Cumbres borrascosas

Emily Brontë (1847)


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CAPÍTULO PRIMERO

He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros.

Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

-¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

-Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.

-Puesto que la casa es mía -respondió apartándose de mí- no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.

Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:

-¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!

Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él.

Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado.

José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.

A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes guardacantones.

Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como instándome a que entrase de una vez o me marchara.

Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.

En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.

Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.

Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.

Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.

Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.

Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello.

Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural.

-Déjela -dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está hecha a caricias ni se la tiene para eso.

Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:

-¡José!

José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca.

Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejército canino. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la lumbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.

Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.

-¿Qué diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.

-De diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres.

-Nunca se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de vino?

-No, gracias.

-¿Le han mordido?

-En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.

-Vaya, vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino.

En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen.

¡Ea, a su salud!

Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi

...

CAPÍTULO III

Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades.

En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.

Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa.

Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff » o «Catalina Linton».

Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton ... » Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su letra.

«¡Qué domingo tan malo! -decía uno de los párrafos--. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí ... !

Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos a hacerlo...

»En todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer permanecían abajo sentados junto a la lumbre -estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias- a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron que cogiésemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la desfachatez de decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las tardes de los domingos nos dejan jugar pero cualquier pequeñez, una simple risa, es motivo para que nos pongan castigados en un rincón oscuro.

» “Os olvidáis de que aquí hay un jefe -suele decir el tirano-. Al que me saque de mis casillas, le aplasto.

Quiero seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca: tírale de los pelos; le he oído castañetear los dedos”. Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos acomodamos, como Dios nos dio a entender, en el hueco que forma el aparador. Colgué nuestros delantales ante nosotros como si fueran una cortina, pero apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y pegándome una bofetada, sermoneó:

» “El amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos, que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.”

»Mientras nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera que un rayo de la claridad del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar tal ocupación que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.

» “¡Señor Hindley, mire! -gritó José-. La señorita Catalina ha roto las tapas de La armadura de salvación y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de El camino de perdición. No es posible dejarles seguir siendo así. ¡Oh! El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. ¡Pero cómo nos falta!”

»Hindley se lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos echó a la cocina. Allí José nos aseguró que el diablo vendría a buscarnos con toda certeza y nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante, y abrí un poco la puerta para tener luz y poder escribir, pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del diablo se ha realizado, y entretanto nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del viento y de la lluvia.»

El plan de Catalina debió realizarse, porque el siguiente comentario variaba de tema, y adquiría tono de lamentación.

«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni ponerla sobre la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le deja comer con nosotros ni siquiera sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde.»

Yo me sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo con florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los Setenta y uno.

Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough.» Y me dormí meditando maquínalmente en lo que diría el reverendo pastor sobre el tema.

Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la mañana y que regresaba a mi casa guiado por José. El camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo suponer que me fuera necesaria para entrar en casa semejante cosa. De improviso una idea me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre Branderham sobre los «Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser sacados a pública vergüenza y privados de la comunión de los fieles.

Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una hondonada entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora, mas hay pocos clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin vislumbre alguno, por ende, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su pastor con la adición de un solo penique. Mas en mi sueño una abundante concurrencia escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir es de dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera  podido figurármelos jamás.

¡Oh, qué pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas, y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al  «primero de los setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre -exclamé-: sentado entre estas cuatro paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena divisiones de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme, y setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar. Una vez más es excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni indicios de su existencia!»

«Tú eres el réprobo -gritó Jabes, después de un silencio solemne-: Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos: ejecutad en él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»

Emitida esta orden, los concurrentes enarbolaron sus báculas de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote.

Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban unos a otros y el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham asestaba fuertes puñetazos en el borde del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme.

Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana cada vez que la agitaba el viento.

Volví a dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.

Recordé que descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba soldada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para separar la molesta rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecíta helada. Me poseyó un intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba mientras una voz insistía:

-¡Déjame entrar, déjame entrar!

-¿Quién eres? -pregunté pugnando por soltarme.

-Catalina Linton -contestó, temblorosa-. Me había perdido en los pantanos y vuelvo ahora a casa.

Sin saber por qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que había leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré, y divisé el rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo obrar cruelmente, y al no lograr desasirme de la niña, apreté los puños contra el corte del cristal hasta que la sangre brotó y empapó las sábanas. Pero ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!», y me oprimía la mano.

Mi espanto llegaba al colmo.

-¿Cómo voy a dejarte entrar -dije, por fin- si no me sueltas la mano?

El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila de libros, y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa súplica. Pasé así unos quince minutos, pero en cuanto volvía a atender, percibía idéntica súplica.

-¡Vete! -exclamé-. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte años seguidos!

-Veinte años han pasado -murmuró-. Veinte años han pasado desde que me perdí.

Y empujó levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un grito.

Aquel grito no había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la abrió, y por las aberturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama, sudoroso, estremecido aún de miedo.

El que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo en el tono de quien no espera recibir contestación:

-¿Hay alguien ahí ?

Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario revelarle mi presencia, ya que, si no, buscaría y acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré mucho en poder olvidar el efecto que mi acción produjo en él.

Heathcliff se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su cara estaba blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla.

-Soy Lockwood -dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo-. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado.

-¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al... -empezó él-. ¿Quién le ha traído a esta habitación? -continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía-. ¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.

-Su criada Zillah -contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas-. Haga con ella lo que le parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en efecto está embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta habitación.

-¿Qué quiere usted decir y qué está usted haciendo? -replicó Heathcliff-. Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene justificación posible, a no ser que le estuvieran desollando vivo.

-Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado -le respondí-. No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡buena pieza debía estar hecha! Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que sin duda es justo castigo de sus maldades...

En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía, pero, como si no me diese cuenta de haberla cometido, continué:

-El caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes», pero me corregí, y continué-: repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, para ver si me dormía.

¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -barbotó Heathcliff-. ¿Se habrá vuelto loco cuando me habla así?

Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome, pero me pareció tan conmovido, que sentí compasión de él, y proseguí contándole mi sueño, y le aseguré que jamás había oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a corporeizarse al dormirme.

Entretanto que me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por lo sofocado de su respiración, luchaba para reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome, y dije:

-No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable.

Verdad es que sólo debían ser las ocho cuando nos acostamos.

-En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replico mi casero, reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo-. Acuéstese -añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al diablo mi sueño.

-A mí me pasa lo mismo -contesté-. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca, y después me iré. No tema una nueva intrusión de mi parte. La muestra de hoy me ha quitado las ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo mismo.

-¡Magnífica compañía! -murmuró Heathcliff-. Coja la vela y váyase adonde quiera. Me reuniré con usted enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón porque Juno está allí de vigilancia.

De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo me reuniré con usted dentro de dos minutos.

Obedecí, y me alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no sabía adonde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico al parecer como aquel personaje.

Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras rompía a llorar.

-¡Oh, Catalina! -decía-, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada de mi corazón, ven, ven al fin!

Pero el fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y extinguieron la luz.

Tan dolorosa congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el haberle escuchado, y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera, por razones a que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me saludó con un quejumbroso maullido.

Dos bancos semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos cuando un intruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía conducir a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo había encendido, expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a cargar de tabaco una pipa que medía tres pulgadas de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una desvergüenza tal que no merecía ni comentarios siquiera.

En absoluto mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levanto, suspiro, y se fue tan gravemente como había llegado.

Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la boca para saludar, la cerré de nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras se afanaba en un rincón en busca de una azada para quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí, como al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que estaba disponiéndose a salir, abandoné mi duro lecho y me apresté a seguirle. Él lo notó y con el mango de la azada me señaló una puerta que comunicaba con el salón. Las mujeres estaban en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebida en la lectura, que sólo interrumpía de vez en cuando para reprender a la cocinera si hacía salir chispas sobre ella, o para separar a alguno de los perros que a veces la rozaba con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al parecer, concluyendo entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía su tarea y suspiraba.

-En cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff pronunció una palabra intranscribible dirigiéndose a su nuera- ya veo que continúas con tus odiosas mañas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme. por la desgracia de estar viéndote siempre ... ! ¿Me oyes, maldita bruta?

-Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no -respondió la joven cerrando el libro y tirándolo sobre una silla-. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo lo que me parezca bien. 

Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí permaneció callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que me hicieron de que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora, salí al aire libre, que estaba frío y despejado como el hielo.

Heathcliff me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresion que yo guardaba de la contextura del suelo no respondía en nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo del camino y blanqueadas con cal, para que sirviesen de referencia en la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo saliese del camino sin notarlo.

Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me extraviaría, y con una simple inclinación de cabeza nos despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos millas que me quedaba por andar hasta la granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que erré el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en nieve hasta la cintura.

Era mediodía cuando llegué a mi casa.

