Representación y relación de
objeto
R. Horacio Etchegoyen
Desde el comienzo de su investigación
psicoanalítica, y aún antes, en su libro sobre las afasias (1891), Freud estuvo
siempre preocupado por los procesos que van del cuerpo a la mente y de ésta al
mundo exterior. Lo más distintivo de su obra es que hay fenómenos mentales
ajenos a la conciencia, que la sexualidad ocupa un lugar principal en el
funcionamiento psíquico y aparece desde el comienzo de la vida y que las
relaciones entre las personas son más de lo que parecen. Tenemos así los tres
pilares de la teoría psicoanalítica: inconciente, sexualidad infantil (y
complejo de Edipo) y transferencia.
En este sentido, se puede afirmar que
la representación y el objeto están operando continuamente, del
principio al fin, en la obra del creador. Sin embargo, cuando nos planteamos,
con un sesgo algo dilemático, la alternativa de la representación y/o la
relación de objeto nos estamos refiriendo principalmente al Freud de la
metapsicología de 1915.
Esos imperecederos escritos se ocupan,
por una parte, de los instintos y las pulsiones y, por otra, del singular
destino que el objeto tiene en la melancolía, donde el genio de Freud (1917
[1915]) comprende que los autorreproches están dirigidos, en realidad, a un
objeto introyectado, con lo que sienta las bases de un mundo interno, donde
pronto va a aparecer el superyó.
Es amplia y sutil la forma en que Freud va a entender estos
procesos y prácticamente infinita la forma en que nosotros intentamos entender
a Freud.
Como todos sabemos, en Pulsiones
y destinos de pulsión, Freud (1915) define a la pulsión (Triebe) como "un concepto
fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante [Repräsentant] psíquico de los estímulos
que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma..." (A.E., 14, p. 117). ["a concept on the frontier
between the mental and the somatic, as the psychical representative of the
stimuli originating from within the
organism and reaching the mind...". (Standard Edition, 14, p. 121-122)].
La pulsión fluye del cuerpo
continuamente y no cesa hasta que logra su descarga, de acuerdo con el
principio de placer. La pulsión es un estímulo constante, de naturaleza
endógena, de la que el individuo no se puede apartar (como de los estímulos
externos). Esta diferencia entre lo interno y lo externo queda a cargo de lo
que Freud llama yo de realidad primitivo.
Recordemos que en los trabajos
metapsicológicos, Freud opera con su primer teoría de las pulsiones, pulsiones
sexuales (libido) y pulsiones de autoconservación o yoicas (Freud, 1910), que
le permiten explicar satisfactoriamente las neurosis de transferencia, pero no
la psicosis, porque le faltan elementos - piensa - para comprender el
funcionamiento del yo. A esta tarea se van a abocar, después, Tausk, Federn,
Rickman, Melanie Klein, Lacan y más recientemente Winnicott, Hanna Segal,
Herbert Rosenfeld, Bion, Ahumada, Green, Carlos Paz, Edith Jacobson, Kernberg,
Pichon Rivière, Liberman, David Rosenfeld, Resnik y Grinberg, entre otros.
Freud define a la pulsión por su fuerza (Drang), su meta (Ziel),
su objeto (Objekt) y su fuente (Quelle). La fuente de la pulsión es
somática, la meta es psicológica. En el camino que va de la fuente a la meta se
cumple el misterioso salto (como dijo Felix Deutsch, 1933) que une lo biológico
a lo psicológico. De este tema se ocupa Freud (1891) penetrantemente en su
libro sobre las afasias, donde distingue la representación sensorial simple,
que llama más precisamente representación-objeto (Objektvorstellung) de otro tipo de representación que denota
implícitamente la representación-palabra, con sus resonancias auditivas,
motrices y kinéticas.
Freud considera que la pulsión nunca
puede llegar a la conciencia, sólo pueden hacerlo sus derivados (retoños) y aún
que la pulsión no está en el inconciente sino sólo su representación (Vorstellung).
