo, apuntalamiento), es decir que las pulsiones sexuales llegan al objeto a caballo de las pulsiones yoicas, son enclíticas como los pronombres reflexivos, un  punto que había tomado Jung en 1912 para sustentar su teoría de un interés yoico, que no es ya sexual.

         Si queremos expresar más claramente y de otro modo el pensamiento de Melanie Klein podremos decir que, para ella, no existe un objeto de la pulsión y un objeto del yo, con lo que puede prescindir completamente del Anlehnung y afirmar que las pulsiones autoeróticas de la sexualidad infantil se sostienen en fantasías donde el objeto de las pulsiones (de vida y de muerte), los mecanismos de defensa, la ansiedad y la culpa están presentes, están operando.

         Para ser kleiniano desde esta perspectiva hay que aceptar que la fantasía (phantasy), ese corolario mental del instinto, como la definió Susan Isaacs en enero de 1943 en las Controversias, es el fundamento de la vida mental, es el inconciente. En este punto Anna Freud y Glover disienten airadamente. (The Freud-Klein Controversies, 1941-1945, passim).

         Si alguien dice que la fantasía inconciente no está al comienzo, que no puede haber de entrada un yo operando sobre objetos y con mecanismos de defensa no será por definición un analista kleiniano; y tiene todo el derecho a pensar así.

         Cuando pongo como eje del pensamiento kleiniano al famoso trabajo de Susan Isaacs (1948, [1943]), The nature and function of phantasy, con ph, cuando hago girar sobre ese eje toda la arquitectura de esta teoría estoy señalando, también, que el narcisismo primario y la primaria relación de objeto son la divisoria de aguas en el pensamiento psicoanalítico. Cada una de estas alternativas teóricas se sostiene por sí misma; y pertenece al ámbito personal de cada analista pronunciarse por una o por otra. Es bueno que todos sepamos que en esta disyuntiva tenemos que optar y saber que, cuando lo hacemos, ganamos en algún terreno y perdemos en otro. Inevitablemente - creo yo -. Son como las geometrías euclidiana y no euclidinanas. El estudio más completo y actual de la fantasía inconciente puede encontrarse en la Intoducción de Riccardo Steiner para el libro homónimo, que acaba de publicarse (2003).

         A partir de El psicoanálisis de niños (1932), Klein va construyendo un mundo interno de objetos, que culmina en su teoría de las dos posiciones. La  noción de objeto interno, que los Sandler discuten minuciosamente en Internal objects revisited (1998), sigue siendo el articulador teórico de Klein y de Fairbairn. Para ellos lo distintivo del objeto interno es su calidad corpórea y concreta, su relieve personal, que no puede superponerse de ninguna manera con la idea de representación. Es un punto, a mi entender, decisivo.

         La teoría de la relación de objeto se inicia con Melanie Klein; pero no se agota con ella. Así como me fue difícil resumir a Freud - ¡y qué mal lo hice! - quiero intentar también la imposible tarea de recordar a los grandes pensadores que aceptan, sin ser kleinianos, la teoría de las relaciones de objeto.

         El primero es, sin duda, Fairbairn (1941, etcétera), un escocés solitario, independiente, creativo y amigo de la gente, que empezó un poco después de Melanie Klein y tuvo con ella un largo intercambio científico.

         Fairbairn situó al yo en el eje de su reflexión y pensó que poner la pulsión en el centro de la explicación es como poner el carro delante de los caballos, porque la libido es, ante todo, buscadora de objetos. Olvida sin duda Fairbairn, como me señaló Max Hernández (2003) en Lima, que la pulsión nunca va delante sino que puja desde atrás; pero, de todos modos, el instinto (o la pulsión) no es, para Fairbairn, sin objeto; y de allí que decida abandonar la teoría pulsional de Freud y, por tanto, el esquema tripartito de El yo y el ello (Freud, 1923) por un yo central y dos secundarios, el saboteador interno (o antilibidinal) unido al objeto rechazante y el yo libidinal en conexión con el objeto necesitado. (Fairbairn, 1944).

