Cioran sobre la música

 

A pesar del que pugen dir alguns beats, crec que Emil Mihai Cioran tenia freqüents atacs de lucidesa que van quedar puntualment registrats en els seus llibres. Nihilista irregular, dadà a estones, etern aspirant a suïcida, filantrop i misantrop segons el moment, Cioran era una persona d'una vastíssima cultura i d'una enorme sensibilitat. A banda de moltes de les seues pensades més amargament agudes, m'hi uneix la passió intel·lectual, radical i sense fissures, per la música. Gairebé no hi ha llibre en què Cioran no parle de música: Bach, Mozart i Beethoven per damunt de tots. He extret uns textos (bellíssims, magnífics) sobre el tema, del volum titulat en castellà El libro de las quimeras. Com que no tinc l'original, he preferit no retraduir-lo. Si Tusquets no em denuncia, més endavant hi afegiré més textos. Gaudiu-ne!

 

 

Es extremadamente lamentable vivir momentos musicales estando a distancia de la música, sentir que no puedes temblar aunque debería impresionarte; es extremadamente lamentable ser objetivo cuando se escucha música. Tu ser no se deja llevar por el entusiasmo, no siente que tendría que chillar, llorar o derretirse, no participa en un ritmo de frenesí general ni se queda maravillado por el placer de las ondas sonoras. La distancia con respecto a la música te impide realizarte internamente, crecer, dilatarte y estallar. Qué suerte que esos momentos sean tan raros. La música, al hacer sutil la materia, al anularnos como presencia física, nos vuelve etéreos. Cualquier estado musical carece de valor si no anula la conciencia de nuestra limitación en el espacio y no disuelve nuestro sentimiento de la existencia en la secuencia temporal. Los raros momentos en que lamentamos estar distantes de la música no hacen sino despertar en nuestra conciencia la fatalidad de nuestra limitación espacial y temporal, de nuestra distancia con respecto al mundo. Sufres durante esos instantes por no poder volverte inmaterial y puro, porque las depresiones te impiden vibrar, te aislan como materia en el espacio. Todas las depresiones te aislan en el mundo, como aislarían a una piedra que tuviera conciencia. Tienden a mostrarnos que el hombre, si ya no es objeto, lo fue, sin embargo, una vez; durante la depresión, el sujeto percibe cuál es su sustrato y la materialidad que lo liga a la tierra. Existe ahí una auténtica dualidad, por no decir una paradoja. El espíritu en el hombre, que lo vuelve sujeto, tiene conciencia de la materia que lo encuadra dentro de la naturaleza. Así, todas las depresiones no son sino distancias del mundo donde el espíritu humano soporta la tristeza de su propia materia. El sujeto siente y piensa que es un objeto, que por esa dualidad ya no puede integrarse en el mundo a causa de lo inmensamente distante que está de él, aunque materialmente sea una presencia física similar a la de los demás.

Sin embargo, si experimentamos estados musicales en momentos de depresión, significa que éstos, por las sonoridades, se han inmaterializado; es una transfiguración entera que hace vibrar a las tristezas íntimas y perder su caracter de pesada materialidad. La tristeza, como origen del estado musical y como su resultado, se asemeja sólo exteriormente a la tristeza de todos los momentos no musicales; ya que se purifica con las vibraciones y crece hasta un éxtasis de lo infinito. La distancia del mundo se convierte entonces en un frénetico entusiasmo hacia el vacío que la tristeza ha abierto entre nosotros y el mundo. En la música, el vacío se convierte en plenitud, que puede no ser sino un vacío que vibra. Todos los estados anímicos se transforman en vivencia musical y reciben nuevos caracteres, porque ésta profundiza y vuelve sutiles todos los estados hasta la vibración, fundiéndolos en convergencias e inmaterialidades sonoras.

