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"Mensaje al Congreso Constituyente de la República de Colombia"
¡Conciudadanos!
Séame permitido felicitaros
por la reunión del congreso, que a nombre de la nación va
a desempeñar los sublimes deberes de legislador.
Ardua y grande es la obra de constituir
un pueblo que sale de la opresión por medio de la anarquía
y de la guerra civil, sin estar preparado
previamente para recibir la saludable
reforma a que aspiraba. Pero las lecciones de la historia, los ejemplos
del viejo y nuevo mundo, la
experiencia de veinte años
de revolución, han de servirnos como otros tantos fanales colocados
en medio de las tinieblas de lo futuro; y yo me
lisonjeo de que vuestra sabiduría
se elevará hasta el punto de poder dominar con fortaleza las pasiones
de algunos, y la ignorancia de la
multitud, consultando, cuando
es debido, a la razón ilustrada de los hombres sensatos, cuyos votos
respetables son precioso auxilio para
resolver las cuestiones de alta
política. Por lo demás hallaréis también consejos
importantes que seguir en la naturaleza misma de nuestro país,
que comprende las regiones elevadas
de los Andes, y las abrasadas riberas del Orinoco: examinadle en toda su
extensión, y aprenderéis en él,
de la infalible maestra de los
hombres, lo que ha de dictar el congreso para felicidad de los colombianos.
Mucho os dirá nuestra historia, y
mucho nuestras necesidades, pero
todavía serán más persuasivos los gritos de nuestros
dolores por falta de reposo y libertad segura.
¡Dichoso el congreso si proporciona a Colombia el goce de estos bienes supremos por los cuales merecerá las más puras bendiciones!
Convocado el congreso para componer
el código fundamental que rija a la república, y para nombrar
los altos funcionarios que la administren,
es de la obligación del
gobierno instruiros de los conocimientos que poseen los respectivos ministerios
de la situación presente del Estado,
para que podáis estatuir
de un modo análogo a la naturaleza de las cosas. Toca al presidente
de los Consejos de Estado y Ministerial
manifestaros sus trabajos durante
los últimos diez y ocho meses: si ellos no han correspondido a las
esperanzas que debimos prometernos,
han superado al menos los obstáculos
que oponían a la marcha de la administración las circunstancias
turbulentas de guerra exterior y
convulsiones intestinas; males
que, gracias a la Divina Providencia, han calmado a beneficio de la clemencia
y de la paz.
Prestad vuestra soberana atención al origen y progreso de estos trastornos.
Las turbaciones que desgraciadamente
ocurrieron en 1828, me obligaron a venir del Perú, no obstante que
estaba resuelto a no admitir la
primera magistratura constitucional,
para que había sido reelegido durante mi ausencia. Llamado con instancia
para restablecer la concordia y
evitar la guerra civil, yo no
pude rehusar mis servicios a la patria, de quien recibía aquella
nueva honra, y pruebas nada equívocas de confianza.
La representación nacional
entró a considerar las causas de discordias que agitaban los ánimos,
y convencida de que subsistían, y de que
debían adoptarse medidas
radicales, se sometió a la necesidad de anticipar la reunión
de la gran convención. Se instaló este cuerpo en medio
de la exaltación de los
partidos; y por lo mismo se disolvió, sin que los miembros que le
componían hubiesen podido acordarse en las
reformas que meditaban. Viéndose
amenazada la república de una disociación completa, fui obligado
de nuevo a sostenerla en semejante
crisis; y a no ser que el sentimiento
nacional hubiera ocurrido prontamente a deliberar sobre su propia conservación,
la república habría sido
despedazada por lo manos de sus
propios ciudadanos. Ella quiso honrarme con su confianza, confianza que
debí respetar como la más
sagrada Ley. ¿Cuando la
patria iba a perecer podría yo vacilar?
Las leyes, que habían sido
violadas con el estrépito de las armas y con las disensiones de
los pueblos, carecían de fuerza. Ya el cuerpo
legislativo había decretado,
conociendo la necesidad, que se reuniese la asamblea que podía reformar
la constitución, y ya, en fin, la convención
había declarado unánimemente
que la reforma era urgentísima. Tan solemne declaratoria unida a
los antecedentes, dio un fallo formal contra el
pacto político de Colombia.
En la opinión, y de hecho, la constitución del año
11º [1821] dejó de existir.
Horrible era la situación
de la patria, y más horrible la mía, porque me puso a discreción
de los juicios y de las sospechas. No me detuvo sin
embargo el menoscabo de una reputación
adquirida en una larga serie de servicios, en que han sido necesarios,
y frecuentes, sacrificios
semejantes.
El decreto orgánico que
expedí en 27 de agosto de 28 debió convencer a todos de que
mi más ardiente deseo era el de descargarme del peso
insoportable de una autoridad
sin límites, y de que la república volviese a constituirse
por medio de sus representantes. Pero apenas había
empezado a ejercer las funciones
de jefe supremo, cuando los elementos contrarios se desarrollaron con la
violencia de las pasiones, y la
ferocidad de los crímenes.
