EL METRO POR TIERRAS CATALANAS

 

Hasta hoy y desde el 20 de octubre de 1983, por decisión de la 17ª Conferencia General de Pesas y Medidas, el metro es la longitud del trayecto recorrido por la luz en el vacío durante 1/299792458 partes de un segundo. Antes de definirse de este modo, el metro ha sido otras muchas cosas. Desde el 14 de octubre de 1960 hasta esa fecha, el metro fue una longitud igual a 1650763,73 veces la longitud de onda en el vacío de la radiación correspondiente a la transición entre los niveles 2p10 y 5d5 del átomo de kriptón 86.

Estas medidas modernas se definieron así para ajustarse, con la máxima precisión alcanzable en el momento de su adopción, a la distancia entre dos líneas paralelas trazadas sobre una de las superficies de una barra de platino en forma aproximada de x, que representaría la longitud del metro, según se acordó en la Primera Conferencia Internacional de Pesas y Medidas, un 26 de septiembre de 1889. Tal distancia, a su vez, se adoptó para hacerla coincidir, en la medida de lo posible, con la longitud de otra barra de platino, esta vez rectangular, construida en 1799.

Dicha barra fue la que se eligió entre otras que se construyeron al mismo tiempo, para convertirse en patrón del "metro", como se llamaría la nueva medida que la Francia revolucionaria quería ofrecer al mundo. En efecto, una ley de la República Francesa, de 19 frimaire an VIII, (10 de diciembre de 1799) consagró esta barra, junto con un cilindro de platino que definía el peso de un kilogramo, como las unidades fundamentales del nuevo sistema métrico decimal.

 

¿De donde salió esa longitud?

Con la ley de 10 de diciembre de 1799 nace el metro que conocemos, pero... ¿De donde se toma su longitud? La historia de la determinación de esa distancia es tan compleja como apasionante y una parte importante de ella ocurrió en tierras catalanas.

Todo empieza en marzo de 1970. En el marco de los radicales cambios que los revolucionarios franceses querían introducir en las leyes y costumbres del ancién régime, un obispo, Carlos Mauricio de Talleyrand, realiza ante la Asamblea Nacional francesa una proposición verdaderamente revolucionaria. Repetidamente se había pedido en Francia la unificación y control estatal de los pesos y medidas que se empleaban en ciudades y territorios de la nación. Los abusos y escándalos, más que la propia diversidad de las medidas,. hacían insufrible un sistema metrológico caótico, pero solo una revolución podía cambiar el viejo orden feudal en que se apoyaba.

Talleyrand, hábil político, se aseguró el éxito de su iniciativa, proponiendo un sistema metrológico completamente nuevo, en el que un patrón fundado en la naturaleza, por no ser de ninguna, pudiera ser aceptado por todas las naciones, y especialmente por Inglaterra, y convertirse así en una medida universal. El patrón elegido, ya propuesto sin éxito por científicos y economistas desde hacía más de un siglo, era la longitud de un péndulo que oscilara en intervalos de un segundo de tiempo a la latitud de 45 grados. La iniciativa fue efectivamente aprobada por la Asamblea Nacional un 8 de mayo de 1790 y Luis XVI invitó formalmente al rey de Inglaterra a colaborar en la determinación de la nueva medida.

Inglaterra no respondió. Francia quedaba sola en su intento de crear la medida universal e intentó otro camino. Un 19 de marzo de 1791, la Academia de Ciencias de París propone la sustitución del péndulo por otra medida sacada de la naturaleza. El metro, si se aceptaba la nueva propuesta, sería la diezmillonésima parte del cuadrante de un meridiano terrestre. El 26 de marzo, la Asamblea Nacional aprueba el cambio y el proyecto de medición presentado por la academia, que incluía un plan de trabajo en el que participarían casi todos los miembros de la institución.

Ante la imposibilidad de medir todo un cuarto de meridiano, desde el polo norte al ecuador, la solución era medir un trozo del mismo y calcular matemáticamente el valor del total. El arco de meridiano elegido en la propuesta de la academia fue el comprendido entre Dunkerque, junto al Mar del Norte, y Barcelona, en la costa mediterránea de España.

¿Porqué Barcelona?

