Emily Brontë (1847)
CAPÍTULO
PRIMERO
He
vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me
figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de
una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese
podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor
Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de
compañeros.
Porque
ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró
reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario,
metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su
chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando
me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:
-¿El señor
Heathcliff?
Él
asintió con la cabeza.
-Soy
Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que
supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos»
no le habrá causado molestia.
-Puesto
que la casa es mía -respondió apartándose de mí- no hubiese
consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba.
Pase.
Rezongó
aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera
mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación
de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar,
interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo.
Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me
precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a
gritos:
-¡José!
¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!
Puesto
que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que
toda la servidumbre se reducía a él.
Por
eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los
setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el
ganado.
José
era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un
contrariado «¡Dios nos valga!» y, mientras se llevaba el caballo, me
miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el
socorro divino
para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.
A la
casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres
Borrascosas» en el dialecto local. El nombre traducía bien
los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había
tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo
mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos
cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en
un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El edificio era sólido,
de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y
protegidos por grandes guardacantones.
Parándome,
miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una
inscripción decía «Hareton Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de
formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me
hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la
casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía
evidenciar mientras me miraba desde la puerta como instándome a que
entrase de una vez o me marchara.
Por
un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre
«la casa», y al que no preceden otras piezas. Esa sala suele
abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho
no vi signos de que en el enorme larse guisase nada. Pero en un
ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes
no pendían
cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un
aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que
faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había
tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero.
Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones
herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del
mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra
lisa y
blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con
altos respaldos.
En
los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus
cachorros se escondía bajo el aparador.
Todo
era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la
región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas
salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de
cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff
contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un
gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido
y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.
Dijeme
que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin
embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su
reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía
saber disimular
sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se
permitiera manifestarle los suyos.
Es
probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi
propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo
ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea
único.
Mi
madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo
que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi
progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un
mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le
dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían
delatar mi
locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una
mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que
rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su
concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que
ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber
sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.
Esas
brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que
nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello.
Heathcliff
y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra,
separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y
enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió
un gruñido
gutural.
-Déjela
-dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y
asestándole un puntapié-. No está hecha a caricias ni se la tiene para
eso.
Incorporóse,
fue hacia una puerta lateral y gritó:
-¡José!
José
masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció.
Entonces su amo acudió en su busca.
Quedé
solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban
atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero
pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas
muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora
perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis
pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la
mesa, acto que puso en acción a todo el ejército canino. Hasta seis
demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones
en el
centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita
fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la
lumbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en
cuello.
Heathcliff
y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno
de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en
absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa,
arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón,
desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados
por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al
entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán,
campeaba en medio de la habitación.
-¿Qué
diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué
intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.
-De
diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los
Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor
Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que
dejarle entre un rebaño de tigres.
-Nunca
se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los
perros es vigilar. ¿Un vaso de vino?
-No,
gracias.
-¿Le
han mordido?
-En
ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho
al que me mordiera.
-Vaya,
vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor
Lockwood, y beba un poco de vino.
En
esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros
ni yo acertamos a recibirles como merecen.
¡Ea,
a su salud!
Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi
...CAPÍTULO
III
Cuando
la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que
tapase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo
tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a
instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le pregunté
los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos
años, y que
había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de
curiosidades.
En lo
que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la
curiosidad. Cerré, pues, la puerta y busqué el lecho. Los
muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja
de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me aproximé
a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho
antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una
habitación separada para cada miembro de la familia. Formaba de por
sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra
cuya pared
estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.
Hice
correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz,
cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la
vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los
habitantes de la casa.
Deposité
la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un
ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta
de escritos que habían sido trazados raspando la pintura.
Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw»,
repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños.
Pero el apellido
variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en
algunos sitios «Catalina Heathcliff » o «Catalina Linton».
Sintiéndome
muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a
murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton ... » Los ojos se
me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la
oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos
espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé,
esperando
alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un
intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído
sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a
chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel de becerro
quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un
ligero
mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una
vieja Biblia, que olía a apolillado, y
«¡Qué
domingo tan malo! -decía uno de los párrafos--. ¡Cuánto daría
porque papá estuviera aquí ... !
Hindley
le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H.
y yo vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos
a hacerlo...
»En
todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y
José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer
permanecían abajo sentados junto a la lumbre -estoy segura de
que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus
Biblias- a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos
ordenaron
que cogiésemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron
sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que
yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí.
Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas
justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo
la desfachatez
de decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las
tardes de los domingos nos dejan jugar pero cualquier pequeñez, una
simple risa, es motivo para que nos pongan castigados en un
rincón oscuro.
» “Os
olvidáis de que aquí hay un jefe -suele decir el tirano-. Al
que me saque de mis casillas, le aplasto.
Quiero
seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida
Francisca: tírale de los pelos; le he oído castañetear los
dedos”. Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas.
Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos
empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose
estupideces. Entonces nosotros nos acomodamos, como Dios
nos dio a entender, en el hueco que forma el aparador. Colgué
nuestros delantales ante nosotros como si fueran una cortina, pero
apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y pegándome una
bofetada, sermoneó:
» “El
amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del
Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a
jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed
libros piadosos,
»Mientras
nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y
nos obligó a sentarnos de manera que un rayo de la claridad del hogar
nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar tal
ocupación que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé
donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros
piadosos.
Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el
jaleo.
»
“¡Señor Hindley, mire! -gritó José-. La señorita Catalina ha
roto las tapas de La
armadura de salvación y Heathcliff ha
golpeado con el pie la primera parte de El camino de
perdición. No es posible dejarles seguir siendo así.
¡Oh! El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen.
¡Pero cómo nos falta!”
»Hindley
se lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a
otro por el brazo, y nos echó a la cocina. Allí José nos
aseguró que el diablo vendría a buscarnos con toda certeza y
nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de
permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido
personaje.
Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante, y
abrí un poco la puerta para tener luz y poder escribir, pero
mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta
impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada
y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos.
¡Qué buena idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá
que su amenaza del diablo se ha realizado, y entretanto nosotros estaremos
fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del viento y de la
lluvia.»
El
plan de Catalina debió realizarse, porque el siguiente
comentario variaba de tema, y adquiría tono de lamentación.
«¡Qué
poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me
duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni ponerla sobre la
almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya
no le deja comer con nosotros ni siquiera sentarse a
nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con echarle de
casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber
tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle
en el lugar que le corresponde.»
Yo me
sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de
Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo
con florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero
de los Setenta y uno.
Sermón
predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la
iglesia de Gimmerden Sough.» Y me dormí meditando maquínalmente en lo
que diría el reverendo pastor sobre el tema.
Pero
la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron
pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la mañana y
que regresaba a mi casa guiado por José. El camino estaba
cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mi
acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino, afirmándome
que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y
enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él
consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo
suponer que me fuera necesaria para entrar en casa semejante
cosa. De improviso una idea me iluminó el cerebro. No íbamos a
casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre Branderham sobre los
«Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José, el
predicador o yo, debíamos ser sacados a pública vergüenza y
privados de la comunión de los fieles.
Llegamos
a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o
tres veces. Está situada en una hondonada entre dos colinas, junto a
un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad
de momificar
los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado
intacto hasta ahora, mas hay pocos clérigos que quieran
encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte
libras anuales, y la rectoral consiste únicamente en dos
habitaciones, sin vislumbre alguno, por ende, de que los
fieles contribuyan
a las necesidades de su pastor con la adición de un solo
penique. Mas en mi sueño una abundante concurrencia escuchaba a
Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas
noventa partes,
dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir
es de dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por
supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no
hubiera podido figurármelos jamás.
¡Oh,
qué pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas,
y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados,
me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José
para preguntarle
cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo
hasta el fin. Cuando llegó al «primero de los
setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea:
levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor del
pecado imperdonable. «Padre -exclamé-: sentado entre estas
cuatro paredes
he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena divisiones
de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme, y
setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar.
Una vez más
es excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y
despedazadle en partículas tan pequeñas, que no vuelvan a
encontrarse ni indicios de su existencia!»
«Tú
eres el réprobo -gritó Jabes, después de un silencio solemne-:
Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar.
Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo
ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno
ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos:
ejecutad en
él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»
Emitida
esta orden, los concurrentes enarbolaron sus báculas de
peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado,
entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme,
para quitarle su garrote.
Se
cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí
cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban unos a otros
y el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham
asestaba fuertes puñetazos en el borde del púlpito, y tan
vehementes fueron, que acabaron por despertarme.
Comprobé
que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un
abeto que batía contra los cristales de la ventana cada vez
que la agitaba el viento.
Volví
a dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.
Recordé
que descansaba en una caja de madera y que el viento y las
ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido,
que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo
-¡Déjame
entrar, déjame entrar!
-¿Quién
eres? -pregunté pugnando por soltarme.
-Catalina
Linton -contestó, temblorosa-. Me había perdido en los
pantanos y vuelvo ahora a casa.
Sin
saber por qué, me acordaba del apellido Linton, a pesar de que
había leído veinte veces más el apellido Earnshaw. Miré, y divisé el
rostro de una niña a través de la ventana. El horror me hizo
obrar
Mi
espanto llegaba al colmo.
-¿Cómo
voy a dejarte entrar -dije, por fin- si no me sueltas la mano?
El
fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la mano por
el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila de
libros, y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa
súplica. Pasé así unos quince minutos, pero en cuanto volvía a
atender, percibía idéntica súplica.
-¡Vete!
-exclamé-. ¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo veinte
años seguidos!
-Veinte
años han pasado -murmuró-. Veinte años han pasado desde que me
perdí.
Y
empujó levemente desde fuera. El montón de libros vacilaba.