Se atentó contra mi vida; se encendió la guerra civil; se
animó con este ejemplo y por otros medios, al gobierno del
Perú para que invadiese
nuestros departamentos del Sur, con miras de conquista y usurpación.
No me fundo, conciudadanos, en simples
conjeturas: los hechos, y los
documentos que lo acreditan, son auténticos. La guerra se hizo inevitable.
El ejército del general La Mar es
derrotado en Tarqui del modo más
espléndido y glorioso para nuestras armas, y sus reliquias se salvan
por la generosidad de los vencedores.
No obstante la magnanimidad de
los colombianos, el general La Mar rompe de nuevo la guerra hollando los
tratados, y abre por su parte las
hostilidades, mientras tanto yo
respondo convidándole otra vez con la paz; pero él nos calumnia,
nos ultraja con denuestos. El departamento
de Guayaquil es la víctima
de sus extravagantes pretensiones.
Privados nosotros de marina militar,
atajados por las inundaciones del invierno y por otros obstáculos,
tuvimos que esperar la estación
favorable para recuperar la plaza.
En este intermedio un juicio nacional, según la expresión
del jefe Supremo del Perú, vindicó nuestra
conducta, y libró a nuestros
enemigos del general La Mar.
Mudado así el aspecto político
de aquella república, se nos facilitó la vía de las
negociaciones, y por un armisticio recuperamos a Guayaquil.
Por fin el 22 de setiembre se
celebró el tratado de paz, que puso término a una guerra
en que Colombia defendió sus derechos y su dignidad.
Me congratulo con el congreso y
con la nación, por el resultado satisfactorio de los negocios del
Sur: tanto por la conclusión de la guerra,
como las muestras nada equívocas
de benevolencia que hemos recibido del gobierno peruano, confesando noblemente
que fuimos provocados
a la guerra con miras depravadas.
Ningún gobierno ha satisfecho a otro como el del Perú al
nuestro, por cuya magnanimidad es acreedor a la
estimación más perfecta
de nuestra parte.
¡Conciudadanos! Si la paz
se ha concluido con aquella moderación que era de esperarse entre
pueblos hermanos, que no debieron disparar
sus armas consagradas a la libertad
y a la mutua conservación; hemos usado también la lenidad
con los desgraciados pueblos del Sur que se
dejaron arrastrar a la guerra
civil, o fueron seducidos por los enemigos. Me es grato deciros, que para
terminar las disensiones domésticas, ni
una sola gota de sangre ha empañado
la vindicta de las leyes; y aunque un valiente general y sus secuaces han
caído en el campo de la muerte,
su castigo les vino de la mano
del Altísimo, cuando de la nuestra habrían alcanzado la clemencia
con que hemos tratado a los que han
sobrevivido. Todos gozan de libertad
a pesar de sus extravíos.
Demasiado ha sufrido la patria
con estos sacudimientos, que siempre recordaremos con dolor; y si algo
puede mitigar nuestra aflicción, es el
consuelo que tenemos de que ninguna
parte se nos puede atribuir en su origen, y el haber sido tan generosos
con nuestros adversarios cuando
dependían de nuestras facultades.
Nos duele ciertamente el sacrificio de algunos delincuentes en el altar
de la justicia; y aunque el parricidio
no merece indulgencia, muchos
de ellos la recibieron, sin embargo, de mis manos, y quizás los
más crueles.
Sírvanos de ejemplo este
cuadro de horror que por desgracia mía he debido mostraros; sírvanos
para el porvenir como aquellos formidables
golpes que la Providencia suele
darnos en el curso de la vida para nuestra corrección. Corresponde
al congreso coger dulces frutos de este
árbol de amargura, o a
lo menos alejarse de su sombra venenosa.
Si no me hubiera cabido la honrosa
ventura de llamaros a representar los derechos del pueblo, para que, conforme
a los deseos de vuestros
comitentes, creáseis o
mejoráseis nuestras instituciones, sería este el lugar de
manifestaros el producto de veinte años consagrados al servicio
de la patria. Mas yo no debo ni
siquiera indicaros lo que todos los ciudadanos tienen derecho de pediros.
Todos pueden, y están obligados, a
someter sus opiniones, sus temores
y deseos a los que hemos constituido para curar la sociedad enferma de
turbación y flaqueza. Sólo yo
estoy privado de ejercer esta
función cívica, porque habiéndoos convocado y señalado
vuestras atribuciones, no me es permitido influir de
modo alguno en vuestros consejos.
Además de que sería inoportuno repetir a los escogidos del
pueblo lo que Colombia publica con
caracteres de sangre. Mi único
deber se reduce a someterme sin restricción al código y magistrados
que nos déis; y es mi única aspiración, el
que la voluntad de los pueblos
sea proclamada, respetada y cumplida por sus delegados.
