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Temario de Análisis Lingüístico de las Patologías de Lenguaje
CURSO 2006-2007

“AUTISMO, SINDROME DE ASPERGER Y TRASTORNO SEMANTICO-PRAGMATICO: ¿DONDE ESTAN
LOS LIMITES?”

Autor: D.V.M. Bishop

Departamento de Psicología, Universidad de Manchester

Bristish Journal o Disorders of Communication 24, 107-121 (1989)

Traducción: Cristina Fanlo

RESUMEN

Los criterios de diagnóstico del autismo se han matizado y hecho más
objetivos desde que Kanner describiera el síndrome por vez primera, por lo
cual existe hoy en día una consistencia razonable en el modo en que este
diagnóstico se aplica. Sin embargo, mucho niños no cumplen estos criterios,
pero muestran algunos de los rasgos del autismo. Cuando existe un problema
en el desarrollo del lenguaje, estos niños tienden a clasificarse como casos
de disfasia de desarrollo (o de una determinada deficiencia específica del
lenguaje), mientras que los que aprenden a hablar a una edad normal pueden
ser diagnosticados con el síndrome de Asperger. Se argumenta que, en vez de
pensar en categorías diagnósticas rígidas, deberíamos reconocer que el
síndrome nuclear del autismo se difumina en otra formas más suaves del
trastorno en las cuales el lenguaje o en comportamiento no verbal pueden
estar desproporcionadamente deteriorados.

Christopher, de 4 años de edad, ha sido remitido a un centro
multidisciplinario de desarrollo infantil, debido a una preocupación por su
fracaso en desarrollar un lenguaje y un comportamiento social normales. Le
han reconocido un neurólogo infantil, un psiquiatra infantil, una terapeuta
del lenguaje y un psicólogo. En la reunión conjunta sobre el caso, el
neurólogo infantil sugiere que el niño tiene una disfasia de desarrollo,
basándose en que su comprensión lingüística es pobre y su lenguaje expresivo
fuera de la normalidad, pero la audición es normal, la habilidad para
realizar tareas no verbales, tales como copiar o hacer puzzles, es correcta
y no existe ningún signo neurológico. Sin embargo, el psicólogo piensa que
el niño es autista, ya que, junto con su problema de lenguaje, su
comportamiento social se ha desarrollado de forma limitada: no juega bien
con otros niños y es poco afectuoso con sus padres. El psiquiatra infantil
comenta que las dificultades de lenguaje y sociales del niño no son lo
suficientemente severas como para poder diagnosticar al niño con autismo
infantil: inicia comunicación con otros, establece contacto ocular y le
gustan el juego turbulento y las volteretas, pero tiende a ser rechazado por
los demás niños, ya que quiere que éstos participen en sus actividades
repetitivas y no es sensible a las necesidades de los otros niños.
Christopher puede hacer frases largas y complicadas, pero sus respuestas a
preguntas que le hacen son a menudo poco apropiadas, y con frecuencia hace
él mismo preguntas de otros, mientras ignora las respuestas que recibe. El
psiquiatra sugiere un diagnóstico de síndrome de Asperger. La terapeuta del
lenguaje dice que un análisis del lenguaje de Christopher muestra que éste
es normal desde el punto de vista fonológico y gramatical, pero que existen
muchas anomalías en la forma de usar el lenguaje, y la comprensión en un
contexto conversacional es pobre. Ella sugiere que se trata de un caso de
trastorno semántico-pragmático. El psicólogo responde que el trastorno
semántico-pragmático es simplemente otro nombre para el autismo. Se le pide
a un pediatra americano que está de visita que comente el caso. Examina a
Christopher cuidadosamente y sugiere que es un caso de PDDNOS (trastorno
generalizado del desarrollo no especificado en otra parte).

Este escenario es ficticio, pero ilustra la confusión que rodea el uso de la
terminología de diagnóstico en un área en la cual la neurología, la
psicología y la terapia de lenguaje convergen. Este artículo pretende
examinar las distintas etiquetas de diagnóstico existentes en la actualidad,
para analizar hasta qué punto se usan con consistencia y si realmente la
terminología existente es adecuada para describir el rango de los trastornos
que se encuentran.

 

LA NATURALEZA Y EL PROPOSITO DEL DIAGNOSTICO

Llegado a este punto, el lector puede preguntarse por qué son importantes
estas cuestiones. ¿Importa realmente qué etiqueta le ponemos a un niño? Con
toda seguridad, lo importante es identificar los problemas y trabajar para
solucionarlos. Antes de analizar varias categorías diagnósticas, es
necesario responder a estas preguntas y dar alguna justificación del porqué
usar etiquetas. Ha habido muchas críticas sobre el "modelo médico" de
aproximación a los trastornos del desarrollo, considerándolo inútil en el
mejor de los casos y contraproducente en el peor. Una vez que le ponemos una
etiqueta a un niño, tendremos probablemente expectativas preestablecidas y
podemos olvidar su individualidad. Además, podemos considerar que la
etiqueta es una explicación. Una vez que hemos decidido que la etiqueta de
"autista" se aplica a Christopher porque tiene problemas al relacionarse con
los demás, nos encontramos a nosotros mismos diciendo: "Christopher no se
puede relacionar con los demás porque es autista". Aunque estos
inconvenientes sean reales, el abandono de las etiquetas diagnósticas
supondría una serie de peligros. Sin ellas, no podemos generalizar a partir
de la experiencia pasada para planificar un tratamiento o dar un pronóstico.
Esto se ilustra bien en un relato presentado en Hansard hace pocos años. Un
Miembro del Parlamento, que intentaba presionar para obtener más ayuda
especial para los niños con dificultades de lectura, preguntó a los poderes
relacionados con este tema cuántos niños eran disléxicos en su región. "No
creemos en las etiquetas para los niños, por lo tanto no registramos estos
datos" fue la respuesta que obtuvo. Las categorías diagnósticas proporcionan
asimismo una estructura para reunir información en un entorno clínico y son
vitales si queremos investigar las causas probables y los medios apropiados
para tratar los distintos trastornos. Esto no quiere decir que debamos
adoptar una aproximación no crítica a las etiquetas que actualmente se usan.
Debemos considerarlos como un modo útil de resumir información, pero tenemos
que estar alerta frente a la posibilidad de mejorarlos. Argumentaré que en
el caso de trastornos como el autismo, puede que sea necesario alejarse de
una aproximación estrictamente categórica basada en el síndrome. Por último,
debemos estar en guardia frente a los diagnósticos como concreción de los
trastornos y no tratarlos como conceptos explicatorios.