Intenté moverme, pero mis músculos estaban como
paralizados, y, en el colmo del horror, lancé un grito.
Aquel
grito no había sido soñado. Con gran turbación, sentí que unos
pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la
abrió, y por las aberturas del lecho percibí luz. Me senté en
la cama, sudoroso, estremecido aún de miedo.
El
que había entrado murmuró algunas palabras como si hablase
solo, y luego dijo en el tono de quien no espera recibir
contestación:
-¿Hay
alguien ahí ?
Reconocí
la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era necesario
revelarle mi presencia, ya que, si no, buscaría y acabaría
encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré mucho en
poder olvidar el efecto que mi acción produjo en él.
Heathcliff
se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una
vela en la mano y su cara estaba blanca como la pared. El ruido de las
tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente
eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su
excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla.
-Soy
Lockwood -dije, para evitar que continuase demostrándome su
miedo-. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba.
Lamento haberle molestado.
-¡Dios
le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al... -empezó él-. ¿Quién
le ha traído a esta habitación? -continuó, hundiendo las uñas en
las palmas de las manos y rechinando los dientes en su
esfuerzo para dominar la excitación que le poseía-. ¿Quién
le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente.
-Su
criada Zillah -contesté abandonando la cama y recogiendo mis
ropas-. Haga con ella lo que le parezca, porque lo tiene merecido. Se
me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en
efecto está embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está
bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie
le agradecerá a usted el dormir en esta habitación.
-¿Qué
quiere usted decir y qué está usted haciendo? -replicó
Heathcliff-. Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no
repita el escándalo de antes. No tiene justificación posible,
a no ser que le estuvieran desollando vivo.
-Si
aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que
me hubiese estrangulado -le respondí-. No me siento con ganas
de soportar más persecuciones de sus hospitalarios
antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez
pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina
Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡buena pieza
debía estar hecha! Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que
sin duda es justo castigo de sus maldades...
En
aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba
unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta
entonces. Me avergoncé de mi descortesía, pero, como si no me
diese cuenta de haberla cometido, continué:
-El
caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir
«hojeando esos librotes», pero me corregí, y continué-:
repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, para ver
si me dormía.
¿Cómo
se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -barbotó
Heathcliff-. ¿Se habrá vuelto loco cuando me habla así?
Se
golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o
seguir explicándome, pero me pareció tan conmovido, que
sentí compasión de él, y proseguí contándole mi sueño, y le
aseguré que jamás había oído pronunciar hasta entonces el nombre de
Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí,
llegó a
corporeizarse al dormirme.
Entretanto
que me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido
retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho.
A juzgar por lo sofocado de su respiración, luchaba para
reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta, continué
vistiéndome, y dije:
-No
son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos.
El tiempo aquí se hace interminable.
Verdad
es que sólo debían ser las ocho cuando nos acostamos.
-En
invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a
las cuatro -replico mi casero, reprimiendo un gemido y limpiándose
una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo-.
Acuéstese -añadió-, ya que si baja tan temprano no hará
más que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al diablo mi sueño.
-A mí
me pasa lo mismo -contesté-. Bajaré al patio y estaré paseando
por él hasta que amanezca, y después me iré. No tema una nueva
intrusión de mi parte. La muestra de hoy me ha quitado las
ganas de buscar
amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe
tener bastante compañía consigo mismo.
-¡Magnífica
compañía! -murmuró Heathcliff-. Coja la vela y váyase adonde
quiera. Me reuniré con usted enseguida. No salga al patio, porque
los perros están sueltos. Ni al salón porque Juno está
allí de vigilancia.
De
modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las
escaleras. No obstante, váyase. Yo me reuniré con usted
dentro de dos minutos.
Obedecí,
y me alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no
sabía adonde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y
entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me
extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico al
parecer como aquel personaje.
Había
entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras
rompía a llorar.
-¡Oh,
Catalina! -decía-, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada
de mi corazón, ven, ven al fin!
Pero
el fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los
espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la
nieve entraron por la ventana y extinguieron la luz.
Tan
dolorosa congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel
hombre, que me retiré, reprochándome el haberle escuchado, y
el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal
manera, por razones a que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al
piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el rescoldo de la lumbre.
No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de
entre las cenizas y me saludó con un quejumbroso maullido.
Dos
bancos semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en
uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya empezábamos
ambos a dormirnos cuando un intruso invadió nuestro retiro.
Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía conducir
a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo había encendido,
expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a
cargar de tabaco una pipa que medía tres pulgadas de longitud.
Debía considerar mi presencia en su santuario como una
desvergüenza tal que no merecía ni comentarios siquiera.
En
absoluto mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de
brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él,
después de aspirar la última bocanada, se levanto, suspiro, y
se fue tan gravemente como había llegado.
Sonaron
cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la
boca para saludar, la cerré de nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se
dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de
tantas
maldiciones como objetos iba tocando, mientras se afanaba en
un rincón en busca de una azada para quitar la nieve. Me
miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió
saludarme a mí, como al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por
sus preparativos que estaba disponiéndose a salir, abandoné mi
duro lecho
y me apresté a seguirle. Él lo notó y con el mango de la azada
me señaló una puerta que comunicaba con el salón. Las mujeres estaban
en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle colosal, y la
señora
Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al
resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano entre el fuego y sus
ojos, y permanecía embebida en la lectura, que sólo
interrumpía de vez en cuando para reprender a la cocinera si hacía
salir chispas sobre ella, o para separar a alguno de los
perros que a veces la rozaba con el hocico. Me sorprendió ver
también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al
parecer, concluyendo
entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual,
de cuando en cuando, suspendía su tarea y suspiraba.
-En
cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff pronunció una palabra
intranscribible dirigiéndose a su nuera- ya veo que continúas con
tus odiosas mañas de siempre. Los demás trabajan para ganarse
el pan que comen, y únicamente tú vives de mi caridad.
¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme. por la desgracia de estar
viéndote siempre ... ! ¿Me oyes, maldita bruta?
-Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no -respondió la joven cerrando el libro y tirándolo sobre una silla-. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo lo que me parezca bien.
Heathcliff
alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía
costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de
su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la
lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos
tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en
la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los
bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve
allí permaneció
callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo.
Renuncié a la invitación que me hicieron de que les acompañase a
desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la
aurora, salí al aire libre, que estaba frío y despejado como
el hielo.
Heathcliff
me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para
acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina
estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba
todas las
desigualdades del terreno. La impresion que yo guardaba de la
contextura del suelo no respondía en nada a lo que ahora
veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los
montones de piedras -reliquias del trabajo de las canteras- que
bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo
había distinguido
el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo
del camino y blanqueadas con cal, para que sirviesen de referencia en
la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer
confundir la tierra segura del camino con las movedizas
charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se percibían aquellos
jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para
impedir que yo saliese del camino sin notarlo.
Hablamos
muy poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff
se detuvo, me dijo que suponía que ya no me extraviaría, y con una
simple inclinación de cabeza nos despedimos. En la portería no
había nadie,
y recorrer las dos millas que me quedaba por andar hasta la
granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que erré
el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en
nieve hasta la cintura.
Era
mediodía cuando llegué a mi casa.
El
ama de llaves y sus satélites acudieron con alborozo a
recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que pensaban
en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconseje que se
calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí dificultosamente
la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta
los huesos.
Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta
minutos para entrar en calor, y luego me instalé en el despacho, tal
vez apartado en exceso del buen fuego y el confortante café
que el ama de llaves me preparó.
....
CAPÍTULO IV
El
ser humano es tornadizo como una veleta. Yo, que había
resuelto mantenerme al margen de toda sociedad humana y
que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a
un sitio donde mis
-Usted
vive aquí hace mucho tiempo -empecé-. Me dijo que dieciséis
años, ¿no?
-Dieciocho,
señor. Vine al servicio de la señora, cuando se casó. Al
faltar la señora, el señor me dejó de ama de llaves.
-¡Ah!
Hubo
una pausa. Pensé que le gustaban los comadreos.
Pero,
al cabo de algunos instantes, exclamó poniendo las manos
sobre las rodillas, mientras una expresión meditativa
se pintaba en su rostro:
-Los tiempos han cambiado mucho desde entonces.
-Claro
-dije-. Habrá asistido usted a muchas modificaciones...
-Y
a muchas tristezas.
«Procuraremos
que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero
-pensé-. ¡Debe ser un tema entretenido! Me gustaría saber la
historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o
no, lo cual me parece lo más probable, ya que aquel grosero
indígena no la reconoce como de su raza.»
Y
con esta intención, pregunté a la señora Dean si conocía los
motivos por los cuales Heathcliff alquilaba la «Granja de los
Tordos», reservándose una residencia mucho peor.
-¿Acaso
no es bastante rico? -Interrogué.
-¡Rico!
Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de
año en año. Es lo bastante rico para
-¿No
tuvo un hijo?
-Sí,
pero murió.
-Y
la señora Heathcliff, aquella muchacha, ¿es la viuda?
-Sí.
-¿De
dónde es?
-¡Es
la hija de mi difunto amo ... ! De soltera se llamaba
Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado
-¿Catalina
Linton? -exclamé asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí
que no podía ser la
-Sí,
señor.
-¿Y quién es ese Hareton Eamshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes?
-Hareton
es sobrino de la difunta Catalina Linton.
-¿Primo
de la joven, entonces.
-Sí.
El marido de ella era tambien primo suyo. Uno por parte de
madre, otro por parte de padre.
Heathcliff
estuvo casado con la hermana del señor Linton.
-En
la puerta principal de «Cumbres Borrascosas» he visto una
inscripcion que dice: «Earnshaw, 15OO».
Así
que supongo que se trata de una familia antigua...
-Muy
antigua, señor. Hareton es su último descendiente, y
Catalina la última de nosotros... quiero
-La
señora Heathcliff me pareció muy bonita, pero creo
sinceramente que no vive muy contenta.
