SPN 325K Spanish American Literature through Modernism
Domingo Faustino Sarmiento
Cuando la batalla empieza, el tártaro da un grito
terrible, llega, hiere, desaparece y vuelve como el rayo.
Víctor Hugo
He necesitado andar todo el camino
que dejo recorrido para llegar al punto en que nuestro drama comienza.
Es inútil detenerse en el carácter,
objeto y fin de la revolución
de la Independencia. En toda la América fueron los mismos, nacidos
del mismo origen, a saber: el movimiento de
las ideas europeas. La América
obraba así porque así obran todos los pueblos. Los libros,
los acontecimientos, todo llevaba a la América a
asociarse a la impulsión
que a la Francia habían dado Norteamérica y sus propios escritores;
a la España, la Francia y sus libros. Pero lo que
necesito notar para mi objeto
es que la revolución, excepto en su símbolo exterior, independencia
del rey, era sólo interesante e inteligible para
las ciudades argentinas, extraña
y sin prestigio para las campañas. En las ciudades había
libros, ideas, espíritu municipal, juzgados, derechos,
leyes, educación, todos
los puntos de contacto y de mancomunidad que tenemos con los europeos;
había una base de organización,
incompleta, atrasada, si se quiere,
pero precisamente porque era incompleta, porque no estaba a la altura de
lo que ya se sabía que podía llegar,
se adoptaba la revolución
con entusiasmo. Para las campañas, la revolución era un problema;
sustraerse a la autoridad del rey era agradable,
por cuanto era sustraerse a la
autoridad. La campaña pastora no podía mirar la cuestión
bajo otro aspecto. Libertad, responsabilidad del poder,
todas las cuestiones que la revolución
se proponía resolver eran extrañas a su manera de vivir,
a sus necesidades. Pero la revolución le era útil
en este sentido: que iba a dar
objeto y ocupación a ese exceso de vida que hemos indicado y que
iba a añadir un nuevo centro de reunión,
mayor al circunscrito a que acudían
diariamente los varones en toda la extensión de las campañas.
Aquellas constituciones espartanas;
aquellas fuerzas físicas tan desenvueltas; aquellas disposiciones
guerreras que se malbarataban en
puñaladas y tajos entre
unos y otros; aquella desocupación romana a que sólo faltaba
un Campo de Marte para ponerse en ejercicio activo;
aquella antipatía a la
autoridad con quien vivían en continua lucha, todo encontraba al
fin camino por donde abrirse paso y salir a la luz,
ostentarse y desenvolverse.
Empezaron, pues, en Buenos Aires
los movimientos revolucionarios y todas las ciudades del interior respondieron
con decisión al
llamamiento. Las campañas
pastoras se agitaron y adhirieron al impulso. En Buenos Aires empezaron
a formarse ejércitos, pasablemente
disciplinados, para acudir al
Alto Perú y a Montevideo, donde se hallaban las fuerzas españolas
mandadas por el general Vigodet. El general
Rondeau puso sitio a Montevideo
con un ejército disciplinado. Concurría al sitio Artigas,
caudillo célebre, con algunos millares de gauchos.
Artigas había sido contrabandista
temible hasta 1804, en que las autoridades civiles de Buenos Aires pudieron
ganarlo y hacerle servir en
carácter de comandante
de campaña en apoyo de esas mismas autoridades a quienes habla hecho
la guerra hasta entonces. Si el lector no se ha
olvidado del baqueano y de las
cualidades generales que constituyen el candidato para la comandancia de
campaña, comprenderá fácilmente el
carácter e instintos de
Artigas.
Un día Artigas con sus gauchos
se separó del general Rondeau y empezó a hacerle la guerra.