Sólo aman la música quienes sufren a causa de la vida. La pasión musical sustituye a todas las formas de vida que no se han vivido y compensa en el plano de la experiencia íntima las satisfacciones encerradas en el círculo de los valores vitales. Cuando se sufre viviendo, la necesidad de un mundo nuevo, distinto del que vivimos habitualmente, nace de forma imperiosa para no diluirnos en un vacío interior. Y ese mundo sólo la música puede traerlo. Todas las otras manifestaciones del arte descubren nuevas visiones, configuraciones o formas nuevas; solamente la música trae un nuevo mundo. Las obras más importantes de la pintura, por mucho arrobamiento que te produzca su contemplación, te obligan a hacer comparaciones con el mundo de todos los días y, por consiguiente, no te ofrecen la posibilidad de entrar en un mundo absolutamente distinto. En todas las otras artes, todo está próximo, pero no tanto que se vuelva una intimidad suprema; sin embargo, en la música, todo está tan lejos y tan cerca que la alternancia entre lo monumental y lo íntimo, entre lo inaccesible y lo lírico crea una entera gama de éxtasis interior. Frente a un cuadro del mundo no has sentido que el mundo podría empezar contigo; pero hay finales sinfónicos que a menudo te han llevado a preguntarte si no serás tú el principio y el fin. La locura metafísica provocada por la experiencia musical crece conforme se ha perdido más y se ha sufrido más en la vida; pues a través de ella pudiste entrar de manera más completa en otro mundo. Cuanto más profundizas en la vivencia musical, tanto más agrandas la insatisfacción inicial y agravas el drama original que te hizo amar la música. Si la música es el resultado de una enfermedad, no hace entonces sino ayudar al progreso de esa enfermedad. Pues la música destruye el interés por la acción, por los datos inmediatos de la existencia, por el hecho biológico como tal y deshabitua al individuo. E1 hecho de que después de las tensiones íntimas a las que te llevan los estados musicales sientas la inutilidad de seguir viviendo no expresa sino ese fenómeno de desadaptación. Mucho más que la poesía, la música debilita la voluntad de vivir y distiende los resortes vitales. ¿Renunciamos a la música entonces? Todos los que somos fuertes cuando escuchamos música, porque somos débiles en la vida, ¿seremos tan ineptos como para renunciar también a nuestra última pérdida, a la música?

Aconsejo la musica de Mozart y de Bach como remedio contra la desesperación. En su pureza aérea, que a veces llega a alcanzar una sublime gravedad melancólica, frecuentemente se siente uno ligero, transparente y angélico. Otras veces tienes la sensación de que a ti, criatura a quien la vida ha sumido en el desconsuelo, te crecen alas que te impulsan a un vuelo sereno, acompañado de discretas y veladas sonrisas, en una eternidad de evanescente encanto y de dulces y acariciadoras transparencias. Es como si evolucionaras en un mundo de resonancias trascendentes y paradisíacas. Todo hombre tiene en potencia algo de angélico, aunque no sea más que por la pena de no tener semejante pureza y por la aspiración a una serenidad eterna. La música nos despierta el pesar de no ser lo que tendríamos que ser, y su magia nos cautiva por un instante trasponiéndonos a nuestro mundo ideal, al mundo en el que habríamos tenido que vivir. Tras el conflicto demencial de tu ser, te acomete un anhelo de pureza angelical, y nos hace esperar alcanzar un sueño de trascendencia y serenidad, lejos del mundo, flotando en un vuelo cósmico, con las alas extendidas hacia vastas lejanías. Y me entran ganas de tragarme los cielos que a mi no se me han abierto nunca...

(...)

 

MOZART O MI ENCUENTRO CON LA FELICIDAD. El hombre no puede ser esencial sino en la desdicha. ¿Acaso Mozart nos atrae únicamente como excepción?

¿Acaso sólo de Mozart hemos aprendido la profundidad de las serenidades?

Siempre que escucho su música me crecen alas de ángel.

No quiero morir, porque no puedo concebir que un día sus armonías me sean extrañas para siempre.

La musica oficial del paraíso.

¿Por qué no me he derrumbado? Me salvó lo que de mozartiano hay en mi.

¿Mozart? Intervalos en mi desdicha.

¿Por qué amo a Mozart? Porque él me descubrió lo que yo podría ser si no fuera obra del dolor.

Los símbolos de la felicidad: la ondulación, la transparencia, la pureza, la serenidad...