El ama de llaves y sus satélites acudieron con alborozo a recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconseje que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí dificultosamente la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor, y luego me instalé en el despacho, tal vez apartado en exceso del buen fuego y el confortante café que el ama de llaves me preparó.

....


CAPÍTULO IV

El ser humano es tornadizo como una veleta. Yo, que había resuelto mantenerme al margen de toda sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a un sitio donde mis propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar bandera después de aburrirme mortalmente durante toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un momento con el propósito de entablar con ella una plática que me animase o me acabara de aburrir.

-Usted vive aquí hace mucho tiempo -empecé-. Me dijo que dieciséis años, ¿no?

-Dieciocho, señor. Vine al servicio de la señora, cuando se casó. Al faltar la señora, el señor me dejó de ama de llaves.

-¡Ah!

Hubo una pausa. Pensé que le gustaban los comadreos.

Pero, al cabo de algunos instantes, exclamó poniendo las manos sobre las rodillas, mientras una expresión meditativa se pintaba en su rostro:

-Los tiempos han cambiado mucho desde entonces. 

-Claro -dije-. Habrá asistido usted a muchas modificaciones...

-Y a muchas tristezas.

«Procuraremos que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero -pensé-. ¡Debe ser un tema entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me parece lo más probable, ya que aquel grosero indígena no la reconoce como de su raza.»

Y con esta intención, pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff alquilaba la «Granja de los Tordos», reservándose una residencia mucho peor.

-¿Acaso no es bastante rico? -Interrogué.

-¡Rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo bastante rico para vivir en una casa aún mejor que ésta, pero es... muy ahorrativo... En cuanto ha oído hablar de un buen inquilino para la «Granja», no ha querido desaprovechar la ocasión de hacerse con unos cuantos de cientos de libras más. No comprendo que se sea tan codicioso cuando se está solo en la vida.

-¿No tuvo un hijo?

-Sí, pero murió.

-Y la señora Heathcliff, aquella muchacha, ¿es la viuda?

-Sí.

-¿De dónde es?

-¡Es la hija de mi difunto amo ... ! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí, para estar juntas otra vez.

-¿Catalina Linton? -exclamé asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la Catalina Linton de la habitación en que dormí-. ¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba Linton?

-Sí, señor.

-¿Y quién es ese Hareton Eamshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes?

-Hareton es sobrino de la difunta Catalina Linton.

-¿Primo de la joven, entonces.

-Sí. El marido de ella era tambien primo suyo. Uno por parte de madre, otro por parte de padre.

Heathcliff estuvo casado con la hermana del señor Linton.

-En la puerta principal de «Cumbres Borrascosas» he visto una inscripcion que dice: «Earnshaw, 15OO».

Así que supongo que se trata de una familia antigua...

-Muy antigua, señor. Hareton es su último descendiente, y Catalina la última de nosotros... quiero decir, de los Linton... ¿Ha estado usted en «Cumbres Borrascosas»? Perdone la curiosidad, pero quisiera saber cómo ha encontrado a la señora.

-La señora Heathcliff me pareció muy bonita, pero creo sinceramente que no vive muy contenta.

-¡Oh, Dios mío, no es de extrañar! Y ¿que opina usted del amo?

-Me parece un tipo bastante áspero, señora Dean.

-Es áspero como el filo de una sierra, y duro como el pedernal.

-Debe haber tenido una vida muy accidentada para haberse vuelto de ese modo... ¿Sabe usted su historia?

-La conozco toda, excepto quienes fueran sus padres y dónde ganó su primer dinero. A Hareton le han dejado sin nada... El pobre chico es el único de la parroquia que ignora la estafa que ha sufrido.

-Vaya, señora Dean, pues haría usted una buena obra si me contara algo sobre esos vecinos. Si me acuesto, no podré dormir. Así siéntese usted y charlaremos una hora...

-¡Oh, sí, señorl Precisamente tengo unas cosas que coser. Me sentaré todo el tiempo que usted quiera.

Pero está usted tiritando de frío y es necesario que le prepare algo para reaccionar.

Y la buena señora salió apresuradamente. Me acomodé al lado de la lumbre. Tenía la cabeza ardiendo y el resto del cuerpo helado. Estaba excitado y sentía los nervios tensísimos. No dejaba de inquietarme el pensar en las consecuencias que pudieran tener para mi salud los incidentes de aquella visita a «Cumbres Borrascosas».

El ama de llaves volvió enseguida, trayendo un tazón humeante y un costurero. Colocó la vasija en la repisa de la chimenea y se sentó, con aire de satisfacción, motivada sin duda por hallar un señor tan partidario de la confianza.

Antes de instalarme aquí -comenzó, sin esperar que yo volviese a invitarla a contarme la historia-, residí casi siempre en «Cumbres Borrascosas». Mi madre había criado a Hindley Earnshaw, el padre de Hareton,

y yo solía jugar con los niños. Andaba por toda la finca, ayudaba a las faenas y hacía los recados que me ordenaban. Una hermosa mañana de verano -recuerdo que era a punto de comenzar la siega- el señor Earnshaw, el amo antiguo, bajó la escalera con su ropa de viaje, dio instrucciones a José sobre las tareas del día, y dirigiéndose a Hindley, a Catalina y a mí, que desayunábamos juntos, preguntó a su hijo:

-¿Qué quieres que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo que quieras, con tal de que no abulte mucho, porque tengo que ir y volver a pie, y son sesenta millas de caminata...

Hindley le pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía todavía seis años ya sabía montar todos los caballos de la cuadra, le pidió un látigo. A mí, el señor me prometió traerme peras y manzanas. Era bueno, aunque algo severo.

Luego besó a los niños, y se fue.

En los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no hacía más que preguntar por su padre. La noche del tercer día, la señora esperaba que su marido llegase a tiempo para la cena, y fue aplazándola horas y horas. Los niños acabaron cansándose de ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora quería acostar a los pequeños y ellos le rogaban que les dejara esperar. A las once, el señor apareció por fin. Se dejo caer en una silla, diciendo entre risas y quejas, que no volvería a hacer una caminata así por todo cuanto había en los tres reinos de la Gran Bretaña.

-Creí que reventaba -añadió, abriendo su gabán-. Mira lo que traigo aquí, mujer. No he llevado en mi vida peso más grande: acógelo como un don que nos envía Dios, aunque, por lo negro que es, parece más bien un enviado del demonio.

Le rodeamos, y por encima de la cabeza de Catalina pude distinguir un sucio y andrajoso niño de cabellos negros. Aunque era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que parecía mayor que Catalina, cuando le pusimos en pie en medio de todos, permaneció inmóvil mirándonos con turbación y hablando en una jerga ininteligible. Nos dio miedo, y la señora quería echarle de casa. Luego preguntó al amo que cómo se le había ocurrido traer a aquel gitanito, cuando ellos ya tenían hijos propios que cuidar. ¿Qué significaba aquello? ¿Se había vuelto loco? El señor intentó explicar lo sucedido, pero como estaba tan fatigado y ella no dejaba de reprenderle, yo no saqué en limpio sino que el amo había encontrado al chiquillo hambriento y sin hogar ni familia en las calles de Liverpool, y había resuelto recogerlo y traerlo consigo. La señora acabó calmándose y el señor Earnshaw me mandó lavarle, ponerle ropa limpia y acostarle en el cuarto de sus niños.

Hindley y Catalina estuvieron escuchando hasta que la tranquilidad se restableció. Y entonces empezaron a buscar en los bolsillos de su padre los prometidos regalos. Hindley era ya un rapaz de catorce años, pero cuando encontró en uno de los bolsillos los restos de lo que había sido un violín, rompió a llorar, y Catalina, al oír que su padre había perdido el látigo que le traía por atender al intruso, demostró su contrariedad escupiendo al chiquillo y haciéndole burla. La ocurrencia le valió un bofetón de su padre. Los hermanos se negaron en absoluto a admitirle en sus lechos, y a mí no se me ocurrió cosa mejor que dejarle en el rellano de la escalera, esperando que se marchase al llegar la mañana. Bien porque oyese sonar la voz del señor, o por lo que fuera, el chico se dirigió a la habitación del amo, y éste, al averiguar cómo había llegado allí, y saber dónde yo le había dejado, castigó mi inhumanidad echándome a la calle.

Así se introdujo Heathcliff en la familia. Yo volví a la casa días después, ya que mi expulsión no llegó a ser definitiva, y encontré que habían dado al intruso el nombre de Heathcliff, que era el de un niño de los amos que había muerto muy pequeño. Desde entonces, ese «Heathcliff» le sirvió de nombre y de apellido.

Catalina y él hicieron muy buenas migas, pero Hindley le odiaba y yo también. Ambos le maltratábamos mucho, y la señora no intervino nunca para protegerle.

Él se comportaba como un niño torvo y paciente. Quizá estuviera acostumbrado a sufrir malos tratos.