-¡Oh,
Dios mío, no es de extrañar! Y ¿que opina usted del amo?
-Me
parece un tipo bastante áspero, señora Dean.
-Es
áspero como el filo de una sierra, y duro como el pedernal.
-Debe
haber tenido una vida muy accidentada para haberse vuelto de
ese modo... ¿Sabe usted su historia?
-La
conozco toda, excepto quienes fueran sus padres y dónde ganó
su primer dinero. A Hareton le han
-Vaya,
señora Dean, pues haría usted una buena obra si me contara
algo sobre esos vecinos. Si me
-¡Oh,
sí, señorl Precisamente tengo unas cosas que coser. Me
sentaré todo el tiempo que usted quiera.
Pero
está usted tiritando de frío y es necesario que le prepare
algo para reaccionar.
Y
la buena señora salió apresuradamente. Me acomodé al lado de
la lumbre. Tenía la cabeza ardiendo y
El
ama de llaves volvió enseguida, trayendo un tazón humeante y
un costurero. Colocó la vasija en la
Antes
de instalarme aquí -comenzó, sin esperar que yo volviese a
invitarla a contarme la historia-, residí
y
yo solía jugar con los niños. Andaba por toda la finca,
ayudaba a las faenas y hacía los recados que me
-¿Qué
quieres que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo que
quieras, con tal de que no abulte mucho,
Hindley
le pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía todavía
seis años ya sabía montar todos los
Luego
besó a los niños, y se fue.
En
los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no hacía
más que preguntar por su padre. La noche
-Creí
que reventaba -añadió, abriendo su gabán-. Mira lo que
traigo aquí, mujer. No he llevado en mi
Le
rodeamos, y por encima de la cabeza de Catalina pude
distinguir un sucio y andrajoso niño de
Hindley
y Catalina estuvieron escuchando hasta que la tranquilidad
se restableció. Y entonces empezaron
Así
se introdujo Heathcliff en la familia. Yo volví a la casa
días después, ya que mi expulsión no llegó a
Catalina
y él hicieron muy buenas migas, pero Hindley le odiaba y yo
también. Ambos le maltratábamos
Él
se comportaba como un niño torvo y paciente. Quizá estuviera
acostumbrado a sufrir malos tratos.
Aguantaba
sin parpadear los golpes de Hindley y no vertía ni una
lágrima. Si yo le pellizcaba, no hacia más
De
manera que, desde el principio, Heathcliff sembró en la casa
semillas de discordia. Cuando dos años
Cuando
se curó y el médico aseguró que ello en parte era
consecuencia de mis cuidados, me sentí
Recuerdo,
por ejemplo, una ocasión en que el señor Earnshaw compró dos
potros en la feria del pueblo y
-Tienes
que cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me agrada.
Si no lo quieres hacer, le contaré a
Hindley
se burló de él y le dio de bofetadas.
-Lo
mejor es que hagas enseguida lo que te digo -continuó
Heathcliff, saliendo al portal desde la cuadra,
donde
estaban-. ¡Ya sabes que si hablo a tu padre, recibirás estos
golpes y muchos más!
-¡Largo
de aquí, perro! -gritó Hindley amenazándole con una pesa de
hierro que se empleaba para pesar
-Atrévete
a tirármela -le desafió Heathcliff deteniéndose -. Ya diré
que te has vanagloriado de que me
Hindley
le tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho. Cayó
al suelo, pero se levantó enseguida,
-Coge
mi caballo, gitano -rugió entonces el joven Earnshaw-, y
¡ojalá te mates con él! ¡Tómalo y maldito
Heathcliff
se acercó al animal y se puso a desatarlo para cambiarlo de
sitio. Hindley, al terminar de
CAPÍTULO
VI
Cuando
Hindley acudió a las exequias de su padre, traía una
mujer con él, lo que asombró a todos los vecinos. Nunca
nos dijo quién era su esposa ni dónde había nacido.
Debía carecer de fortuna y de nombre distinguido,
porque Hindley hubiese anunciado a su padre su
casamiento en caso contrario.
La
recién llegada no causó muchas molestias en casa. Se
mostraba encantada de cuanto veía allí, excepto lo atañente al
entierro. Viéndola como obraba durante la ceremonia,
juzgué que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su
habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los
niños, y se sentó, temblando, y apretando los
puños. No hacía más que repetir:
-¿Se
han ido ya?
Y
empezó a explicar como una histérica el efecto que le
producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le
pregunté que qué le pasaba, y me contestó que temía
morir. Me pareció que tan expuesta estaba a morir como yo.
Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus
ojos brillaban como dos diamantes.
Noté,
sin embargo, que cualquier ruido inesperado la
sobresaltaba, y que tosía de vez en cuando, pero yo no sabía lo que
tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además,
simpatía alguna hacia ella. En esta tierra simpatizamos
poco con los que vienen de fuera, a no ser que ellos nos
muestren simpatía primero.
Hindley
parecía otro. Estaba más delgado y más pálido, y vestía
y hablaba de un modo muy diferente. El mismo día que
llegó, nos dijo a José y a mí que debíamos limitarnos a
la cocina, dejándole el salón para su uso exclusivo.
Al principio pensó en acomodar para saloncito una
estancia interior, empapelándola y acondicionándola,
pero tanto le gustó a su mujer el salón con su suelo
blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus
platos, y tanto la satisfizo el desahogo de que se
disfrutaba allí, que prefirieron utilizar aquella habitación como gabinete.
Los
primeros días, la mujer de Hindley se manifestó
satisfecha de ver a su cuñada. Andaba con ella por la casa, jugaban
juntas, la besaba y le hacía obsequios, pero pronto se
cansó, y a medida que disminuía en sus muestras de
cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra
de su mujer que indicase desafecto hacia Heathcliff
despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo
instalar en compañía de los criados y le mandó que
se aplicase a las mismas faenas agrícolas que los otros
mozos.
Al
principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su
nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella aprendía,
trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos
iban creciendo en un abandono completo, y el joven amo
no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal de
que no le estorbaran. Ni siquiera se ocupaba de que
fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los
chicos se escapaban y José o el cura le censuraban su
descuido, se limitaba a mandar que pegasen a Heathcliff
y que castigasen sin comer a
No
tardé en oír pisadas y vi brillar una luz al otro lado
de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza y me apresuré a
salir, a fin de que no llamasen y despertaran al señor.
El recién llegado era Heathcliff, y el corazón me dio
un salto al verle solo.
-¿Dónde
está la señorita? -grité con impaciencia-. Espero que no
le haya pasado nada.
-Está
en la «Granja de los Tordos» -repuso- y allí estaría yo
también si hubiesen tenido la atención de decirme que me quedase.
-Bueno
-le dije-, pues ya pagarás las consecuencias. No pararás
hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais que hacer en la
«Granja de los Tordos»?
-Déjame
cambiarme de ropa, y ya te lo contaré, Elena.
Le
recomendé que procurara no despertar a Hindley y
mientras yo esperaba a que se desnudase para apagar la vela,
me explicó:
-Catalina
y yo salimos del lavadero pensando en dar unas cuantas
vueltas a nuestro gusto. Luego, vimos las luces de la
«Granja», y se nos ocurrio ir a ver si los niños de los
Linton se pasan los domingos
-No
lo creo -respondí-, porque son niños buenos, y no
merecen el trato que recibís vosotros por lo mal que os portáis.
-¡Bah,
bah! -replicó-. Fuimos corriendo desde las «Cumbres»
hasta el parque, sin pararnos. Catalina llegó rendida, porque
iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en
el seto, subimos a tientas el sendero, y nos
subimos a una maceta bajo la ventana del salón. No
habían cerrado las maderas, las cortinas estaban sólo a
medio echar, y una espléndida luz salía a través de los
cristales. Nos pusimos en pie, y sujetándonos al
antepecho de la ventana, vimos una magnífica habitación
con una alfombra carmesí. El techo era blanco
como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un
torrente de gotas de cristal, suspendidas de
una cadena de plata, y brillando con la luz de muchas
velas pequeñitas. Los viejos Linton no estaban allí,
y Eduardo y su hermana disponían de todo aquel cuarto
para ellos. ¿Cómo no iban a ser felices? A
nosotros nos hubiera parecido estar en la gloria. Y
ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían esos niños
buenos que tú dices. Isabel -que me parece que tiene
once años, uno menos que Catalina- estaba en un rincón,
gritando como si las brujas la pinchasen con alfileres
calientes. Eduardo estaba junto a la chimenea
llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un
perrito, al que casi habían partido en dos al pelearse por él,
según comprendimos por los reproches que se dirigían uno
a otro y por las quejas del animal. ¡Vaya unos tontos!
¡Pelearse por un montón de pelos tibios! Y en aquel
momento lloraban porque, después de pegarse para
cogerlo, ya no lo querían ninguno de los dos. Nosotros
nos moríamos de risa viendo aquello. ¿Cuándo me has visto a
mí querer lo que quiere Catalina? ¿Acaso alguna vez,
cuando estamos solos, nos has visto chillar y llorar, y
revolcarnos, cada uno en un extremo del salón? ¡No
cambiaría la vida que hace Eduardo Linton en la «Granja de
los Tordos» por la que hago yo aquí, ni aunque me diese
la satisfacción
de poder tirar a José desde lo alto del tejado y de
pintar las paredes de la casa con la sangre de Hindley!
-¡Cállate,
cállate! -le interrumpí---. Y, ¿cómo se ha quedado allí
Catalina?
-Como
te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron y
se precipitaron a la puerta veloces como flechas. Hubo un
momento de silencio y después gritaron: «¡Papá, mamá,
venid! ¡Ay! ¡Ay!» Creo que era algo así lo que
gritaban. Hicimos entonces un ruido espantoso para
asustarles más aún, y luego nos soltamos de la
ventana y echamos a correr, porque oímos que alguien
procuraba abrirla. Yo llevaba a Catalina de la
mano, y le decía que se apresurase, cuando de pronto
cayó al suelo. «¡Corre, Heathcliff! -me dijo-. Han
soltado al perro, y me ha agarrado.» El animal la había
cogido por el tobillo. Le oí gruñir.