La posición de éste era la misma que hoy tiene
Oribe sitiando a Montevideo y
haciendo a retaguardia frente a otro enemigo. La única diferencia
consistía en que Artigas era enemigo de los
patriotas y de los realistas a
la vez. Yo no quiero entrar en averiguación de las causas o pretextos
que motivaron este rompimiento; ni tampoco
quiero darle nombre ninguno de
los consagrados en el lenguaje de la política, porque ninguno le
conviene. Cuando un pueblo entra en
revolución, dos intereses
opuestos luchan al principio: el revolucionario y el conservador; entre
nosotros se han denominado los partidos que
los sostenían, patriotas
y realistas. Natural es que, después del triunfo, el partido vencedor
se subdivida en fracciones de moderados y
exaltados; los unos que quieran
llevar la revolución en todas sus consecuencias; los otros que quieran
mantenerla en ciertos límites. También
es del carácter de las
revoluciones que el partido vencido primeramente vuelva a reorganizarse
y triunfar a merced de la división de los
vencedores. Pero cuando en una
revolución una de las fuerzas llamadas en su auxilio se desprende
inmediatamente, forma una tercera entidad,
se muestra indiferentemente hostil
a unos y a otros combatientes, a realistas o patriotas; esta fuerza que
se separa es heterogénea; la sociedad
que la encierra no ha conocido
hasta entonces su existencia, y la revolución sólo ha servido
para que se muestre y desenvuelva.
Este era el elemento que el célebre
Artigas ponía en movimiento; instrumento ciego, pero lleno de vida,
de instintos hostiles a la civilización
europea y a toda organización
regular; adverso a la monarquía como a la república, porque
ambas venían de la ciudad y traían aparejado un
orden y la consagración
de la autoridad. De este instrumento se sirvieron los partidos diversos
de las ciudades cultas, y principalmente el
menos revolucionario, hasta que,
andando el tiempo, los mismos que lo llamaron en su auxilio sucumbieron,
y con ellos la ciudad, sus ideas,
su literatura, sus colegios, sus
tribunales, su civilización.
Este movimiento espontáneo
de las campañas pastoriles fue tan ingenuo en sus primitivas manifestaciones,
tan genial tan expresivo de su
espíritu y tendencias,
que abisma hoy el candor de los partidos de las ciudades que lo asimilaron
a su causa y lo bautizaron con los nombres
políticos que a ellos los
dividían. La fuerza que sostenía a Artigas en Entre Ríos
era la misma que en Santa Fe a López, en Santiago a Ibarra, en
los Llanos a Facundo. El individualismo
constituía su esencia, el caballo su arma exclusiva, la pampa inmensa
su teatro. Las hordas beduinas
que hoy importunan con su algaradas
y depredaciones las fronteras de la Argelia, dan una idea exacta de la
montonera argentina, de que se
han servido hombres sagaces o
malvados insignes. La misma lucha de civilización y barbarie de
la ciudad y el desierto existe hoy en África;
los mismos personajes, el mismo
espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la
montonera. Masas inmensas de jinetes
vagando por el desierto, ofreciendo
el combate a las fuerzas disciplinadas de las ciudades, si se sienten superiores
en fuerza, disipándose
como las nubes de cosacos, en
todas direcciones, si el combate es igual siquiera, para reunirse de nuevo,
caer de improviso sobre los que
duermen, arrebatarles los caballos,
matar a los rezagados y a las partidas avanzadas; presentes siempre, intangibles
por su falta de cohesión,
débiles en el combate,
pero fuertes e invencibles en una larga campaña, en que, al fin,
la fuerza organizada, el ejército, sucumbe diezmado por
los encuentros parciales, las
sorpresas, la fatiga, la extenuación.
La montonera, tal como apareció
en los primeros días de la República bajo las órdenes
de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal
y ese espíritu terrorista
que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires estaba reservado
convertir en un sistema de legislación aplicado
a la sociedad culta, y presentarlo,
en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de
la Europa. Rosas no ha inventado nada; su
talento ha consistido sólo
en plagiar a sus antecesores y hacer de los instintos brutales de las masas
ignorantes un sistema meditado y
coordinado fríamente. La
correa de cuero sacada al coronel Maciel y de que Rosas se ha hecho una
manea que enseña a los agentes
extranjeros, tiene sus antecedentes
en Artigas y en los demás caudillos bárbaros, tártaros.