En éste y los otros trabajos
metapsicológicos de 1915, Freud se preocupa de la representación y del afecto
que le va unido, y afirma que sólo la representación es reprimida, mientras que
el afecto queda como un valor potencial. La forma en que Freud trata la
representación y el afecto como dos entidades separadas es, me parece, uno de
los puntos más débiles de su aparato teórico, aunque algunos estudiosos
eminentes - de Francia, sobre todo-
piensan que el problema se resuelve considerando que la célebre y para
mí enigmática Vorstellungsrepräsentantz
da cuenta de la representación y el afecto. Así lo piensa Green en
Al estudiar los cuatro elementos con
que define a la pulsión, Freud acentúa su Drang,
que es inexcusable, mientras que el Objekt
es siempre contingente, un punto en que van a divergir coincidentemente todos
los autores que abrazan la doctrina de las relaciones de objeto. La naturaleza
contingente del objeto de la pulsión es una consecuencia inevitable - me parece
- de la teoría del narcisismo primario de Freud y su correlato, la noción de un
aparato psíquico a
La teoría de las pulsiones cambia en
1914 con la introducción del narcisismo y muta después, rotundamente, en Más allá del principio de placer (1920),
cuando Freud propone su teoría final de las pulsiones, que es de nuevo dualista, y contrapone eros (pulsión de vida) y tánatos (pulsión de muerte). En esta
concepción no se aprecia, tal vez, la prístina diferencia de la anterior entre
hambre y amor, que me parecen más pulsátiles; pero, de todos modos, es evidente
que Freud asienta su nuevo dualismo entre la vida y la muerte, reconociéndole a
ambas el valor de las fuerzas que dirigen toda la vida psíquica.
Es notable el esfuerzo que hace Freud
para poner al recién nacido instinto de muerte en un plano semejante al de la
pulsión de vida, que tiene su sólido apoyo corporal en la libido.
En el capítulo VI de Más allá del principio de placer, que
Freud agregó en 1920, como lo demostró Ilse Grubrich-Simitis (1993), Freud se
pregunta si la muerte es una contingencia o un fenómeno natural y necesario...
pregunta clave si las hay. Freud se apoya en los célebres trabajos de Weismann,
que dividía la sustancia viva en una parte mortal (el soma) y otra inmortal (el
plasma germinativo) que tiene potencialmente la posibilidad de no morir cuando
desarrolla un nuevo individuo, gracias a la reproducción. Freud señala la
notable coincidencia entre la concepción de Weismann y la suya, que distingue
dos clases de pulsiones: las que pretenden conducir la vida hacia la muerte y
las que continuamente aspiran a la renovación de la vida como complejidad. De
acuerdo a la concepción de Weismann, que Freud querría compartir, pero al final
no puede, la muerte es un privilegio o una cruz de los organismos
pluricelulares, pero no de los unicelulares, donde individuo y célula de la
reproducción son una misma cosa. De esto se sigue que los organismos unicelulares
son potencialmente inmortales. La muerte sería, entonces, un patrimonio de los
organismos pluricelulares, los más complejos y desarrollados, que pueden morir
de muerte natural; pero no asienta en una propiedad originaria de la materia
viva. Así pues, los protozoos pueden ser inmortales.
Si así fuera, dice entonces Freud,
podría sostenerse la inmortalidad del plasma germinal, aunque lo que sucede
realmente es que en los protozoos la muerte coincide, justamente, con la
reproducción, aunque en ella parezca que toda la sustancia del ser original se
traslada a sus descendientes, que ya no son - como diría Neruda - los mismos de
antes. ("Nosotros, los de entonces, ya
no somos los mismos").
Freud se inclina a pensar, luego de
este arduo desarrollo conceptual, que también los protozoos mueren de muerte
natural y nada impide suponer que en ellos existe el mismo impulso hacia la
muerte que es visible en los seres más complejos. En contra de sus propias
esperanzas, Freud debe concluir que nada habilita a pensar que el impulso hacia
la muerte no esté presente desde el comienzo de la vida. De esta forma,
encuentra que su hipótesis de la pulsión de muerte, que surge como inevitable
contrapartida de la vida, se mantiene en pie. La distinción de Weismann entre un
soma que muere y un plasma germinativo potencialmente inmortal no puede
sostenerse en ningún argumento biológico.