Catalina
no gritó. Le había parecido despreciable gritar aunque
se hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo. Pero yo
sí grité. Lancé tantas maldiciones que habría bastante
con ellas para espantar a todos los diablos del
infierno. Luego cogí una piedra, y la metí en la boca
del animal tratando furiosamente de introducírsela
en la garganta. Salió un animal de criado con un farol y
gritó: «¡Sujeta fuerte, Espía, sujeta fuerte!» Pero
cuando vio en que situación se hallaba el perro, cambió
de tono. El animal tenía un palmo de lengua fuera de
la boca y sangraba a borbotones por el hocico. El hombre
cogió a Catalina, que estaba medio
desvanecida, no de miedo, sino de disgusto, y se la
llevó, seguido por mí, que profería toda clase de insultos y
amenazas de vengarme.
»-¿A
quién habéis capturado, Roberto? -preguntó Linton desde
la puerta.
»-El
perro ha cogido a una niña, señor -repuso el criado- y
aquí hay también un rapaz que me parece que no tiene
desperdicio -añadió sujetándome-. Seguramente los
ladrones se proponían hacerles entrar por la ventana para que
abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos, y poder
así asesinarnos impunemente.
¡Calla
la lengua, maldito ladronzuelo! Esta hazaña te costará
la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.
»-No
la suelto, Roberto -contestó el viejo mentecato-. Los
bandidos habrán logrado enterarse de que ayer fue día de cobro
y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que
los recibiremos bien! Juan: echa la cadena.
Eugenia: dale agua al perro. ¡Han venido a meterse en la
boca del lobo! ¡Y en domingo nada menos! ¡Qué
insolencia! Mira, querida María: es un niño, no temas.
Pero tiene tan mala facha, que se haría un bien a la
sociedad ahorcándole antes de que realice los crímenes
que ha de cometer a juzgar por su jeta.
»-¡Qué
horrible! Enciérrale en el sótano, papá. Se parece al
hijo de la gitana que me robó mi faisancito
domesticado.
¿Verdad, Eduardo?
»Mientras
me miraban, apareció Catalina, y se rió al oír a Isabel.
Eduardo Linton, después de contemplarla fijamente, llegó
un momento en que la reconoció. Algunas veces nos hemos
encontrado en la iglesia.
»-¡Es
Catalina Earnshaw! -aseguró-. Y mira cómo le sangra el
pie, mamá.
»-No
digas necedades. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un
gitano! ¡Oh, y sin embargo lleva luto!
Pues
es ella. ¡Y pensar que podría quedar coja para siempre!
»-¡Qué
descuido tan increíble tiene su hermano! -exclamó el
señor Linton, volviéndose hacia Catalina-.
Verdad
es que he sabido por el padre Shielder que no se ocupan
para nada de su educación. ¿Y éste?
¿Quién
es éste? ¡Ah, ya: es aquel chicuelo vagabundo que el
difunto Earnshaw trajo de Liverpool!
»-De
todos modos, es un niño malo, que no debía vivir en una
casa distinguida -afirmó la vieja-. ¿Oíste cómo hablaba,
Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído.
»Volví
a maldecirles cuanto pude -no te enfades, Elena y
entonces mandaron a Roberto que me echase fuera. No quise
irme sin Catalina, pero él me llevó a la fuerza al
jardín, me entregó un farol, me dijo que iba a hablar al
señor Earnshaw de mi comportamiento, y, después de
ordenarme que me marchara, atrancó la puerta.
»Viendo
que las cortinas seguían descorridas, volví adonde antes
habíamos estado, proponiéndome romper todos los
cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se
lo permitían. Pero ella estaba sentada tranquilamente
en el sofá, y la señora Linton, que le había quitado el
mantón de la criada, que habíamos cogido para
hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que
reprendiéndola. Como era una señorita la trataban de otra
forma que a mí. La criada llevó una palangana de agua
caliente y le lavaron el pie. Luego el señor Linton le
ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le
ponía en el regazo un plato con tortas y Eduardo
permanecía silencioso a poca distancia. Después le
secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas zapatillas que
le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así
la he dejado, lo más alegre que te puedes imaginar,
repartiendo los dulces con Espía y con el perro
pequeño, y a veces haciéndoles cosquillas en el hocico.
Todos estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque
vale mil veces más que ellos y que cualquier otra
persona. ¿No es cierto?
-Ya
verás como esto trae malos resultados, Heathcliff -le
contesté, abrigándole y apagando la luz-. Eres incorregible. El
señor Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, no
lo dudes.
Mis
palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. El
lance enfureció a Earnshaw. Además, al día siguiente el
señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal
chaparrón sobre su modo de educar a los niños, que
Hindley se consideró obligado a poner a raya a
Heathcliff. No dispuso que le pegaran, pero le comunicó que a
la primera palabra que dirigiera a Catalina, le echarían
a la calle. La señora Earnshaw aseguró que
cuando Catalina volviese a casa la haría cambiar de modo
de ser empleando la persuasión. De otra forma
hubiera sido imposible.
...
CAPÍTULO
IX
En el momento en que yo ocultaba a
Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando
juramentos. A Hareton le espantaban tanto el
afecto como la ira de su padre, porque en el primer
caso corría el riesgo de que le
ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se
exponía a que le estrellara contra un muro o le arrojara a
la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto
en los sitios donde yo le ocultaba.
-¡Al fin la hallo! -clamó Hindley,
sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un
perro-. ¡Por el cielo, que os habéis
conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por
qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero
con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer
tragar el trinchante. No lo tomes a risa: acabo de
echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del
Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo
ganas de mataros a uno de vosotros, y he de
conseguirlo.
-Vaya, señor Hindley -contesté-,
déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante:
está de cortar aren-ques.
Más vale que me pegue un tiro, si
quiere.
-¡Quiero que te vayas al diablo!
-contestó-. Ninguna ley inglesa impide que un hombre
tenga una casa decorosa, y la mía es detestable.
¡Abre esa boca!
Intentó deslizarme el cuchillo entre
los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus
locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo
tragaría.
-¡Diablo! -exclamó, soltándome de
pronto-. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no
es Hareton.
Perdona, Elena. Si lo fuera,
merecería que le desollaran vivo por no venir a
saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera
un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo
te enseñaré a engañar a un padre
crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que
este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas
hace
más feroces a los perros, y a mí me gusta la
ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las
orejas, constituye una afectación diabólica.
No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos
asnos. Cállate, niño... ¡Anda, pero si es mi nene!
Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No
quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado!
Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo
semejante? Le voy a romper el cráneo...
Hareton se debatía entre los brazos
de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus
gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la
escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba
a asustar al niño, y me apresuré a correr para
salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado
a la barandilla escuchando un rumor que
sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.
-¿Quién va? -preguntó, sintiendo que
alguien se acercaba al pie de la escalera.
Reconocí las pisadas de Heathcllff,
y me asomé para hacerle señas de que se detuviese.
Pero en el momento en que dejé de mirar al
niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al
vacío.
No bien me había estremecido de
horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a
salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento
preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al
niño, lo puso en el suelo y miró al causante de
lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor
Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una
impresión semejante a la de un avaro que vendiese un
billete de lotería de cinco chelines, y supiera al día
siguiente con que había perdido así un premio de
cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se
leía claramente cuánto le pesaba haberse
convertido en instrumento del fracaso de su
venganza. Yo juraría que, de no haber
habido luz, hubiera remediado su error estrellando
al niño contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a
Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo
me hallaba abajo, apretando contra mi corazón mi preciosa
carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera,
descendió las escaleras muy turbado.
-Tú tienes la culpa -me dijo-. Has
debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha
hecho daño?
-¿Daño? -grité, indignada-. Tonto
será si no se muere. Me asombra que su madre no se
alce del sepulcro al ver cómo le trata usted.
Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a
su propio hijo!
El quiso tocar al niño, que al
sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero
Hareton, entonces, comenzó de nuevo a
gritar y a agitarse.
-¡Déjele en paz! -exclamé-. Le odia,
como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia
tan feliz tiene usted y a qué bonita
situación ha venido a parar!
-¡Más bonita será en adelante,
Elena! -replicó aquel desgraciado, volviendo a
recuperar su habitual aspecto de dureza-.
Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff,
haz lo mismo. Por esta noche creo que no os
mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la
casa... Ya veremos.
Y se escanció una copa de
aguardiente.
-No beba más -le rogué-. Apiádese de
este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo.
-Con cualquiera le irá mejor que
conmigo -me contestó.
-¡Tenga compasión de su propia alma!
-dije, intentando quitarle la copa de la mano.
-¡No quiero! Tengo ganas de mandarla
al infierno para castigar a su Creador -repuso-.
¡Brindo por su perdición eterna!
Bebió y nos mandó alejarnos, no sin
soltar una serie de juramentos que más vale no
repetir.
-¡Cuánto deploro que no se mate
bebiendo! -comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez,
otra sarta de imprecaciones cuando se cerró la
puerta-. Él hace todo lo posible para ello, pero es
de una naturaleza muy robusta, y no lo
conseguirá. El señor Kenneth asegura que va a vivir
más que todos los de Gimmerton, y que
encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo
inesperado.
Me senté en la cocina, y empecé a
mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó
la cocina, y yo pense que se encaminaba al
granero. Pero luego resultó que se había tumbado en
un banco junto a la pared, y allí
permaneció callado.
Yo mecía a Hareton sobre mis
rodillas y había comenzado una canción que dice:
«Era de noche y los niños lloraban;
en sus cuevas los gnomos lo oyeron ... »
De pronto, la señorita Catalina
asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y
preguntó:
-¿Estás sola, Elena?