Aguantaba sin parpadear los golpes de Hindley y no vertía ni una lágrima. Si yo le pellizcaba, no hacia más que suspirar profundamente, como si se hubiese hecho daño él solo, por casualidad. Cuando descubrió el señor Earnshaw que su hijo maltrataba al pobre huérfano, como él le llamaba, se enfureció. Profesaba a Heathcliff un sorprendente afecto (más incluso que a Catalina, que era muy traviesa), y creía cuanto él le decía, aunque, desde luego, en lo referente a las persecuciones de que era objeto, no llegaba a contar todas las que sufría.

De manera que, desde el principio, Heathcliff sembró en la casa semillas de discordia. Cuando dos años más tarde murió la señora, Hindley consideraba a su padre como un tirano y a Heathcliff como a un intruso que le había robado el afecto paternal y sus derechos de hijo. Yo compartía sus opiniones, pero cuando los niños enfermaron del sarampión, modifiqué mis sentimientos. Tuve que cuidar a todos los chiquillos, y Heathcliff, mientras estuvo grave, quería tenerme siempre a su lado. Debía pensar que yo era muy buena para él, sin comprender que no hacía más que cumplir con mi obligación. Hay que reconocer que era el niño más pacífico que haya atendido jamás una enfermera. Mientras Catalina y su hermano me importunaban continuamente, él era manso como un cordero, quizá ello se debía más a la costumbre de sufrir que a buenos instintos.

Cuando se curó y el médico aseguró que ello en parte era consecuencia de mis cuidados, me sentí agradecida hacia quien me había hecho merecer tales alabanzas. Así perdió Hindley la aliada que tenía en mí. Sin embargo, mi afecto por Heathcliff no era ciego, y frecuentemente me preguntaba para mis adentros qué sería lo que el amo podría ver en aquel niño que, a lo que recuerdo, nunca recompensó a su protector con expresión alguna de gratitud. No es que obrase mal con el amo, sino que demostraba indiferencia, aunque bien sabía que bastaba una frase suya para que toda la casa hubiera de plegarse a sus deseos.

Recuerdo, por ejemplo, una ocasión en que el señor Earnshaw compró dos potros en la feria del pueblo y regaló uno a cada muchacho. Heathcliff eligió el más hermoso, pero habiendo notado al poco tiempo que cojeaba, dijo a Hindley:

-Tienes que cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me agrada. Si no lo quieres hacer, le contaré a tu padre que me has dado esta semana tres palizas y le enseñaré mi brazo, que está amoratado hasta junto al hombro.

Hindley se burló de él y le dio de bofetadas.

-Lo mejor es que hagas enseguida lo que te digo -continuó Heathcliff, saliendo al portal desde la cuadra,

donde estaban-. ¡Ya sabes que si hablo a tu padre, recibirás estos golpes y muchos más!

-¡Largo de aquí, perro! -gritó Hindley amenazándole con una pesa de hierro que se empleaba para pesar patatas.

-Atrévete a tirármela -le desafió Heathcliff deteniéndose -. Ya diré que te has vanagloriado de que me echarías a la calle en cuanto tu padre se muera, y veremos si entonces no eres tú el que sales de esta casa hoy mismo.

Hindley le tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho. Cayó al suelo, pero se levantó enseguida, pálido y tambaleándose. A no habérselo yo impedido, hubiera ido enseguida a presentarse al amo, para acusar a Hindley.

-Coge mi caballo, gitano -rugió entonces el joven Earnshaw-, y ¡ojalá te mates con él! ¡Tómalo y maldito seas, miserable intruso! Anda y arranca a mi padre cuanto tiene, y demuéstrale quién eres después de que lo hagas, engendro de Satanás. ¡Tómalo, y así te rompa la cabeza a patadas!

Heathcliff se acercó al animal y se puso a desatarlo para cambiarlo de sitio. Hindley, al terminar de hablar, le derribó de un golpe entre las pezuñas del caballo, y sin detenerse a ver si sus maldiciones se cumplían, salió corriendo. Me asombró la serenidad con que el niño se levantó, y realizó sus intenciones, cambiando, antes que nada, los arreos de las caballerías, después de lo cual se sentó en un haz de heno, para dejar que le pasara el efecto del golpetazo recibido, antes de volver a entrar en la casa. No me fue difícil convencerle de que atribuyese al caballo la culpa de sus contusiones. Él había conseguido lo que deseaba, y lo demás le importaba poco. Como rara vez se quejaba de los malos tratos que sufría, yo pensaba que no era rencoroso, pero pronto verá usted que me engañaba.

...


CAPÍTULO VI

Cuando Hindley acudió a las exequias de su padre, traía una mujer con él, lo que asombró a todos los vecinos. Nunca nos dijo quién era su esposa ni dónde había nacido. Debía carecer de fortuna y de nombre distinguido, porque Hindley hubiese anunciado a su padre su casamiento en caso contrario.

La recién llegada no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía allí, excepto lo atañente al entierro. Viéndola como obraba durante la ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó, temblando, y apretando los puños. No hacía más que repetir:

-¿Se han ido ya?

Y empezó a explicar como una histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le pregunté que qué le pasaba, y me contestó que temía morir. Me pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como dos diamantes.

Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía de vez en cuando, pero yo no sabía lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además, simpatía alguna hacia ella. En esta tierra simpatizamos poco con los que vienen de fuera, a no ser que ellos nos muestren simpatía primero.

Hindley parecía otro. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un modo muy diferente. El mismo día que llegó, nos dijo a José y a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior, empapelándola y acondicionándola, pero tanto le gustó a su mujer el salón con su suelo blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus platos, y tanto la satisfizo el desahogo de que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar aquella habitación como gabinete.

Los primeros días, la mujer de Hindley se manifestó satisfecha de ver a su cuñada. Andaba con ella por la casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios, pero pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus muestras de cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo instalar en compañía de los criados y le mandó que se aplicase a las mismas faenas agrícolas que los otros mozos.

Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban creciendo en un abandono completo, y el joven amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal de que no le estorbaran. Ni siquiera se ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y José o el cura le censuraban su descuido, se limitaba a mandar que pegasen a Heathcliff y que castigasen sin comer a Catalina. Ellos no conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y cuando se les castigaba por hacerlo lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los aprendiera de memoria, y aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los muchachos lo olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez a solas, viéndolos hacerse más traviesos cada día, pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el poco influjo que aún conservaba sobre las pobres criaturas. Un domingo por la tarde, les hicieron salir del salón en virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarles no les encontré. Registramos la casa, el patio y el establo sin hallar huella de ellos. Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y prohibió que nadie les abriese si volvían por la noche. Todos se acostaron, menos yo, que me quedé en la ventana, aunque llovía, con objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del amo.

No tardé en oír pisadas y vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza y me apresuré a salir, a fin de que no llamasen y despertaran al señor. El recién llegado era Heathcliff, y el corazón me dio un salto al verle solo.

-¿Dónde está la señorita? -grité con impaciencia-. Espero que no le haya pasado nada.

-Está en la «Granja de los Tordos» -repuso- y allí estaría yo también si hubiesen tenido la atención de decirme que me quedase.

-Bueno -le dije-, pues ya pagarás las consecuencias. No pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais que hacer en la «Granja de los Tordos»?

-Déjame cambiarme de ropa, y ya te lo contaré, Elena.

Le recomendé que procurara no despertar a Hindley y mientras yo esperaba a que se desnudase para apagar la vela, me explicó:

-Catalina y yo salimos del lavadero pensando en dar unas cuantas vueltas a nuestro gusto. Luego, vimos las luces de la «Granja», y se nos ocurrio ir a ver si los niños de los Linton se pasan los domingos escondidos en los rincones y temblando, mientras sus padres comen, beben, ríen, cantan y se queman las pestañas junto a la lumbre. ¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les dice sermones, les enseña catecismo y les manda aprenderse de memoria una lista de nombres de la Sagrada Escritura, si no contestan bien?

-No lo creo -respondí-, porque son niños buenos, y no merecen el trato que recibís vosotros por lo mal que os portáis.

-¡Bah, bah! -replicó-. Fuimos corriendo desde las «Cumbres» hasta el parque, sin pararnos. Catalina llegó rendida, porque iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el seto, subimos a tientas el sendero, y nos subimos a una maceta bajo la ventana del salón. No habían cerrado las maderas, las cortinas estaban sólo a medio echar, y una espléndida luz salía a través de los cristales. Nos pusimos en pie, y sujetándonos al antepecho de la ventana, vimos una magnífica habitación con una alfombra carmesí. El techo era blanco como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal, suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz de muchas velas pequeñitas. Los viejos Linton no estaban allí, y Eduardo y su hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no iban a ser felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en la gloria. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían esos niños buenos que tú dices. Isabel -que me parece que tiene once años, uno menos que Catalina- estaba en un rincón, gritando como si las brujas la pinchasen con alfileres calientes. Eduardo estaba junto a la chimenea llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se dirigían uno a otro y por las quejas del animal. ¡Vaya unos tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos tibios! Y en aquel momento lloraban porque, después de pegarse para cogerlo, ya no lo querían ninguno de los dos. Nosotros nos moríamos de risa viendo aquello. ¿Cuándo me has visto a mí querer lo que quiere Catalina? ¿Acaso alguna vez, cuando estamos solos, nos has visto chillar y llorar, y revolcarnos, cada uno en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida que hace Eduardo Linton en la «Granja de los Tordos» por la que hago yo aquí, ni aunque me diese la satisfacción de poder tirar a José desde lo alto del tejado y de pintar las paredes de la casa con la sangre de Hindley!