La montonera de Artigas enchalecaba a sus
enemigos; esto es, los cosía
dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así abandonados
en los campos. El lector suplirá todos los
horrores de esta muerte lenta.
El año 36 se ha repetido este horrible castigo con un coronel del
ejército. El ejecutar con el cuchillo, degollando
y no fusilando, es un instinto
de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar todavía a la
muerte formas gauchas y al asesino placeres
horribles; sobre todo, para cambiar
las formas legales y admitidas en las sociedades cultas, por otras que
él llama americanas y en nombre de
las cuales invita a la América
para que salga a su defensa, cuando los sufrimientos del Brasil, del Paraguay,
del Uruguay invocan la alianza de
los poderes europeos a fin de
que les ayuden a librarse de este caníbal que ya los invade con
sus hordas sanguinarias. ¡No es posible
mantener la tranquilidad de espíritu
necesaria para investigar la verdad histórica, cuando se tropieza
a cada paso con la idea de que ha podido
engañarse a la América
y a la Europa tanto tiempo con un sistema de asesinatos y crueldades, tolerables
tan sólo en Ashanty o Dahomay, en el
interior de África!
Tal es el carácter que presenta
la montonera desde su aparición; género singular de guerra
y enjuiciamiento que sólo tiene antecedentes en los
pueblos asiáticos que habitan
las llanuras y que no ha debido nunca confundirse con los hábitos,
ideas y costumbres de las ciudades
argentinas, que eran, como todas
las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de la España.
La montonera sólo puede explicarse
examinando la organización
íntima de la sociedad de donde procede. Artigas, baqueano, contrabandista,
esto es, haciendo la guerra a la
sociedad civil, a la ciudad; comandante
de campaña por transacción, caudillo de las masas de a caballo,
es el mismo tipo que, con ligeras
variantes, continúa reproduciéndose
en cada comandante de campaña que ha llegado a hacerse caudillo.
Como todas las guerras civiles en que
profundas desemejanzas de educación,
creencias y objetos dividen a los partidos, la guerra interior de la República
Argentina ha sido larga,
obstinada, hasta que uno de los
elementos ha vencido. La guerra de la revolución argentina ha sido
doble: primero guerra de las ciudades,
iniciadas en la cultura europea,
contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura;
segundo, guerra de los caudillos contra las
ciudades, a fin de librarse de
toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra
la civilización. Las ciudades triunfan de los
españoles, y las campañas
de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución
argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el
último aún no ha
sonado todavía.
No entraré en todos los
detalles que requeriría este asunto; la lucha es más o menos
larga; unas ciudades sucumben primero, otras después.
La vida de Facundo Quiroga nos
proporcionará ocasión de mostrarlo en toda su desnudez. Lo
que por ahora necesito hacer notar, es que con
el triunfo de estos caudillos,
toda forma civil, aun en el estado en que las usaban los españoles
ha desaparecido totalmente en unas partes; en
otras, de un modo parcial, pero
caminando visiblemente a su destrucción. Los pueblos en masa no
son capaces de comparar distintivamente
unas épocas con otras;
el momento presente es para ellos el único sobre el cual se extienden
sus miradas; así es como nadie ha observado
hasta ahora la destrucción
de las ciudades y su decadencia; lo mismo que no prevén la barbarie
total a que marchan visiblemente los pueblos
del interior. Buenos Aires es
tan poderosa en elementos de civilización europea, que concluirá
al fin con educar a Rosas y contener sus
instintos sanguinarios y bárbaros.