El informe del 19 de marzo se extiende prolijamente sobre la conveniencia de situar el extremo inferior del arco en Barcelona. Las razones son científicas: si se elegía como meridiano base el que pasaba por el observatorio de París, repetidamente medido ya en territorio francés desde hacía más de un siglo, los dos extremos deberían estar al nivel del mar, y el meridiano de París tocaba el mar en... Barcelona. Barcelona estaba, además lo suficientemente alejada de los Pirineos como para que la masa de estos no afectara la dirección de la vertical, a la hora de determinar la latitud del extremo inferior del arco. El punto medio del arco, por fin, se situaría más cerca del paralelo 45 que si la medida se limitaba solo a territorio francés y ello comportaría ventajas en el cálculo matemático del total.

Pero, como denunciaron incluso algunos científicos importantes, dichas razones no eran más que justificaciones ad-hoc de una elección del patrón poco científica. Los errores esperables de una operación tan compleja como la medida exacta de una distancia de cerca de mil kilómetros hacía utópica la pretendida exactitud del nuevo patrón. Había razones extracientíficas bajo la decisión tomada. Como se apuntó en diversas publicaciones, la operación escondía un intento de la Academia de Ciencias por hacer valer su utilidad a la nación en tiempos en que se planteaba su disolución como residuo clasista del viejo régimen. Otra utilidad del arco propuesto debía ser del agrado de los promotores de la medida universal: incluir Barcelona internacionalizaría la nueva medida, que ya no sería solo francesa. El Reino de España, importante en el concierto europeo a falta de Inglaterra, participaría desde el principio en la operación.

La decisión estaba tomada. El 30 de marzo de 1791, un Luis XVI prácticamente despojado de todo poder, sanciona con su firma el proyecto de la Academia de Ciencias. A principios de 1792 comienzan los trabajos de medición. El arco se dividiría en dos partes: el tramo Dunkerque-Rodez, ya medido completamente en varias ocasiones, sería vuelto a medir por Jean Baptiste Delambre. El tramo Rodez-Barcelona quedaría a cargo de uno de los astrónomos más experimentados de Francia, Pierre-André Méchain,

La técnica a emplear sería la de la triangulación geodésica. Se trazaría una cadena de triángulos, cuyos vértices serían montañas situadas a lo largo del meridiano y cuyas dimensiones se calcularían a partir de la medición de dos "bases" o longitudes de entre 6 y 10 km, cuidadosamente medidas mediante reglas ajustadas sobre la medida del patrón más perfecto existente en Francia: la llamada "toesa de la academia" que materializaba la longitud de la toesa, o medida nacional francesa hasta la adopción del metro.

Había pues que decidir los vértices de los triángulos, subir a las cimas de las montañas y medir desde ellas los ángulos que formaban las cimas vecinas. Méchain decide comenzar por la parte española. El 22 de abril de 1792 se solicita la colaboración de Carlos IV, rey de España, que acepta y asigna a la operación a dos matemáticos civiles. José Chaix, vicedirector del observatorio de Madrid, y Juan de Peñalver. A ellos se unirían los marinos José González, capitán además del bergantín "Corzo", también puesto a disposición de los científicos, y los oficiales Francisco Planes, Miguel Bueno y Miguel Alvarez.

La medida en tierras catalanas.

Méchain llega a Barcelona el 10 de julio de 1792. Se encuentra con González y juntos trazan el plan de trabajo. Se eligen las montañas entre Barcelona y los Pirineos que serán los vértices de los triángulos catalanes y se discute un nuevo proyecto que los españoles proponen al astrónomo francés: Si el arco terminara en Mallorca en vez de en Barcelona, su mitad estaría situada más exactamente sobre el paralelo 45. De aceptarse la propuesta habría que descender hacia el sur para elegir montañas adecuadas para trazar nuevos triángulos, y pasar a Mallorca para encontrar las montañas desde la que se vieran las cimas de la cadena costera catalana, además de realizar una triangulación interna de las islas Baleares.