         Fairbairn rompe decididamente con la teoría estructural de Freud, lo que Melanie Klein nunca hizo, pero es más coherente que ella al abandonar la segunda tópica por una estrucutra endopsíquica donde lo primordial es la relación de objeto y a ella quedan subordinadas la libido y la agresión (no el instinto de  muerte). Es un gran mérito de Fairbairn haber definido claramente los mecanismos esquizoides, hasta el punto de que la misma Melanie Klein cambió su teoría inicial de una posición paranoide y, en su trabajo de 1946, Notas sobre algunos mecanismos esquizoides, habla de  una posición esquizo-paranoide.

         Fairbairn (1943) explica bien la represión, que se ejerce sobre los objetos malos internalizados; pero su teoría no alcanza a dar cuenta de la culpa y de lo que Klein (1935, 1940) llamó posición depresiva. El complejo de Edipo mismo termina por ser, para Fairbairn, una especie de efecto colateral de los mecanismos esquizoides. El énfasis en las relaciones interpersonales y su cualidad real lo llevan a Fairbairn (1958) a modificar algunos preceptos técnicos: no usa más el diván, que quita una cuota de realidad a la relación analista/paciente, y cuestiona la sesión de tiempo fijo, como Lacan (1966), pero con otros presupuestos teóricos.

         Después de seguir muchos años al lado de Klein, Donald Winnicott  (1945, 1958, 1971, etcétera) llegó a ser el paradigma del Grupo Independiente (Middle group) de Londres.

         Winnicott se ubica a sí mismo en el medio de Melanie Klein y Anna Freud (y de Freud). Acepta sin cortapisas la teoría de la posición depresiva de Melanie Klein, a la que prefiere llamar de concern para acentuar la preocupación por el objeto y quitarle a la nomenclatura kleiniana su connotación psicopatológica o psiquiátrica.

         Discrepa netamente de Klein en lo que ella llama posición esquizo-paranoide y él desarrollo emocional primitivo en 1945. Winnicott hace un aporte fundamental, en cuanto ofrece una teoría de la relación madre-bebé, que Klein no desconoció pero nunca desarrolló conspicuamente. Para Winnicott (1958, passim), el bebé es una abstracción, ya que no se lo puede comprender y reconocer si no es con su madre. Los cuidados maternos son para Winnicott algo más que una ayuda, algo más que empatía y simpatía. Los cuidados maternos son parte de la mente del bebé y la mamá, donde opera el área de la ilusión y se constituye el objeto subjetivo. La madre (y su pecho, sus brazos y sus ojos) son una creación del bebé y la crianza consiste en que una madre suficientemente buena vaya siguiendo esta fantasía del bebé de crearla y, al mismo tiempo, lo vaya desilusionando. Es la forma en que Winnicott entiende la omnipotencia infantil.

         Donde Klein pone las angustias persecutorias, la pulsión de muerte y la envidia primaria, que marcan trágicamente los primeros meses de la vida del niño, Winnicott privilegia el deseo del niño de crecer y de integrarse. No visualiza el crecimiento como conflicto, con lo que no estoy de acuerdo, y tampoco Brenner (1982), porque pienso que crecer es difícil y doloroso por más que puede ser placentero.  Un acierto de Winnicott es señalar que no sólo hay procesos de disociación, con sus conconmitantes angustias persecutorias, sino también procesos de no-integración durante el desarrollo emocional primitivo, a la espera del amor materno, que viene a ser la capacidad de sostenerlo y contenerlo (holding), un fenómemo que la escuela kleiniana reincorporó (o incorporó) en el concepto de reverie de Bion (1962, etcétera) y de piel de Esther Bick (1968).