El alto puesto que ocupa, las relaciones con los gobiernos europeos, la
necesidad en que se ha visto de
respetar a los extranjeros, la
de mentir por la prensa y negar las atrocidades que ha cometido, a fin
de salvarse de la reprobación universal que
lo persigue, todo, en fin, contribuirá
a contener sus desafueros, como ya se está sintiendo; sin que esto
estorbe que Buenos Aires venga a ser,
como La Habana, el pueblo más
rico de América, pero también el más subyugado y a
su vez el más degradado.
Cuatro son las ciudades que han
sido aniquiladas ya por el dominio de los caudillos que sostienen hoy a
Rosas, a saber: Santa Fe, Santiago
del Estero, San Luis y La Rioja.
Santa Fe, situada en la confluencia del Paraná y otro río
navegable que desemboca en sus inmediaciones, es
uno de los puntos más favorecidos
de la América, y sin embargo, no cuenta hoy con dos mil almas; San
Luis, capital de una provincia de
cincuenta mil habitantes, y donde
no hay más ciudad que la capital, no tiene mil quinientas.
Para hacer sensible la ruina y
decadencia de la civilización y los rápidos progresos que
la barbarie hace en el interior, necesito tomar dos
ciudades: una, ya aniquilada,
la otra caminando sin sentirlo a la barbarie: La Rioja y San Juan. La Rioja
no ha sido en otro tiempo una ciudad
de primer orden; pero, comparada
con su estado presente, la desconocerían sus mismos hijos. Cuando
principió la revolución de 1810 contaba
con un crecido número de
capitalistas y personajes notables que han figurado de un modo distinguido
en las armas, en el foro, en la tribuna,
en el púlpito. De La Rioja
ha salido el doctor Castro Barros, diputado al Congreso de Tucumán
y canonista célebre; el general Dávila, que
libertó a Copiapó
del poder de los españoles en 1817; el general Ocampo, presidente
de Charcas; el doctor don Gabriel Ocampo, uno de los
abogados más célebres
del foro argentino, y un número crecido de abogados del apellido
de Ocampo, Dávila y García, que existen hoy
desparramados por el territorio
chileno, como varios sacerdotes de luces, entre ellos el doctor Gordillo,
residente en el Huasco.
Para que una provincia haya podido
producir en una época dada tantos hombres eminentes e ilustrados,
es necesario que las luces hayan
estado difundidas sobre un número
mayor de individuos y sido respetadas y solicitadas con ahínco.
Si en los primeros días de la revolución
sucedía esto, ¿cuál
no debería ser el acrecentamiento de luces, riqueza y población
que hoy día debiera notarse, si un espantoso retroceso a la
barbarie no hubiese impedido a
aquel pobre pueblo continuar su desenvolvimiento? ¿Cuál es
la ciudad chilena, por insignificante que sea, que
no pueda enumerar los progresos
que ha hecho en diez años, en ilustración, aumento de riqueza
y ornato, sin excluir aun de este número las
que han sido destruidas por los
terremotos?
Pues bien; veamos el estado de
La Rioja, según las soluciones dadas a uno de los muchos interrogatorios
que he dirigido para conocer a
fondo los hechos sobre que fundo
mis teorías. Aquí es una persona respetable la que habla,
ignorando siquiera el objeto con que interrogo sus
recientes recuerdos, porque sólo
hace cuatro meses que dejó La Rioja:
¿A qué número
ascenderá aproximadamente la población actual de La Rioja?
R. Apenas mil quinientas almas.
Se dice que sólo hay quince varones residentes en la ciudad.
¿Cuántos ciudadanos
notables residen en ella?
R. En la ciudad serán seis
u ocho.
¿Cuántos abogados
tienen estudio abierto?
R. Ninguno.
¿Cuántos médicos
asisten a los enfermos?
R. Ninguno.
¿Qué jueces letrados
hay?
R. Ninguno.
¿Cuántos hombres
visten frac?
R. Ninguno.
¿Cuántos jóvenes
riojanos están estudiando en Córdoba o Buenos Aires?
R. Sólo sé de uno.
¿Cuántas escuelas
hay y cuántos niños asisten?