La ondulación: esquema formal de la felicidad. (Revelación mozartiana.)

 

La clave de la música de Bach: el anhelo de evadirse del tiempo. La humanidad no ha conocido otro genio que haya presentado con un mayor pathos el drama de la caída en el tiempo y la nostalgia del paraíso perdido. Las evoluciones de su música dan una grandiosa sensación de ascensión en espiral hacia los cielos. Con Bach nos sentimos a las puertas del paraíso; nunca en él. La presión del tiempo y el sufrimiento del hombre caído en el tiempo amplifican la añoranza de mundos puros, pero no nos trasplantan a ellos. El pesar por el paraíso es tan esencial en esta música que uno se pregunta si Bach tuvo alguna vez otros recuerdos que no fueran los del paraíso. Una inmensa e irresistible llamada resuena proféticamente en ella y ¿cuál es el sentido de esa llamada sino sacarnos de este mundo? Con Bach nos elevamos dramáticamente hacia las alturas. Quien en el éxtasis de esta música no haya sentido lo transitorio de su condición natural y no haya vivido la serie de mundos posibles que se interponen entre el paraíso y nosotros, no entenderá por qué sus tonalidades están constituídas por besos de ángeles.

Lo trascendente tiene en Bach una función tan importante que todo cuanto le es dado vivir al hombre tiene sentido únicamente en relación con su condición en el más allá. No hay nada de natural en esta música trascendente porque no tolera nunca ni las apariencias ni el tiempo.

Bach nos invita a una cruzada para descubrir en el alma humana, más allá de las apariencias, el recuerdo de un mundo divino. ¿Pero acaso ha comprendido al hombre, acaso creyó que con tales emociones podría consolarlo? ¿No se dirige su llamamiento y su consuelo a un mundo de ángeles caídos a quienes la tentación astral del pecado quebró sus alas y los arrojó de alli aquí, donde las cosas nacen y mueren? Una tragedia angélica es toda la música de Bach. El exilio terrenal de los ángeles es su motivo y su sentido oculto. Por eso a Bach sólo podemos entenderlo cuando nos alejamos de nuestra condición humana, cuando vivimos en nuestro primer recuerdo. Acongojado por la caída en el tiempo, Bach solo vio la eternidad. El pathos de esta visión consiste en representar el proceso de ascensión a la eternidad, y no la eternidad en sí misma. Una música en la que no somos eternos, sino que lo seremos. La eternidad es la ruptura completa del tiempo y la entrada no en otro orden de existencia, sino en un mundo sustancialmente diferente. A la visión cristiana de la discrepancia absoluta entre tiempo y eternidad, Bach le dio un perfil sonoro. La eternidad no es concebida como una infinidad de instantes (hay una eternidad en el tiempo, una totalidad inmanente del devenir), sino como un instante sin centro y sin límites. El paraíso es el instante absoluto, un momento redondeado en sí mismo, en el que todo es actual. La tensión y el dinamismo de esta música vienen determinados por el hecho de tener nosotros que conquistar el paraíso; no queremos que se nos conceda. La intervención divina apenas juega un papel. Bach pide más bien a Dios que nos acoja, no que nos salve. El momento dramático tiene lugar a las puertas del paraíso, en el umbral de la eternidad. La cruzada por el paraíso alcanza aquí su punto culminante en el profundo cristianismo de Bach. La otra vía, la de la revuelta y la del abismo humano, imaginó una cruzada para manumitir al paraíso de la dominación divina...

¿Qué armonías oímos a las puertas del paraíso? ¿Qué es lo que puede oírse solamente allí? Si con Bach lloramos el paraíso, con Mozart estamos en el paraíso. Esta música es realmente paradisíaca. Sus armonías son un baile de luz en la eternidad. De Mozart podemos aprender lo que significa la gracia de la eternidad. Un mundo sin tiempo, sin dolor, sin pecado... Bach nos hablaba de la tragedia de los ángeles; Mozart de la melancolía de los ángeles. La melancolía angélica tejida de serenidad y transparencia, juego de colores.