-Sí, señorita -contesté.
Pasó y se acercó a la lumbre.
Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se
leía la ansiedad. Abrió los labios como si fuera a
hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro.
Continué cantando, sin hablarle, ya
-¿Dónde está Heathcliff? --preguntó.
-Trabajando en la cuadra -dije.
El muchacho no denegó. Tal vez se
hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas
de Catalina se deslizaba una lágrima. Me pregunté
si estaría disgustada por su conducta, lo cual
hubiera constituido un hecho insólito en ella.
Pero no había tal cosa. No se
inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía
a ella.
-¡Ay, querida! -dijo por fin-. ¡Qué
desgraciada soy!
-Es una pena -repuse- que sea usted
tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan
pocas preocupaciones, tiene motivos de sobra para
estar satisfecha.
-¿Me guardarás un secreto, Elena?
-me preguntó, mirándome con aquella expresión suya
que desarmaba al más enfadado, por muchos
resentimientos que con ella tuviese.
-¿Merece la pena? -pregunté con
menos aspereza.
-Sí. Y debo contártelo. Necesito
saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha
pedido que me case con él y ya le he contestado.
Pero antes de decirte lo que he respondido, dime tú
qué hubiera debido contestarle.
-Verdaderamente, señorita, no sé qué
responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha
hecho usted contemplar esta tarde, lo mejor
hubiera sido rechazarle, porque si después de ella
todavía le pide relaciones, es que es
que si un tonto completo o que está loco.
-Si sigues hablando así, ya no te
diré más -exclamó ella, levantándose malhumorada-.
Le he aceptado.
Dime si he hecho mal, y pronto.
-Si le ha aceptado, no veo que haya
nada que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra!
-¡Pero quiero que me digas si he
obrado con acierto! -insistió con irritado tono,
retorciéndose las manos y frunciendo
las cejas.
-Para contestar, habría que tener
muchas cosas en cuenta -dije sentenciosamente-. Ante
todo, ¿quiere al señorito Eduardo?
-¡Naturalmente!
Yo le formulé una serie de
preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya
que se trataba de una muchacha muy joven.
-¿Por qué le quiere, señorita
Catalina?
-¡Vaya una pregunta! Le quiero, y
nada más.
-No basta. Dígame por qué.
-Porque es guapo y me gusta estar
con él.
-Malo... -comenté.
-Y porque es joven y alegre.
-Más malo aún.
-Y porque él me ama.
-Eso no tiene nada que ver.
-Y porque llegará a ser rico, y me
agradará ser la señora más acomodada de la comarca,
y porque estaré orgullosa de tener un
marido como él.
-Eso es lo peor de todo. Y dígame:
¿cómo le ama usted?
-Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces
boba!
-No lo crea... Contésteme.
-Pues amo el suelo en que pone los
pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y
todas las palabras que pronuncia, y todo lo
que mira y todo lo que hace... ¡Le amo enteramente!
-¿Y qué más?
-Está bien, lo tomas a juego. ¡Es
demasiada maldad! ¡Pero para mí no se trata de una
broma! -dijo la joven, enojada, mirando al
fuego.
-No lo tomo a juego, señorita
Catalina. Usted dice que quiere al señorito Eduardo
porque es guapo, y joven, y alegre, y rico, y
porque el la ama a usted. Lo último no significaría
nada. Usted le amaría igual aunque ello
no fuera así, y únicamente por eso no le querría si
no reuniese las demás cualidades.
-¡Naturalmente! Me daría lástima, y
puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera
un hombre ordinario.
-Pues en el mundo hay otros
muchachos guapos y ricos, y más que el señorito
Eduardo.
-Quizá, pero yo sólo he visto uno y
es Eduardo.
-Más tarde puede usted conocer algún
otro, y él, además, no será siempre joven y guapo.
También podría dejar de ser rico.
-Yo no tengo por qué pensar en el
futuro. Ya podrías hablar con más sentido común.
-Pues entonces, nada... Si no piensa
usted más que en el presente, cásese con el señorito
Eduardo.
-Para eso no necesito tu permiso.
Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún
si hago bien o no.
-Me parece bien si usted se casa
pensando sólo en el momento. Ahora contésteme usted:
¿de qué se preocupa? Su hermano se alegrará,
los ancianos Linton no creo que pongan reparo
alguno, va usted a salir de una casa
desordenada para ir a otra muy agradable, ama usted
a su novio y él la ama a usted. Todo está claro y
sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?
-¡Aquí y aquí, o donde pueda estar
el alma! -repuso Catalina golpeándose la frente y el
pecho-. Tengo la impresión de que no obro
bien.
-¡Qué cosa tan rara! No me la
explico.
-Pues te la explicaré lo mejor que
pueda, si me prometes que no te vas a burlar de mí.
Catalina se sentó a mi lado. Estaba
triste y noté que sus manos, que mantenía enlazadas,
temblaban.
-Elena: ¿no sueñas nunca cosas
extrañas? -me dijo, después de reflexionar un
instante.
-A veces -respondí.
-También yo. En ocasiones he soñado
cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi
modo de pensar. Han pasado por mi alma y le
han dado un color nuevo, como cuando al agua se le
agrega vino. Y
-No me lo cuente, señorita -le
interrumpí-. Ya tenemos aquí bastantes congojas para
andar con pesadillas que nos angustien más. Ea,
alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no
sueña nada triste! ¿Ve con cuánta
dulzura sonríe?
-¡También sé con cuanta dulzura
reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando
era tan pequeño como este niño. De todos
modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy
largo. Además, no me siento jovial hoy.
-¡No quiero oírlo! -me apresure a
contestar.
Porque yo era, y soy aún, muy
supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante
de Catalina se había puesto tan sombrío, que
temí escuchar el presagio de alguna horrorosa
desgracia. Ella se enfadó, al parecer, y no
continuó. Pasando a otra cosa, expuso:
-Yo sería muy desgraciada si
estuviera en el cielo.
-Porque no es usted digna de ir a él
-contesté-. Todos los pecadores serían muy
desgraciados en el cielo.
-No es por eso. Una vez soñé que
estaba en el cielo.
-Ya le he dicho, señorita, que no
quiero enterarme de sus sueños. Voy a acostarme.
Se echó a reír y me obligó a
permanecer sentada.
-Pues soñé -dijo- que estaba en el
cielo, que comprendía y notaba que aquello no era mi
casa, que se me partía el corazón de tanto
llorar por volver a la tierra, y que, al fin, los
ángeles se enfadaron tanto, que me echaron
fuera. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más
alto de «Cumbres Borrascosas», y me desperté llorando de
alegría. Ahora, con esa explicación, podrás
comprender mi secreto. Tanto interés tengo en casarme con
Eduardo Linton como en ir al cielo, y si mi malvado
hermano no hubiera tratado tan mal al pobre
Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca.
Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero él nunca
llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea
guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé
qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de
lo que sea, la suya es igual a la mía, y en cambio la
de Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la
luz de la luna, o la nieve de la llama.
No había concluido de hablar, cuando
noté la presencia de Heathcliff, que en aquel
momento se incorporaba y salía. Sólo había
escuchado hasta que oyó decir a Catalina que le
rebajaría casarse con él.
Inmediatamente se levantó y se fue.
Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus
movimientos ni en su marcha. Yo me había
estremecido y le hice una señal para que
enmudeciera.
-¿Por qué? -preguntó, mirando,
inquieta en torno suyo.
-Porque viene José -respondí,
refiriéndome al ruido del carro, que con toda
oportunidad oí avanzar por el camino- y
Heathcliff vendrá con- él. ¡A lo mejor estaba ahora
mismo detrás de la puerta!
-Desde la puerta no ha podido oírme
-contestó-. Dame a Hareton para que le tenga
mientras preparas la cena, y después déjame
cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da
cuenta de estas cosas, y que no sabe lo que es el
cariño?
-No veo por qué ha de conocer todos
estos sentimientos -repuse- y si es de usted de
quien está enamorado, seguramente será muy
infeliz, pues en cuanto usted se case, él se quedará
sin amor, sin amistad y sin todo... ¿Ha
pensado en las consecuencias que tendrá para él la
separación, cuando se dé cuenta de que queda
enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?
-¿Qué hablas de separarnos ni de
quedarse solo en el mundo? -replicó, indignada-.
¿Quién había de separamos? ¡Ay del que lo
intentara! Antes que abandonar a Heathcliff
prescindiría de todos los Linton del mundo. No me
propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de
suceder así. Heathcliff será para mí, cuando me case, lo
que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien
o tendrá por lo menos que soportarle. Y lo hará
cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya veo,
Elena, que me consideras una egoísta, pero debes
comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos
viviríamos como unos pordioseros. En cambio, si me caso con
Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de
la opresión de mi hermano.
-¿Y eso con los bienes de su marido?
No será eso tan fácil como le parece. No tengo
autoridad para opinar, pero me parece que ése es el
peor motivo que ha dado para explicar su matrimonio
con el señorito
-Es el mejor -dijo ella-. Los otros
se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer
a Eduardo... Yo no puedo explicarme pero creo
que tú y todos tenéis la idea de qué después de esta
vida hay otra. ¿Para qué había yo de
ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente
contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han
consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff,
y los he seguido paso a paso desde que empezaron.
El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo
desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo,
pero si desapareciera él y lo demás continuara
igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es como las
hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el
tiempo, pero mi cariño a Heathcliff es como son las
rocas del fondo de la tierra, que permanecen
eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto
del
que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff!
Le tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no
siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me
agrado siempre a mí misma. No hables más de
separarnos, porque eso es irrealizable.
Calló y escondió la cabeza en mi
regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había
hecho perder la paciencia con sus numerosas
insensateces.