DESARROLLO DEL CONCEPTO DE AUTISMO

Descripción del síndrome por Kanner

En su primera descripción del síndrome (1943), Kanner afirmó que la
condición que describía "era substancialmente diferente y única frente a lo
que se había descrito hasta el momento". En este artículo, no intentaba
especificar criterios de diagnóstico estrictamente definidos, sino que
presentaba historias detalladas sobre los casos de ocho niños y tres niñas,
anotando las siguientes características:

1. Incapacidad para relacionarse con la gente, incluyendo miembros de la
propia familia del niño, desde su nacimiento.

2. Fracaso para desarrollar el lenguaje, o bien uso del lenguaje anormal, no
comunicativo en su mayor parte. Se observaba la inversión pronominal en
todos los niños que podían hablar (ocho casos) y ecolalia, preguntas
obsesivas y uso ritualista del lenguaje en algunos de ellos.

3. Respuestas anormales frente a objetos y acontecimientos ambientales,
tales como comida, ruidos altos y objetos móviles. Kanner consideraba que el
comportamiento del niño estaba gobernado por un deseo obsesivo y ansioso por
mantener la invarianza del ambiente, lo que implicaba una limitación en la
variedad de la actividad espontánea.

4. Buen potencial cognitivo con una memoria mecánica excelente y resultados
normales en el test no verbal de Seguin.

5. Normales desde el punto de vista físico. Algunos niños eran un poco
patosos al andar, pero todos tenían una coordinación muscular fina buena.

Muchos psiquiatras descubrieron que la imagen clínica descrita por Kanner
encajaba con casos asombrosos que habían visto en sus propias clínicas, pero
no se produjo un progreso continuado en la documentación y comprensión del
autismo. Kanner (1965) se quejó de la existencia de dos corrientes
relacionadas en la psiquiatría infantil. Algunos psiquiatras infantiles no
aceptaban que el autismo era un síndrome distinto y sugerían que era inútil
trazar límites afinados entre el autismo y otros tipos de desarrollo
atípico. Otros aceptaban que el autismo era un síndrome, pero aplicaban este
diagnóstico de moda de forma demasiado amplia. "... se convirtió en un
hábito el diluir el concepto original de autismo infantil diagnosticando
como tal múltiples condiciones dispares que muestran uno u otro síntoma
aislado como parte integrante del síndrome en su conjunto. Casi de un día
para otro, parecía que el país estaba poblado por una multitud de niños
autistas". Wing (1976) observó que otros profesionales interpretaban el
resumen de Kanner sobre las características de su síndrome de un modo
demasiado restringido, de tal modo que no se diagnosticaba autismo a menos
que el niño no mostrara ningún signo de conciencia de la existencia de otras
personas, a pesar de que ninguno de los casos de Kanner estaba tan
severamente afectado. Para añadir confusión, había una discusión continua
sobre si el autismo era una forma temprana de esquizofrenia, un debate que
al que no ayudaba nada el hecho de que no hubiera consenso sobre la
naturaleza y el diagnóstico de la propia esquizofrenia.

 

Especificación de los criterios diagnósticos

Rutter (1978a) documentó el caos que reinó durante varios años después del
primer trabajo de Kanner, en los cuales una gran cantidad de terminología
(por ejemplo, autismo infantil, psicosis infantil, esquizofrenia infantil)
se aplicaba de forma poco consistente a los niños que mostraban algunas o
todas las características clínicas de los primeros casos de Kanner. Rutter
abordó la cuestión de hasta qué punto se podía considerar que el autismo era
un síndrome y cómo se relacionaba con otros trastornos. Concluyó que, aunque
había aún muchas cuestiones sin resolver, los investigadores deberían, para
evitar ambigüedades, adoptar los siguientes criterios en relación con el
comportamiento antes de los 5 años de edad para definir el autismo:

1. Aparición antes de los 30 meses de edad.

2. Desarrollo social deteriorado, con una serie de características
especiales y desacoplado con el desarrollo intelectual del niño.

3. Retraso y desviaciones en el desarrollo del lenguaje, que también posee
algunas características definidas y que está desacoplado con el nivel
intelectual del niño.

4. Insistencia en la invarianza, como se muestra por medio de patrones de
juego estereotipados o resistencia al cambio.

A diferencia de Kanner, que hizo una clara distinción entre retraso
intelectual y autismo, Rutter argumentó que ambos diagnósticos no se
excluían mutuamente. Mediante tests convencionales de medición del CI para
clasificar a los niños, se observó que la mayoría de los niños que cumplían
los criterios de autismo tenían también retraso mental. Aunque esto parecía
estar en contradicción con el artículo original de Kanner, hay que recordar
que éste basó su observación sobre el buen potencial intelectual de los
niños en el hecho de que éstos tenían buena memoria mecánica y habilidad
para hacer puzzles. Estudios posteriores mostraron que muchos niños autistas
tenían estas habilidades, a la vez que eran muy limitados en otras áreas de
funcionamiento. La extensión del retraso mental asociado con el autismo
afectará a la terapia y el pronóstico, pero el nivel del CI no es el la
actualidad un factor que decida si el niño debe ser diagnosticado o no con
autismo.