La idea de la prolongación del arco hasta las Baleares y con más precisión hasta la pequeña isla de Cabrera no era original de Méchain ni de González. La había propuesto ya, al inicio de los trabajos en Francia, el marino y astrónomo José de Mendoza, que se encontraba en París y se había unido a los miembros de la academia que preparaban el nacimiento del nuevo sistema métrico. Méchain llega a España sin autorización para llevarla a cabo, que recibe, en carta de la Convención Nacional francesa, hacia el 27 de octubre de 1792. Hasta ese momento franceses y españoles ya había reconocido, y comenzado a medir, los triángulos apoyados en las cimas de Pic de Calmelles, Mare de Deu del Mont, Puig Sacalm, Rocacorba, Puig Rodó, Matagalls, Montserrat, Mont Mates, Vallvidrera, o La Creu de l’Olorde, y Montjuïc, la estación más meridional de la primera de las cadenas proyectadas, ya en las afueras de Barcelona, en la que Méchain termina la medida de ángulos el 29 de octubre.

Méchain comienza entonces a determinar el azimut de uno de los lados del último triángulo de la cadena y la latitud de un punto, en el foso del castillo de Montjuic, que sería el extremo meridional del arco previsto. Tras las primeras medidas de azimut y latitud, vuelve con Gonzalez, convertido en virtual director de operaciones por parte española, y el resto de los científicos, a las estaciones del norte para concluir la medida definitiva de los ángulos entre los vértices de los triangulos establecidos.

De regreso todos los expedicionarios en Barcelona, ya en diciembre de 1792, González pasa a Mallorca con el Corzo para reconocer las montañas y alumbrar reverberos, una combinación de espejos y fuego, en sus cimas, con objeto de que Méchain comprobara si era posible la medición de un gran triángulo sobre el mar, operación nunca antes realizada.

Desde la cima del Puig Major de Mallorca, en la noche del 16 de diciembre, González enciende un reverbero orientado a Montjuic, que Méchain percibe con su telescopio pero no con los anteojos de su instrumento de medir ángulos, el círculo de Borda. No es posible la unión geodésica de las Baleares con la cadena costera catalana al norte de Barcelona, con los instrumentos de que dispone, decide Méchain. El astrónomo concluye las operaciones de determinación de la latitud de Montjuic y se prepara volver al norte, pasar a Francia y unir la cadena de triángulos española con las estaciones al otro lado de la frontera.

Pero un acontecimiento imprevisto alterará sus planes. El 21 de enero de 1793, Luís XVI es guillotinado en París y vientos de guerra se difunden entre Francia y España. El capitán general de Cataluña le permite seguir sus operaciones en tierras catalanas pero le prohibe acercarse a la frontera para que sus actividades en las cimas de las montañas no puedan interpretarse como tareas de información y espionaje.

Reducido a la inactividad, Méchain emplea su ocio realizando diversas observaciones astronómicas, como el eclipse de luna de 25 de febrero de 1793 y visitando a algunos intelectuales catalanes, mientras envía a uno de sus colaboradores de confianza, Tranchot, ingeniero geógrafo, a las montañas del sur para buscar lugares más propicios a la unión con las Baleares. Es en el curso de una de estas visitas, a la finca de un médico, posiblemente Francisco Santpons y Roca, para observar el funcionamiento de una máquina hidráulica, cuando sufre un grave accidente que lo obliga a permanecer en cama durante cinco meses.

La guerra con Francia, que se declara el 7 de marzo, seguía en su apogeo, pese a lo cual, Méchain consigue permiso para terminar las estaciones fronterizas pero no para volver a Francia, mientras Tranchot, con riesgo de su vida, cruza la frontera para preparar las estaciones de las vecinas montañas francesas que conectarían las triangulaciones de los dos países. El 3 de noviembre de 1793, las últimas medidas angulares en tierras catalanas están terminadas.

De regreso a Barcelona y ante la imposibilidad de volver a su país, impedido también de acceder al fuerte de Montjuic, zona militar en tiempo de guerra, Méchain se entretiene calculando la latitud de la terraza de su habitación en la fonda en que se albergaba, llamada la Fontana de Oro, situada en la calle Escudellers. Desde ella y mediante una pequeña cadena de triángulos geodésicos, pretendía unirla a su primer punto de observación en Montjuic y comprobar así la latitud anteriormente determinada. La discrepancia entre las dos determinaciones, de aproximadamente 3 segundos de arco, no comunicada por Méchain a la comisión que realizaría posteriormente los cálculos del meridiano, sería luego fuente de críticas a la labor del astrónomo.