Me detuve un tanto - quizás demasiado -
en el razonamiento del capítulo VI de Más
allá del principio de placer para examinar una vez más el camino que
recorre Freud hasta arribar a lo que considera la verdad científica de una
pulsión de muerte, de una fuerza muda e inexorable que nos conduce hacia la
muerte, no como un destino, sino como una pulsión, un anhelo inscripto en
nuestra existencia en el momento en que la materia inerte cobra vida. Sobre
este tema reflexiona Jacques-Alain Miller en su nuevo libro La experiencia de lo real en la cura
psicoanalítica (2003), donde expone, como en otros de sus textos recientes,
lo que llama la biología lacaniana, según la cual "para la especie humana
la repetición es fundamentalmente inadaptación" (p. 325), dado que
"la repetición no es en absoluto de un registro biológico sino que sólo
puede pensarse en el orden del lenguaje" (Ibidem, p. 325), un punto en que
Ahumada (1999) y yo discrepamos darwinianamente. Como dice con claridad Ahumada
en el libro recién citado, y en otros trabajos más recientes, la apoyatura
epistemológica de Freud debe buscarse más en Darwin y en las ciencias
biológicas que en la física de Galileo y Newton.
Todos sabemos - y Freud antes que nadie
- que la teoría de la pulsión de muerte tropieza con grandes resistencias. De
hecho no fue aceptada por la mayoría de sus discípulos. Ni Ferenczi, ni
Abraham, ni Jones la acataron. Anna Freud, Hartmann y los psicólogos del yo
prefirieron hablar de agresión. En su riguroso ensayo de Marsella de 1984 André Green habla de
narcisismo de vida y narcisismo de muerte, que coloca en la perspectiva de la
función desobjetalizante y la psicosis blanca. La función desobjetivizante se
parece mucho, a mi juicio, a la envidia, como lo expone Herbert Rosenfeld
(1971) al estudiar los aspectos agresivos del narcisismo; pero Green no lo
piensa así. Klein aceptó rápidamente, hacia 1932, la teoría de las pulsiones de
vida y de muerte, y en ese sentido pudo presentarse - con cierto énfasis - como
la verdadera continuadora de Freud. Es cierto, sin embargo, que el instinto de
muerte de Klein no es mudo como el de Freud, esto es, que no tiene inscripción
en el inconciente, ya que se inscribe en el momento mismo en que empieza la
vida como una amenaza que desde el ello se dirige al yo y pone en marcha los
mecanismos de proyección e introyección que son, para ella, la clave de la vida
psíquica. Digamos de paso, y con todo respeto, que la gran defensora de la
relación de objeto desde el comienzo de la vida piensa que la pulsión de muerte
es narcisista, ya que va originariamente del ello al yo, y sólo en un segundo
momento se hace objetal. Freud le llamó a esto deflexión del instinto de
muerte, algo que hace el organismo,
mientras Klein piensa que lo hace el yo.
Agreguemos para terminar esta rápida,
incompleta y desmañada recorrida por la obra monumental de Freud, que el punto
básico de la teoría de la relación de objeto, que anuncia Abraham en 1924
inspirado en Duelo y melancolía y
desarrolla Melanie Klein en la década siguiente, sostiene y se sostiene en que
el objeto está de entrada, desde el primer minuto de la vida. Esto equivale a
decir que no existe el narcisismo
primario, que Abraham había restringido a la primera etapa oral (de
succión). El yo y el objeto están desde
el comienzo y desde el comienzo interactúan a partir de los mecanismos de
introyección y proyección, supremos arquitectos del mundo psíquico, como dijo Paula
Heimann en su famoso trabajo Some aspects
of the role of introjection and projection in early development, muy
kleiniano, demasiado kleiniano para ella, que lo leyó en las Controversias en junio de 1943 (The Freud-Klein Controversies, 1941-1945, editadas por Pearl King y
Riccardo Steiner, 1991): pero no lo incluyó después en sus "collected
papers", On children and
children-no-longer (1989), la obra póstuma de esta gran pensadora.