La evolución en espiral de la música de Bach indica, por ese mismo esquema, una insatisfacción con el mundo, con lo que se nos ha dado, una sed de conquistar una pureza perdida. La espiral no puede ser un esquema de la música paradisíaca porque el paraíso es el límite final de la ascensión; más arriba ya no es posible llegar. A lo sumo, hacia abajo, a la tierra. ¿Existirá también allí pesadumbre por la tierra? Pero eso es demoníaco...

En Mozart, la ondulación significa la apertura receptiva del alma al esplendor paradisíaco. La ondulación es la geometría del paraíso, como la espiral es la geometría de los mundos interpuestos entre la tierra y el paraíso.

 

MOZART O LA MELANCOLÍA DE LOS ÁNGELES. Martillea obsesivamente mi cerebro, me pesa y me roe el alma lo que dijo una vez Maurice Barrès sobre las primeras composiciones de Mozart, sobre los primeros minuetos que compuso a los seis años: «El hecho de que un niño haya podido vislumbrar semejantes armonías es una prueba de la existencia del paraíso por el anhelo». Tiene razón Barrès; toda la música de Mozart, pura y aérea, nos transporta a otro mundo y tal vez a un recuerdo. ¿No resulta extraño que, purificados por ella, vivamos sodas las cosas como recuerdos que nunca se convierten en lamentos? ¿Y eso por qué? Porque el mundo que Mozart nos ofrece posee la misma consistencia que los recuerdos; es inmaterial. Se ama a Mozart en los momentos en que se priva a la vida de su dirección, cuando se convierte el entusiasmo en vuelo, cuando las alas son portadoras de la fortuna y no de la fatalidad. ¿Quien podría decir dónde termina la gracia y empieza el sueño? Esta música de ángeles nos ha hecho descubrir una categoría nueva: el estado de suspensión, de planeamiento. También en Haydn encontramos gracia y pureza; también él posee ese íntimo encanto propio de la ausencia de lo metafísico. Pero, a diferencia de Mozart, él se dirige mas a los hombres, su sueño es pastoral, su gracia es más terrenal que aérea. La atracción de nuestro mundo perturba el encanto del estado de suspensión. Para Mozart, como para cualquier música angélica, mirar abajo, hacia nosotros, es una traición. Eso suponiendo que la traición mayor no sea sentirse hombre...

¿Se mantuvo Mozart hasta el final de su vida fiel a su visión, fiel al mundo que descubren las ondulaciones de una melancolía del sueño, fiel a su paraíso interior y al del anhelo o al del recuerdo? ¿No nos sentimos a veces inclinados a creer que Mozart nunca estuvo manchado por el pensamiento de la muerte, que nunca estuvo infectado de ponzoñosas tristezas? Aunque en una carta escrita varios años antes de morir confiesa su perfecta intimidad con el pensamiento de la muerte, sin embargo, sería difícil encontrar, en esa época, fuera de la fatiga y de un entusiasmo reprimido, un pensamiento triste que tendiera sus arcos negros por encima de su mundo. Hace mucho se observó que el Réquiem de Mozart, aunque expresa el anhelo de escapar del mundo, sigue conservando un soplo de pureza o una indefinible elusión consoladora en un mundo de color de rosa, que enmascara los sufrimientos de la caída en el mundo.

Y, pese a todo, Mozart no fue consecuente con su sueño inicial. Si bien escribió una música para los ángeles, las alas se le cayeron siempre que no estaba en su música, es decir, en la música de ellos. Así, lo que creó el año de su muerte es una traición. El retorno a su propia condición, el reencuentro con su humanidad, el despertar del sueño de su vida sustituyen esa melancolía trascendente por una tristeza sombría, material, una fúnebre atmósfera de descomposición y de irreparabilidad que, más tarde, en las últimas creaciones de Schubert, encontrarán su dolorosa culminación.