         El objeto subjetivo y el área transicional de la ilusión implican, y así lo dice Winnicott, un retorno al narcisismo primario, sin recurrir, creo yo, a la teoría del Anlehnung, que aceptan menos los autores ingleses que los franceses, como Green y Laplanche con su lectura profunda y cuidadosa de Freud desde una raíz lacaniana. Para estos autores la primera dualidad instintiva se mantiene al lado de la segunda y el tiempo es fragmentado por el après coup (Laplanche, 1999; Green, 2000).

         Un camino diferente tomaron Heinz Hartmann y los psicólogos del yo de Estados Unidos, que abrazan la teoría estructural y reflexionan sobre el yo a partir del quinto capítulo de El yo y el ello (Freud, 1923). En su famoso ensayo de 1939, que leyó en la Sociedad Psicoanalítica de Viena en 1937, un año antes del Anschluss, Hartmann lanzó su teoría de un yo con una área libre de conflicto, en el intento de integrar el psicoanálisis a la psicología, donde la adaptación tiene una clara raíz darwiniana, biológica. Hartmann apoya decididamente la teoría de las pulsiones en el instinto animal, algo que nunca le va a perdonar Lacan.     

En sus perdurables Comentarios sobre la teoría psicoanalítica del yo (1950), Hartmann define (o redefine) al yo como una estructura y por sus funciones, en relación con la realidad y su función sintética (u organizadora), la percepción del mundo exterior y del self y los instintos (o pulsiones).

         Si bien Hartmann sigue al Freud de la teoría estructural de los años veinte y a El yo y los mecanismos de defensa de Anna Freud (1936), se inclina a pensar que el yo, aun no siendo congénito, tiene un origen autónomo, y lo entiende como la resultante de tres factores, los instintos, la realidad externa y ese postulado factor autónomo. Con esto se refuerza su idea de que el yo y el ello tienen un matriz común, que surge del instinto animal.

         Otra idea fuerte de Hartmann en este trabajo es que el yo debe distinguirse del self, que abarca las tres instancias del aparato psíquico. El yo tiene, así, una percepción del self o mundo interno (representación del self) y una percepción del mundo exterior (representación de objeto), que pasan a constituir dos funciones del yo. De esto se sigue que el narcisismo debe ser reconsiderado como la catexia libidinal y agresiva del self, más que del yo.

         Esta línea de investigación inspira el estudio de Edith Jacobson (1964)  y luego de Kohut (1971, etcétera) y de Kernberg (1977, etcétera). Estos dos autores desarrollaron una obra importante sobre la teoría del narcisismo y su patología, si bien divergen en muchos puntos de su investigación, principalmente en la forma de entender el desarrollo temprano, el papel de los padres y el valor de la agresión.

         Lacan nunca simpatizó con la teoría de la relación de objeto, como puede verse en su Seminario 4, La relación de objeto, 1956-57 (1994), donde no cesa de recordarnos, con cierta razón, que Freud nunca habló de relación de objeto sino de hallazgo del objeto. El hallazgo del objeto nos remite por una vía al Proyecto de 1895 (Freud, 1950), con la primera experiencia de satisfacción, y por otra al significante y al Otro,  que es la forma francesa de definir las relaciones humanas en el discurso analítico. Todo esto cambia en la última etapa de Lacan cuando el goce (jouissance) toma el centro de la escena y aparece la  no relación en el Seminario 20, Aun, 1972-1973 (Lacan, 1975). La insistente y apodíctica afirmación de Lacan de que no hay relación sexual lo conduce finalmente a una concepción narcisista del goce Uno y muestra a las claras su concepción monista de la pulsión.

         Jean Laplanche, a partir de la teoría del significante de Lacan y del Anlehnung freudiano, construye su teoría de la seducción generalizada, en sus Nuevos fundamentos para el psicoanálisis (1987). En éste y otros libros últimos, Laplanche sostiene que el niño recibe el impacto de la sexualidad de la madre como un significante enigmático, seducción generalizada, un poco a la Ferenczi (1932) con el lenguaje de la ternura y de la pasión, si bien su teoría es más abarcativa, ya que comprende al niño y a la madre; y denuncia el carácter endógeno de las pulsiones como un extravío biologizante de Freud (Laplanche, 1993). También como Lacan, Jean Laplanche arriba finalmente a un monismo de las pulsiones subsumiendo la de muerte en la sexual, mientras que para Lacan el monismo tiene su eje principal en la pulsión de muerte y la no relación.