-Lo único que veo, señorita -le
dije-, es, o que ignora usted los deberes de una
casada o que no tiene conciencia.
Y no me cuente más cosas, porque las
diré.
-Pero de ésta no hablarás...
Ella iba a insistir, pero entró José
y suspendimos la conversación. Catalina, con
Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y
allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez
que estuvo a punto, José y yo empezamos a
discutir acerca de quién debía llevársela al señor
Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo cuando casi
se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a
que el amo la pidiese, ya que ambos temíamos
mucho tratar con él cuando se encerraba en su
cuarto.
-Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del
campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué
holgazán! -dijo el viejo, al notar que
Heathcliff no estaba presente.
-Voy a buscarle -contesté-. Debe de
estar en el granero.
Aunque le llamé, no me contestó.
Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que
seguramente el muchacho había escuchado parte de
nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto
salir de la cocina en el momento en
que ella se refería al comportamiento de su hermano
con él.
Dio un salto, dejó a Hareton en un
asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin
reflexionar siquiera en la causa de la turbación
que le embargaba. Tanto tiempo estuvo ausente, que
José propuso que no les esperásemos mas,
suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal,
que se quedaban fuera para no tener que asistir
a sus largas oraciones de bendición de la mesa.
Agregó, pues, en bien de las almas de los jóvenes, una
oración más a las acostumbradas, y aún hubiera
aumentado otra en acción de gracias de no haber
reaparecido la señorita ordenádole que saliese
enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que
estuviese
y hacerle volver.
-Quiero hablarle antes de subir
-dijo-. La puerta está abierta, y él debe
encontrarse lejos, pues le llamé desde el
corral, y no responde.
Aunque José hizo algunas objeciones,
acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando,
al verla tan excitada que no admitía
contradicción.
Catalina empezó a pasearse de un
extremo a otro de la habitación, exclamando:
-¿Qué será de él? ¿Dónde habrá ido?
¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo.
¿Estará ofendido por lo de la tarde? ¡Dios
mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Quiero que
venga. Quiero verle.
-¡Cuánto barullo para nada! -repuse,
aunque me sentía también bastante inquieta-. Se
apura usted por poco. No creo que sea
motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los
pantanos a la luz de la luna, o que esté tendido
en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está
escuchándonos. Voy a buscarle.
Y salí de nuevo en su busca, pero
sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió
diciendo:
-¡Qué imposible es ese muchacho! Ha
dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita se
ha escapado a la pradera, después de
estropear dos haces de grano. Ya le castigará el amo
mañana por esos juegos endemoniados, y hará bien.
Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos
descuidos. Pero no sucederá siempre
igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está
haciendo todo lo posible para poner al amo fuera de
juicio!
-Bueno, ¿lo has encontrado o no,
animal? -le interrumpió Catalina-. ¿Le has buscado
como te mandé?
-Mejor hubiera buscado al caballo, y
hubiera sido más razonable -respondió él-. Pero no
puedo encontrar ni a uno ni a otro en una
noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para
llamarle, bien seguro es que no vendrá.
Puede que no se haga el sordo si le silba usted.
Corría el verano, pero la noche, en
efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les
aconsejé que nos sentáramos, porque seguramente
la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de
que nos ocupásemos de encontrarle. Pero
Catalina no se calmó. Iba y venía, en continua
agitación, de un sitio a otro. Al
fin, se apoyó en el muro, junto al camino, y allí
permaneció a pesar de mis observaciones, unas veces
llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de
sentirle volver, y otras llorando desconsoladamente
como un niño.
A medianoche, la tormenta se abatió
sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo
o del vendaval, un árbol próximo a la casa
se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre la
techumbre, derrumbando el tubo de la chimenea,
lo que hizo que se desplomara sobre el fogon un alud
de piedras y hollín. Creíamos que había caído un
rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas,
para pedir a Dios que se acordara de Noé y Lot y,
al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí
que entonces también nosotros íbamos a ser
alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor
Earnshaw se me aparecía como Jonás, y temiendo que
hubiese muerto llamé a su puerta. Respondió de tal
modo y con tales frases, que José hubo de impetrar a
Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su
ira hiciera la oportuna separación entre justos como
él y pecadores como su amo. En fin: la tempestad
cesó a los pocos minutos, sin habernos causado ni a
José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina que,
por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin
siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza,
volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el
-Ea, señorita -le dije, tocándole en
un hombro-: usted se ha empeñado en matarse... ¿Sabe
qué hora es?
-No debe estar en Gimmerton -repuso
José- y no me maravillaría que yaciese en el fondo
de una ciénaga.
Esto ha sido un aviso divino, y
tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le
tocará a usted. Demos
Empezó a repetir pasajes de la
Biblia, mencionando los capítulos y versículos
correspondientes.
Harta de insistir a la terca joven
para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé,
a ella con su tiritona y
Al día siguiente me levanté algo más
tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita
Catalina, que
-¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más
triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan
mojada y tan
-No me pasa otra cosa -contestó,
malhumorada Catalina- sino que he cogido una
mojadura y siento frío.
Vi que el señor estaba ya sereno, y
exclame:
-¡Es muy traviesa! Se caló hasta los
huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado
en quedarse toda
-¿Toda la noche? ---:-exclamó,
sorprendido, el señor Earnshaw-. ¿Y por qué? No
habrá sido por miedo a
Ni Catalina ni yo deseábamos
mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos
impedirlo, de modo que
La mañana era fresca. Abrí las
ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la
estancia. Pero Catalina
Y sus dientes rechinaban, mientras
se acercaba a la lumbre casi fría.
-Está enferma -aseguró Hindley,
tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita
sea! Está visto que
-Por andar detrás de los mozos, como
de costumbre -se apresuró a decir José, dando suelta
a su
-¡Silencio, insolente! -gritó
Catalina-. Linton vino ayer por casualidad, Hindley,
y le dije que se fuera
-Mientes, Catalina, estoy seguro...
Y eres una condenada idiota -repuso su hermano-. No
me hables de
-No he visto a Heathcliff esta noche
-contestó Catalina, entre lágrimas-. Si le echas de
casa, me iré con él.
Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal
vez se haya marchado...
Presa de congoja, empezó a proferir
sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un diluvio
de groserías, y la
Reconozco que no me porté como una
excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo
hicieron mejor
Ella y su marido contrajeron la
fiebre y fallecieron en pocos días.
La joven volvió a casa más violenta
y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a
saber nada de
Incluso se portaba con demasiada
indulgencia, aunque, más que por afecto, lo hacía
porque deseaba que
Eduardo se sintió tan entontecido
como tantos otros lo han estado antes que él y lo
seguirán estando en lo
Hube de abandonar «Cumbres
Borrascosas» para acompañar a Catalina. El pequeño
Hareton tenía entonces
En esto mi ama de llaves miró el
reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban
la una y media. Se
CAPÍTULO
XXXV
Cortos días después, el señor
Heathcliff empezó a prescindir de comer con
nosotros, aunque no llegó a excluir
del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba
generalmente por ausentarse él y al parecer le bastaba
con comer una vez al día.
Una noche, cuando toda la familia
estaba acostada, le oí bajar la escalera y salir.
A la mañana siguiente no había regresado aún.
Estábamos en abril. El tiempo era tibio y hermoso.
La lluvia y el sol habían dado verdor a
la hierba y los manzanos que hay junto a la tapia
del mediodía estaban en flor. Cati, después de desayunar,
se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a
hacer labor bajo los abetos. Después persuadió a Hareton,
que ya estaba curado, para que cavase y arreglase
un poco las flores, que al fin habían trasladado a aquel
sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente
el cielo azul y aspiraba el aroma del aire primaveral.
De pronto, la señorita, que había ido hasta la
entrada del parque a recoger semillas para su
plantación, volvió diciendo que había visto
llegar al señor Heathcliff.
-Y además me ha hablado -agregó,
asombrada.
-¿Qué te ha dicho? -preguntó
Hareton.
-Que me fuera corriendo. Pero me
lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan
poco corriente, que no pude por menos de
detenerme un momento para mirarle.
-¿Pues qué le pasaba?
-Estaba muy excitado, jovial,
hasta casi risueño... ¡Bueno, esto muy poco!
-Sin duda le sientan bien los
paseos nocturnos -dije yo, tan pasmada como ella.
Y como ver al amo alegre no era un
espectáculo ordinario, me las ingenié para buscar
un pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en
pie, pálido y tembloroso. Pero sus ojos irradiaban
un extraño placer que cambiaba completamente
su semblante.
-¿Le sirvo el desayuno?
-pregunté-. Después de andar por ahí toda la
noche, debe usted estar hambriento.
Me hubiese agradado preguntarle
adónde había ido, pero no me atreví a hacerlo
directamente.
-No tengo hambre -contestó,
volviendo la cabeza.
Hablaba con indiferencia, como si
adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su
buen humor. Yo pensé que tal vez aquel
momento fuera oportuno para hacerle algunas
reflexiones.
-No creo que haga usted bien en
salir -le amonesté- a la hora de estar en la cama,
sobre todo ahora que el aire es
muy húmedo. Va a coger un resfriamiento o unas
calenturas. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!
-Puedo soportar lo que sea -me
contestó- y me alegrará mucho si así consigo estar
solo. Anda, entra y no me
molestes.
Pasé y pude apreciar que respiraba
muy dificultosamente.
«Sí -pensé-. Se ha puesto enfermo.
¡Cualquiera sabe lo que habrá estado haciendo!»
Al mediodía comió con nosotros. Le
di un plato rebosante, y pareció dispuesto a
hacerle los honores después de su largo
ayuno.
-No tengo enfriamiento ni fiebre,
Elena -dijo, refiriéndose a mis palabras de por la
mañana- y veras cómo como..