R. Ninguna.
¿Hay algún establecimiento
público de caridad?
R. Ninguno, ni escuela de primeras
letras. El único religioso franciscano que hay en aquel convento
tiene algunos niños.
¿Cuántos templos
arruinados hay?
R. Cinco; sólo la Matriz
sirve de algo.
¿Se edifican casas nuevas?
R. Ninguna, ni se reparan las
caídas.
¿Se arruinan las existentes?
R. Casi todas, porque las avenidas
de las calles son tantas.
¿Cuántos sacerdotes
se han ordenado?
R. En la ciudad, sólo dos
mocitos; uno es clérigo cura; otro es religioso de Catamarca. En
la provincia, cuatro más.
¿Hay grandes fortunas de
a cincuenta mil pesos? ¿Cuántas de a veinte mil?
R. Ninguna, todos pobrísimos.
¿Ha aumentado o disminuido
la población?
R. Ha disminuido más de
la mitad.
¿Predomina en el pueblo
algún sentimiento de terror?
R. Máximo. Se teme aún
hablar lo inocente.
¿La moneda que se acuña
es de buena ley?
R. La provincial es adulterada.
Aquí los hechos hablan con
toda su triste y espantosa severidad. Sólo la historia de las conquistas
de los mahometanos sobre la Grecia
presenta ejemplos de una barbarización,
de una destrucción tan rápida. ¡Y esto sucede en América
en el siglo XIX! ¡Es la obra sólo de veinte
años, sin embargo! Lo que
conviene a La Rioja es exactamente aplicable a Santa Fe, a San Luis, a
Santiago del Estero, esqueletos de ciudades,
villorrios decrépitos y
devastados. En San Luis hace diez años que sólo hay un sacerdote,
y que no hay escuela, ni una persona que lleve frac.
Pero vamos a juzgar en San Juan
la suerte de las ciudades que han escapado a la destrucción, pero
que van barbarizándose insensiblemente.
San Juan es una provincia agrícola
y comerciante exclusivamente; el no tener campaña la ha librado
por largo tiempo del dominio de los
caudillos. Cualquiera que fuese
el partido dominante, gobernador y empleados eran tomados de la parte educada
de la población, hasta el año
1833, en que Facundo Quiroga colocó
a un hombre vulgar en el gobierno. Este, no pudiéndose sustraer
a la influencia de las costumbres
civilizadas que prevalecían
en despecho del poder, se entregó a la dirección de la parte
culta, hasta que fue vencido por Brizuela, jefe de los
riojanos, sucediéndole
el general Benavídez, que conserva el mando hace nueve años,
no ya como una magistratura periódica, sino como
propiedad suya. San Juan ha crecido
en población, a causa de los progresos de la agricultura y de la
emigración de La Rioja y San Luis, que
huye del hambre y de la miseria.
Sus edificios se han aumentado sensiblemente; lo que prueba toda la riqueza
de aquellos países y cuánto
podrían progresar si el
gobierno cuidase de fomentar la instrucción y la cultura, únicos
medios de elevar a un pueblo.
El despotismo de Benavídez
es blando y pacifico, lo que mantiene la quietud y la calma en los espíritus.
Es el único caudillo de Rosas que no
se ha hartado de sangre; pero
la influencia barbarizadora del sistema actual no se hace sentir menos
por eso.
En una población de cuarenta mil habitantes reunidos en una ciudad, no hay un solo abogado hijo del país ni de las otras provincias.
Todos los tribunales están
desempeñados por hombres que no tienen el más leve conocimiento
del derecho, y que son, además, hombres
estúpidos en toda la extensión
de la palabra. No hay establecimiento ninguno de educación pública.
Un colegio de señoras fue cerrado en
1840; tres de hombres han sido
abiertos y cerrados sucesivamente de 40 a 43, por la indiferencia y aún
hostilidad del gobierno.
Sólo tres jóvenes
se están educando fuera de la provincia.