A finales de 1794, el nombramiento de un nuevo capitán general más favorable, permite a Méchain abandonar Cataluña rumbo a Italia, de donde regresa a Francia. El astrónomo se detiene en Marsella, donde permanece medio año con diversas excusas. Desde allí, y sin volver a París, agitado por la revolución y el terror, se dirige a la parte francesa de los Pirineos para terminar la cadena de triángulos. En las mediciones desde las cimas del Puig de Calmelles y el Puy de la Estella, última estación en España y primera en Francia, hasta Rodez tarda casi tres años, entre constantes peticiones y reclamaciones de sus compañeros de operación que se encontraban en París. Delambre mismo, terminada la base que debía medir en Melun, cerca de París, deberá viajar al sur, para encargarse de la medición de una base de comprobación en Perpignan que, con la ya medida, constituía la pieza clave para el cálculo de la longitud de los lados de los triángulos geodésicos y su proyección sobre el meridiano.

Por fin, Méchain y Delambre se reúnen en Carcassonne y juntos regresan a París a finales de agosto de 1798 con los datos de las mediciones efectuadas entre Barcelona. y Dunkerque. En noviembre se reúnen por primera vez los delegados de los países que habían aceptado la invitación de Talleyrand, ahora ministro de asuntos exteriores de Francia, para colaborar en los cálculos y operaciones necesarias para determinar los patrones del nuevo sistema métrico, entre los que se encontraban los españoles Gabriel Ciscar y Agustín de Pedrayes. Durante seis meses se efectúan los trabajos necesarios para determinar matemáticamente la longitud de la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano de París, el metro, y los patrones de capacidad, un decímetro cúbico o litro, y peso, el peso de un decímetro cúbico de agua destilada, el kilogramo..

Por fin, el 22 de junio de 1799, el representante de Holanda, Van Swinden, lee ante todos los delegados las conclusiones finales. Tras largos cálculos y algunas componendas poco justificadas, se decide que el metro, la diezmillonésima parte del cuadrante de un meridiano terrestre, mediría 3 pies de rey, 11 líneas y 296 milésimas de línea, apenas 0,32 milímetros más corto que el metro provisional calculado en 1795. Una toesa francesa de seis pies valdría 1,9490366 metros. Una ley de 19 frimario del año 8 de la República Francesa (10 de diciembre de 1799) firmada por el primer cónsul, Napoleón Bonaparte, lo establecía para siempre. Había nacido el metro definitivo.

 

Medir el metro.

En el informe de Van Swinden, sin embargo, no se dan por cerradas las operaciones emprendidas en Cataluña. Recordando los planes de Méchain para extender las medidas hasta Cabrera, concluye su relato sobre las operaciones en la parte sur del arco de meridiano con unas palabras proféticas: "...Esperemos que circunstancias favorables permitirán ejecutar un día lo que hasta ahora no se ha podido hacer."

Tales circunstancias se darán en 1802. En las actas del Bureau des longitudes, el organismo francés encargado de la astronomía y la geodesia, del dia 31 de agosto de 1802, se recoge la noticia de que uno de sus miembros, sorprendentemente no identificado, propone continuar las operaciones geodésicas en España. Méchain, en ese momento "capitain concierge" o responsable del observatorio de París, es invitado a dar su parecer. El fruto de ello es un informe al ministro del interior, con un plan de trabajo preciso, en el que se propone llegar con la triangulación hasta Ibiza, bajando por las montañas catalanas hasta Tortosa para encontrar puntos desde los que pueda percibirse esta isla. La utilidad de la operación se defiende con argumentos matemáticos orientados a obtener una mayor exactitud en la determinación del metro, en medir el metro definitivo eliminando los artificios matemáticos a los que se había tenido que recurrir debido al imperfecto conocimiento de que se disponía sobre el achatamiento de la Tierra. Al mismo tiempo, y pese a las reticencias de otros astrónomos que preferían alguien más joven, reclama para sí el puesto de jefe de la expedición.