         André Green (1973, 1975, 1983, 1995, etcétera) se apoya siempre en Freud y reivindica la metapsicología de los años quince, con una reconocida influencia de Winnicott, de quien admira la teoría del simbolismo, y de Bion con su teoría del pensamiento. Una idea central de Green es, creo yo, la función desobjetalizante, que apoya más en las fallas maternas a la Winnicott que en la teoría de la envidia primaria de Klein (1957).

La teoría de la envidia primaria de Klein, discutida desde siempre por los miembros del Independent Group (Winnicott, Paula Heimann), por Anna Freud, por los psicólogos del yo de los Estados Unidos de América y aún por ciertos esclarecidos miembros actuales del A Group de Londres, cierra para mí cumplidamente la teoría de la relación de objeto, ya que es algo que, desde adentro, se opone al eros que liga, al eros que une el yo (o el sujeto) con el objeto. Melanie Klein siempre dijo que la envidia es el corolario de la pulsión de muerte; pero nunca usó la navaja de Guillermo de Ockham para concluir que los dos principios que nos rigen son la libido y la envidia.

         Si nos atrevemos a esquematizar lo que hemos dicho, podremos proponer que la teoría de la representación apoya en un yo (o sujeto) cartesiano y/o kantiano, que busca en Dios o en la trascendencia el concepto de verdad, mientras la teoría de la relación de objeto coincide más con las ideas filosóficas que buscan su justificación en el consenso entre los sujetos del mundo de la vida, que le llama Habermas (1999). En los años recientes distinguidos pensadores como C. Fred Alford (1989), Emilia Steuerman (2000) y Michael Rustin (2001), consideran que las teorías kleinianas pueden utilizarse válidamente para iluminar algunos problemas filosóficos y sociológicos, del mismo modo que Herbert Marcuse, uno de los más destacados pensadores de la escuela de Fráncfort de Horkheimer y Adorno, en Eros y civilización (1953) aplica a los mismos propósitos las últimas teorías de Freud.

En los años recientes se ha propuesto con fuerza una teoría del vínculo (intra, inter y transubjetivo) que va más allá de la relación de objeto (Berenstein y Puget, 1997, etcétera; Moguillansky, 1999) y está más allá, también, de los límites de esta exposición, lo mismo que la reciente contribución de Samuel Arbiser (2001) en las huellas del maestro Pichon Rivière, el grupo interno y la perspectiva vincular del psicoanálisis. Lo mismo cabe decir de la teoría del apego, de Bowlby, que Peter Fonagy (2001) expone con claridad en su reciente libro.

         Llega así el fin de esta conferencia, que no pretende ser un trabajo que haga justicia a su ambicioso título, pero puede al menos ser una propuesta para pensarlo y discutirlo.

 

Agradezco a Jorge Luis Ahumada, Gregorio Klimovsky,

Roberto Doria Medina,  Pablo Grinfeld , Samuel Zysman y Rogelio Rimoldi 

los valiosos comentarios al borrador de este trabajo

 

Agradezco también a Saúl Peña, Max Hernández, Moisés Lemlij,

Hilke Engelbrecht y Carlos Crisanto sus juiciosos aportes y  el generoso aliento

 que le dieron a la primera lectura de este trabajo en Lima.

 

Laura Etchegoyen, mi hija, hizo valiosos comentarios al manuscrito y

lo tradujo cuidadosamente al inglés.

 

 

 

 

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                                                                                                                                                                     Buenos Aires, 2 de febrero de 2004.

 

 

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