La teoría del narcisismo primario, que
Freud formaliza en Introducción del
narcisismo en 1914, sostiene que las pulsiones están de entrada, es decir
que pertenecen - digámoslo así - a la naturaleza humana, mientras que el yo ha
de constituirse "por una nueva acción psíquica" (A. E., 14, p. 74) ["a new psychological action", S. E., 14, p. 77], cuando las
heteróclitas pulsiones parciales de la sexualidad infantil convergen en un
punto, que es el yo. Las pulsiones parciales son inicialmente autoeróticas y
configuran el placer de órgano, donde fuente y objeto son lo mismo. Los destinos
de pulsión que estudia Freud en su célebre ensayo de 1915 "dependen de la
organización narcisista del yo" " (A. E., 14, p. 127 ["... are dependent on the narcissistic
organizaton of the ego...", S. E.,
14, p. 132]. Incluso los dos pares de pulsiones que necesitan de hecho un
objeto (sadismo y masoquismo; exhibicionismo y vouyerismo) son en realidad
autoeróticas, aunque necesiten de un objeto para satisfacerse. Es por esto que el yo de realidad primitivo (que
discrimina estímulos externos de estímulos internos o pulsiones) y el yo de placer puro, que pone adentro
todo lo placentero y deja (o manda) afuera lo que causa displacer o dolor, son
sin objeto para Freud, o, en todo caso, el objeto existe para las pulsiones
yoicas y no para las sexuales.
En Formulaciones
sobre los dos principios del acaecer psíquico (1911) Freud aplica
consecuentemente su primera teoría pulsional y señala que el yo se conecta con
el objeto a partir del instinto (pulsión) de conservación, mientras que los
instintos sexuales (pulsiones eróticas) pueden satisfacerse a sí mismas y
permanecen en el reino de la fantasía. Para superar esta impasse teórica, Freud
va a recurrir en 1914 al Anlehnung
(apoyo, apuntalamiento), es decir que las pulsiones sexuales llegan al objeto a
caballo de las pulsiones yoicas, son enclíticas como los pronombres reflexivos,
un punto que había tomado Jung en 1912
para sustentar su teoría de un interés
yoico, que no es ya sexual.
Si queremos expresar más claramente y
de otro modo el pensamiento de Melanie Klein podremos decir que, para ella, no
existe un objeto de la pulsión y un objeto del yo, con lo que puede prescindir
completamente del Anlehnung y afirmar
que las pulsiones autoeróticas de la sexualidad infantil se sostienen en
fantasías donde el objeto de las pulsiones (de vida y de muerte), los
mecanismos de defensa, la ansiedad y la culpa están presentes, están operando.
Para ser kleiniano desde esta
perspectiva hay que aceptar que la fantasía (phantasy), ese corolario mental del instinto, como la definió Susan
Isaacs en enero de 1943 en las Controversias,
es el fundamento de la vida mental, es el inconciente. En este punto Anna Freud
y Glover disienten airadamente. (The
Freud-Klein Controversies, 1941-1945, passim).
Si alguien dice que la fantasía
inconciente no está al comienzo, que no puede haber de entrada un yo operando
sobre objetos y con mecanismos de defensa no será por definición un analista
kleiniano; y tiene todo el derecho a pensar así.
Cuando pongo como eje del pensamiento
kleiniano al famoso trabajo de Susan Isaacs (1948, [1943]), The nature and function of phantasy, con
ph, cuando hago girar sobre ese eje
toda la arquitectura de esta teoría estoy señalando, también, que el narcisismo
primario y la primaria relación de objeto son la divisoria de aguas en el
pensamiento psicoanalítico. Cada una de estas alternativas teóricas se sostiene
por sí misma; y pertenece al ámbito personal de cada analista pronunciarse por
una o por otra. Es bueno que todos sepamos que en esta disyuntiva tenemos que
optar y saber que, cuando lo hacemos, ganamos en algún terreno y perdemos en
otro. Inevitablemente - creo yo -. Son como las geometrías euclidiana y no
euclidinanas. El estudio más completo y actual de la fantasía inconciente puede
encontrarse en
A partir de El psicoanálisis de niños (1932), Klein va construyendo un mundo interno de objetos, que culmina en
su teoría de las dos posiciones. La
noción de objeto interno, que los Sandler discuten minuciosamente en Internal objects revisited (1998), sigue
siendo el articulador teórico de Klein y de Fairbairn. Para ellos lo distintivo
del objeto interno es su calidad corpórea y concreta, su relieve personal, que
no puede superponerse de ninguna manera con la idea de representación. Es un
punto, a mi entender, decisivo.