El 13 de octubre de 1802 recibe Méchain sus órdenes de viaje a Barcelona y las Baleares. Se solicita al rey de España su permiso y colaboración y se aportan los fondos y personal necesario. Obtenido el acuerdo del gobierno español, que nombra para acompañar a los franceses a un oficial de marina, Pascual Enrile y de nuevo a José Chaix, Méchain se dispone a viajar a Barcelona. El 5 de mayo de 1803, después de un placentero viaje, se encuentra ya en la Ciudad Condal con tres acompañantes y se dispone a cumplimentar al capitán general de Cataluña, el Conde de Santa Clara.

Si en el primer viaje todo habían sido facilidades, en este todo son demoras. El capitán general no ha recibido órdenes desde Madrid; el barco prometido, al mando del oficial Enrile, está detenido en Cartagena y el tiempo favorable para las observaciones sobre el mar, antes que los calores del verano las hagan imposibles, pasa inexorablemente. Un Méchain desesperado escribe a su embajador en Madrid para que agilice las autorizaciones de la corte y mientras, con autorización del capital general, desciende por la costa para reconocer las montañas más favorables. El 17 de agosto de 1803 observa desde Tortosa un eclipse de sol. Una tras otra va subiendo a las montañas más altas del sur de Cataluña, con la esperanza de ver desde ellas las islas.

Falto de medios para ir hasta ellas, comienza con sus colaboradores una serie de mediciones de triángulos durante los meses de septiembre y octubre de 1803. Desde el Montsià, al sur de l Ebro, pasa a Llebería, al norte de Tortosa y desde allí a San Juan, cerca de Altafulla, al Puig de la Morella, en el macizo de Garraf y, por fin, al pico de Montserrat ya utilizado, que con la estación del Mont Alegre de Matas, permitía unir esta nueva cadena de triángulos con la medida en 1792.

Mientras tanto, el barco de Enrile, que se acercaba a Barcelona, es desviado a Menorca para guardar una cuarentena ante el temor de que hubiese entrado en contacto con otros barcos infestados de fiebre amarilla. Méchain intenta sin éxito conseguir otro barco. Chaix, cansado y reclamado por asuntos en Madrid, lo abandona y el astrónomo francés acepta la colaboración de un profesor de matemáticas barcelonés, el P. Agustin Canellas, de quien luego se quejará amargamente, y de un noble valenciano, astrónomo aficionado, el barón de la Puebla Tornesa.

Reducido a la inacción, Méchain decide proseguir hacia el sur, hacia el Reino de Valencia, para determinar si desde sus montañas es más fácil la visión de las islas. Con el barón de la Puebla Tornesa sube a una de sus propiedades, el macizo del Desierto de las Palmas, al norte de Castellón, desde el que se ve a menudo Ibiza. Con el Barón descansa en su casas solariegas de Puebla Tornesa y Castellón hasta que se le comunica la disposición de otro barco. Vuelve a Barcelona y el 8 de enero de 1804 embarca hacia Ibiza, a donde consigue llegar, tras una azarosa travesía llena de aventuras, el día 15.

Al subir a las montañas de Ibiza comprueba la dificultad de ver la costa catalana. Dos planes se le presentan: unir las islas a través de Mallorca, con un gran triángulo apoyado en los vértices del Montsiá, Desierto de las Palmas y Puig Major y, desde allí trazar una triangulación interna de las islas, o bien a través de Ibiza, descendiendo todavía más hacia el sur por la costa valenciana, llegando hasta Cullera o incluso el Montgó, cerca de Denia. Pasa a Mallorca, sube al Puig Major, que él llama Silla Torrellas y que entonces se conocía como Sella de Son Torrellas y se decide. Uniría Mallorca con los picos del Desierto, Montsià y el Puig de la Morella, mediría una base de comprobación en Mallorca y realizaría una triangulación interna de las islas para llegar a Ibiza y Cabrera, apoyándose en la montaña de Los Masons y en una colina de esta pequeña isla.

En este momento le llegan las respuestas a las repetidas cartas que había enviado a París contando sus planes. El Bureau des longitudes le ordena unir la cadena costera con las islas a través de Ibiza y Cullera, midiendo una base en un lugar conveniente cerca de esta última población.