Cogió el tenedor y el cuchillo y
cuando iba a probar del plato cambió de actitud
como si hubiera perdido el apetito
súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la
ventana ansiosamente y se fue. Mientras comíamos anduvo
dando vueltas por el jardín. Hareton propuso ir él
a preguntarle por qué se había marchado, temeroso
de que le hubiésemos disgustado con alguna cosa.
-¿Viene? -interrogó Cati a su
primo cuando éste regresaba.
-No -repuso Hareton-, pero no está
enfadado. Al contrario: me parece muy contento. Se
incomodó porque le llamé dos veces, y me
mandó que volviese contigo. Parecía muy
sorprendido de que a mí no me
Yo coloqué su plato al lado de la
lumbre para que no se enfriase. Heathcliff volvió
dos horas más tarde.
No se había calmado. Bajo sus
negras cejas se notaba la misma anormal expresión
de alegría, la misma cara pálida y
la misma sonrisa extraña en sus dientes
entreabiertos. El cuerpo le temblaba, pero no como
cuando se tiembla de frío o de
decaimiento, sino como cuando uno está excitado.
Parecía una cuerda de guitarra demasiado
tensa.
-Tome, tome la comida -repuse-.
¿Por qué no come?
-No la quiero todavía -dijo-.
Elena, haz el favor de decir a Hareton y a la
muchacha que no vengan por acá.
Quiero estar solo.
-¿Le han dado algún motivo para
que los destierre? -pregunté-. Vamos, señor
Heathcliff, dígame qué le
-Me lo preguntas por una
curiosidad estúpida -respondió-, pero a pesar de
eso te contestaré. Esta noche he estado
a las puertas del infierno. Hoy, en cambio, estoy
a las puertas del paraíso. Sólo tres pies me separan de
él. Y ahora márchate. No verás nada que te asuste,
si dejas de espiarme.
Barrí el salón y limpié la mesa, y
me marché completamente desconcertada.
Heathcliff no salió del salón en
toda la tarde y nadie interrumpió su soledad. A
las ocho, aunque no me había
llamado, creí conveniente llevarle luz y la
comida. Le vi acodado en el antepecho de una
ventana, pero no miraba hacia afuera, sino
hacia el interior. Del fuego sólo restaban
cenizas. El aire suave y húmedo de la
tarde había invadido la habitación, y en la calma
del crepúsculo podía escucharse incluso el choque
de la corriente contra las piedras.
Yo dejé escapar una exclamación de
disgusto al ver el fuego apagado y comencé a
cerrar ventanas, hasta que llegué
a aquella en que él estaba apoyado.
-¿La cierro? -pregunté, notando
que no se movía.
Mientras le hablaba, la luz de la
bujía iluminó su rostro. Y su expresión me causó
un terror indescriptible. Con sus
negros ojos, su palidez de fantasma y su horrible
sonrisa, me pareció un espíritu del otro mundo. Asustada,
solté la vela, y quedamos en tinieblas.
-Ciérrala -dijo él con su voz
acostumbrada-. ¡Qué torpe eres! ¿Por qué sostenías
la vela horizontalmente?
Trae otra.
Salí, loca de horror, y dije a
José:
-El amo dice que le lleves una luz
y le enciendas el fuego.
No osaba volver a entrar. José
entró en el salón, llevando una palada de brasas y
una bujía, pero salió enseguida, trayendo de
paso la comida del amo, y nos dijo que éste se iba
a acostar y que hasta el día siguiente
no comería nada.
Oímos a Heathcliff subir la
escalera, mas no se fue a su habitación, sino a
aquella donde está la cama con tabiques
de madera. Como la ventana de su cuarto es
bastante ancha, se me figuró que acaso quería
salir por ella sin que lo averiguáramos.
«¿Será un duende o un vampiro?»,
me pregunté.
Yo había leído cosas acerca de
esos demonios encarnados. Pero al recordar que yo
misma le había cuidado cuando era niño,
cómo había asistido a su desarrollo hasta que
llegó a la juventud y cómo había seguido
paso a paso casi toda su vida, reconocí que era
absurdo dejarme llevar por tales impresiones.
«Sí, pero ¿de dónde procedía
aquella criatura que un buen hombre recogió para
su propio mal?», repetía dentro de
mí la superstición. Y yo, medio dormida ya, me
debatía en un laberinto de suposiciones, buscando
alguna definición que concretase lo que era
Heathcliff. En sueños evoque toda su vida, y al
final me figuré que asistía a su muerte
y a su sepelio, de todo lo cual no recuerdo otra
cosa sino que me veía muy preocupada
para saber qué inscripción habíamos de poner en su
tumba, y hasta hablé sobre ello con el sepulturero,
concluyendo todo con poner únicamente
«Heathcliff», ya que no tenía apellido conocido.
Y, en verdad, esto sucedió así en la
realidad, como verá usted si entra en el
cementerio.
Con la aurora, recuperé el sentido
común. Me levanté y fui a ver si en el jardín
había huellas de pasos, pero no vi
nada.
«Se habrá quedado en casa», pensé.
Preparé el desayuno y aconsejé a
Hareton y a Cati que ellos lo tomaran primero.
Optaron por desayunar en el jardín, bajo los
árboles, y les llevé allí una mesa.
Cuando entré otra vez en la casa,
hallé al amo hablando con José sobre asuntos de la
finca. Le dio claras y precisas instrucciones
sobre lo que trataban, pero noté que hablaba muy
deprisa y daba otras muestras de excitación.
José salió y Heathcliff se sentó en su sitio
habitual. Le llevé una taza de café. La aproximó
hacia sí, apoyó los brazos en la mesa y
se puso a mirar a la pared de enfrente
examinándola de arriba abajo con tal
concentración, que hasta suspendió la respiración
durante unos segundos.
-Coma -exclamé, poniéndole en la
mano un pedazo de pan-. Coma y tome el café antes
de que se enfríe.
Lo tiene usted delante hace una
hora...
No pareció fijarse en mí. Sonrió
de un modo tan horrible, que yo hubiera preferido
verle rechinar los dientes antes que sonreír
de aquella manera.
-¡Señor Heathcliff! -grité-.
Me mira usted como si estuviera
contemplando una visión del otro mundo, ¡por amor
de Dios!
-Y tú habla más bajo, por amor de
Dios también -contestó-. Mira alrededor y dime si
estamos solos.
-Desde luego -contesté-, desde
luego que sí.
Sin embargo, miré como si lo
dudara. Él separó con un manotazo la taza y apoyó
los codos sobre la mesa.
Reparé entonces en que no
concentraba la vista en la pared, sino como a unas
dos yardas de distancia. Viere lo
que viere, ello le hacía a la vez estremecerse de
placer y de dolor, o por lo menos lo parecía, a juzgar por
la expresión de su cara. Lo que creía ver no
permanecía inmóvil, ya que los ojos de Heathcliff
cambiaban
constantemente de dirección. Yo traté de
convencerle de que comiese, pero inútilmente.
Cuando, a veces, atendiendo a mis
ruegos, tendía la mano hacia un trozo de pan, sus
dedos se crispaban antes de alcanzarlo, y
enseguida se olvidaba de ello. Me senté y
procuré distraerle de su obsesión. Al fin se
levantó y me dijo que yo le impedía comer en paz.
Agregó que en lo sucesivo le
dejara el servicio en la mesa y me fuera. Y
después de pronunciar estas palabras
salió al jardín, bajó lentamente por el sendero y
desapareció.
Transcurrieron las horas
angustiosamente para mí, y otra vez llegó la
noche. Me acosté muy tarde y no pude
dormirme. El volvió después de las doce, pero se
encerró en la habitación de abajo en lugar de irse
a
Percibí los pasos del señor
Heathcliff, que paseaba lentamente. De vez en
cuando respiraba hondamente, de un modo
tan angustioso, que pareció gemir. También le oí
murmurar algunas palabras, entre las cuales distinguí
claramente el nombre de Catalina acompañado de
alguna otra expresión de amor o de pena.
Parecía que hablaba con alguien
con palabras que saliesen del fondo de su alma. No
me atreví a entrar en la habitación,
pero para distraer su atención empecé a revolver
el fuego de la habitación. Él me oyó antes de lo que yo
esperaba. Salió y dijo:
-¿Es ya de día, Elena? Trae luz.
-Están dando las cuatro
-contesté-. Si necesita bujía para subir, puede
encenderla aquí, en la lumbre.
-No subo -respondió-. Prepara
fuego y lo necesario en este cuarto.
-Tengo que encender bien las
ascuas antes de traerlas -dije, mientras tomaba
una silla y empuñaba el fuelle.
Heathcliff paseaba de un lado a
otro de la habitación y parecía casi completamente
absorto en sí mismo.
Los suspiros entrecortaban su
respiración.
-Cuando amanezca tengo que mandar
a buscar a Green -me dijo-. Quiero hacerle unas
consultas sobre cosas legales ahora que
todavía estoy en pleno juicio. Aún no tengo
redactado mi testamento y no sé qué haré con
mis bienes. Siento mucho no poder hacerlos
desaparecer de la faz de la tierra.
-No diga eso, señor Heathcliff
-respondí- y déjese de testamentos. Aún le quedará
tiempo para arrepentirse de las
muchas injusticias que ha cometido usted. Nunca
creía posible que sus nervios se alterasen tanto como lo
están ahora. Y es que lleva usted tres días
haciendo una vida que no la hubiera resistido ni
un titán. Coma algo y descanse. Mírese al
espejo y verá que necesita una y otra cosa. Tiene
usted chupadas las mejillas y los ojos
inyectados en sangre. Está muerto de hambre y de
sueño...
-No creas que no como ni duermo
porque depende de mí. No lo hago adrede. En cuanto
pueda, comeré y dormiré. Pero pedírmelo
ahora es como pedir a un náufrago que no nade
cuando está a una braza de la orilla.
Primero llegaré a ella, y ya descansaré luego.