La teoría de la relación de objeto se
inicia con Melanie Klein; pero no se agota con ella. Así como me fue difícil
resumir a Freud - ¡y qué mal lo hice! - quiero intentar también la imposible
tarea de recordar a los grandes pensadores que aceptan, sin ser kleinianos, la
teoría de las relaciones de objeto.
El primero es, sin duda, Fairbairn
(1941, etcétera), un escocés solitario, independiente, creativo y amigo de la
gente, que empezó un poco después de Melanie Klein y tuvo con ella un largo
intercambio científico.
Fairbairn situó al yo en el eje de su
reflexión y pensó que poner la pulsión en el centro de la explicación es como
poner el carro delante de los caballos, porque la libido es, ante todo,
buscadora de objetos. Olvida sin duda Fairbairn, como me señaló Max Hernández
(2003) en Lima, que la pulsión nunca va delante sino que puja desde atrás;
pero, de todos modos, el instinto (o la pulsión) no es, para Fairbairn, sin
objeto; y de allí que decida abandonar la teoría pulsional de Freud y, por
tanto, el esquema tripartito de El yo y
el ello (Freud, 1923) por un yo
central y dos secundarios, el saboteador
interno (o antilibidinal) unido al objeto
rechazante y el yo libidinal en
conexión con el objeto necesitado.
(Fairbairn, 1944).
Fairbairn rompe decididamente con la
teoría estructural de Freud, lo que Melanie Klein nunca hizo, pero es más
coherente que ella al abandonar la segunda tópica por una estrucutra
endopsíquica donde lo primordial es la relación de objeto y a ella quedan
subordinadas la libido y la agresión (no el instinto de muerte). Es un gran mérito de Fairbairn haber
definido claramente los mecanismos esquizoides, hasta el punto de que la misma
Melanie Klein cambió su teoría inicial de una posición paranoide y, en su
trabajo de 1946, Notas sobre algunos
mecanismos esquizoides, habla de una
posición esquizo-paranoide.
Fairbairn (1943) explica bien la
represión, que se ejerce sobre los objetos malos internalizados; pero su teoría
no alcanza a dar cuenta de la culpa y de lo que Klein (1935, 1940) llamó posición depresiva. El complejo de Edipo
mismo termina por ser, para Fairbairn, una especie de efecto colateral de los
mecanismos esquizoides. El énfasis en las relaciones interpersonales y su
cualidad real lo llevan a Fairbairn (1958) a modificar algunos preceptos
técnicos: no usa más el diván, que quita una cuota de realidad a la relación
analista/paciente, y cuestiona la sesión de tiempo fijo, como Lacan (1966),
pero con otros presupuestos teóricos.
Después de seguir muchos años al lado
de Klein, Donald Winnicott (1945, 1958,
1971, etcétera) llegó a ser el paradigma del Grupo Independiente (Middle group) de Londres.
Winnicott se ubica a sí mismo en el
medio de Melanie Klein y Anna Freud (y de Freud). Acepta sin cortapisas la
teoría de la posición depresiva de Melanie Klein, a la que prefiere llamar de concern para acentuar la preocupación
por el objeto y quitarle a la nomenclatura kleiniana su connotación
psicopatológica o psiquiátrica.
Discrepa netamente de Klein en lo que
ella llama posición esquizo-paranoide y él desarrollo
emocional primitivo en 1945. Winnicott hace un aporte fundamental, en
cuanto ofrece una teoría de la relación madre-bebé, que Klein no desconoció
pero nunca desarrolló conspicuamente. Para Winnicott (1958, passim), el bebé es
una abstracción, ya que no se lo puede comprender y reconocer si no es con su
madre. Los cuidados maternos son para Winnicott algo más que una ayuda, algo
más que empatía y simpatía. Los cuidados maternos son parte de la mente del
bebé y la mamá, donde opera el área de la ilusión y se constituye el objeto subjetivo. La madre (y su pecho,
sus brazos y sus ojos) son una creación del bebé y la crianza consiste en que
una madre suficientemente buena vaya
siguiendo esta fantasía del bebé de crearla y, al mismo tiempo, lo vaya
desilusionando. Es la forma en que Winnicott entiende la omnipotencia infantil.