Rutter advirtió que estos criterios diagnósticos pueden dejar muchos temas
sin solucionar, en particular el tema de si existían o no diversos subtipos
de autismo y cómo clasificar a los niños que mostraban algunas pero no todas
las características del autismo. No obstante, como base para revisar la
investigación, hizo mucho hincapié en apoyar los criterios propuestos como
los mejores disponibles para definir el síndrome del autismo de un modo
válido y con contenido. Aunque sus criterios diagnósticos también ha sufrido
críticas (Waterhouse, Fein, Nath & Snyder, 1987), han sido ampliamente
adoptados y han constituido la base para la tercera edición del Manual
Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III ) publicado
por la American Psychiatric Association en 1980 y revisado en 1987
(DSM-III-R). En su ultima revisión, el término de "trastorno autista"
remplazó el de "autismo infantil", reconociendo tanto el hecho de que muchos
trastornos autistas aparecen por primera vez en la niñez, como que el
término de "autismo infantil" no resulta apropiado para los individuos
autistas que maduran y se convierten en adultos.

Variabilidad en la interpretación de los criterios diagnósticos

Esta clarificación de los criterios diagnósticos fue ampliamente bienvenida
como un paso para que los investigadores pudieran seleccionar niños con
características comunes y comunicarse entre ellos teniendo claro que
hablaban del mismo síndrome. Sin embargo, subsistían puntos difíciles cuando
se trataba de aplicar estos criterios.

El primero de ellos es que el lenguaje utilizado para describir los síntomas
necesita de una interpretación subjetiva. Considere la siguiente descripción
de una discapacidad cualitativa en la relación social recíproca:

"En la infancia, estas deficiencias se manifestaron por una falta de
caricias, falta de contacto ocular y respuesta facial, así como por
indiferencia o aversión hacia el afecto y el contacto físico.... Los adultos
pueden ser tratados como intercambiables, o bien el niño puede agarrarse
mecánicamente a una persona específica (DSM-III-R)".

¿Significa esto que un niño no es autista si se aproxima a otra gente,
parecen gustarle las caricias o establece contacto ocular? Varios autores
han mostrado que hay muchos niños que presentan un deterioro sostenido en
sus relaciones sociales, pero que no muestran aversión al contacto físico
con la gente y pueden, por ejemplo, responder positivamente cuando se les
hace cosquillas (Rutter, 1978a; Mundy, Sigman, Ungerer & Sherman, 1986;
Volkmar, Cohen & Paul, 1986). Para obtener una mayor consistencia en el
diagnóstico, es crucial que distingamos entre anomalías que tienen que estar
necesariamente presentes para establecer un diagnóstico de autismo y
comportamientos que son característicos, pero no aspectos invariables del
autismo. En el DSM-III-R, los criterios para el autismo se han especificado
de tal modo que la presencia de uno o dos comportamientos sociales más
normales o comunicativos, tales como el contacto ocular o disfrutar con las
caricias, no descarta el diagnóstico si otros aspectos de la interacción
social recíproca (por ejemplo, imitación, juego social o habilidad para
establecer relaciones con sus iguales) son claramente anormales.

Cambios en el cuadro clínico con la edad

Aparte de los problemas para decidir qué comportamientos constituyen
características diagnósticas necesarias y suficientes, pueden darse
desacuerdos cuando no se consigue apreciar cómo puede cambiar el cuadro
clínico con la edad. Rutter (1978a) afirmó explícitamente que el diagnóstico
debería estar basado en el comportamiento antes de los 5 años de edad, y la
descripción del DSM-III-R anterior menciona específicamente que ésta es la
manera en que la discapacidad social se manifiesta en la infancia. En su
estudio original, Kanner (1943) describió cómo cambian los niños autistas
cuando se hacen mayores:

"Entre los 5 y los 6 años, abandonan gradualmente la ecolalia y aprenden de
modo espontáneo a usar los pronombres personales adecuadamente. El lenguaje
se vuelve más comunicativo, al principio como un ejercicio de
pregunta-respuesta y más adelante, con mayor espontaneidad en la
construcción de frases. La comida se acepta sin dificultad. Los ruidos y los
movimientos se toleran mejor que antes. Las rabietas de pánico disminuyen.
La tendencia a la repetición adquiere la forma de preocupaciones obsesivas.
Se establece contacto con un número limitado de personas, de dos formas: las
personas se incluyen en la vida del niño en el mismo grado en el que
satisfacen sus deseos, contestan a sus preguntas obsesivas, le enseñan a
leer y a hacer cosas."

Este cambio en el cuadro clínico puede ser sorprendente para el profesional
al que se le ha enseñado que el niño autista tiene un profundo deterioro en
sus relaciones sociales y problemas de lenguaje, y tiene delante a un niño
de 10 años que, aunque resulta social y lingüísticamente "raro", intenta
hacer amigos, busca a los demás e inicia de buen grado una conversación con
ellos. En el DSM-III-R se hace énfasis en el cuadro clínico cambiante, dando
más ejemplos de comportamientos anómalos característicos de niños de más
edad.

La falta de una perspectiva ontogenética puede producir gran confusión,
tanto a padres como a profesionales. Una madre a la que se le ha dicho que
su niño de 3 años tiene autismo y que este trastorno es incurable, puede
malinterpretar esto en el sentido de que no puede esperar ningún cambio en
absoluto en las habilidades o en el comportamiento de su hijo. La gente con
estas ideas es probable que se conviertan en seguidores de tratamientos no
convencionales, cuyos patrocinadores explotan el hecho de que los padres no
esperan ningún cambio, y por lo tanto están dispuestos a atribuir cualquier
cambio que ocurra al tratamiento.