Con este objeto dispuse lo conveniente
para que pudiesen todos los pueblos manifestar sus opiniones con plena
libertad y seguridad, sin
otros límites que los que
debían prescribir el orden y la moderación. Así se
ha verificado, y vosotros encontraréis en las peticiones que se
someterán a vuestra consideración
la expresión ingenua de los deseos populares. Todas las provincias
aguardan vuestras resoluciones; en
todas partes las reuniones que
se han tenido con esta mira, han sido presididas por la regularidad y el
respeto a la autoridad del gobierno y del
congreso constituyente. Sólo
tenemos que lamentar el exceso de la junta de Caracas de que igualmente
debe juzgar vuestra prudencia y
sabiduría.
Temo con algún fundamento
que se dude de mi sinceridad al hablaros del magistrado que haya de presidir
la República. Pero el Congreso
debe persuadirse que su honor
se opone a que piense en mí para este nombramiento, y el mío
a que yo lo acepte. ¿Haríais por ventura refluir
esta preciosa facultad sobre el
mismo que os lo ha señalado? ¿Osaréis sin mengua de
vuestra reputación concederme vuestros sufragios? ¿No
sería esto nombrarme yo
mismo? Lejos de vosotros y de mí un acto tan innoble.
Obligados, como estáis,
a constituir el gobierno de la República, dentro y fuera de vuestro
seno, hallaréis ilustres ciudadanos que desempeñen
la presidencia del Estado con
gloria y ventajas. Todos, todos mis conciudadanos gozan de la fortuna inestimable
de parecer inocentes a los
ojos de la sospecha, sólo
yo estoy tildado de aspirar a la tiranía.
Libradme, os ruego, del baldón
que me espera si continúo ocupando un destino, que nunca podrá
alejar de sí el vituperio de la ambición.
Creedme, un nuevo magistrado es
ya indispensable para la República. El pueblo quiere saber si dejaré
alguna vez de mandarlo. Los estados
americanos me consideran con cierta
inquietud, que pueden atraer algún día a Colombia males semejantes
a los de la guerra del Perú. En
Europa mismo no faltan quienes
teman que yo desacredite con mi conducta la hermosa causa de la libertad.
¡Ah! ¡cuántas conspiraciones y
guerras no hemos sufrido por atentar
a mi autoridad y a mi persona! Estos golpes han hecho padecer a los pueblos,
cuyos sacrificios se
habrían ahorrado, si desde
el principio los legisladores de Colombia no me hubiesen forzado a sobrellevar
una carga que me ha abrumado
más que la guerra y todos
sus azotes.
Mostraos, conciudadanos, dignos
de representar un pueblo libre, alejando toda idea que me suponga necesario
para la República. Si un
hombre fuese necesario para sostener
el Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría.
El magistrado que escojáis
será sin duda un iris de concordia doméstica, un lazo de
fraternidad, un consuelo para los partidos abatidos. Todos
los colombianos se acercarán
alderredor de este mortal afortunado; él los estrechará en
los brazos de la amistad, formará de ellos una familia
de ciudadanos. Yo obedeceré
con el respeto más cordial a este magistrado legítimo; lo
seguiré cual ángel de paz; lo sostendré con mi espada
y
con todas mis fuerzas. Todo añadirá
energía, respeto y sumisión a vuestro escogido. Yo lo juro,
legisladores, yo lo prometo a nombre del
pueblo y del ejército colombiano.
La República será feliz, si al admitir mi renuncia nombráis
de presidente a un ciudadano querido de la
nación; ella sucumbiría
si os obstináseis en que yo la mandara. Oíd mis súplicas;
salvad la República; salvad mí gloria que es de Colombia.
Disponed de la presidencia que
respetuosamente abdico en vuestras manos. Desde hoy no soy más que
un ciudadano armado para defender
la patria y obedecer al gobierno;
cesaron mis funciones públicas para siempre. Os hago formal y solemne
entrega de la autoridad suprema,
que los sufragios nacionales me
habían conferido.
Pertenecéis a todas las
provincias; sois sus más selectos ciudadanos; habéis servido
en todos los destinos públicos; conocéis los intereses
locales y generales; de nada carecéis
para regenerar esta República desfalleciente en todos los ramos
de su administración.
Permitiréis que mi último
acto sea recomendaros que protejáis la religión santa que
profesamos, fuente profusa de las bendiciones del cielo.
La hacienda nacional llama vuestra
atención, especialmente en el sistema de percepción. La deuda
pública, que es el cangro de Colombia,
reclama de vosotros sus más
sagrados derechos. El ejército, que infinitos títulos tiene
a la gratitud nacional, ha menester una organización
radical. La justicia pide códigos
capaces de defender los derechos y la inocencia de hombres libres. Todo
es necesario crearlo, y vosotros
debéis poner el fundamento
de prosperidad al establecer las bases generales de nuestra organización
política.
¡Conciudadanos! Me ruborizo
al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido
a costa de los demás. Pero ella nos abre la
puerta para reconquistarlos bajo
vuestros soberanos auspicios, con todo el esplendor de la gloria y de la
libertad.
Simón Bolívar
Bogotá, enero 20 de 1830
© José Luis Gómez-Martínez
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