-¡Cállate, cállate! -le interrumpí---. Y, ¿cómo se ha quedado allí Catalina?

-Como te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron y se precipitaron a la puerta veloces como flechas. Hubo un momento de silencio y después gritaron: «¡Papá, mamá, venid! ¡Ay! ¡Ay!» Creo que era algo así lo que gritaban. Hicimos entonces un ruido espantoso para asustarles más aún, y luego nos soltamos de la ventana y echamos a correr, porque oímos que alguien procuraba abrirla. Yo llevaba a Catalina de la mano, y le decía que se apresurase, cuando de pronto cayó al suelo. «¡Corre, Heathcliff! -me dijo-. Han soltado al perro, y me ha agarrado.» El animal la había cogido por el tobillo. Le oí gruñir.

Catalina no gritó. Le había parecido despreciable gritar aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo. Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones que habría bastante con ellas para espantar a todos los diablos del infierno. Luego cogí una piedra, y la metí en la boca del animal tratando furiosamente de introducírsela en la garganta. Salió un animal de criado con un farol y gritó: «¡Sujeta fuerte, Espía, sujeta fuerte!» Pero cuando vio en que situación se hallaba el perro, cambió de tono. El animal tenía un palmo de lengua fuera de la boca y sangraba a borbotones por el hocico. El hombre cogió a Catalina, que estaba medio desvanecida, no de miedo, sino de disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase de insultos y amenazas de vengarme.

»-¿A quién habéis capturado, Roberto? -preguntó Linton desde la puerta.

»-El perro ha cogido a una niña, señor -repuso el criado- y aquí hay también un rapaz que me parece que no tiene desperdicio -añadió sujetándome-. Seguramente los ladrones se proponían hacerles entrar por la ventana para que abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos, y poder así asesinarnos impunemente.

¡Calla la lengua, maldito ladronzuelo! Esta hazaña te costará la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.

»-No la suelto, Roberto -contestó el viejo mentecato-. Los bandidos habrán logrado enterarse de que ayer fue día de cobro y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que los recibiremos bien! Juan: echa la cadena. Eugenia: dale agua al perro. ¡Han venido a meterse en la boca del lobo! ¡Y en domingo nada menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño, no temas. Pero tiene tan mala facha, que se haría un bien a la sociedad ahorcándole antes de que realice los crímenes que ha de cometer a juzgar por su jeta.

»-¡Qué horrible! Enciérrale en el sótano, papá. Se parece al hijo de la gitana que me robó mi faisancito

domesticado. ¿Verdad, Eduardo?

»Mientras me miraban, apareció Catalina, y se rió al oír a Isabel. Eduardo Linton, después de contemplarla fijamente, llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos hemos encontrado en la iglesia.

»-¡Es Catalina Earnshaw! -aseguró-. Y mira cómo le sangra el pie, mamá.

»-No digas necedades. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un gitano! ¡Oh, y sin embargo lleva luto!

Pues es ella. ¡Y pensar que podría quedar coja para siempre!

»-¡Qué descuido tan increíble tiene su hermano! -exclamó el señor Linton, volviéndose hacia Catalina-.

Verdad es que he sabido por el padre Shielder que no se ocupan para nada de su educación. ¿Y éste?

¿Quién es éste? ¡Ah, ya: es aquel chicuelo vagabundo que el difunto Earnshaw trajo de Liverpool!

»-De todos modos, es un niño malo, que no debía vivir en una casa distinguida -afirmó la vieja-. ¿Oíste cómo hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído.

»Volví a maldecirles cuanto pude -no te enfades, Elena y entonces mandaron a Roberto que me echase fuera. No quise irme sin Catalina, pero él me llevó a la fuerza al jardín, me entregó un farol, me dijo que iba a hablar al señor Earnshaw de mi comportamiento, y, después de ordenarme que me marchara, atrancó la puerta.

»Viendo que las cortinas seguían descorridas, volví adonde antes habíamos estado, proponiéndome romper todos los cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se lo permitían. Pero ella estaba sentada tranquilamente en el sofá, y la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada, que habíamos cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que reprendiéndola. Como era una señorita la trataban de otra forma que a mí. La criada llevó una palangana de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el señor Linton le ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía en el regazo un plato con tortas y Eduardo permanecía silencioso a poca distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas zapatillas que le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así la he dejado, lo más alegre que te puedes imaginar, repartiendo los dulces con Espía y con el perro pequeño, y a veces haciéndoles cosquillas en el hocico. Todos estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil veces más que ellos y que cualquier otra persona. ¿No es cierto?

-Ya verás como esto trae malos resultados, Heathcliff -le contesté, abrigándole y apagando la luz-. Eres incorregible. El señor Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, no lo dudes.

Mis palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. El lance enfureció a Earnshaw. Además, al día siguiente el señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal chaparrón sobre su modo de educar a los niños, que Hindley se consideró obligado a poner a raya a Heathcliff. No dispuso que le pegaran, pero le comunicó que a la primera palabra que dirigiera a Catalina, le echarían a la calle. La señora Earnshaw aseguró que cuando Catalina volviese a casa la haría cambiar de modo de ser empleando la persuasión. De otra forma hubiera sido imposible.

...


CAPÍTULO IX

En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba.

-¡Al fin la hallo! -clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro-. ¡Por el cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa: acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo.

-Vaya, señor Hindley -contesté-, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar aren-ques.

Más vale que me pegue un tiro, si quiere.

-¡Quiero que te vayas al diablo! -contestó-. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca!

Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo tragaría.

-¡Diablo! -exclamó, soltándome de pronto-. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton.

Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas, constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño... ¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper el cráneo...

Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.

-¿Quién va? -preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera.

Reconocí las pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacío.

No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazón mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado.

-Tú tienes la culpa -me dijo-. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño?

-¿Daño? -grité, indignada-. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo!

El quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero Hareton, entonces, comenzó de nuevo a gritar y a agitarse.

-¡Déjele en paz! -exclamé-. Le odia, como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia tan feliz tiene usted y a qué bonita situación ha venido a parar!

-¡Más bonita será en adelante, Elena! -replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual aspecto de dureza-. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos.

Y se escanció una copa de aguardiente.

-No beba más -le rogué-. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo.

-Con cualquiera le irá mejor que conmigo -me contestó.

-¡Tenga compasión de su propia alma! -dije, intentando quitarle la copa de la mano.

-¡No quiero! Tengo ganas de mandarla al infierno para castigar a su Creador -repuso-. ¡Brindo por su perdición eterna!

Bebió y nos mandó alejarnos, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no repetir.

-¡Cuánto deploro que no se mate bebiendo! -comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez, otra sarta de imprecaciones cuando se cerró la puerta-. Él hace todo lo posible para ello, pero es de una naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El señor Kenneth asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton, y que encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo inesperado.

Me senté en la cocina, y empecé a mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó la cocina, y yo pense que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que se había tumbado en un banco junto a la pared, y allí permaneció callado.

Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado una canción que dice:

«Era de noche y los niños lloraban; en sus cuevas los gnomos lo oyeron ... »

De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y preguntó:

-¿Estás sola, Elena?

-Sí, señorita -contesté.

Pasó y se acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se leía la ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no había olvidado su comportamiento anterior.

-¿Dónde está Heathcliff? --preguntó.

-Trabajando en la cuadra -dije.

El muchacho no denegó. Tal vez se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de Catalina se deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada por su conducta, lo cual hubiera constituido un hecho insólito en ella.

Pero no había tal cosa. No se inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía a ella.

-¡Ay, querida! -dijo por fin-. ¡Qué desgraciada soy!

-Es una pena -repuse- que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones, tiene motivos de sobra para estar satisfecha.

-¿Me guardarás un secreto, Elena? -me preguntó, mirándome con aquella expresión suya que desarmaba al más enfadado, por muchos resentimientos que con ella tuviese.

-¿Merece la pena? -pregunté con menos aspereza.

-Sí. Y debo contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case con él y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que he respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.

-Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho usted contemplar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de ella todavía le pide relaciones, es que es que si un tonto completo o que está loco.

-Si sigues hablando así, ya no te diré más -exclamó ella, levantándose malhumorada-. Le he aceptado.

Dime si he hecho mal, y pronto.

-Si le ha aceptado, no veo que haya nada que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra!