Donde Klein pone las angustias
persecutorias, la pulsión de muerte y la envidia primaria, que marcan
trágicamente los primeros meses de la vida del niño, Winnicott privilegia el
deseo del niño de crecer y de integrarse. No visualiza el crecimiento como conflicto,
con lo que no estoy de acuerdo, y tampoco Brenner (1982), porque pienso que
crecer es difícil y doloroso por más que puede ser placentero. Un acierto de Winnicott es señalar que no
sólo hay procesos de disociación, con sus conconmitantes angustias persecutorias,
sino también procesos de no-integración durante el desarrollo emocional
primitivo, a la espera del amor materno, que viene a ser la capacidad de
sostenerlo y contenerlo (holding), un
fenómemo que la escuela kleiniana reincorporó (o incorporó) en el concepto de reverie de Bion (1962, etcétera) y de piel de Esther Bick (1968).
El objeto subjetivo y el área
transicional de la ilusión implican, y así lo dice Winnicott, un retorno al
narcisismo primario, sin recurrir, creo yo, a la teoría del Anlehnung, que aceptan menos los autores
ingleses que los franceses, como Green y Laplanche con su lectura profunda y
cuidadosa de Freud desde una raíz lacaniana. Para estos autores la primera
dualidad instintiva se mantiene al lado de la segunda y el tiempo es
fragmentado por el après coup (Laplanche, 1999; Green, 2000).
Un camino diferente tomaron Heinz
Hartmann y los psicólogos del yo de Estados Unidos, que abrazan la teoría
estructural y reflexionan sobre el yo a partir del quinto capítulo de El yo y el ello (Freud, 1923). En su
famoso ensayo de 1939, que leyó en
En sus perdurables Comentarios
sobre la teoría psicoanalítica del yo (1950), Hartmann define (o redefine)
al yo como una estructura y por sus funciones, en relación con la realidad y su
función sintética (u organizadora), la percepción del mundo exterior y del self
y los instintos (o pulsiones).
Si bien Hartmann sigue al Freud
de la teoría estructural de los años veinte y a El yo y los mecanismos de defensa de Anna Freud (1936), se inclina
a pensar que el yo, aun no siendo congénito, tiene un origen autónomo, y lo
entiende como la resultante de tres factores, los instintos, la realidad
externa y ese postulado factor autónomo. Con esto se refuerza su idea de que el
yo y el ello tienen un matriz común, que surge del instinto animal.
Otra idea fuerte de Hartmann
en este trabajo es que el yo debe distinguirse del self, que abarca las tres
instancias del aparato psíquico. El yo tiene, así, una percepción del self o
mundo interno (representación del self) y una percepción del mundo exterior (representación de objeto), que pasan a
constituir dos funciones del yo. De esto se sigue que el narcisismo debe ser
reconsiderado como la catexia libidinal y agresiva del self, más que del yo.
Esta línea de investigación
inspira el estudio de Edith Jacobson (1964)
y luego de Kohut (1971, etcétera) y de Kernberg (1977, etcétera). Estos
dos autores desarrollaron una obra importante sobre la teoría del narcisismo y
su patología, si bien divergen en muchos puntos de su investigación,
principalmente en la forma de entender el desarrollo temprano, el papel de los
padres y el valor de la agresión.
Lacan nunca simpatizó con la teoría de
la relación de objeto, como puede verse en su Seminario 4, La relación de objeto, 1956-57 (1994), donde no cesa de
recordarnos, con cierta razón, que Freud nunca habló de relación de objeto sino
de hallazgo del objeto. El hallazgo
del objeto nos remite por una vía al Proyecto
de 1895 (Freud, 1950), con la primera experiencia de satisfacción, y por otra
al significante y al Otro, que es la
forma francesa de definir las relaciones humanas en el discurso analítico. Todo
esto cambia en la última etapa de Lacan cuando el goce (jouissance) toma el
centro de la escena y aparece la no relación en el Seminario 20, Aun, 1972-1973 (Lacan, 1975). La
insistente y apodíctica afirmación de Lacan de que no hay relación sexual lo conduce
finalmente a una concepción narcisista del goce Uno y muestra a las claras su
concepción monista de la pulsión.