Casi hasta su muerte, Mozart preservó la continuidad de su sueño de juventud. La prueba de la existencia del paraíso por el anhelo de la que hablaba Barrès se renueva justo hasta la traición. De pronto es como si hubiera sido expulsado del paraíso por los siglos de los siglos. Y su caída nos es perceptible por la infinita tristeza y la intimidad con la muerte de sus últimas composiciones. Ha tenido lugar un auténtico salto, una significativa discontinuidad, una ruptura simbólica. El adagio de su último concierto para clarinete y orquesta nos pone de manifiesto un Mozart cambiado; no convertido sino caído; no transfigurado sino vencido. Una música en la que una sutil y etérea melancolía rechazaba la tristeza material y el entusiasmo gracioso excluía la otra cara de la vida, y que, de pronto, se desliza por la pendiente opuesta, donde será irremediablemente vencida. E1 hundimiento del sueño de toda una vida. Aunque formalmente pueda reconocerse todavía al Mozart de antaño, la atmósfera y los reflejos afectivos constituyen una sorpresa extrañísima. La tristeza de las últimas creaciones de Mozart, en especial la sombría atmósfera del concierto para clarinete y orquesta, da la sensación de un deterioro de su elevación espiritual, de un descenso hasta el cero vital y psíquico. Cada tono marca un paso hacia la disolución y aniquilación de nuestra jerarquía espiritual. Arrojamos uno tras otro los velos de nuestra alma, nuestras ilusiones se diluyen y convertimos su transparencia en vacío. La tristeza musical de ese final mozartiano es como un murmullo subterráneo; contenida y, sin saber por que, cohibida. Cuando se piensa en la patética grandeza de la tristeza musical en la Tercera sinfonía de Beethoven, donde la tristeza cobra unas dimensiones tan enormes que une los mundos, construyendo por encima de ellos una bóveda sonora, otro cielo, entonces el triste final de la obra de Mozart no supera las dimensiones del corazón ni el espacio donde se enmarca el alma. En la tristeza y en la muerte no puede transfigurarse un alma cuya inspiración hizo «carrera» en el paraíso.

Si decimos que el sueño de serenidad, de profundidad en la serenidad, de gracia y de vuelo inmaterial, que toda la sutil y trascendente melancolía que se desprende de su obra, es de tal naturaleza como para hacernos creer que él sorprendió las melodías de otro mundo y se las restituyó, ¿no seria todo eso expresión de un anhelo antes que la realidad espiritual de Mozart?

Este problema, que tantas veces se ha planteado, resulta falso. ¿Puede imaginarse alguien que un hombre no haya vivido su vida entera en el mundo que él mismo ha creado? Nada nos induce a creer que, antes de su caída, Mozart no haya vivido en un mundo de vibraciones puras, en otro mundo. Nadie canta al paraíso porque no lo tiene, sino porque no quiere perderlo.

Los que viven en los estados del segundo Mozart, el de ese breve periodo en que la muerte oscureció las luces y los recuerdos de su paraíso interior, ésos aman apasionadamente la musica paradisíaca de Mozart, hasta el punto de hacer de ello un auténtico «complejo». Y la aman porque mantienen, oculto por tantas decepciones y descalabros en su vida, el mundo de su paraíso interior, ésos mundos que se les revelan durante las infinitas dilataciones del éxtasis. Pues no podemos amar el mundo de Mozart sin encontrarlo en lo más profundo de nuestra alma. Todo el secreto de la desesperanza reside en la antinomia creada entre un fondo mozartiano y las inmensidades negras que aparecen en la vida para asfixiar ese fondo. Hay tantas almas que viven de la muerte de otras, sin saber donde buscar sus orígenes, sus auroras.

Que Mozart no vivió en nuestro mundo, que no comprendió desde el principio la caída y la muerte, es una estupidez explicarlo por el ambiente rococó donde se desenvolvió. Al contrario, tenemos que decir que existen seres para quienes la individuación no es una maldición, porque se les desvela tardíamente la fatalidad de esa condición. Quienes son conscientes y desgraciados en la conciencia de la individuación, en su contacto con el dolor y la muerte, se transfiguran y aceptan las luces de lo demoníaco. Mozart vivió demasiado tiempo entre armonías seráficas como para poder seguir explotando esas luces.

 

E. M. Cioran, El libro de las quimeras. Barcelona, Tusquets, 1996