-¡Pero quiero que me digas si he obrado con acierto! -insistió con irritado tono, retorciéndose las manos y frunciendo las cejas.

-Para contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta -dije sentenciosamente-. Ante todo, ¿quiere al señorito Eduardo?

-¡Naturalmente!

Yo le formulé una serie de preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una muchacha muy joven.

-¿Por qué le quiere, señorita Catalina?

-¡Vaya una pregunta! Le quiero, y nada más.

-No basta. Dígame por qué.

-Porque es guapo y me gusta estar con él.

-Malo... -comenté.

-Y porque es joven y alegre.

-Más malo aún.

-Y porque él me ama.

-Eso no tiene nada que ver.

-Y porque llegará a ser rico, y me agradará ser la señora más acomodada de la comarca, y porque estaré orgullosa de tener un marido como él.

-Eso es lo peor de todo. Y dígame: ¿cómo le ama usted?

-Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces boba!

-No lo crea... Contésteme.

-Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y todas las palabras que pronuncia, y todo lo que mira y todo lo que hace... ¡Le amo enteramente!

-¿Y qué más?

-Está bien, lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! ¡Pero para mí no se trata de una broma! -dijo la joven, enojada, mirando al fuego.

-No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted dice que quiere al señorito Eduardo porque es guapo, y joven, y alegre, y rico, y porque el la ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría igual aunque ello no fuera así, y únicamente por eso no le querría si no reuniese las demás cualidades.

-¡Naturalmente! Me daría lástima, y puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera un hombre  ordinario.

-Pues en el mundo hay otros muchachos guapos y ricos, y más que el señorito Eduardo.

-Quizá, pero yo sólo he visto uno y es Eduardo.

-Más tarde puede usted conocer algún otro, y él, además, no será siempre joven y guapo. También podría dejar de ser rico.

-Yo no tengo por qué pensar en el futuro. Ya podrías hablar con más sentido común.

-Pues entonces, nada... Si no piensa usted más que en el presente, cásese con el señorito Eduardo.

-Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún si hago bien o no.

-Me parece bien si usted se casa pensando sólo en el momento. Ahora contésteme usted: ¿de qué se preocupa? Su hermano se alegrará, los ancianos Linton no creo que pongan reparo alguno, va usted a salir de una casa desordenada para ir a otra muy agradable, ama usted a su novio y él la ama a usted. Todo está claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?

-¡Aquí y aquí, o donde pueda estar el alma! -repuso Catalina golpeándose la frente y el pecho-. Tengo la impresión de que no obro bien.

-¡Qué cosa tan rara! No me la explico.

-Pues te la explicaré lo mejor que pueda, si me prometes que no te vas a burlar de mí.

Catalina se sentó a mi lado. Estaba triste y noté que sus manos, que mantenía enlazadas, temblaban.

-Elena: ¿no sueñas nunca cosas extrañas? -me dijo, después de reflexionar un instante.

-A veces -respondí.

-También yo. En ocasiones he soñado cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi modo de pensar. Han pasado por mi alma y le han dado un color nuevo, como cuando al agua se le agrega vino. Y uno que he tenido es de esa clase. Te lo voy a contar, pero líbrate de sonreír ni un solo instante.

-No me lo cuente, señorita -le interrumpí-. Ya tenemos aquí bastantes congojas para andar con pesadillas que nos angustien más. Ea, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña nada triste! ¿Ve con cuánta dulzura sonríe?

-¡También sé con cuanta dulzura reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando era tan pequeño como este niño. De todos modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo. Además, no me siento jovial hoy.

-¡No quiero oírlo! -me apresure a contestar.

Porque yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante de Catalina se había puesto tan sombrío, que temí escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se enfadó, al parecer, y no continuó. Pasando a otra cosa, expuso:

-Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo.

-Porque no es usted digna de ir a él -contesté-. Todos los pecadores serían muy desgraciados en el cielo.

-No es por eso. Una vez soñé que estaba en el cielo.

-Ya le he dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus sueños. Voy a acostarme.

Se echó a reír y me obligó a permanecer sentada.

-Pues soñé -dijo- que estaba en el cielo, que comprendía y notaba que aquello no era mi casa, que se me partía el corazón de tanto llorar por volver a la tierra, y que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto, que me echaron fuera. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más alto de «Cumbres Borrascosas», y me desperté llorando de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi secreto. Tanto interés tengo en casarme con Eduardo Linton como en ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca. Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero él nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la suya es igual a la mía, y en cambio la de Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la luz de la luna, o la nieve de la llama.

No había concluido de hablar, cuando noté la presencia de Heathcliff, que en aquel momento se incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina que le rebajaría casarse con él.

Inmediatamente se levantó y se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni en su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que enmudeciera.

-¿Por qué? -preguntó, mirando, inquieta en torno suyo.

-Porque viene José -respondí, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad oí avanzar por el camino- y Heathcliff vendrá con- él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás de la puerta!

-Desde la puerta no ha podido oírme -contestó-. Dame a Hareton para que le tenga mientras preparas la cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta de estas cosas, y que no sabe lo que es el cariño?

-No veo por qué ha de conocer todos estos sentimientos -repuse- y si es de usted de quien está enamorado, seguramente será muy infeliz, pues en cuanto usted se case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin todo... ¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que queda enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?

-¿Qué hablas de separarnos ni de quedarse solo en el mundo? -replicó, indignada-. ¿Quién había de separamos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de todos los Linton del mundo. No me propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando me case, lo que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien o tendrá por lo menos que soportarle. Y lo hará cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero debes comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos viviríamos como unos pordioseros. En cambio, si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano.

-¿Y eso con los bienes de su marido? No será eso tan fácil como le parece. No tengo autoridad para opinar, pero me parece que ése es el peor motivo que ha dado para explicar su matrimonio con el señorito Eduardo.

-Es el mejor -dijo ella-. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo... Yo no puedo explicarme pero creo que tú y todos tenéis la idea de qué después de esta vida hay otra. ¿Para qué había yo de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a paso desde que empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo, pero si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es como las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo, pero mi cariño a Heathcliff es como son las rocas del fondo de la tierra, que permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a mí misma. No hables más de separarnos, porque eso es irrealizable.

Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho perder la paciencia con sus numerosas insensateces.

-Lo único que veo, señorita -le dije-, es, o que ignora usted los deberes de una casada o que no tiene conciencia.

Y no me cuente más cosas, porque las diré.

-Pero de ésta no hablarás...

Ella iba a insistir, pero entró José y suspendimos la conversación. Catalina, con Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya que ambos temíamos mucho tratar con él cuando se encerraba en su cuarto.

-Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué holgazán! -dijo el viejo, al notar que Heathcliff no estaba presente.

-Voy a buscarle -contesté-. Debe de estar en el granero.

Aunque le llamé, no me contestó. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que seguramente el muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto salir de la cocina en el momento en que ella se refería al comportamiento de su hermano con él.

Dio un salto, dejó a Hareton en un asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar siquiera en la causa de la turbación que le embargaba. Tanto tiempo estuvo ausente, que José propuso que no les esperásemos mas, suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener que asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Agregó, pues, en bien de las almas de los jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera aumentado otra en acción de gracias de no haber reaparecido la señorita ordenádole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que estuviese y hacerle volver.

-Quiero hablarle antes de subir -dijo-. La puerta está abierta, y él debe encontrarse lejos, pues le llamé desde el corral, y no responde.

Aunque José hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando, al verla tan excitada que no admitía contradicción.

Catalina empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, exclamando:

-¿Qué será de él? ¿Dónde habrá ido? ¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará ofendido por lo de la tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Quiero que venga. Quiero verle.

-¡Cuánto barullo para nada! -repuse, aunque me sentía también bastante inquieta-. Se apura usted por poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la luz de la luna, o que esté tendido en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a buscarle.

Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió diciendo:

-¡Qué imposible es ese muchacho! Ha dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita se ha escapado a la pradera, después de estropear dos haces de grano. Ya le castigará el amo mañana por esos juegos endemoniados, y hará bien. Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá siempre igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está haciendo todo lo posible para poner al amo fuera de juicio!

-Bueno, ¿lo has encontrado o no, animal? -le interrumpió Catalina-. ¿Le has buscado como te mandé?

-Mejor hubiera buscado al caballo, y hubiera sido más razonable -respondió él-. Pero no puedo encontrar ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien seguro es que no vendrá. Puede que no se haga el sordo si le silba usted.

Corría el verano, pero la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina no se calmó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se apoyó en el muro, junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis observaciones, unas veces llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de sentirle volver, y otras llorando desconsoladamente como un niño.

A medianoche, la tormenta se abatió sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo o del vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre la techumbre, derrumbando el tubo de la chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogon un alud de piedras y hollín. Creíamos que había caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas, para pedir a Dios que se acordara de Noé y Lot y, al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y temiendo que hubiese muerto llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que José hubo de impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna separación entre justos como él y pecadores como su amo. En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina que, por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y puso las manos a la lumbre.