 

LAS ZONAS LIMITROFES DEL AUTISMO

Se han considerado tres razones para el desacuerdo en relación con el
diagnóstico del autismo: utilización de distintos criterios de diagnóstico,
subjetividad de los síntomas utilizados como criterios de diagnóstico y
cambios en el cuadro clínico con la edad. El reconocimiento de estas
dificultades y los intentos para superarlas has conducido sin duda alguna a
un consenso mucho mayor en lo que se refiere a cómo se aplica la etiqueta de
diagnóstico. Sin embargo, a pesar de que la especificación de criterios de
diagnóstico bien definidos ha facilitado el que diferentes observadores se
pongan de acuerdo sobre qué niños son autistas, seguimos todavía con el
problema de cómo clasificar al niño que es claramente no normal, tiene
algunas características autistas, pero no cumple los criterios de autismo o
de cualquier otro trastorno. No hay duda de que dichos niños existen.
Virtualmente todo síntoma característico del autismo puede ser observado en
niños que no encajan en esta categoría de diagnóstico. Rutter (1966)
investigó en los archivos del hospital Maudsley correspondientes a un
periodo de más de 9 años, para localizar a todos aquellos niños
preadolescentes a los cuales se les había dado un diagnóstico inequívoco de
psicosis infantil, síndrome de esquizofrenia infantil o autismo infantil, y
comparó las anotaciones de este grupo "psicótico" con las de un grupo de
control clínicamente heterogéneo, formado por niños no psicóticos que eran
atendidos en el mismo departamento, acoplados por edad y por coeficiente de
inteligencia. Se comparó la frecuencia de los distintos síntomas para los
dos grupos y, tal y como se esperaba, la frecuencia de las anomalías en las
relaciones interpersonales, en el lenguaje y en los fenómenos ritualistas y
compulsivos era mayor en el grupo psicótico que en el no psicótico. No
obstante, todos los tipos de comportamientos anómalos observados en el grupo
psicótico se encontraron también en los niños no psicóticos, por ejemplo
ecolalia en 29 de los 63 niños psicóticos y en 19 de los 63 niños no
psicóticos; inversión pronominal en 19 de los niños psicóticos y 8 de los no
psicóticos; relaciones anormales en 26 de los niños psicóticos y 12 de los
no psicóticos. Rutter concluyó que las diferencias entre ambos grupos
residían fundamentalmente en la forma de los síntomas y hasta cierto punto
en su severidad. En un estudio epidemiológico, Gillberg (1984) descubrió
que, mientras que los casos de autismo se detectaban con facilidad
utilizando los criterios de Rutter, se identificaron a muchos otros niños
con "rasgos autistas".

Subtipos de los Trastornos Generalizados (o Profundos) del Desarrollo

La Asociación Americana de Psiquiatría (1980) reconoció la existencia de
casos que se parecen al autismo, pero que no cumplen los criterios de
diagnóstico para este trastorno. Se tuvieron en cuenta las preocupaciones
existentes al abordar estos casos en la revisión del DSM-III realizada en
1987. En el DSM-III-R, los "trastornos generalizados del desarrollo"
incluyen todos aquellos trastornos en los cuales existe un deterioro
cualitativo en el desarrollo de (1) la interacción social recíproca, (2) la
comunicación (verbal y no verbal) y (3) la actividad imaginativa. El
trastorno autista es un tipo de trastorno generalizado del desarrollo
severo, que aparece en la temprana infancia o en la infancia, en el cual una
serie de discapacidades sociales y comunicativas severas se asocian con un
repertorio marcadamente restringido de actividades e intereses. Sin embargo,
se reconoce que puede darse un trastorno generalizado del desarrollo de una
forma menos severa y prototípica, en cuyo caso se aplica la etiqueta de
"trastorno generalizado del desarrollo no especificado en otra parte"
(PDDNOS).

Síndrome de Asperger

En el Reino Unido, no se usa de modo generalizado el diagnóstico de
trastorno generalizado del desarrollo, habiéndose hecho muy popular el
diagnóstico de "síndrome de Asperger" para referirse a individuos con
algunos rasgos autistas, pero que no encajan en todos los criterios del
autismo (Tantam, 1988). La descripción de este síndrome por parte de
Asperger fue realizada un año después que la publicación original de Kanner,
pero era mucho menos conocida. Los niños descritos por Asperger se
caracterizaban por ser pedantes, patosos, con intereses obsesivos y un
comportamiento social deficiente. Wing popularizó su trabajo en un artículo
publicado en 1981, y observó que existían muchas similitudes entre el
síndrome de Asperger y el de Kanner, lo cual dificultaba el saber si estaban
describiendo el mismo síndrome con diferentes grados de severidad o
trastornos distintos. El punto de vista más popular parece el de que el
"síndrome de Asperger" es un sinónimo del autismo de un tipo menos severo
(Schopler, 1985). Sin embargo, parece que hay algunas ventajas en mantener
este término. En primer lugar, todavía existe un debate de hasta qué punto
se solapa el síndrome de Asperger con el autismo (Nagy & Szatmari, 1986;
Szatmari, Bartolucci, Finalyson & Krames, 1986; Rutter & Schopler, 1987). En
segundo lugar, el pronóstico para el síndrome de Asperger es
considerablemente mejor que para el autismo clásico. Por este motivo, varios
especialistas (por ejemplo, Wing, 1981; Howlin, 1987) han abogado en favor
de usar el término de "síndrome de Asperger", aunque aceptando que las
diferencias entre éste y el autismo pudieran ser simplemente una cuestión de
grado. Tantam (1988) argumentó que, sin esta categoría, se dejaba a estos
niños en un limbo diagnóstico, y en consecuencia, sus problemas no eran
reconocidos ni se les proporcionaban cuidados para ellos, ya que sus
déficits no eran lo suficientemente severos o extendidos como para ser
considerados con el términos "autista". El número de niños afectados no es
despreciable: Gillberg y Gillberg (1989) encontraron que el síndrome de
Asperger era cinco veces más frecuente que el autismo. Otra razón práctica
para conservar el término de "síndrome de Asperger" es que puede ser un
diagnóstico más aceptable para padres y profesionales, muchos de los cuales
tienen una visión estereotipada del autismo, basada en el cuadro clínico de
niños pequeños (Wing, 1986).