Un Méchain agotado no osa contradecir a sus compañeros de París. Se embarca hacia Valencia, a donde llega a fines de abril de 1804 para alojarse en la casa valenciana del Barón de la Puebla Tornesa, con el que descansa, realiza mediciones astronómicas, como la determinación de la latitud del Miguelete, la torre de la catedral de Valencia, y busca un lugar idóneo en la Albufera, un lago entre Valencia y Cullera, y en las marismas del Puig de Santa María, al norte de Valencia, para medir su base. Tras ello, recorre de nuevo las montañas valencianas, La Casueleta, al este de Cullera, un pico en la Sierra de Espadán, el Desierto, la muela de Ares, sobre esta población del maestrazgo, la peña de Bel, junto a Rossell y La Sénia, el Mont Caro, junto a Tortosa y el Pic de Llebería.

Decididas las estaciones de su cadena, vuelve a Cullera para empezar a medir, descubriendo que desde el lugar más alto de la montaña junto a la población era extremadamente dificil ver claramente las montañas de Ibiza. Comienza a medir la cadena costera y pasa a La Casueleta, al Puig de Santa María, donde al parecer es contagiado de paludismo por los mosquitos de las marismas y a la sierra de Espadán. En Espadán enferma, se agrava su estado y finalmente es bajado a Castellón, a la casa del Barón de la Puebla Tornesa, en la actual plaza de Cardona Vives, donde muere, entre los brazos de este, el 20 de septiembre de 1804. Una de las glorias de la astronomía francesa es enterrada en el cementerio de Castellón. Un viaje científico convertido en impresionante y desgraciada aventura, termina. Sus ayudantes vuelven a Francia con la mayor parte de los instrumentos y los cuadernos de notas de Méchain, dejando otros en previsión de una posible reanudación de los tan trágicamente interrumpidos trabajos.

Un proyecto científico.

Si en 1802 todavía podía tener algún interés comprobar la exactitud del metro, en 1806 este problema es ya irrelevante. Los problemas del metro son más de implantación que de exactitud. El mundo científico había ya asimilado la lección de que la Tierra no es un elipsoide perfecto, de que todos los meridianos no eran iguales y de que el metro legal era meramente una distancia entre dos rayas.

El problema científico más actual en la época, pues, era más el de tener buenas mediciones de arcos sobre la Tierra que de ajustar todavía más exactamente el valor del metro. En este ambiente, Laplace, el científico más influyente de Francia, solicita directamente al emperador Napoleón la continuación de las medidas de Méchain en Cataluña, Valencia y las Baleares, para prolongar el meridiano de París.

Naturalmente bien acogida la propuesta, se designa a Jean Baptiste Biot, científico ya reconocido, y a un jovencísimo secretario del observatorio de París, François Arago, natural de Estagel, en el Rosellón, y de habla catalana, para continuar los trabajos de Méchain. El 20 de septiembre de 1806, justo dos años después de la muerte de Méchain, llegan a Barcelona, acompañados por un matemático español asignado a la operación y que se encontraba en París, José Rodriguez González, se entrevistan con el Conde de Santa Clara, reciben sus permisos y continúan hacia Tarragona y Valencia.

En Valencia se reúnen con José Chaix, de nuevo asignado a la operación del meridiano y durante casi dos años recorrerán las montañas del sur de Cataluña, Valencia y Baleares en otra interesante aventura científica y humana que Arago contará, al final de su vida, en su Historia de mi juventud. El fruto de la aventura sería la efectiva prolongación del meridiano de París desde Barcelona a la isla de Formentera, la comprobación de que el valor del metro deducido del nuevo arco apenas variaría en dos milésimas de milímetro y un proyecto que tardaría tres cuartos de siglo en realizarse: la prolongación del meridiano hasta las costas de Argelia.

Barcelona, Montjuic, las montañas catalanas, valencianas y baleares y muchos de sus lugares más característicos, entran así a formar parte de la historia del metro, aunque para muchos catalanes el único recuerdo de estas fantásticas aventuras lo constituyen los nombres de dos calles, la avenida Meridiana y el Paralelo, que tantos transitan sin saber que su historia está tan ligada a la del metro que usan en su taller de bricolaje.