-Ea, señorita -le dije, tocándole en un hombro-: usted se ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué hora es? Las doce y media. Váyase a la cama. No es cosa de seguir aguardando a ese memo. Se habrá largado a Gimmerton y dormirá allí. Ya comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá que el señor esté despierto, y que sea él quien le abra.

-No debe estar en Gimmerton -repuso José- y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga.

Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le tocará a usted. Demos gracias a Dios por todo. Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen los textos sacros...

Empezó a repetir pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos correspondientes.

Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé, a ella con su tiritona y a José con sus sermones, y me fui a acostar con Hareton, que estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí subir la escalera, y enseguida me dormí yo misma.

Al día siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina también, y decía:

-¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan mojada y tan descolorida?

-No me pasa otra cosa -contestó, malhumorada Catalina- sino que he cogido una mojadura y siento frío.

Vi que el señor estaba ya sereno, y exclame:

-¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado en quedarse toda la noche junto al fuego.

-¿Toda la noche? ---:-exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw-. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a la tempestad...

Ni Catalina ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos impedirlo, de modo que respondí que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo nada.

La mañana era fresca. Abrí las ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina me dijo- Cierra, Elena. Estoy agotada.

Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre casi fría.

-Está enferma -aseguró Hindley, tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita sea! Está visto que no puedo estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste a la lluvia?

-Por andar detrás de los mozos, como de costumbre -se apresuró a decir José, dando suelta a su maldiciente lengua-. Si yo estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en las narices a todos ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días que usted sale, el Linton se mete aquí como un gato. Mientras tanto, Elena -¡que es buena también!- vigila desde la cocina, y cuando usted entra por una puerta, él sale por la opuesta. Y entonces esta buena pieza se va al lado del otro. ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la noche a campo traviesa con ese endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que estoy ciego, pero se equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y venir, y te he visto a ti, ¡mala bruja! (añadió, mirándome), estar atenta y avisarles en cuanto los cascos del caballo del señor sonaron en el camino.

-¡Silencio, insolente! -gritó Catalina-. Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y le dije que se fuera cuando viniste, porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que llegabas.

-Mientes, Catalina, estoy seguro... Y eres una condenada idiota -repuso su hermano-. No me hables de Linton por el momento... Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No temas que le maltrate. Le odio, pero hace poco me hizo un servicio y eso me impide partirle la cabeza. Lo que haré será echarle a la calle hoy mismo. Y entonces andad con ojo los demás, porque todo mi mal humor caerá sobre vosotros.

-No he visto a Heathcliff esta noche -contestó Catalina, entre lágrimas-. Si le echas de casa, me iré con él.

Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya marchado...

Presa de congoja, empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un diluvio de groserías, y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor Kenneth pronosticó un comienzo de delirio, dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría, para disminuir la calentura, y me encargó que le diese solamente leche y agua de cebada, y que la vigilase mucho, para impedir que se arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus enfermos mediaban a veces dos o tres millas.

Reconozco que no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo hicieron mejor que yo, pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la gravedad de su estado. La madre de Eduardo nos hizo varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa, estaba siempre dándonos órdenes y reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la «Granja», lo que por cierto le agradecimos mucho. Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza.

Ella y su marido contrajeron la fiebre y fallecieron en pocos días.

La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a saber nada de Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la paciencia, tuve la torpeza de acusarla de la desaparición del chico. Era verdad, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo todo trato, excepto el preciso para las cosas de la casa. Ello duró varios meses. José cayó también en desgracia. No sabía callarse sus pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si Catalina fuese una niña, cuando en realidad era una mujer hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el médico había recomendado que no se la contrariase, y ella consideraba que cometíamos un delito cuando la contradecíamos en algo. No, trataba tampoco a su hermano ni a los amigos de su hermano. Hindley a quien Kenneth había hablado seriamente, procuraba dominar sus arrebatos y no excitar el mal temple de Catalina.

Incluso se portaba con demasiada indulgencia, aunque, más que por afecto, lo hacía porque deseaba que ella honrase a la familia casándose con Linton. Le importaba muy poco que Catalina nos tratara a nosotros como a esclavos, siempre que a él le dejara en paz.

Eduardo se sintió tan entontecido como tantos otros lo han estado antes que él y lo seguirán estando en lo sucesivo, el día en que llevó al altar a Catalina, tres años después de la muerte de sus padres.

Hube de abandonar «Cumbres Borrascosas» para acompañar a Catalina. El pequeño Hareton tenía entonces cinco años, y yo había empezado a enseñarle a leer. La despedida fue muy triste. Pero las lágrimas de Catalina pesaban más que las nuestras. Al principio,, no quise marcharme con ella, y viendo que sus ruegos no me conmovían, fue a quejarse a su novio y a su hermano. El primero me ofreció un magnífico sueldo y el segundo me ordenó que me largase, ya que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De Hareton se haría cargo el párroco. Así que no tuve más remedio que obedecer. Dije al amo que lo que se proponía era alejar de su lado a todas las personas decentes para precipitarse más pronto en su catástrofe; besé al niño y salí. Desde entonces Hareton fue para mí un extraño. Por increíble que sea, creo que ha olvidado por completo a Elena Dean, y que no se acuerda de aquellos tiempos en que él era todo en el mundo para ella, y ella lo único que él conocía en el mundo.

En esto mi ama de llaves miró el reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y media. Se negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo me sentía también bastante propicio a que suspendiera la narración. Y voy a acostarme ya. Mi cabeza está muy embotada y mis miembros entorpecidos.

...


CAPÍTULO XXXV

Cortos días después, el señor Heathcliff empezó a prescindir de comer con nosotros, aunque no llegó a excluir del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por ausentarse él y al parecer le bastaba con comer una vez al día.

Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le oí bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente no había regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y hermoso. La lluvia y el sol habían dado verdor a la hierba y los manzanos que hay junto a la tapia del mediodía estaban en flor. Cati, después de desayunar, se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después persuadió a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado a aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo azul y aspiraba el aroma del aire primaveral. De pronto, la señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger semillas para su plantación, volvió diciendo que había visto llegar al señor Heathcliff.

-Y además me ha hablado -agregó, asombrada.

-¿Qué te ha dicho? -preguntó Hareton.

-Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan poco corriente, que no pude por menos de detenerme un momento para mirarle.

-¿Pues qué le pasaba?

-Estaba muy excitado, jovial, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto muy poco!

-Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos -dije yo, tan pasmada como ella. Y como ver al amo alegre no era un espectáculo ordinario, me las ingenié para buscar un pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en pie, pálido y tembloroso. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que cambiaba completamente su semblante.

-¿Le sirvo el desayuno? -pregunté-. Después de andar por ahí toda la noche, debe usted estar hambriento.

Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no me atreví a hacerlo directamente.

-No tengo hambre -contestó, volviendo la cabeza.

Hablaba con indiferencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su buen humor. Yo pensé que tal vez aquel momento fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.

-No creo que haga usted bien en salir -le amonesté- a la hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el aire es muy húmedo. Va a coger un resfriamiento o unas calenturas. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!

-Puedo soportar lo que sea -me contestó- y me alegrará mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no me molestes.

Pasé y pude apreciar que respiraba muy dificultosamente.

«Sí -pensé-. Se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que habrá estado haciendo!»

Al mediodía comió con nosotros. Le di un plato rebosante, y pareció dispuesto a hacerle los honores después de su largo ayuno.

-No tengo enfriamiento ni fiebre, Elena -dijo, refiriéndose a mis palabras de por la mañana- y veras cómo como..

Cogió el tenedor y el cuchillo y cuando iba a probar del plato cambió de actitud como si hubiera perdido el apetito súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la ventana ansiosamente y se fue. Mientras comíamos anduvo dando vueltas por el jardín. Hareton propuso ir él a preguntarle por qué se había marchado, temeroso de que le hubiésemos disgustado con alguna cosa.

-¿Viene? -interrogó Cati a su primo cuando éste regresaba.

-No -repuso Hareton-, pero no está enfadado. Al contrario: me parece muy contento. Se incomodó porque le llamé dos veces, y me mandó que volviese contigo. Parecía muy sorprendido de que a mí no me bastase con tu compañía.

Yo coloqué su plato al lado de la lumbre para que no se enfriase. Heathcliff volvió dos horas más tarde.

No se había calmado. Bajo sus negras cejas se notaba la misma anormal expresión de alegría, la misma cara pálida y la misma sonrisa extraña en sus dientes entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no como cuando se tiembla de frío o de decaimiento, sino como cuando uno está excitado. Parecía una cuerda de guitarra demasiado tensa.

-Tome, tome la comida -repuse-. ¿Por qué no come?

-No la quiero todavía -dijo-. Elena, haz el favor de decir a Hareton y a la muchacha que no vengan por acá. Quiero estar solo.