Relación entre el Autismo y el Trastorno de Desarrollo de Lenguaje

Las anomalías del lenguaje constituyen un síntoma central del autismo. Esto
plantea la cuestión de cuál es la diferencia entre el autismo y el trastorno
de desarrollo del lenguaje. Churchill (1972) propuso que no existía una
diferencia cualitativa entre la "afasia de desarrollo" y el autismo, y que
su única diferencia era el grado. Wing (1976) observó que, mientras que es
bastante fácil reconocer a los niños que tienen el síndrome clásico descrito
por Kanner y diferenciarlos de los casos igualmente clásicos de trastorno de
desarrollo del lenguaje receptivo, las zonas límite de estas condiciones no
son claras.

"Si los niños con estos problemas pudieran ordenarse por series regulares,
empezando por los niños más autistas en un extremo y extendiéndose hasta el
niño que más claramente tuviera sólo un trastorno del desarrollo del
lenguaje receptivo, el decir dónde estaba la línea divisoria necesitaría del
juicio de Salomón".

Este tema se planteó en una serie de estudios realizados por Bartak y sus
colaboradores (Bartak, Rutter & Cox, 1975, 1977). Empezaron recogiendo, a
partir de un cierto rango de colegios especiales y unidades hospitalarias,
una muestra de niños con problemas severos de comprensión del lenguaje
hablado, excluyendo a aquéllos que tenían problemas auditivos significativos
o una inteligencia no verbal baja. Estos niños se dividieron a su vez, en
base a los criterios de Rutter, en 19 que cumplían la definición de autismo
infantil y 23 que claramente no la cumplían y a los cuales se refirieron
como el grupo con "afasia receptiva de desarrollo". El estudio confirmó que
es posible tener un trastorno severo del lenguaje receptivo sin ser
necesariamente autista, indicando así que los problemas sociales y de
comportamiento de los niños autistas no pueden explicarse de manera simple
como consecuencia secundaria de los problemas para comprender el lenguaje
hablado. Este estudio relató también la amplia naturaleza de los problemas
comunicativos de los niños autistas, que se extendían de la comunicación no
verbal a la comunicación verbal también. Este estudio no confirmó el punto
de vista de Kanner de que los niños autistas tenían una competencia adecuada
en el lenguaje, mientras que los niños afásicos no la tenían. Por el
contrario, los niños autistas tenían problemas de comunicación más severos y
más extensos que los niños afásicos. Mientras que los niños "afásicos" se
caracterizaban por un lenguaje inmaduro, era mucho más probable que los
niños autistas mostraran rasgos desviados, tales como ecolalia, inversión
pronominal, expresiones estereotipadas y lenguaje metafórico. Sin embargo,
aunque las características del lenguaje pudieran diferenciar al grupo
autista del grupo afásico, había algunos niños que no podían clasificarse en
ninguno de los dos grupos, ya que su comportamiento y su lenguaje se
situaban entre estas dos categorías.

Revisando estos estudios, Rutter (1978b) que, a la vez que existían
diferencias importantes entre la afasia receptiva de desarrollo y el autismo
infantil en cuanto a severidad, rango y naturaleza de los problemas de
lenguaje, así como en términos comportamentales, la existencia de casos que
eran intermedios entre las dos condiciones reforzaba la dificultad de trazar
un límite definido. Observó asimismo que, tanto en el grupo disfásico como
el grupo autista, cuanto más "autista" era el lenguaje, más "autista" era el
comportamiento, lo que indicaba que se puede hablar de grados de autismo en
niños que no tienen el síndrome en su totalidad. Además, Rutter apuntó que
el autismo y las dificultades del lenguaje tienden a aparecer en las mismas
familias, concluyendo que "existen importantes relaciones funcionales entre
el autismo y por lo menos algunos casos de disfasia".

Esta última cita ofrece cierta claridad en el hecho de que la disfasia de
desarrollo puede no ser una condición unitaria. El diagnóstico de "disfasia
de desarrollo" se ha realizado tradicionalmente por exclusión: en efecto, es
una categoría por defecto, que se aplica a los niños cuyas dificultades de
lenguaje no pueden ser incluidas en otra categoría diagnóstica. Según Bishop
y Rosenbloom (1987), el término de "afasia de desarrollo" es equívoco, en el
sentido de que parece que existe una condición unitaria con una única
etiología, y sería mejor hablar de modo más neutro de "trastornos de
desarrollo del lenguaje específicos" e intentar desarrollar una
subclasificación de dichos trastornos en base a una lingüística positiva y a
otras características. Es ampliamente reconocido que hay muchos niños con
trastornos de lenguaje específicos que son sociables y amistosos, y no
presentan el comportamiento obsesivo y ritualista característico del
autismo. Sin embargo, Bishop y Rosenbloom describieron una forma de un
trastorno de desarrollo del lenguaje específico, llamado "trastorno
semántico-pragmático", que parecía ser una excepción a la regla general. En
este trastorno, existe un retraso en el desarrollo temprano del lenguaje,
pero el niño desarrolla después un habla fluida y compleja con una
articulación clara. Aunque el cuadro clínico del niño cuando es pequeño
puede estar dominado por algunas dificultades receptivas, que le llevan a un
diagnóstico de "afasia receptiva de desarrollo", al crecer estos niños
pueden mejorar considerablemente y tener buenas puntuaciones en los tests de
comprensión de elección múltiple. Sin embargo, los problemas de comprensión
siguen siendo evidentes en situaciones menos estructuradas, cuando los niños
tienden a dar respuestas hiper-literales o tangenciales. A diferencia de
otros niños con deficiencias del lenguaje, los que presentan este perfil de
lenguaje solían presentar rasgos autistas suaves, pero la poca severidad o
la escasa extensión de estos rasgos hacía que no fueran suficientes para
tener un diagnóstico de autismo.