Jean Laplanche, a partir de la teoría
del significante de Lacan y del Anlehnung
freudiano, construye su teoría de la seducción generalizada, en sus Nuevos fundamentos para el psicoanálisis
(1987). En éste y otros libros últimos, Laplanche sostiene que el niño recibe
el impacto de la sexualidad de la madre como un significante enigmático, seducción generalizada, un poco a
André Green (1973, 1975, 1983, 1995,
etcétera) se apoya siempre en Freud y reivindica la metapsicología de los años
quince, con una reconocida influencia de Winnicott, de quien admira la teoría
del simbolismo, y de Bion con su teoría del pensamiento. Una idea central de
Green es, creo yo, la función desobjetalizante, que apoya más en las fallas
maternas a
La teoría de la envidia
primaria de Klein, discutida desde siempre por los miembros del Independent
Group (Winnicott, Paula Heimann), por Anna Freud, por los psicólogos del yo de
los Estados Unidos de América y aún por ciertos esclarecidos miembros actuales
del A Group de Londres, cierra para mí cumplidamente la teoría de la relación
de objeto, ya que es algo que, desde adentro, se opone al eros que liga, al
eros que une el yo (o el sujeto) con el objeto. Melanie Klein siempre dijo que
la envidia es el corolario de la pulsión de muerte; pero nunca usó la navaja de
Guillermo de Ockham para concluir que los dos principios que nos rigen son la
libido y la envidia.
Si nos atrevemos a esquematizar lo que
hemos dicho, podremos proponer que la teoría de la representación apoya en un
yo (o sujeto) cartesiano y/o kantiano, que busca en Dios o en la trascendencia
el concepto de verdad, mientras la teoría de la relación de objeto coincide más
con las ideas filosóficas que buscan su justificación en el consenso entre los
sujetos del mundo de la vida, que le llama Habermas (1999). En los años
recientes distinguidos pensadores como C. Fred Alford (1989), Emilia Steuerman
(2000) y Michael Rustin (2001), consideran que las teorías kleinianas pueden
utilizarse válidamente para iluminar algunos problemas filosóficos y
sociológicos, del mismo modo que Herbert Marcuse, uno de los más destacados
pensadores de la escuela de Fráncfort de Horkheimer y Adorno, en Eros y civilización (1953) aplica a los
mismos propósitos las últimas teorías de Freud.
En los años recientes se ha propuesto con fuerza una teoría
del vínculo (intra, inter y
transubjetivo) que va más allá de la relación de objeto (Berenstein y Puget,
1997, etcétera; Moguillansky, 1999) y está más allá, también, de los límites de
esta exposición, lo mismo que la reciente contribución de Samuel Arbiser (2001)
en las huellas del maestro Pichon Rivière, el grupo interno y la perspectiva
vincular del psicoanálisis. Lo mismo cabe decir de la teoría del apego, de
Bowlby, que Peter Fonagy (2001) expone con claridad en su reciente libro.
Llega así el fin de esta conferencia,
que no pretende ser un trabajo que haga justicia a su ambicioso título, pero
puede al menos ser una propuesta para pensarlo y discutirlo.
Agradezco
a Jorge Luis Ahumada, Gregorio Klimovsky,
Roberto
Doria Medina, Pablo Grinfeld , Samuel
Zysman y Rogelio Rimoldi
los
valiosos comentarios al borrador de este trabajo
Agradezco
también a Saúl Peña, Max Hernández, Moisés Lemlij,
Hilke
Engelbrecht y Carlos Crisanto sus juiciosos aportes y el generoso aliento
que le dieron a la primera lectura de este
trabajo en Lima.
Laura
Etchegoyen, mi hija, hizo valiosos comentarios al manuscrito y
lo
tradujo cuidadosamente al inglés.
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