-¿Le han dado algún motivo para que los destierre? -pregunté-. Vamos, señor Heathcliff, dígame qué le pasa. ¿Dónde estuvo usted anoche? No se lo pregunto por curiosidad. Pero...

-Me lo preguntas por una curiosidad estúpida -respondió-, pero a pesar de eso te contestaré. Esta noche he estado a las puertas del infierno. Hoy, en cambio, estoy a las puertas del paraíso. Sólo tres pies me separan de él. Y ahora márchate. No verás nada que te asuste, si dejas de espiarme.

Barrí el salón y limpié la mesa, y me marché completamente desconcertada.

Heathcliff no salió del salón en toda la tarde y nadie interrumpió su soledad. A las ocho, aunque no me había llamado, creí conveniente llevarle luz y la comida. Le vi acodado en el antepecho de una ventana, pero no miraba hacia afuera, sino hacia el interior. Del fuego sólo restaban cenizas. El aire suave y húmedo de la tarde había invadido la habitación, y en la calma del crepúsculo podía escucharse incluso el choque de la corriente contra las piedras.

Yo dejé escapar una exclamación de disgusto al ver el fuego apagado y comencé a cerrar ventanas, hasta que llegué a aquella en que él estaba apoyado.

-¿La cierro? -pregunté, notando que no se movía.

Mientras le hablaba, la luz de la bujía iluminó su rostro. Y su expresión me causó un terror indescriptible. Con sus negros ojos, su palidez de fantasma y su horrible sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo. Asustada, solté la vela, y quedamos en tinieblas.

-Ciérrala -dijo él con su voz acostumbrada-. ¡Qué torpe eres! ¿Por qué sostenías la vela horizontalmente?

Trae otra.

Salí, loca de horror, y dije a José:

-El amo dice que le lleves una luz y le enciendas el fuego.

No osaba volver a entrar. José entró en el salón, llevando una palada de brasas y una bujía, pero salió enseguida, trayendo de paso la comida del amo, y nos dijo que éste se iba a acostar y que hasta el día  siguiente no comería nada.

Oímos a Heathcliff subir la escalera, mas no se fue a su habitación, sino a aquella donde está la cama con tabiques de madera. Como la ventana de su cuarto es bastante ancha, se me figuró que acaso quería salir  por ella sin que lo averiguáramos.

«¿Será un duende o un vampiro?», me pregunté.

Yo había leído cosas acerca de esos demonios encarnados. Pero al recordar que yo misma le había  cuidado cuando era niño, cómo había asistido a su desarrollo hasta que llegó a la juventud y cómo había seguido paso a paso casi toda su vida, reconocí que era absurdo dejarme llevar por tales impresiones.

«Sí, pero ¿de dónde procedía aquella criatura que un buen hombre recogió para su propio mal?», repetía dentro de mí la superstición. Y yo, medio dormida ya, me debatía en un laberinto de suposiciones, buscando alguna definición que concretase lo que era Heathcliff. En sueños evoque toda su vida, y al final me figuré que asistía a su muerte y a su sepelio, de todo lo cual no recuerdo otra cosa sino que me veía muy preocupada para saber qué inscripción habíamos de poner en su tumba, y hasta hablé sobre ello con el sepulturero, concluyendo todo con poner únicamente «Heathcliff», ya que no tenía apellido conocido. Y, en verdad, esto sucedió así en la realidad, como verá usted si entra en el cementerio.

Con la aurora, recuperé el sentido común. Me levanté y fui a ver si en el jardín había huellas de pasos, pero no vi nada.

«Se habrá quedado en casa», pensé.

Preparé el desayuno y aconsejé a Hareton y a Cati que ellos lo tomaran primero. Optaron por desayunar en el jardín, bajo los árboles, y les llevé allí una mesa.

Cuando entré otra vez en la casa, hallé al amo hablando con José sobre asuntos de la finca. Le dio claras y precisas instrucciones sobre lo que trataban, pero noté que hablaba muy deprisa y daba otras muestras de excitación. José salió y Heathcliff se sentó en su sitio habitual. Le llevé una taza de café. La aproximó hacia sí, apoyó los brazos en la mesa y se puso a mirar a la pared de enfrente examinándola de arriba abajo con tal concentración, que hasta suspendió la respiración durante unos segundos.

-Coma -exclamé, poniéndole en la mano un pedazo de pan-. Coma y tome el café antes de que se enfríe.

Lo tiene usted delante hace una hora...

No pareció fijarse en mí. Sonrió de un modo tan horrible, que yo hubiera preferido verle rechinar los dientes antes que sonreír de aquella manera.

-¡Señor Heathcliff! -grité-. Me mira usted como si estuviera contemplando una visión del otro mundo, ¡por amor de Dios!

-Y tú habla más bajo, por amor de Dios también -contestó-. Mira alrededor y dime si estamos solos.

-Desde luego -contesté-, desde luego que sí.

Sin embargo, miré como si lo dudara. Él separó con un manotazo la taza y apoyó los codos sobre la mesa.

Reparé entonces en que no concentraba la vista en la pared, sino como a unas dos yardas de distancia. Viere lo que viere, ello le hacía a la vez estremecerse de placer y de dolor, o por lo menos lo parecía, a juzgar por la expresión de su cara. Lo que creía ver no permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff cambiaban constantemente de dirección. Yo traté de convencerle de que comiese, pero inútilmente.

Cuando, a veces, atendiendo a mis ruegos, tendía la mano hacia un trozo de pan, sus dedos se crispaban antes de alcanzarlo, y enseguida se olvidaba de ello. Me senté y procuré distraerle de su obsesión. Al fin se levantó y me dijo que yo le impedía comer en paz.

Agregó que en lo sucesivo le dejara el servicio en la mesa y me fuera. Y después de pronunciar estas palabras salió al jardín, bajó lentamente por el sendero y desapareció.

Transcurrieron las horas angustiosamente para mí, y otra vez llegó la noche. Me acosté muy tarde y no pude dormirme. El volvió después de las doce, pero se encerró en la habitación de abajo en lugar de irse a su alcoba. Escuché un rato y, al cabo, me vestí, salí de mi alcoba y bajé.

Percibí los pasos del señor Heathcliff, que paseaba lentamente. De vez en cuando respiraba hondamente, de un modo tan angustioso, que pareció gemir. También le oí murmurar algunas palabras, entre las cuales distinguí claramente el nombre de Catalina acompañado de alguna otra expresión de amor o de pena.

Parecía que hablaba con alguien con palabras que saliesen del fondo de su alma. No me atreví a entrar en la habitación, pero para distraer su atención empecé a revolver el fuego de la habitación. Él me oyó antes de lo que yo esperaba. Salió y dijo:

-¿Es ya de día, Elena? Trae luz.

-Están dando las cuatro -contesté-. Si necesita bujía para subir, puede encenderla aquí, en la lumbre.

-No subo -respondió-. Prepara fuego y lo necesario en este cuarto.

-Tengo que encender bien las ascuas antes de traerlas -dije, mientras tomaba una silla y empuñaba el fuelle.

Heathcliff paseaba de un lado a otro de la habitación y parecía casi completamente absorto en sí mismo.

Los suspiros entrecortaban su respiración.

-Cuando amanezca tengo que mandar a buscar a Green -me dijo-. Quiero hacerle unas consultas sobre cosas legales ahora que todavía estoy en pleno juicio. Aún no tengo redactado mi testamento y no sé qué haré con mis bienes. Siento mucho no poder hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.

-No diga eso, señor Heathcliff -respondí- y déjese de testamentos. Aún le quedará tiempo para arrepentirse de las muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca creía posible que sus nervios se alterasen tanto como lo están ahora. Y es que lleva usted tres días haciendo una vida que no la hubiera resistido ni un titán. Coma algo y descanse. Mírese al espejo y verá que necesita una y otra cosa. Tiene usted chupadas las mejillas y los ojos inyectados en sangre. Está muerto de hambre y de sueño...

-No creas que no como ni duermo porque depende de mí. No lo hago adrede. En cuanto pueda, comeré y dormiré. Pero pedírmelo ahora es como pedir a un náufrago que no nade cuando está a una braza de la orilla. Primero llegaré a ella, y ya descansaré luego. Bueno, no pensemos en el señor Green. Y respecto a mis injusticias, como no he cometido ninguna, de ninguna tengo que arrepentirme. Soy demasiado feliz y, sin embargo, aún no lo soy tanto como quisiera serio. La felicidad de mi alma destruye mi cuerpo y, no obstante, no le basta con lo que tiene...

-¡Extraña felicidad es la suya, señor! -comenté-. Si usted quisiera oírme sin enfadarse, le daría un consejo que le permitiría sentirse más dichoso.

-¿Qué consejo? Dámelo.