Bueno, no pensemos en el señor Green. Y respecto a
mis
injusticias, como no he cometido ninguna, de
ninguna tengo que arrepentirme. Soy demasiado
feliz y, sin embargo, aún no lo soy tanto
como quisiera serio. La felicidad de mi alma
destruye mi cuerpo y, no obstante,
no le basta con lo que tiene...
-¡Extraña felicidad es la suya,
señor! -comenté-. Si usted quisiera oírme sin
enfadarse, le daría un consejo que le
permitiría sentirse más dichoso.
-¿Qué consejo? Dámelo.
-Ya sabe, señor Heathcliff, que
desde los trece años ha vivido usted una vida
impía. Seguramente desde entonces
no ha cogido usted una Biblia. Debe usted haber
olvidado las enseñanzas cristianas y quizá no le sobrará
volverlas a reparar. ¿Qué habría de malo en llamar
a un sacerdote para que le recordase las enseñanzas
de Cristo y le hiciese comprender cuánto se ha
separado usted de ellas y lo mal dispuesto que está su
espíritu para salvarse, a menos que no se
arrepienta antes de morir?
-Más que ofenderme, te agradezco
que me hables de eso, Elena, porque así me
recuerdas que tengo que darte
instrucciones sobre mi entierro. Mandarás que me
sepulten al atardecer. Tú y Hareton podéis acompañarme,
si os parece bien, y no te olvides de hacer que el
sepulturero obedezca las instrucciones que le di. No
hace falta que acuda cura alguno ni que se recen
responsos. ¡Te aseguro que yo he alcanzado ya mi cielo,
y si algún otro hay, no me interesa ni en lo más
mínimo!
-¿Y si por obstinarse en no tomar
alimento se muriese, y por esa causa no le
quisieran enterrar en tierra sagrada?
¿Qué le sucedería?
-No se dará este caso -contestó-,
pero, si ocurre, ocúpate de que me entierren allí
en secreto. Y si no lo haces así,
ya te demostraré de un modo palpable que los
muertos no se disuelven del todo.
Al oír que se levantaban los
demás, se fue a su cuarto y yo respiré, aliviada.
Pero, por la tarde, después de que
salieron Hareton y José, me fue a buscar a la
cocina y me pidió que me sentase a su lado.
Necesitaba compañía, al parecer. Yo le
contesté que su aspecto y su conversación me
asustaban, y que ni mi voluntad ni mi
estado de nervios me permitían hacerle compañía.
-Ya veo que me tienes por un
demonio -dijo, riendo tétricamente-. Me consideras
demasiado horrible para vivir en una casa
normal. -Y, volviéndose a Cati, que se escondió
detrás de mí al acercarse él, añadió
No pidió a nadie más que estuviese
con él. Al oscurecer se fue a su cuarto. Toda la
noche le oímos quejarse y hablar solo.
Hareton quería entrar, pero yo le mandé a buscar
al señor Kenneth. Cuando éste vino,
encontramos que la puerta del amo estaba cerrada
por dentro. Heathcliff nos mandó a paseo, aseguró
que
se encontraba mejor y ordenó que le dejásemos en
paz. Así pues, el médico se marchó.
La noche siguiente fue muy
lluviosa. Estuvo diluviando hasta el amanecer.
Cuando salí al jardín, a la aurora, vi
que la ventana del cuarto de la cama de tablas,
donde estaba Heathcliff, se hallaba abierta y la lluvia
entraba por ella a torrentes.
«Si estuviese en la cama
-reflexioné- se hubiera calado. Debe haberse
levantado o salido. ¡Ea, voy a verlo!»
Busqué otra llave que servía para
abrir la puerta de la habitación y entré. Como no
vi a nadie en el cuarto, separé los
paneles corredizos del lecho de tablas. Heathcliff
estaba en él, tendido de espaldas. Tenía en los labios una
vaga sonrisa, y sus ojos miraban fijamente de un
modo agudo y feroz. El corazón se me heló; no podía
creer que Heathcliff estuviese muerto. Mas su
cabeza y su cuerpo, así como las sábanas, estaban
chorreando
y él no se movía. Los postigos de la ventana,
movidos por el viento, se agitaban de un lado a otro y le
habían lastimado una mano que tenía apoyada en el
alféizar. Sin embargo, no sangraba. Cuando le toqué no
dudé más. Estaba muerto, rígido...
Cerré la ventana, separé de la
frente de Heathcliff su largo cabello y traté de
cerrarle los párpados para ocultar
aquella terrible mirada, pero no lo conseguí. Sus
ojos parecían burlarse de mí, y sus dientes, brillando
entre los labios entreabiertos, también. Asustada,
llamé a José. Éste alborotó y gruñó, y se negó a hacer nada
con el cadáver.
-¡El diablo se ha llevado su alma!
-gritó-. ¡Y por lo que dependa de mí, también
cargará con sus restos! ¡Grandísimo
malvado! Está enseñando los dientes a la muerte...
Y quiso imitar su lúgubre sonrisa
para mofarse de él. Creí que hasta iba a bailar de
alegría alrededor del lecho. Sin embargo,
recobró su compostura, e hincándose de rodillas y
levantando las manos al cielo dio gracias a
Dios de que el amo legítimo y la antigua estirpe
recuperasen al fin los derechos que les eran propios.
Quedé abrumada, evocando con
tristeza los antiguos tiempos. El pobre Hareton
fue el que más se disgustó de todos
nosotros. Toda la noche veló junto al cadáver
llorando con desconsuelo. Apretaba la mano del
muerto, besaba su áspero y sarcástico rostro, que
sólo él se atrevía a mirar, y mostraba el dolor real que
brota siempre de los pechos nobles aunque sean
duros como el acero mejor templado.
El doctor Kenneth se halló muy
apurado para diagnosticar las causas de la muerte.
No le hablé de que el amo había pasado sin
comer los cuatro últimos días, para evitar que
ello nos produjera complicaciones. Por mi parte,
estoy segura de que aquello fue efecto y no causa
de su rara enfermedad.
Se enterró como había ordenado, no
sin que el vecindario se escandalizase. Hareton,
yo, el sepulturero y los seis hombres que
transportaban el ataúd, compusimos todo el cortejo
fúnebre. Los seis hombres se marcharon
después de que se bajó el ataúd a la fosa, pero
nosotros nos quedamos aún. Hareton, lloroso, cubrió la
tumba de verde hierba. Creo que ahora su sepulcro
está tan florido como los otros dos que se hallan
junto a él, y espero que su ocupante descanse en
paz. Pero si preguntara usted a los campesinos le
contarían
que el fantasma de Heathcliff se pasea por los
contornos. Hay quien asegura haberle visto junto a
la
iglesia y en los pantanos, y hasta dentro de esta
casa. Eso son habladurías, diría usted, y yo opino
lo mismo. Y, no obstante, ese viejo
que ve usted junto al fuego, en la cocina, jura
que, desde que murió Heathcliff, les ve a él y
a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia,
siempre que mira por las ventanas de su
habitación. Y a mí me sucedió una cosa muy rara
hace alrededor de un mes. Había ido a la «Granja»
una
oscura noche que amenazaba tempestad, y al volver
a las «Cumbres» encontré a un muchacho que conducía
una oveja y dos corderos. Lloraba
desconsoladamente, y me figuré que los corderos
eran rebeldes y no se dejaban llevar.
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
-Ahí abajo están Heathcliff y una
mujer -balbució- y no me atrevo a pasar, porque
quieren atraparme.
Yo no vi nada, pero ni él ni las
ovejas quisieron seguir su camino, y entonces le
dije que siguiera otro.
Seguramente iba pensando, mientras
andaba a campo traviesa, en las tonterías que
habría oído contar e imaginaría ver el
fantasma. Pero el caso es que ahora no me gusta
salir de noche, ni me agrada quedarme sola en
esta casa tan sombría. No lo puedo remediar. Así
que tendré una gran alegría en que los primos se vayan a la
«Granja.»
¿Así que se instalan en la
«Granja»?
-En cuanto se casen, y piensan
hacerlo el día de año nuevo.
-¿Quién se queda a vivir aquí?
-José, y quizá un mozo para
acompañarle. Se arreglarán en la cocina y
cerraremos el resto de la casa.
-A disposición de los espectros
que quieran habitar en ella, ¿no?
-No, señor Lockwood -contestó
Elena moviendo la cabeza-. Yo creo que los muertos
reposan en sus tumbas, pero, sin
embargo, no se debe hablar de ellos con esa
frivolidad.
Rechinó la puerta del jardín. Los
paseantes volvían a casa.
Al verlos pararse en la puerta
para mirar una vez más la luna -o más exactamente,
para mirarse el uno al otro a la
luz lunar-, sentí otra vez un irresistible impulso
de marcharme. Así que, deslizando un pequeño obsequio
en la mano de la señora Dean, y desoyendo sus
protestas por la brusquedad con que me marchaba, salí por
la cocina mientras los novios abrían la puerta del
salón. Esta manera de partir hubiera confirmado las
opiniones de José sobre los que suponía escarceos
amorosos de su compañera de servicio, a no haberle
dado
una garantía de mi honorable respetabilidad el
sonido de una moneda de oro que arrojé a sus pies.
Al alejarme, di un rodeo para
pasar al lado de la iglesia. Observé cuánto había
avanzado en siete meses la progresiva
ruina del edificio. Más de una ventana ostentaba
negros agujeros en lugar de cristales, y aquí y allá
sobresalían pizarras sobre el alero, desgastado
por las lluvias del otoño.
A poco, vi las tres lápidas
sepulcrales, colocadas en un terraplén, cerca del
páramo. La del centro estaba amarillenta
y cubierta de matojos, la de Linton tan sólo
ornada por el musgo y la hierba que crecían a su pie, y la
de Heathcliff completamente desnuda.
Yo me detuve allí, cara al cielo sereno. Y siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las campanillas, y oyendo el rumor de la suave brisa entre el césped, me admiré de que alguien pudiera atribuir inquietos sueños a los que descansaban en tan quietas tumbas.