Sólo hay un médico
sanjuanino.
No hay tres jóvenes que
sepan el inglés, ni cuatro que hablen francés.
Uno sólo hay que ha cursado
matemáticas.
Un solo joven hay que posee una
instrucción digna de un pueblo culto, el señor Rawson, distinguido
ya por sus talentos extraordinarios. Su
padre es norteamericano, y a esto
ha debido recibir educación.
No hay diez ciudadanos que sepan
más que leer y escribir.
No hay un militar que haya servido
en ejércitos de línea fuera de la República (2)
¿Creeráse que tanta
mediocridad es natural a una ciudad del interior? ¡No! Ahí
está la tradición para probar lo contrario. Veinte años
atrás, San
Juan era uno de los pueblos más
cultos del interior, y ¿cuál no debe ser la decadencia y
postración de una ciudad americana, para ir a buscar
sus épocas brillantes veinte
años atrás del momento presente?
El año 1831 emigraron a
Chile doscientos ciudadanos jefes de familia, jóvenes, literatos,
abogados, militares, etc. Copiapó, Coquimbo,
Valparaíso y el resto de
la República están llenos aún de estos nobles proscritos,
capitalistas algunos, mineros inteligentes otros, comerciantes
y hacendados muchos, abogados,
médicos varios. Como en la dispersión de Babilonia, todos
éstos no volvieron a ver la tierra prometida.
¡Otra emigración
ha salido, para no volver, en 1840!
San Juan había sido hasta
entonces suficientemente rico en hombres civilizados para dar al célebre
Congreso de Tucumán un presidente de la
capacidad y altura del doctor
Laprida, que murió más tarde asesinado por los Aldao; un
prior a la Recoleta Dominica de Chile en el
distinguido sabio y patriota Oro,
después obispo de San Juan; un ilustre patriota, don Ignacio de
la Roza, que preparó con San Martín la
expedición a Chile, y que
derramó en su país las semillas de la igualdad de clases
prometida por la revolución; un ministro al gobierno de
Rivadavia; un ministro a la legación
argentina en don Domingo de Oro, cuyos talentos diplomáticos no
son aún debidamente apreciados; un
diputado al Congreso de 1826 en
el ilustrado sacerdote Vera; un diputado a la convención de Santa
Fe en el presbítero Oro, orador de nota;
otro a la de Córdoba en
don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio industrial como
por su grande instrucción; un militar al
ejército, entre otros,
en el coronel Rojo, que ha salvado dos provincias sofocando motines con
sólo su serena audacia, y de quien el general
Paz, juez competente en la materia,
decía que seria uno de los primeros generales de la República.
San Juan poseía entonces un teatro y
compañía permanente
de actores.
Existen aún los restos de
seis o siete bibliotecas de particulares en que estaban reunidas. las principales
obras del siglo XVIII, y las
traducciones de las mejores griegas
y latinas. Yo no he tenido otra instrucción hasta el año
36, que la que esas ricas, aunque truncas
bibliotecas pudieron proporcionarme.
Era tan rico San Juan en hombres de luces el año 1825, que la sala
de representantes contaba con seis
oradores de nota. Los miserables
aldeanos que hoy (1845) deshonran la sala de representantes de San Juan,
en cuyo recinto se oyeron
oraciones tan elocuentes y pensamientos
tan elevados, que sacudan el polvo de las actas de aquellos tiempos y huyan
avergonzados de estar
profanando con sus diatribas.
aquel augusto santuario.
Los juzgados, el ministerio, estaban servidos por letrados, y quedaba suficiente número para la defensa de los intereses de las partes.