Estas observaciones clínicas fueron en cierto modo apoyadas por un informe
preliminar de Rapin (1987), que estudió a niños de 3 a 5 años que tenían un
diagnóstico de autismo o de trastornos del desarrollo del lenguaje. En este
estudio, se clasificaba el trastorno de cada niño, primero en función de la
deficiencia de lenguaje observada, y en segundo lugar, en base a si cumplían
o no los criterios diagnósticos del autismo. De este modo, el trastorno de
desarrollo del lenguaje y el autismo no se consideraban como mutuamente
excluyentes, y se podía atribuir a un niño ambas condiciones a la vez. Los
trastornos de lenguaje de los niños de este estudio se clasificaron en base
al marco nosológico de Rapin y Allen (1983), que incluye una categoría de
"síndrome semántico-pragmático". Este se solapa substancialmente con el
"trastorno semántico-pragmático" de Bishop y Rosenbloom. (En efecto,
nosotros hemos utilizado la terminología de Rapin y Allen para evitar el uso
de términos alternativos que describen condiciones similares, aunque nos
resistíamos a utilizar la palabra "síndrome" que sugiere un diagnóstico con
límites claramente definidos). Rapin observó que el síndrome
semántico-pragmático estaba normalmente asociado con el autismo, aunque los
trastornos de lenguaje en los niños autistas no se limitaban a este tipo de
trastornos. No obstante, 7 de los 35 casos clasificados con síndrome
semántico-pragmático no cumplían los criterios de diagnóstico del autismo,
lo que confirmaba que se puede tener este tipo de trastorno del lenguaje sin
las extensas anomalías sociales y de comportamiento necesarias para tener un
diagnóstico de autismo. ¿Qué podemos concluir acerca de la relación entre el
autismo y el trastorno de desarrollo del lenguaje? Mientras se consideraba
que la "disfasia de desarrollo" era una condición unitaria diagnosticada por
exclusión, la imagen era confusa, con algunos que sugerían similitudes con
el autismo y otros que encontraban diferencias acusadas. El reconocimiento
de la naturaleza diversificada de los trastornos de desarrollo del lenguaje
abre una vía a seguir, En general, no ayuda el tratar un trastorno
específico de desarrollo del lenguaje y el autismo como puntos de un
espectro continuo: la mayor parte de los niños que tienen trastornos de
desarrollo del lenguaje tienen problemas de comunicación más restringidos
que los de los niños autistas, y que no están asociados con ninguna anomalía
del comportamiento o sociabilidad. Sin embargo, aparecen algunos niños que,
a la vez que no encajan en los criterios de autismo, muestran algunos rasgos
autistas en conjunción con las dificultades de lenguaje, y son normalmente
aquéllos que presentan un cuadro clínico de trastorno semántico-pragmático.
Debido al hecho de que la "afasia de desarrollo" es un diagnóstico que se
realiza fundamentalmente por defecto, estos niños se han clasificado
tradicionalmente bajo esta categoría, pero está en cuestión el que esto sea
apropiado, ya que lleva al uso de una única etiqueta para incluir numerosos
tipos de dificultades distintas.

LA NOCION DE UN CONTINUO AUTISTA

Cuantos más estudios se realizan en cuestiones de diagnóstico, más fuerte es
la impresión de que las dificultades para reconocer las fronteras del
autismo no son meramente una consecuencia de la naturaleza subjetiva y
elusiva de los síntomas. Más bien, parece que estamos tratando con un
trastorno que no tiene fronteras claras. Wing (1988) ha sugerido que más que
pensar rígidamente en términos de un síndrome discreto de autismo,
deberíamos ser conscientes de que existe un continuo de trastornos autistas.
Ella considera que el síntoma nuclear de este trastorno es la deficiencia
social. Los niños con esta deficiencia social se caracterizan por una triada
de déficits en reconocimiento social, comunicación social y comprensión
social. En cada uno de estos campos, se reconoce un amplio rango de
severidad de la deficiencia. En la esfera de la comunicación social, por
ejemplo, el niño más severamente afectado puede no hacer ningún esfuerzo en
absoluto para iniciar un tipo de comunicación; los niños más moderadamente
afectados pueden utilizar el lenguaje para alcanzar algún fin, tal como el
conseguir un objeto; la forma más suave de deficiencia corresponde a
dificultades sutiles para reconocer las necesidades de los interlocutores en
una conversación. Wing consideraría que un niño está en el continuo autista
si muestra esta triada de deficiencias sociales, con independencia de la
existencia o no de otros síntomas. Sin embargo, observó que de hecho tienden
a darse deficiencias en otras áreas, que coexisten con la triada social, en
concreto actividades repetitivas y estereotipadas, coordinación motora pobre
y respuestas anormales a estímulos sensoriales. En lo que se refiere al
lenguaje, el niño que presenta la triada de deficiencias sociales tendrá por
definición problemas en el aspecto pragmático del lenguaje. Además, pueden
darse problemas con los aspectos más formales del lenguaje (gramática,
fonología), asociados con las deficiencias sociales, pero hay muchos casos
en que no se dan.

Al hablar de un continuo autista, damos por hecho la existencia de una sola
dimensión, en la cual una condición tal como el síndrome de Asperger
constituye una forma más suave del mismo trastorno subyacente que se da en
el autismo. Sin embargo, las anotaciones clínicas sugieren que las
condiciones semejantes al autismo no solamente difieren en términos de
severidad, sino también el patrón de síntomas. Así, la etiqueta de síndrome
de Asperger se aplica de forma característica a niños patosos con intereses
restringidos, cuyo desarrollo temprano del lenguaje no presenta retraso y
que pueden tener un CI verbal por encima del CI de rendimiento (Wing, 1981).
Como contraste, los niños con deficiencias en el lenguaje que encajan dentro
del trastorno semántico-pragmático presentan de forma característica y en
primer lugar un retraso en el desarrollo del lenguaje y problemas de
comprensión evidentes, y su CI muestra una clara discrepancia en favor del
CI de rendimiento. Para representar esta situación de forma adecuada,
necesitamos no una, sino dos dimensiones, tal y como se muestra en la Figura
1.