-Ya sabe, señor Heathcliff, que desde los trece años ha vivido usted una vida impía. Seguramente desde entonces no ha cogido usted una Biblia. Debe usted haber olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le sobrará volverlas a reparar. ¿Qué habría de malo en llamar a un sacerdote para que le recordase las enseñanzas de Cristo y le hiciese comprender cuánto se ha separado usted de ellas y lo mal dispuesto que está su espíritu para salvarse, a menos que no se arrepienta antes de morir?

-Más que ofenderme, te agradezco que me hables de eso, Elena, porque así me recuerdas que tengo que darte instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me sepulten al atardecer. Tú y Hareton podéis acompañarme, si os parece bien, y no te olvides de hacer que el sepulturero obedezca las instrucciones que le di. No hace falta que acuda cura alguno ni que se recen responsos. ¡Te aseguro que yo he alcanzado ya mi cielo, y si algún otro hay, no me interesa ni en lo más mínimo!

-¿Y si por obstinarse en no tomar alimento se muriese, y por esa causa no le quisieran enterrar en tierra sagrada? ¿Qué le sucedería?

-No se dará este caso -contestó-, pero, si ocurre, ocúpate de que me entierren allí en secreto. Y si no lo haces así, ya te demostraré de un modo palpable que los muertos no se disuelven del todo.

Al oír que se levantaban los demás, se fue a su cuarto y yo respiré, aliviada. Pero, por la tarde, después de que salieron Hareton y José, me fue a buscar a la cocina y me pidió que me sentase a su lado. Necesitaba compañía, al parecer. Yo le contesté que su aspecto y su conversación me asustaban, y que ni mi voluntad ni mi estado de nervios me permitían hacerle compañía.

-Ya veo que me tienes por un demonio -dijo, riendo tétricamente-. Me consideras demasiado horrible para vivir en una casa normal. -Y, volviéndose a Cati, que se escondió detrás de mí al acercarse él, añadió medio en broma-: Y tú, ¿no quieres venir conmigo? No, claro. Para ti debo ser peor que el demonio. Pero allí dentro hay alguien que no me rehusará su compañía...

No pidió a nadie más que estuviese con él. Al oscurecer se fue a su cuarto. Toda la noche le oímos quejarse y hablar solo. Hareton quería entrar, pero yo le mandé a buscar al señor Kenneth. Cuando éste vino, encontramos que la puerta del amo estaba cerrada por dentro. Heathcliff nos mandó a paseo, aseguró que se encontraba mejor y ordenó que le dejásemos en paz. Así pues, el médico se marchó.

La noche siguiente fue muy lluviosa. Estuvo diluviando hasta el amanecer. Cuando salí al jardín, a la aurora, vi que la ventana del cuarto de la cama de tablas, donde estaba Heathcliff, se hallaba abierta y la lluvia entraba por ella a torrentes.

«Si estuviese en la cama -reflexioné- se hubiera calado. Debe haberse levantado o salido. ¡Ea, voy a verlo!»

Busqué otra llave que servía para abrir la puerta de la habitación y entré. Como no vi a nadie en el cuarto, separé los paneles corredizos del lecho de tablas. Heathcliff estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los labios una vaga sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un modo agudo y feroz. El corazón se me heló; no podía creer que Heathcliff estuviese muerto. Mas su cabeza y su cuerpo, así como las sábanas, estaban chorreando y él no se movía. Los postigos de la ventana, movidos por el viento, se agitaban de un lado a otro y le habían lastimado una mano que tenía apoyada en el alféizar. Sin embargo, no sangraba. Cuando le toqué no dudé más. Estaba muerto, rígido...

Cerré la ventana, separé de la frente de Heathcliff su largo cabello y traté de cerrarle los párpados para ocultar aquella terrible mirada, pero no lo conseguí. Sus ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes, brillando entre los labios entreabiertos, también. Asustada, llamé a José. Éste alborotó y gruñó, y se negó a hacer nada con el cadáver.

-¡El diablo se ha llevado su alma! -gritó-. ¡Y por lo que dependa de mí, también cargará con sus restos! ¡Grandísimo malvado! Está enseñando los dientes a la muerte...

Y quiso imitar su lúgubre sonrisa para mofarse de él. Creí que hasta iba a bailar de alegría alrededor del lecho. Sin embargo, recobró su compostura, e hincándose de rodillas y levantando las manos al cielo dio gracias a Dios de que el amo legítimo y la antigua estirpe recuperasen al fin los derechos que les eran propios.

Quedé abrumada, evocando con tristeza los antiguos tiempos. El pobre Hareton fue el que más se disgustó de todos nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver llorando con desconsuelo. Apretaba la mano del muerto, besaba su áspero y sarcástico rostro, que sólo él se atrevía a mirar, y mostraba el dolor real que brota siempre de los pechos nobles aunque sean duros como el acero mejor templado.

El doctor Kenneth se halló muy apurado para diagnosticar las causas de la muerte. No le hablé de que el amo había pasado sin comer los cuatro últimos días, para evitar que ello nos produjera complicaciones. Por mi parte, estoy segura de que aquello fue efecto y no causa de su rara enfermedad.

Se enterró como había ordenado, no sin que el vecindario se escandalizase. Hareton, yo, el sepulturero y los seis hombres que transportaban el ataúd, compusimos todo el cortejo fúnebre. Los seis hombres se marcharon después de que se bajó el ataúd a la fosa, pero nosotros nos quedamos aún. Hareton, lloroso, cubrió la tumba de verde hierba. Creo que ahora su sepulcro está tan florido como los otros dos que se hallan junto a él, y espero que su ocupante descanse en paz. Pero si preguntara usted a los campesinos le contarían que el fantasma de Heathcliff se pasea por los contornos. Hay quien asegura haberle visto junto a la iglesia y en los pantanos, y hasta dentro de esta casa. Eso son habladurías, diría usted, y yo opino lo mismo. Y, no obstante, ese viejo que ve usted junto al fuego, en la cocina, jura que, desde que murió Heathcliff, les ve a él y a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia, siempre que mira por las ventanas de su habitación. Y a mí me sucedió una cosa muy rara hace alrededor de un mes. Había ido a la «Granja» una oscura noche que amenazaba tempestad, y al volver a las «Cumbres» encontré a un muchacho que conducía una oveja y dos corderos. Lloraba desconsoladamente, y me figuré que los corderos eran rebeldes y no se dejaban llevar.

-¿Qué te pasa? -le pregunté.

-Ahí abajo están Heathcliff y una mujer -balbució- y no me atrevo a pasar, porque quieren atraparme.

Yo no vi nada, pero ni él ni las ovejas quisieron seguir su camino, y entonces le dije que siguiera otro.

Seguramente iba pensando, mientras andaba a campo traviesa, en las tonterías que habría oído contar e imaginaría ver el fantasma. Pero el caso es que ahora no me gusta salir de noche, ni me agrada quedarme sola en esta casa tan sombría. No lo puedo remediar. Así que tendré una gran alegría en que los primos se vayan a la «Granja.»

¿Así que se instalan en la «Granja»?

-En cuanto se casen, y piensan hacerlo el día de año nuevo.

-¿Quién se queda a vivir aquí?

-José, y quizá un mozo para acompañarle. Se arreglarán en la cocina y cerraremos el resto de la casa.

-A disposición de los espectros que quieran habitar en ella, ¿no?

-No, señor Lockwood -contestó Elena moviendo la cabeza-. Yo creo que los muertos reposan en sus tumbas, pero, sin embargo, no se debe hablar de ellos con esa frivolidad.

Rechinó la puerta del jardín. Los paseantes volvían a casa.

Al verlos pararse en la puerta para mirar una vez más la luna -o más exactamente, para mirarse el uno al otro a la luz lunar-, sentí otra vez un irresistible impulso de marcharme. Así que, deslizando un pequeño obsequio en la mano de la señora Dean, y desoyendo sus protestas por la brusquedad con que me marchaba, salí por la cocina mientras los novios abrían la puerta del salón. Esta manera de partir hubiera confirmado las opiniones de José sobre los que suponía escarceos amorosos de su compañera de servicio, a no haberle dado una garantía de mi honorable respetabilidad el sonido de una moneda de oro que arrojé a sus pies.

Al alejarme, di un rodeo para pasar al lado de la iglesia. Observé cuánto había avanzado en siete meses la progresiva ruina del edificio. Más de una ventana ostentaba negros agujeros en lugar de cristales, y aquí y allá sobresalían pizarras sobre el alero, desgastado por las lluvias del otoño.

A poco, vi las tres lápidas sepulcrales, colocadas en un terraplén, cerca del páramo. La del centro estaba amarillenta y cubierta de matojos, la de Linton tan sólo ornada por el musgo y la hierba que crecían a su pie, y la de Heathcliff completamente desnuda.

Yo me detuve allí, cara al cielo sereno. Y siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las campanillas, y oyendo el rumor de la suave brisa entre el césped, me admiré de que alguien pudiera atribuir inquietos sueños a los que descansaban en tan quietas tumbas.