La cultura de los modales, el refinamiento
de las costumbres, el cultivo de las letras, las grandes empresas comerciales,
el espíritu público de
que estaban animados los habitantes,
todo anunciaba al extranjero la existencia de una sociedad culta, que caminaba
rápidamente a elevarse a
un rango distinguido, lo que daba
lugar para que las prensas de Londres divulgasen por América y Europa
este concepto honroso:
"...manifiestan las mejores disposiciones
para hacer progresos en la civilización; en el día se considera
a este pueblo como el que sigue a
Buenos Aires más inmediatamente
en la marcha de la reforma social; allí se han adoptado varias de
las instituciones nuevamente establecidas
en Buenos Aires, en proporción
relativa; y en la reforma eclesiástica han hecho los sanjuaninos
progresos extraordinarios, incorporando todos
los regulares al clero secular
y extinguiendo los conventos que aquéllos tenían…"
Pero lo que dará una idea
más completa de la cultura de entonces es el estado de la enseñanza
primaria. Ningún pueblo de la República
Argentina se ha distinguido más
que San Juan en su solicitud por difundirla, ni hay otro que haya obtenido
resultados más completos. No
satisfecho el gobierno de la capacidad
de los hombres de la provincia para desempeñar cargo tan importante,
mandó traer de Buenos Aires el
año 1815 un sujeto que
reuniese, a una instrucción competente, mucha moralidad. Vinieron
unos señores Rodríguez, tres hermanos dignos de
rolar con las primeras familias
del país, y en las que se enlazaron, tal era su mérito y
la distinción que se les prodigaba. Yo, que hago profesión
hoy de la enseñanza primaria,
que he estudiado la materia, puedo decir que si alguna vez se ha realizado
en América algo parecido a las
famosas escuelas holandesas descriptas
por M. Cousin, es en la de San Juan. La educación moral y religiosa
era acaso superior a la
instrucción elemental que
allí se daba; y no atribuyo a otra causa el que en San Juan se hayan
cometido tan pocos crímenes, ni la conducta
moderada del mismo Benavidez,
sino a que la mayor parte de los sanjuaninos, él incluso, han sido
educados en esa famosa escuela, en que los
preceptos de la moral se inculcaban
a los alumnos con una especial solicitud. Si estas páginas llegan
a manos de don Ignacio y de don Roque
Rodríguez, que reciban
este débil homenaje que creo debido a los servicios eminentes hechos
por ellos, en asocio de su finado hermano don
José, a la cultura y moralidad
de un pueblo entero.[Detalles sobre el sistema y organización de
este establecimiento de educación pública, se
encuentran en Educación
Popular, trabajo especial consagrado a la materia y fruto del viaje a Europa
y Estados Unidos hecho por encargo
del Gobierno de Chile. - El autor]
Esta es la historia de las ciudades
argentinas. Todas ellas tienen que reivindicar glorias, civilización
y notabilidades pasadas. Ahora el nivel
barbarizador pesa sobre todas
ellas. La barbarie del interior ha llegado a penetrar hasta las calles
de Buenos Aires. Desde 1810 hasta 1840, las
provincias que encerraban en su
ciudades tanta civilización, fueron demasiado bárbaras, empero,
para destruir con su impulso la obra colosal
de la revolución de la
independencia. Ahora que nada les queda de lo que en hombres, luces e instituciones
tenían, ¿qué va a ser de ellas? La
ignorancia y la pobreza, que es
la consecuencia, están como las aves mortecinas, esperando que las
ciudades del interior den la última
boqueada, para devorar su presa,
para hacerlas campo, estancia. Buenos Aires puede volver a ser lo que fue,
porque la civilización europea es
tan fuerte allí, que a
despecho de las brutalidades del gobierno se ha de sostener. Pero en las
provincias, ¿en qué se apoyará? Dos siglos no
bastarán para volverlas
al camino que han abandonado, desde que la generación presente educa
a sus hijos en la barbarie que a ella le ha
alcanzado. ¿Pregúntasenos
ahora por qué combatimos? Combatimos por volver a las ciudades su
vida propia.
Civilización y barbarie
(1845). Obras completas de D. F. Sarmiento. Vol. VII. Buenos Aires, 1896
© José Luis Gómez-Martínez
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