 

INTERESES normal

Y

RELACIONES

SOCIALES

 

anómalo

 

 

--------------------------------------------------------------------------------

anómalo normal

 

COMUNICACION VERBAL SIGNIFICATIVA

 

Figura 1. Modelo bi-dimensional del continuo autista

 

 

 

La validez de pensar en términos de un continuo bi-dimensional del trastorno
es que permite retener la terminología y las definiciones que pertenecen al
síndrome nuclear, a la vez que apreciamos las relaciones con otro tipo de
trastornos más suaves (Wing, 1986). Nos ayuda también a desarrollar una
aproximación cuantitativa para evaluar los síntomas. Por ejemplo, en vez de
anotar simplemente que las relaciones sociales son anómalas, nos movemos en
el sentido de evaluar la severidad de la deficiencia en las distintas áreas
de funcionamiento. De hecho, el objetivo va desde tratar de encontrar
procedimientos más efectivos para distinguir a los niños autistas de los que
no lo son, hasta idear medios objetivos para medir las estructuras
representadas en los ejes de la Figura 1. Esta tarea se complica por el
hecho de que el cuadro clínico puede cambiar de forma muy espectacular con
la edad. Sin embargo, es posible que merezca la pena trabajar hacia una
aproximación cuantitativa, ya que esta aproximación es probablemente más
válida para el pronóstico que la confianza en etiquetas diagnósticas que
engloban un amplio rango de severidad.

La dimensión llamada "comunicación verbal" significa la competencia en
aquellos aspectos del lenguaje relacionados con el significado y la
utilización.. Si se añadiera otra dimensión que correspondiera al dominio de
la forma del lenguaje (gramática y fonología), entonces podrían
representarse en el mismo diagrama otros tipos de trastorno del lenguaje. Se
postula que se encontraría un grupo de niños con déficits acusados en la
forma del lenguaje, pero con una capacidad de comunicación y habilidades no
verbales relativamente normales, correspondientes a la categoría tradicional
de "afasia expresiva de desarrollo" y que, por lo menos en los niños más
mayores, este subconjunto estaría claramente separado del trastorno
semántico-pragmático. Los niños con autismo serían variables en esta
dimensión.

Este modelo es simplemente un instrumento teórico para describir el rango de
los trastornos que han sido descritos clínicamente y las relaciones entre
ellos, y su validez está por demostrar. Está implícito en este modelo que
las categorías tradicionales tales como el autismo y el síndrome de Asperger
no son trastornos distintos, de ahí el representarlas como solapadas. Una
forma de poner a prueba este modelo es el adoptar la aproximación de
investigación que utilizaron Bartak et al. (1975), en la cual se comparan
los niños que han sido diagnosticados con varias categorías diferentes, para
ver hasta qué punto pueden distinguirse claramente entre ellos. Sin embargo,
es importante reconocer que nuestra habilidad para detectar diferencias
cualitativas entre los grupos dependerá de las variables que midamos, y que
semejanzas superficiales entre los trastornos pueden conducir a
malentendidos. Por ejemplo, Gillberg (1988) observó que el síndrome de Rett,
que tiene una evolución y un cuadro clínico diferente, no se reconoció
durante muchos años como diferente del autismo, debido a que muchos de los
síntomas de comportamiento son similares. En el área del lenguaje, existen
algunos trastornos neurológicos que están asociados con anomalías verbales
que son muy parecidas al trastorno semántico-pragmático, por ejemplo el
síndrome de Williams (Udwin, Yule & Martin, 1987) y la hidrocefalia (Swisher
& Pinsker, 1971). Sin embargo, el presentimiento del autor es que, cuando se
analizan en detalle, los perfiles de lenguaje pueden ser parecidos solamente
en el hecho de que impliquen un habla fluida y compleja. Debemos
probablemente esperar el desarrollo de técnicas de evaluación más
sofisticadas antes de que podamos resolver esta cuestión.

Por lo tanto, los progresos que se realizan en la clasificación siguen un
camino tortuoso, en el cual aparecen nuevos desarrollos que confirman tanto
el reconocimiento de la continuidad entre condiciones que previamente se
consideraban diferentes, como el descubrimiento de distinciones claras entre
categorías preexistentes. Dadas las incertidumbres existentes, ¿cómo
podríamos reaccionar al dilema diagnóstico planteado al principio de este
artículo? Aunque podemos poner en cuestión hasta qué punto las etiquetas
diagnósticas de la Figura 1 se corresponden con síndromes distintos, , son
sin embargo útiles para hacer descripciones taquigráficas. Para mayor
claridad en la comunicación, sería aconsejable el evitar el uso del
diagnóstico de autismo, salvo para niños que cumplan con los criterios
diagnósticos convencionales (Rutter, 1978a; American Psychiatric
Association, 1987), pero es importante tener en cuenta que el diagnóstico no
puede ser excluido sin tomar en consideración la historia temprana del niño,
y no se descarta simplemente porque el niño muestre interés en los adultos o
establezca contacto ocular. Cuando un niño no cumple los criterios de
diagnóstico del autismo y desarrolla un habla gramatical a una edad normal,
pero presenta la triada de anomalías descritas por Wing (1988), de una forma
entre suave y moderada, parece que el diagnóstico más apropiado es el de
síndrome de Asperger. Algunos psiquiatras utilizan el síndrome de Asperger
de un modo más amplio, incluyendo a cualquier niño con una inteligencia en
los límites de la normalidad y con rasgos autistas que no cumpla los
criterios de autismo, incluso si existe una discapacidad en el lenguaje. De
hecho, el síndrome de Asperger se transforma entonces en un sinónimo de la
categoría americana de "trastorno generalizado del desarrollo no
especificado en otra parte (PDDNOS)". La desventaja de usar esta etiqueta de
esta manera es que engloba un amplio rango de niños cuyas necesidades
educativas serán muy variables.

El autor recomendaría utilizar el término de "trastorno específico
semántico-pragmático" para niños que no son autistas pero que inicialmente
presentan un cuadro de retraso en el lenguaje y deficiencia en el lenguaje
receptivo, y que después aprenden a hablar claramente y con frases
complejas, con anomalías semántico-pragmáticas que se van haciendo cada vez
más obvias a medida que su competencia verbal crece. Aunque al principio
pueda ser difícil diferenciar a estos niños de otros con otros tipos de
trastornos del lenguaje, el patrón de los déficits verbales se va
distinguiendo cada vez más a medida que crecen.

¿Qué se puede decir acerca de la acusación de que el "trastorno
semántico-pragmático" es simplemente otro término para designar el autismo?
Este tema se ha rodeado de gran confusión y controversia, en gran parte
también porque el que estas dos categorías sean sinónimas puede
interpretarse de dos maneras.

La interpretación más extrema es que todos los niños que se han
diagnosticado con el trastorno semántico-pragmático cumplen de hecho con los
criterios de diagnóstico del autismo. Es indudable que el diagnóstico de
autismo no se hace siempre cuando procede hacerlo, ya sea por una renuencia
a utilizar esta etiqueta negativa, o bien por falta de conocimiento de cómo
cambia el autismo con la edad. No obstante, los datos preliminares del
estudio de Rapin (1987) confirmaron que un niño puede tener un trastorno de
lenguaje semántico-pragmático y no cumplir necesariamente los criterios del
autismo.

Todo este tema se complica todavía más por el hecho de que, así como Bishop
y Rosenbloom (1987) restringieron el uso de "trastorno semántico-pragmático"
a los niños con un trastorno específico del lenguaje que no eran autistas,
Rapin (1987) no consideraba ambos diagnósticos como excluyentes entre sí. Se
podría decir que, de hecho, utilizó el término de "síndrome
semántico-pragmático" para describir anomalías en el eje horizontal de la
Figura 1, por lo que este síndrome podía encontrarse con o sin las anomalías
sociales no verbales características del autismo. Desde el punto de vista
lógico, esta es una posición defendible, pero se producirán malentendidos si
algunas personas usan este término como diagnóstico alternativo del autismo,
mientras otras consideran que las dos etiquetas son compatibles. Es de
esperar que la designación de "trastorno específico semántico-pragmático"
para niños no autistas con este perfil de lenguaje podrá disipar algo de
esta confusión.

Existe una interpretación alternativa de la reivindicación de que el autismo
y el trastorno semántico-pragmático son la misma cosa: esta afirmación puede
tomarse simplemente en el sentido de que los dos trastornos están en un
continuo y no son cualitativamente distintos. Desde este punto de vista,
cualquier trastorno que caiga en el dominio mostrado en la Figura 1 puede
ser considerado como "autista". A la vez que puede ser útil enfocar la
atención sobre los aspectos comunes existentes entre los trastornos, el
extender de este modo la terminología puede causar más malentendidos que
clarificaciones.

Por último, deberíamos tener cuidado con el abreviar el trastorno
semántico-pragmático con las siglas SPD (en inglés), ya que estas iniciales
se utilizan por los psiquiatras para referirse al "trastorno de personalidad
esquizoide" (en inglés, schizotypal personality disorder, SPD), una
clasificación cuya relación con el autismo es altamente controvertida (Nagy
& Szatmari, 1986).

IMPLICACIONES EN LA TERAPIA DE HABLA Y LENGUAJE

Debido a que los conceptos sobre la naturaleza del autismo han cambiado,
también han cambiado las ideas sobre la naturaleza de la deficiencia de
lenguaje en el autismo. Kanner (1943) hizo unas descripciones detalladas
sobre las anomalías en el uso del lenguaje en los niños autistas, pero
consideró que la falta de habilidad para establecer

relaciones sociales era el problema primario, del cual se derivaban las
dificultades de lenguaje como síntoma. Muchos psiquiatras adoptaron el punto
de vista de que, aunque el niño autista fracasaba en la comunicación, la
capacidad subyacente del lenguaje estaba intacta. Rutter (1978b) ha revisado
los trabajos que ponen en cuestión esta postura, y ha concluido que, aunque
la deficiencia del lenguaje no puede explicar todos los demás síntomas, los
déficits sociales y de comportamiento se acompañan de discapacidades
genuinas del lenguaje y de la función comunicativa. Al haber cambiado el
concepto de los déficits de lenguaje en autismo, también han cambiado las
actitudes sobre el papel del terapeuta del lenguaje. Cuando el autismo se
consideraba como un trastorno puramente afectivo, la terapia de lenguaje era
claramente irrelevante. Una vez que se constató la auténtica severidad de
los déficits de lenguaje en los niños autistas, esta postura cambió
espectacularmente, y se produjo un impulso masivo hacia el aprendizaje del
lenguaje, con la esperanza de que si se superaban las dificultades verbales,
se resolverían a su vez otros problemas. Actualmente, se ha alcanzado una
postura más equilibrada. Se reconoce que los niños autistas tienen unas
dificultades del lenguaje que constituyen un foco válido para su remedio,
pero es claro que las aproximaciones tradicionales que hacen énfasis en el
dominio de las propiedades formales del lenguaje no son en absoluto
apropiadas: el entrenar a los niños para hablar no va a implicar una
transformación de su conducta. El niño autista no necesita tanto aprender a
hablar como aprender a usar socialmente el lenguaje para comunicarse.
Todavía se encuentran personas que consideran que la terapia de lenguaje no
es apropiada para niños diagnosticados con autismo, pero esta actitud
proviene generalmente de la falsa creencia de que los terapeutas de lenguaje
se preocupan únicamente de la articulación y de los ejercicios gramaticales.
Rutter (1985) ha observado que el asumir que el único lugar para educar a un
niño que ha sido diagnosticado con autismo es una unidad especial para niños
autistas constituye una postura rígida que no ayuda en absoluto. Argumenta
que hay que considerar el nivel y el patrón de los handicaps al decidir en
qué lugar se va a educar al niño: algunos niños pueden progresar bien en una
unidad para niños con deficiencias del lenguaje o con discapacidades
mentales, o bien pueden asistir a un colegio normal, con el apoyo adecuado.
Este tratamiento flexible es especialmente adecuado, sobre todo si empezamos
a considerar el espectro de problemas autistas en su sentido más amplio y
encontramos cada vez a más niños con deficiencias sociales y de lenguaje de
una severidad desproporcionada.

 

 

REFERENCIAS

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